El auto de la Audiencia de Palma, celebrado como una victoria definitiva, se acabó convirtiendo en un caramelo envenenado. Bien es verdad que despojaba a Cristina de Borbón de la incómoda condición de imputada y suponía un alivio, pero se trataba de un espejismo pasajero. No era un punto y final sino un simple punto y seguido.
El juez José Castro se tomó varios días para digerir la contundente resolución y no quiso adoptar ninguna decisión en caliente. Le desencantaba encontrarse solo en medio de la tormenta y que por momentos pareciera un iluminado que albergaba un interés particular en interrogar a la hija del rey. Pero confesaba tener la conciencia tranquila al haber actuado como creía que tocaba.
La resolución suponía un varapalo para él en tanto en cuanto rechazaba el tráfico de influencias como argumento para tomar declaración como imputada a la infanta, pero constituía una oportunidad en sí misma. Abría de par en par dos puertas que, a la larga, podrían resultar para Cristina de Borbón mucho más complicadas que la primera. El tráfico de influencias es una materia viscosa, difícilmente demostrable. Eso sí, castigada con hasta dos años de cárcel. Por el contrario, el blanqueo de capitales y el delito fiscal, además de llevar aparejados penas de prisión más importantes, resultan mucho más tangibles y fáciles de probar.
Pensándolo fríamente, Castro no tenía demasiada opción por mucho que se decidiera a tirar la toalla, hastiado por tener que luchar contra los elementos. Si la Audiencia de Palma le había indicado que investigara a la hija del rey por blanqueo y delitos contra la Hacienda Pública, no le quedaba otro remedio que pasar aquella página amarga y seguir hacia delante.
—Si me ofrecen dos alternativas lo que no voy a hacer es descartarlas —confesaba a su entorno más próximo después de las primeras lecturas.
Otra de las indicaciones que le realizaba la Audiencia de Palma, la de exigir a Torres que aportase de inmediato todos los correos electrónicos de que dispusiera, la rechazó de plano. Esa cuestión ya la había abordado con el fiscal anticorrupción, volvió a comentarla con Horrach y llegaron a la misma conclusión. No podían hacerlo por el mismo motivo que ya habían barajado anteriormente: el de provocar una posible vulneración de su derecho de defensa y que fuera invalidado el proceso al completo.
Contrariado por los extraños comportamientos de la Agencia Tributaria de Cataluña, que ya había destapado sus cartas a favor de Cristina de Borbón, el magistrado se convenció de que no podía embarcarse en una nueva investigación de estas características, tan técnica, sin especialistas a su lado de los que se pudiera fiar ciegamente. Al juez Castro le quedaba la sensación de que le habían dejado solo y de que iba a estarlo todavía más porque desde el corazón de Hacienda comenzaban a lanzarse mensajes de que «ningún juez en España ha rebatido ni puede rebatir sus posicionamientos».
Castro confesó estar cansado por los contratiempos y el rechazo frontal del aparato del Estado a aplicar con Cristina de Borbón los protocolos con los que se despacha al resto de los ciudadanos, pero hizo de la necesidad virtud y se puso manos a la obra. Había dos cuestiones primordiales: el fraude fiscal cometido por los duques de Palma a través de su empresa patrimonial Aizoon y el dinero que, procedente del Instituto Nóos, se habían gastado en todo tipo de asuntos personales.
Las cuentas bancarias de Cristina de Borbón no habían sido examinadas hasta el momento, como tampoco sus tarjetas de crédito asociadas a la empresa que compartía con su marido. El destino final de los fondos provenientes de Nóos y, por lo tanto, de origen público, se conocía parcialmente. Como había apuntado la Audiencia, una parte había ido a parar a la reforma del palacete de Pedralbes. Otra a costear su ritmo de vida. Desde sus viajes y sus comidas a la compra de ropa. Pero los detalles seguían siendo una incógnita.
