Las grietas entre el juez Castro y el fiscal Horrach como consecuencia de la imputación de la infanta Cristina ponían en riesgo el rumbo de la investigación, sustentada por dos grandes pilares: los contratos adjudicados al Instituto Nóos por los gobiernos de Valencia y Baleares. Y resultaba una incógnita cómo la disparidad de pareceres podría llegar a afectar a todo lo demás.
La confianza entre los dos se había quebrado y parecía que nada iba a volver a ser como antes. De cara a la galería ambos sostenían que, si bien era cierto que hasta ese punto habían caminado de la mano, ahora surgía una discrepancia técnica puntual.
—No vamos a estar siempre de acuerdo en todo —razonaba cada uno por su lado, con una sonrisa.
—Las diferencias son beneficiosas para el proceso. No pasa nada, todo va a seguir igual entre nosotros —se autoconvencían sin conseguir convencer a nadie.
Sin embargo, tras esa apariencia de normalidad latía un distanciamiento creciente. Cada uno de ellos consideraba que el otro había roto el clima de confianza ciega que había presidido su relación. Si se habían embarcado en este asunto los dos era para estar unidos hasta el final. Porque las divisiones favorecerían a los imputados y pondrían en riesgo la investigación. Era una especie de pacto no escrito entre ambos que se había visto enturbiado por la cuestión de la infanta y que les había llevado a sostener posicionamientos contrarios.
El fiscal Horrach confesaba a su entorno que el juez se había «precipitado» al acordar la citación de la hija del rey y de sus palabras se desprendía un regusto amargo al considerar que Castro no le había tomado en cuenta suficientemente. Para el juez, el posicionamiento del fiscal no era nuevo y lo conocía desde hacía tiempo.
—Pepe, solo soy partidario de su citación si tenemos pruebas contundentes para sentarla en el banquillo de los acusados. De lo contrario, no estoy dispuesto a llamarla —le arguyó en multitud de ocasiones.
El magistrado, por el contrario, consideraba, tal y como revelaba a sus más afines, que ese planteamiento prostituía el ordenamiento jurídico y el sistema establecido con el resto de justiciables. Ponía como ejemplo lo ocurrido con Diego Torres en este mismo procedimiento. Si a ambos les había parecido correcto citar como imputado al exsocio del duque de Palma allá por julio de 2010 sin saber siquiera qué secretos se escondían tras el Instituto Nóos, por qué no iban a llamar ahora a Cristina de Borbón si su nombre aparecía por todas partes.
—Esa filosofía de no citar a la infanta salvo que haya pruebas contundentes contra ella no es la que se utiliza con el resto de ciudadanos ni la que se ha empleado con el resto de imputados en la causa, a los que se ha llamado a declarar cuando se detectaron meras sospechas —enfatizaba el titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma a la cara más conocida de Anticorrupción en Baleares.
Y con esas pequeñas diferencias empezó a germinar una borrasca de incalculables dimensiones. Comenzaron a recelar el uno del otro y no paraban de colisionar por culpa de los planteamientos descritos. La cuestión estribaba en si había que citarla cuando se tuvieran pruebas demoledoras para condenarla o si había que hacerlo, pasara lo que pasara en un futuro, para preguntarle qué hacía en medio de todo el entramado de Nóos.
Sobre esta diferencia de criterios comenzó a sobrevolar otra cuestión. A la vista de los documentos obrantes en la causa Castro creía en conciencia que no llamar a Cristina de Borbón constituía un agravio comparativo con respecto al resto de implicados. Y tan fuerte era su convicción que se negaba a aceptar los argumentos de su amigo Horrach en este punto. Si el fiscal no entraba en razón, él actuaría como creyese oportuno. Y lo hizo. Se lo advirtió para que no se sintiera traicionado y le dio la posibilidad de que liderasen un mismo posicionamiento.