A falta de profundizar en cuestiones técnicas, si el fraude fiscal cometido por Aizoon al cobrar simulando asesorías ficticias para evadir impuestos superaba los 120 000 euros en un solo ejercicio, era delito fiscal. Y a partir de ahí había que determinar si los culpables eran los dos, como se planteó inicialmente en la investigación cuando las pesquisas corrían a cargo de la Delegación de la Agencia Tributaria de Baleares, o si por el contrario, como argumentaba ya con vehemencia la catalana, todo era atribuible a Urdangarin y nada más que a Urdangarin.
En cuanto al blanqueo, había que constatar qué cantidad exacta de fondos de origen público había sido dispuesta por Aizoon y quién se había gastado el dinero en última instancia. Si Urdangarin, la infanta Cristina o los dos.
Sobre este escenario, el juez Castro adoptó dos decisiones. La primera designar a un perito de la Agencia Tributaria independiente que analizase la situación y arrojase un dictamen neutral. Vista la actuación de los técnicos de hacienda de Cataluña, hacía falta alguien que no estuviera contaminado por el intento de proteger a Cristina de Borbón y que realizase un examen aséptico, fuera cual fuera el resultado.
«Que salga lo que tenga que salir, pero que me lo diga alguien profesional e independiente», razonaba el magistrado en su fuero interno.
Por eso Castro, dentro del ámbito de sus competencias, designó a uno de los peritos de la Delegación de Baleares que habían trabajado desde el primer momento en el Caso Urdangarin y que se había encargado de realizar los grandes informes del Caso Palma Arena, del que nació el sumario del yerno del rey. Se trataba de un funcionario joven pero curtido en todos los grandes procesos por corrupción de las Islas, con un apreciable historial de hallazgos en los grandes procedimientos incoados en Baleares, y que estuvo asignado a la unidad de Anticorrupción que fue disuelta. El propio Castro lo eligió como ayudante destacando la «gran labor» que había realizado hasta el momento y este, sabedor de lo relevante del reto, aceptó la encomienda.
Este funcionario es además un especialista en blanqueo de capitales, como consecuencia de su pertenencia al área de Vigilancia Aduanera. Un pata negra de Hacienda que reunía todas las garantías de neutralidad e independencia.
—Si sale que la infanta es inocente la declararé inocente y si sale culpable haré lo propio, pero que me lo diga alguien que no esté condicionado —aseguran en su entorno que no paraba de decir Castro aquellos días.
—En este asunto ni la Fiscalía está haciendo de Fiscalía ni la Agencia Tributaria de Agencia Tributaria —se quejaba amargamente, según estas mismas fuentes.
Castro encargó de manera paralela al Grupo de Delincuencia Económica de la Policía Nacional en las Islas, con quien también había colaborado en numerosas ocasiones, que se pusiera en contacto con todos los proveedores de la empresa Aizoon. Tan solo le interesaba que se formularan dos preguntas: qué había comprado la empresa de los duques de Palma y, por último, quién había efectuado el pago. Se trataba de un matiz esencial para la posterior atribución del delito de blanqueo. Si el único que disponía de esos fondos era Urdangarin, la infanta Cristina podría llegar a salir indemne. Ahora bien, si era ella quien encargaba los servicios y los abonaba personalmente, tendría muy complicado alegar que desconocía su origen.
Habían pasado ya casi tres años desde que se inició oficialmente, en julio de 2010, el sumario del Caso Urdangarin. Aunque en realidad la instrucción como tal no comenzó hasta el verano de 2011, que es cuando el secreto a voces se transformó en escándalo nacional. Pese a ello, cuestiones tan básicas como las descritas no se habían abordado porque no se quisieron acometer de oficio al figurar la hija del rey de por medio. De ahí que no se rastrearan sus depósitos bancarios ni se indagara dónde acabó el dinero de la trama que pasó por el proceloso canal de Aizoon.
Se trataba, por lo tanto, de emprender una nueva investigación dentro de la investigación matriz, que alargaría sine die el proceso de instrucción pero que se antojaba imprescindible por culpa de la sobreprotección dispensada a Cristina de Borbón hasta ese momento. En resumen, era una buena noticia para la hija del rey que hubiera sido desimputada por tráfico de influencias, pero se avecinaba la peor de las posibles para ella: que se escrutaran al céntimo todas sus operaciones.
Con la hoja de ruta diseñada, Castro se puso en marcha y se topó con la primera gran zancadilla. La Agencia Tributaria reaccionó de forma virulenta contra el plan establecido por el magistrado y activó toda su maquinaria para intentar parar a tiempo la sangría de datos y cifras.
El fisco se apresuró a presentar un escrito en el que, sin que hubieran comenzado siquiera las pesquisas para determinar la implicación de Cristina de Borbón en el delito fiscal y en el blanqueo, la exoneraban por completo. «No basta con que sea partícipe [de la sociedad Aizoon] sino que se requiere una participación consciente como inductora o cooperadora […]. Para ser partícipe en un delito contra la Hacienda Pública se requiere una participación consciente dirigida a la defraudación a la Hacienda Pública, bien induciendo al autor a cometer el delito, cooperando a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado o cooperando a la ejecución del hecho mediante actos anteriores o simultáneos», recalcaba.
Era el parche antes de la herida. La cataplasma con la que se intentaba evitar que el juez abriera en canal las cuentas personales de la hija del rey dando por sentado, de inicio, que la infanta no tiene nada que ver con todo, por mucho que figurara su nombre por todas partes.
La réplica de Hacienda, que fue secundada al pie de la letra por la Abogacía del Estado, encarnada en la figura de la letrada Dolores Ripoll, fue doble. Al mismo tiempo que proclamaba la «inconsciencia» [sic] de Cristina de Borbón, vetaba el nombramiento del perito asignado por el juez. Sostenía que Castro no tenía potestad para designarlo digitalmente y que se debería atener a los dictados del fisco. Si el juez quería uno, la Agencia Tributaria ya le pondría el que considerara oportuno. Hacienda le arrebató el balón al juez al comprobar que se adentraba en su propio terreno y le asignó a varios inspectores de la delegación de Cataluña bajo el argumento de que ya estaban desde hacía tiempo a disposición del magistrado como auxilio judicial.
—¿Pero qué auxilio tengo yo? Si no conozco de nada a esos peritos… —se preguntaba sorprendido Castro, que sin embargo no tuvo otra opción que renunciar al especialista de su confianza y quedar en manos de la controvertida delegación catalana, a la que ya había apercibido en alguno de sus autos pidiéndole que aplicara en este caso, «sus criterios habituales». Excepciones con Cristina de Borbón ni una, que quedara claro.
—Ningún juez se ha atrevido a llevar la contraria a la Agencia Tributaria y no va a venir este ahora a hacerlo —replicaban con suficiencia los inspectores de Cataluña.
El aparato del Estado iba segando la hierba bajo los pies del magistrado, al que se intentaba conducir, como si fuera un morlaco desorientado, por un callejón que desembocaba en su peligroso albero. Sin embargo, el posicionamiento de Hacienda fue tan radical que desencadenó una situación inédita.
El principal sindicato de la Agencia Tributaria, SIAT, y el tercero tras CCOO, GESTHA, salieron en tromba a denunciar lo que consideraban «un claro trato de favor a la infanta Cristina». Sus respectivos portavoces, Ceferino Trillo y Carlos Cruzado, coincidieron en tildar de «poco sólido» el argumento empleado para dejar al margen a Cristina de Borbón del delito fiscal de su sociedad. «No es lo mismo una sociedad en la que hay diez mil socios que una en la que solo hay dos y además son matrimonio», explicaba Cruzado, que censuraba a Hacienda por haberse extralimitado al exculpar a la hija del rey.
«No le corresponde valorar si la infanta debe o no ser imputada sino emitir un informe independiente con una valoración técnico-fiscal en relación a ella». Es decir, «aclarar si Cristina de Borbón ha tenido participación y ha colaborado en que su marido cometiera delito fiscal, luego corresponde al juez valorar los datos y decidir si hay o no imputación».