Pero es que además afloraba otro elemento al que el magistrado no paraba de darle vueltas. Era difícil de comprender, a su juicio, que Horrach no entrase en razón y verdaderamente no considerase que había elementos más que suficientes para citar a la infanta. No resultaba nada descabellado, y así lo meditó, que el fiscal hubiera recibido una orden por parte de sus superiores y que no le hubiera quedado más remedio que acatarla. No le constaba prueba alguna de ello pero tampoco se sentía en disposición de descartarlo por completo.
En ese caso Castro lo entendería perfectamente y lo respetaría. Él mejor que nadie sabe cómo funciona el Ministerio Público, pero por lo que no estaba dispuesto a pasar es porque, con la estrecha amistad existente entre los dos, ese detalle no se lo hubiera confesado abiertamente. De haber sido así, lo habría comprendido a la perfección y además le habría agradecido el gesto. Sin embargo, en el hipotético caso de haber ocurrido, si no se hubiera atrevido a confesárselo, le decepcionaría profundamente.
Pero de indicaciones y presiones Horrach no quería ni oír hablar. Juraba y perjuraba que no tenía la más mínima instrucción sobre este asunto, que Salinas le había dado «libertad total» y que sus conversaciones con el fiscal general Eduardo Torres-Dulce se podían contar con los dedos de una mano y que estas se habían limitado a ofrecerle la «ayuda» que necesitara. Sobre todo cuando trascendió que tanto el juez como él habían sido objeto de seguimientos. Consideraba una «injusticia» que se atribuyera a sus jefes la decisión de no llamar a la infanta y una «falsedad absoluta» que respondiera a motivaciones políticas o institucionales.
—La decisión es mía e intransferible —subrayaba.
Horrach insistía en que ni había recibido una sola orden ni la habría aceptado, que ya era suficientemente mayor como para, en un asunto de estas características, convertirse en un títere en manos de terceros. El criterio era suyo y de nadie más, reiteraba molesto ante la más mínima insinuación de que podía haber sido instrumentalizado. Pensaba que la citación de Cristina de Borbón no conducía a ninguna parte y que podría tener un retroceso negativo contra ellos si la impulsaban para luego, acto seguido, verse en la obligación de tener que desimputarla.
—¿Con qué argumentos la vamos a llevar al banquillo? —preguntaba retóricamente al tiempo que repetía una y otra vez que «no lo veía claro».
El caso es que la relación entre Castro y Horrach se empezó a enfriar y se comenzó a gestar el embrión del fin de su relación personal. Poco a poco fueron remitiendo las confidencias, las comidas, las cenas, las copas y las risas. Castro y Horrach comenzaron, por primera vez, a desconfiar el uno del otro y las grietas iniciales alcanzaban una dimensión más considerable.
No obstante, aun en los instantes de mayor frialdad, como dos enamorados que acaban de tener una disputa, no dejaban de reconocer el cariño y la admiración profesional que sentían el uno por el otro. El juez no paraba de recalcar la «impresionante labor de investigación» llevada a cabo por el fiscal y lo «injusto» que sería que la sociedad española se quedara con la impresión de que Horrach había querido defender a la hija del rey por ser quien era. El juez veía en Horrach una sagacidad y una lealtad a prueba de bombas.
Por su parte, el fiscal aseguraba, con su habitual tono irónico y cercano, que había momentos en los que «querría matar» al juez y otros en los que le «comería a besos» y que un asunto de estas características habría salido difícilmente adelante sin un instructor con la honradez, la valentía, la preparación y la determinación de «Pepe», como acostumbra a referirse a él.
Quedaba ahora por comprobar cómo iba a afectar este distanciamiento al resto del procedimiento, que afrontaba su fase decisiva. Hasta ahora habían sido investigadas las adjudicaciones del ejecutivo que presidía Jaume Matas y este había sido ya imputado por ellos. Por lo tanto, y teniendo en cuenta que los pagos realizados en Baleares y en Valencia presentaban las mismas características, es decir, no había habido concurso y el duque de Palma se había quedado con la mayor parte del dinero, tocaba actuar de manera análoga. O todos o ninguno.