Por todo ello, tanto GESTHA como SIAT consideraban que los informes emitidos «no son independientes», están «obstaculizando el esclarecimiento de los hechos y vulnerando el principio de igualdad ante la ley». Además aprovecharon para aclarar a la dirección de la Agencia Tributaria que no caben vetos de peritos sino que lo que corresponde es «poner a disposición del juez los miembros que este demande y que sean necesarios para desarrollar las labores investigadoras».
Por primera vez la Agencia Tributaria se fracturaba con un plante generalizado de sus técnicos e inspectores, denunciando que se estaba torciendo la interpretación de la ley para salvar a la hija del rey. Nunca antes el tan manido principio de igualdad se había visto tan amenazado y había contado con una respuesta interna tan contundente.
—Solo existiría una posibilidad para defender la teoría de que la infanta no sabía nada de lo que ocurría en su sociedad: que fuera menor de edad o tuviera algún tipo de minusvalía psíquica. Pero no es el caso —argumentó uno de los líderes sindicales.
Castro había perdido en este lance la posibilidad de disponer de un perito en el que realmente confiara pero había visto reforzada su legitimidad para continuar hacia delante por los senderos del delito fiscal y del blanqueo. El titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma marcó el territorio a la Agencia Tributaria y le exigió que, sin dilaciones y, enfatizaba, con «los criterios habituales», le fuera respondiendo a cada uno de los interrogantes que le fuese formulando. Sin comentarios ni apostillas, que para hacer las valoraciones ya estaba él.
Para conocer la magnitud del dinero público desviado de Nóos a Aizoon solicitó el preceptivo informe a la Delegación Catalana de Hacienda. La respuesta, esta vez sí, fue fría y aséptica. En total 747 000 euros habían sido volcados desde el instituto «sin ánimo de lucro» a la patrimonial de los duques de Palma mediante facturas falsas, que el fisco destacaba que contenían «conceptos vagos» y albergaban cifras que habían sido «redondeadas» a ojo de buen cubero.
Eso sí, volvía a dejar caer Hacienda que el entramado era una «bicefalia» manejada por Urdangarin y Torres y dejaba fuera del «poder decisorio» tanto a la infanta Cristina como a la mujer de Diego Torres, Ana Tejeiro. De esa posición no se apeaba y estaba dispuesta a dejar claro que no se iba a mover un ápice de ella por mucho que se envalentonara el juez.
Asimismo, constataba que Aizoon había recurrido a la contratación de una quincena de «empleados fantasma» para minorar oficialmente sus beneficios, beneficiarse de las amortizaciones correspondientes y, en última instancia, pagar menos impuestos. En total, según Hacienda, Aizoon defraudó 826 000 euros mediante esta treta, en la que participaron los tres sobrinos del duque de Palma, Jan, Lucía y Lucas, y parientes de su secretaria personal, Julita Cuquerella, como fue el caso de su hermana Olga.
«El objetivo que perseguía Aizoon era crear una apariencia de nuevas contrataciones de personal que aumentaban los gastos deducibles y la correlativa disminución de la base imponible y cuota del Impuesto de Sociedades», concluía el fisco. «Se ha confirmado la existencia de un considerable número de personas que figuran nominalmente como trabajadores pero se ha evidenciado que en realidad no prestaron ningún servicio ni coadyuvaron a las actividades de la entidad que aparentemente les contrataba».
El terreno de juego quedaba, pues, perfectamente delimitado. En Aizoon había un doble fraude fiscal al cobrar por servicios inexistentes y generar al mismo tiempo gastos falsos. La cantidad de dinero público desviada desde Nóos rondaba el millón de euros y restaba ya solo por comprobar dónde acabó cada céntimo procedente de las arcas de los gobiernos de Valencia y Baleares.
De ahí que el juez dictase una providencia en la que pedía a la Policía Judicial que determinase «la identificación de las personas que realizaron los encargos» con dinero de Aizoon, la «fecha de estos, contenido de los mismos, lugar donde se debían prestar, importe, persona que los satisfizo y forma de pago».
Aquí comenzó un festival de datos y cifras que evidenció la realidad: que Cristina de Borbón utilizó la caja de Aizoon como una hucha y tiró de ella para sufragar sus gastos personales y familiares. El resultado de las nuevas pesquisas resultaba tremendamente llamativo, los ejemplos eran de lo más dispar, y emergía la hija del rey como gran matriarca que organizaba los gastos de la casa.
La infanta Cristina echó mano de Aizoon para pagar, el 13 de junio de 2007, el día de su cuarenta y dos cumpleaños, un servicio de catering de su comida favorita, la japonesa, que fue servida en los jardines del palacete de Pedralbes. En total la hija del rey se gastó 1412 euros que fueron abonados por ella misma a la empresa especializada Kateshima.
Con cargo a Aizoon se abonaban los grandes eventos pero también los más pequeños. Entre las montañas de justificantes que halló la Policía Judicial aparecían cenas en restaurantes orientales corrientes como el Gran Siglo de Terrasa, donde la familia Urdangarin-Borbón dio buena cuenta de un bufet libre a razón de 6,64 euros por persona. Cuando acudían a restaurantes orientales de postín, como el lujoso cantonés del Hotel Villa Magna de Madrid, pagaban con cargo a la misma cuenta. Y hacían lo propio cuando visitaban otro de sus establecimientos predilectos, el Escarabat Negre de la localidad mallorquina de Sóller.
Si Cristina de Borbón no se podía zafar de su participación en el pago de los fastos de su cumpleaños, tampoco podría ponerse de perfil al comprobarse que había gastado, también con cargo a las cuentas de Aizoon, 15 210 euros en un viaje familiar a Brasil en 2009. Como tampoco podía hacerlo al aparecer el abono de excursiones a través del Centro Europeo de Barcelona, especializado en ocio infantil.
En su particular lista de la compra afloraba de todo. Desde tiques de aparcamiento de 45 céntimos a la compra de la colección de libros de Harry Potter para sus hijos. Seis entradas para el musical El Rey León en Nueva York y otras tantas para la final de la Champions en Roma que el FC Barcelona ganó al Manchester United en mayo de 2009, pasando por la contratación de una profesora, Carmen Batlle, que impartió al matrimonio clases de salsa y merengue en su casa de Pedralbes por 707 euros.
—Pero ¿qué tendrá que ver la salsa y el merengue con la asesoría empresarial? —se preguntaba sorprendido el juez al comprobar la existencia de este tipo de gastos.
A ojos de los investigadores surgían pagos por valor de 698 824 euros, de los cuales 436,703 fueron a parar a las obras de reforma del palacete y 262 120 a lo que la Policía Judicial definió como «atenciones privadas». Esta última partida se incrementaba con el paso de los años. De 5339 euros en 2004 se pasó a un máximo de 79 840 en 2009. Había compras de ropa infantil en la tienda barcelonesa Bonpoint, donde Cristina de Borbón se gastó de golpe 627 euros; o innumerables operaciones realizadas en uno de sus lugares preferidos de la Ciudad Condal: el Real Club de Tenis Barcelona.
Hasta importantes partidas de vino, una de las grandes pasiones del matrimonio, se pagaban a través de Aizoon. A Cristina le gustaba el crianza de las Bodegas Baigorri, del que encargaron de una sola tacada quince cajas, y lo almacenaban en un climatizador Split 55F, adquirido a razón de 3353 euros, de nuevo con fondos de origen público, a la empresa Clima Caves, dedicada a la «tutela del vino después del embotellador».