Si el expresidente balear había sido interrogado tras advertir en su intervención indicios de delito, el expresidente valenciano Francisco Camps y la alcaldesa de Valencia estaban abocados a correr la misma suerte. La conclusión estaba clara y, por mucho que las relaciones de Castro con Horrach comenzaran a tambalearse, la cuestión valenciana constituyó el último gran consenso entre ambos y su última gran obra conjunta. No quedaba otra alternativa que actuar contra ambos igual que se había hecho con el que fuera ministro de Medio Ambiente de José María Aznar. Por lo tanto, adelante, no había diferencias suficientemente importantes como para alterar el curso del procedimiento.
Aquí surgía, sin embargo, un importante inconveniente que había motivado que el problema valenciano se aparcara, también de común acuerdo entre Castro y Horrach, durante meses. Tanto Camps como Barberá, por su condición de diputados autonómicos, eran aforados. Es decir, el juez Castro no podía proceder a su imputación de forma directa, tal y como había hecho con Matas, sino que la decisión correspondía al órgano competente: el Tribunal Superior de Justicia de Valencia. Esta cuestión formal había sido empleada ya por la defensa de Matas como mecanismo para intentar arrebatarle a Castro la instrucción y que la investigación al completo se fuera a Valencia, donde, presumía el expresidente balear, la presión bajaría sobremanera, el sumario quedaría enfangado en la Albufera y él en el mejor escenario de todos los posibles.
Castro y Horrach coincidieron en que había que pedir formalmente la imputación al TSJV y el Ministerio Público elaboró una exposición razonada solicitándolo. Afrontaban, de nuevo, una operación que entrañaba sus riesgos y en la que se jugaban perder el control del asunto en el que tanto esfuerzo habían empleado. La máxima instancia judicial valenciana había sido tradicionalmente laxa con los casos de corrupción política y no iba a sorprender a nadie que se descolgara desinflando el caso y haciéndole un favor a sus paisanos.
Si concluía que no había indicios de delito contra Camps y Barberá, Matas se aferraría a ese dictamen para rebajar la importancia de los contratos del gobierno balear porque, en definitiva, se iban a convertir en vasos comunicantes. En ese escenario el sumario volvería a manos de Castro y él continuaría la instrucción desde Palma sin poder llamar, más que en calidad de testigos, a los políticos valencianos.
Otro de los planteamientos pasaba porque el Tribunal Superior de Justicia de Valencia sí que advirtiera indicios de delito en los dos históricos del PP valenciano, interrogara como imputados a ambos y asumiera por completo la instrucción de la causa. Es decir, que toda la investigación se marchara a Valencia y Castro y Horrach se quedaran compuestos y sin caso.
Pero todavía quedaba una tercera vía consistente en que el órgano judicial valenciano devolviera el sumario a Castro, le indicase que terminara la investigación y que, al final, ya se decidiría. En el peor de los supuestos, el juez ya tenía previsto hacer piezas separadas, que los contratos de Baleares se investigaran en Palma y los de Valencia en su propia comunidad. Y en esta postura creía que contaba con el apoyo del fiscal.
Básicamente existía el riesgo de que el caso se perdiese o bien perdiese fuerza. Los investigadores sondearon cuáles eran las intenciones del TSJV y llegaron a la conclusión de que no tenía el más mínimo interés en quedarse con un proceso que acumulaba ya ciento sesenta mil folios y que tendrían que estudiarse desde el principio. Por lo tanto, tranquilidad, que lo más probable sería que devolvieran la pelota a la jurisdicción de las Islas, ya se vería de qué forma, y punto.
El fiscal Horrach trasladó un extenso informe que había estado elaborando durante el mes de agosto de 2013, que pulió en consonancia con el magistrado y que dio a conocer al comenzar el curso, marcando desde el inicio la agenda del curso político y judicial español.
El representante de Anticorrupción en Baleares señalaba que tanto Camps como Barberá habían incurrido en cuatro delitos, malversación continuada, prevaricación, fraude a la Administración y falsedad en documento oficial. Tipos penales que en sus variantes máximas podían llevar aparejada una condena de hasta diecisiete años de prisión.