Cristina y su marido lo pagaban todo con dinero de Nóos, que en los ejercicios analizados nutría de recursos en un 90 por ciento a Aizoon. La lista completa quedaba al descubierto con toda profusión de detalles. Se daba la paradoja de que, en el caso de que la infanta hubiera declarado por tráfico de influencias, esa acusación muy probablemente hubiera quedado diluida, ella desimputada y, lo que es seguro, todos estos gastos hubieran permanecido en el más absoluto de los anonimatos.
Pero ahí estaban, desde multas de tráfico de la furgoneta familiar, una Mercedes Viano, cuyo renting también pagaba Aizoon, a viajes de esquí al Tirol, con parada y fonda en el selecto Arlberg Hospiz, o un safari familiar en el parque Kruger de Sudáfrica. La relación la completaban descargas de música en iTunes, compras en Amazon, la FNAC o la Casa del Libro y una serie de clases de coaching que le fueron impartidas personalmente a Cristina por una profesora, Marga Martín, que se empleó a fondo para que la hija del rey mejorase sus dotes de liderazgo.
Por supuesto, junto a todas estas «atenciones personales» aparecían los gastos vinculados al palacete de Pedralbes, que no solo abarcaban las obras de reforma. La partida más importante se elevaba a 138 834 euros en muebles adquiridos en la tienda Grao, donde compró las mesas, las sillas, los sofás, las cortinas, las lámparas, las alfombras y hasta un mueble bar. Los electrodomésticos de la residencia fueron encargados a Siemens por 8628 euros y Cristina de Borbón reservó otros 9280 euros para equipar toda la casa de cortinas.
Sin embargo, siempre que el cielo se oscurece para los duques de Palma aparece una buena noticia y esta llegó desde el Juzgado de Primera Instancia 46 de Barcelona, que acordaba la prohibición de la difusión de los correos electrónicos personales del duque de Palma con los que tanto amenazaba Diego Torres. Esas comunicaciones con la enigmática mujer que se escondía bajo el identificativo de «ojitos azules», esposa de un antiguo compañero de Iñaki, deberían permanecer en el arcón del exprofesor de ESADE.
La responsable de este juzgado adoptaba esta medida cautelar con la intención de «preservar el derecho a la intimidad» del duque y de su esposa y trasladaba la prohibición expresa a siete grupos editoriales. Aquello suponía un respiro en medio de la desolación, pero no solventaba el problema de fondo.
La pareja, independientemente de que este material se convirtiera en motivo de escarnio público o siguiera oculto, se vio obligada a abordar esta cuestión, de la que sí que dependía su matrimonio. Hasta ahora se había establecido una relación de confianza mutua entre ellos, se habían unido ante la doble adversidad que suponía luchar contra la opinión pública y la propia Casa Real, que les había dejado de lado desde el primer momento, pero lo de los correos íntimos ya eran palabras mayores.
Urdangarin confesó a Cristina de Borbón haberle sido infiel y ella asumió aquella terrible realidad aceptando las correspondientes disculpas. No era cuestión de abrir un nuevo frente. Habían decidido seguir unidos y no se divorciarían, tal y como había pretendido el rey desde el primer momento. Eso supondría dar la razón al monarca y a su asesor Fernando Almansa y sería, para ellos, una derrota en toda regla.
Resuelta esta espinosa cuestión entre la pareja, Torres volvió a la carga, sabedor de que ese flanco sí que dolía. Esquivó la prohibición judicial y filtró los temidos correos personales con «ojitos azules» a la minoritaria revista Mongolia, que los publicó íntegros. Por lo tanto, todo aquel interesado en esa vertiente morbosa del caso ya los tenía a su disposición en Internet.
Faltaba por comprobar ahora la reacción de la Jefatura del Estado ante este nuevo capítulo, que dejaba al matrimonio tocado de muerte. Y aquí también surgió la sorpresa. Si hasta ese momento el posicionamiento había sido que Cristina se tenía que divorciar de Iñaki, ahora la postura había variado 180 grados. «Hay que salvar el matrimonio como sea porque en La Zarzuela no tenemos muchas uniones estables», razonaban por enésima vez en el Monte de El Pardo. No estaba la cosa en palacio como para divorcios.