Se expresaba en su análisis de manera muy contundente y dejaba, sobre todo a Barberá, como primera edil valenciana, en una situación política insostenible. El meollo de la cuestión radicaba en la adjudicación al Instituto Nóos de Urdangarin de los conocidos como Valencia Summit, a los que se destinaron sin concurso alguno 3,3 millones de euros públicos. Y junto a las tres ediciones de este evento, la entidad del duque de Palma se llevó la organización de unos Juegos Europeos en la Ciudad del Turia que nunca llegaron a celebrarse en Valencia pero por los que consiguió ingresar 382 000 euros públicos.
Horrach realizaba una exposición que ridiculizaba a los políticos y dejaba en muy mal lugar a Urdangarin al haber comerciado con su condición de miembro de la Casa Real. El fiscal solo comprendía lo sucedido atendiendo «al deseo» de Camps y Barberá «de doblegarse a las exigencias de don Iñaki Urdangarin en atención a su parentesco con la Casa de Su Majestad el Rey». Guiados por este móvil, razonaba el fiscal, sacrificaron las exigencias legales en aras de quedar bien con el yerno del monarca. Se trataba esencialmente de la misma filosofía que guió a Matas, que en plena investigación reconoció que nunca se le hubiera ocurrido someter a Urdangarin a un concurso público como si fuera un ciudadano cualquiera.
«Por muy cortésmente que se planteasen esas exigencias, no dejaban de ser eso, exigencias», recalcaba Anticorrupción en referencia a las propuestas que puso sobre la mesa de la Generalitat y del Ayuntamiento de Valencia el duque de Palma. «Camps entendía que era obligado acceder [a las exigencias de Urdangarin] en atención a que era yerno del rey», abundaba Horrach, y añadía que «sin el beneplácito de Camps no se entiende ese sometimiento» del ejecutivo valenciano.
En la misma línea se había manifestado anteriormente el juez Castro, que consideraba que las contrataciones de Nóos en Valencia se fraguaron sin que se iniciara «absolutamente ningún procedimiento administrativo de contratación» y «en exclusiva atención» a que por parte de Camps y de Barberá era «hartamente conocido» que al frente del Instituto Nóos estaba Urdangarin.
El magistrado apuntaba también a la «sorprendente celeridad» con la que fueron tramitados los expedientes, en especial el de los Juegos Europeos, que se aprobó «en tres días consecutivos, navideños por demás, lo que no es un impedimento jurídico pero sí una no muy usual práctica».
El juez censuraba que los pagos al duque de Palma se camuflaran como «subvenciones», lo cual suponía «una manera de burlar las ineludibles previsiones de las normas sobre contrataciones de las administraciones públicas, que se inspiran en los principios de igualdad y publicidad». Una serie de extremos de los que «deliberadamente se prescindió para contratar arbitrariamente a quien estaba detrás del Instituto Nóos, al objeto de que desplegara toda su área de influencias tanto en su condición de vicepresidente del Comité Olímpico Español como en razón de su parentesco con la Casa Real, intencionadamente utilizado para vencer cualquier resistencia».
El relato resultaba demoledor para los protagonistas, pero incluía un apartado que agravaba la crisis institucional. Tanto el fiscal como el juez daban por primera vez por hecho que la reunión en Zarzuela en la que se pactaron los Valencia Summit, efectivamente, se produjo. Habían discrepado con la citación de la infanta pero, en lo esencial, seguían de acuerdo.
«El encuentro tuvo lugar en el palacio de La Zarzuela el 29 de enero de 2004», aseguraban los investigadores, pese a que el propio duque de Palma había fechado a su entorno más próximo el encuentro el 6 de julio. «Tras varias conversaciones, Urdangarin concertó una cita con Barberá y Camps para exponerles de forma más detallada su proyecto». En dicha reunión, «Urdangarin y Torres explicaron a los representantes políticos de Valencia los fines de la entidad a la que representaban, el Instituto Nóos, proponiéndoles la celebración de un congreso en Valencia sobre “grandes eventos deportivos” para lo que requirieron financiación pública».
Hasta ese instante todos los participantes en el encuentro habían negado la existencia del mismo salvo Torres, pero la secuencia de los acontecimientos desembocaba en la certeza absoluta de que aquella cita existió.
Los indicios de que el encuentro tuvo lugar llevaron a la policía a dar el paso de tomar declaración al entonces jefe de la Casa Real, Alberto Aza, que fue interrogado en el propio palacio de La Zarzuela y se limitó a contestar que «no recordaba» que se hubiera producido aquella reunión. Pero tampoco se atrevía a negar taxativamente su existencia.
Tras esta cita los contratos no tardaron en llegar. «Durante las semanas siguientes, Urdangarin y Torres visitaron a la alcaldesa y al presidente de la Generalitat en sus respectivas sedes de Valencia, les detallaron el proyecto e insistieron en la financiación pública, tasando en 900 000 euros el coste del desarrollo del proyecto […]. Como fruto de los citados contactos, ambos representantes políticos aceptaron la propuesta, en atención básicamente a la posición social que ocupaba Urdangarin y se comprometieron verbalmente a llevarla a cabo financiando con fondos públicos el proyecto por el importe fijado unilateralmente por los responsables de Nóos».
La sinfonía sonaba perfecta hasta que Horrach incluyó un párrafo que el juez encajó con desagrado. Pese a que se había mostrado a favor de que la causa siguiera en Palma pedía ahora abiertamente en su escrito que fuera asumida íntegramente por el Tribunal Superior valenciano. Es decir, que el instructor dejase de ser, a partir de ese momento, su compañero y cada vez menos amigo Castro.
El juez lo encajó como un golpe bajo y la distancia entre ambos se volvía ya irrecuperable. Aquello suponía, a ojos del instructor, intentar quitarle el sumario en el momento crucial. Es decir cuando se estaba llevando a cabo la investigación contra la infanta Cristina por blanqueo y delito fiscal y debía decidir si la volvía a imputar. Era robarle el balón en pleno partido cuando se lo estaba jugando todo.
El Tribunal Superior valenciano, ajeno a las diferencias entre juez y fiscal, tenía una papeleta trascendental y dependiendo de lo que hiciera la crisis política e institucional se agravaría considerablemente o se vería amortiguada. La deliberación tardó apenas un mes. A finales de septiembre la Sala de lo Civil y de lo Penal del órgano valenciano resolvió cumpliendo algunas de las predicciones. Se declaraba incompetente para instruir el caso pero exculpaba por completo a Camps y a Barberá bajo un peculiar argumento.
Señalaba que no existen en la causa «indicios suficientes como para afirmar que los aforados han incurrido de forma personal, directa y voluntaria en una conducta» delictiva. Pasaba por alto que la participación de ambos en este tema, si algo fue es directa, porque el entonces presidente y la alcaldesa se encargaron personalmente de llevar las negociaciones con el duque de Palma. Aun así, proseguía el TSJV, «no basta con el dato subjetivo de imputación de unos hechos a quien goce de aforamiento».
La Sala de lo Civil y de lo Penal daba una de cal y otra de arena reconociendo «la amplia y prolija instrucción» llevada a cabo por el instructor y concluía que los hechos descritos «a priori parecen presentar unos claros indicios delictivos […]. Indudablemente existe una serie de conductas que claramente pueden revestir los caracteres de delito, pero no olvidemos que eso no nos puede bastar, sino que a la par ha de quedar justificado un principio de prueba que permita detectar suficientes indicios como para afirmar que los aforados han tenido una participación personal y directa en ellos».
Resultaba en sí mismo un contrasentido. La máxima instancia judicial valenciana decía que había delito pero que no encontraba a los responsables. Y concluía que ni Camps ni Barberá habían participado. La investigación volvía a Palma y, lo que resultaba más importante, con ella las nuevas pesquisas sobre la infanta, cuyo futuro, por fortuna, ya no peligraba.