Que el destino se escribe en las estrellas y no en Zarzuela, Moncloa o cualquier otro centro de poder quedó claro ese miércoles 3 de abril de 2013 que dentro de cien años aparecerá inscrito con letras mayúsculas en uno de los epígrafes de la historia de España del siglo XXI. La Operación Cortafuegos no había alcanzado sus objetivos, entre otras razones porque despreciaron dos detalles cero baladíes: un juez independiente y un azar que es setenta veces siete más incontrolable.
Quiso el azar que en la macroinvestigación del Caso Palma Arena, el sobrecoste de un velódromo de la era Matas que costó más del doble (110 millones en lugar de los 48 presupuestados), los agentes de la Policía Judicial mandatados por José Castro se llevasen toneladas de documentación de la sede del Govern de las Islas Baleares. Cajas y cajas y más cajas. Cientos de cajas. Y quiso ese inescrutable hado que obra irresistiblemente sobre los hombres que al destripar aquel Everest de papeles surgieran las facturas de lo que hoy día es el Caso Urdangarin. Y se peinó todo el rastro del Instituto «sin ánimo de lucro» Nóos porque José Castro y Pedro Horrach sospechaban que el entorno del duque pudo ser el motivo de parte de ese sobrecoste de los trabajos de un velódromo cuya necesidad en Palma era la misma que la que hay de construir una fábrica de hielos en el Polo Norte. Se lo llevase el yerno del rey y su socio, que de momento no se ha podido probar, Matas o el sursuncorda aquí ha debido de haber tomate. Cuando hay sobrecoste hay mordida. Si no hay mordida no hay sobrecoste. Elemental, querido Watson: si contratas la obra por el importe real no hay margen para engrasar al político de turno o al funcionario de guardia. Si la engordas puedes darle al on de la repartidora todo lo que te venga en gana.
Los nunca bien ponderados policías judiciales, cuyo salario mensual es 250 veces inferior a lo que Urdangarin o Torres se metían en el bolsillo cada día de Fórum balear, empezaron a escrutar la documentación y se toparon con la génesis de lo que hoy es un monumental escándalo. Es decir, que el Caso Urdangarin no es fruto de las malas artes de un juez que va a por la monarquía sino de la casualidad. La culpable de todo es la caprichosa de Doña Casualidad. Se lo encontraron. El tema les sonaba porque en febrero de 2006 El Mundo/El Día de Baleares había publicado el llamativo presupuesto del primer Fórum, celebrado tres meses antes, que contenía partidas que provocarían la carcajada si no estuviéramos hablando de dinero público y de ni más ni menos que 1,2 millones de euros. De un saqueo de libro, en conclusión, que pasó relativamente desapercibido en aquellos tiempos de bonanza y respeto cuasirreverencial a la primera institución del Estado, pero que cinco años más tarde, con 6 millones de parados y compatriotas pasando hambre en España, resultaba una burla en toda regla.
El equipo de los «más papistas que el Papa» sostiene sin no demasiado rigor que José Castro quiere «cargarse a la monarquía» y que así lo ha expresado a sus amigos en varias fases de la instrucción. No hay constancia de ellos. Es más, olvidan que nadie sabe muy bien de qué pie político cojea el magistrado. Si es rojo, azul, monárquico, republicano, centrista, mediopensionista, católico, budista, seguidor de los hare krishna, ateo, del Real Madrid o del Barça. Entre otras razones, porque si bien un representante de la justicia goza del mismo derecho que cualquiera a tener la ideología que le venga en gana, no cuenta moralmente con el de confesarla a sus congéneres. Puede hacerlo, sí, pero no es aconsejable por esa intrínseca obligación moral de guardar las apariencias. La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, ideada por el entonces ministro del ramo y ahora magistrado del Supremo Fernando Ledesma, es aclaradora al respecto en su artículo 395: «Los jueces y magistrados no podrán pertenecer a partidos políticos o sindicatos». Claro que también proscribe su asistencia a reuniones públicas que carezcan de carácter estrictamente judicial y van, vaya si van. Muchos de ellos, el fiscal jefe de Baleares mismamente, se pasan más horas en copetines del gobierno tal, del alcalde cual o de la empresa pascual que en un despacho en el que la ausencia de papeles es tal que parece no haberse estrenado nunca. Algunos de estos gerifaltes harían las delicias de la más eficaz de las canaperas.
La patata caliente de la imputación de la infanta quedó pues sobre la mesa de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Palma, presidida por el gallego Diego Gómez-Reino Delgado. Un coruñés relativamente joven que ha pasado buena parte de su vida profesional en las Islas Baleares. Hizo sus primeros pinitos en su tierra, al poco tiempo fue destinado a Ibiza, luego a Mallorca, al punto de que se le puede considerar un mallorquín más si aplicamos esa máxima que sostiene que «uno no es de donde nace sino de donde pace». Lleva ya casi dos décadas residiendo en la Isla de la Calma.
Gómez-Reino estudió en el jesuítico y exclusivísimo centro universitario ICADE, situado en la madrileña calle de Alberto Aguilera. Era un estudiante destacado, de los mejores de la clase. No el típico empollón pero sí un muchacho responsable, aplicado y que hincaba los codos lo justo porque, inteligente, lo que se dice inteligente, es un rato inteligente. En Palma ocupó primero una plaza en Primera Instancia para al poco tiempo recalar en los Juzgados de lo Penal, que es lo que de verdad le motiva. Pertenece a la asociación Jueces para la Democracia, que se autodenomina «progresista» en esa clasificación ideológica que tan arraigada está en España y que no es sino una confesión del ínfimo nivel en el que está la independencia del tercer poder. Corren malos tiempos para el sistema de contrapesos que alumbró Montesquieu, una garantía para el sano funcionamiento de un Estado, una especie de mágico equilibrio que impide de facto los abusos de los gobernantes sobre los gobernados. Papel mojado en esta España a la deriva moral, económica y territorialmente.
Sus compañeros de sala son la tan aragonesa como formal Mónica de la Serna, de la mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura (APM), de corte liberal conservador si nos atenemos a esa aberrante distribución de los jueces y magistrados en función de sus afinidades ideológicas. El tercero en discordia es Juan Jiménez Vidal, también con carné de Jueces para la Democracia, y que antes que fraile de la justicia fue cocinero de la abogacía. Este andaluz de pro representó a CCOO durante años como letrado laboralista. Es un tipo que se viste por los pies, honrado a carta cabal y al que su ideología de izquierdas no le nubla la conciencia. Es el único del trío que no accedió a la carrera judicial por oposición sino en virtud de ese cuarto turno que permite ejercer a «juristas de reconocido prestigio». El coladero que se inventó Felipe González a mediados de los ochenta para compensar con jueces de izquierdas una institución plagada de gentes más próximas al centro derecha o a la derecha pura y dura en el caso de los provenientes de las estructuras judiciales franquistas.
«Menuda nos ha caído», comentaban jocosamente entre ellos los titulares de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Palma, que es la encargada de revisar todos los recursos que se interponen contra las resoluciones de José Castro. O mejor dicho contra el Juzgado de Instrucción 3 de la capital balear. El marrón era de los que hacen historia y nunca mejor dicho. Sabían que iban a tener al sistema vigilándoles y a la opinión pública escrutando cada paso que dieran, por mínimo que fuese, y con todos los boletos para que unos u otros les dieran hasta en el carné de identidad en función del resultado del recurso contra la imputación de la infanta.
Diego Gómez-Reino ponía cara a los tres. Alguna desventaja había de tener el privilegio de ser presidente de la Sección Segunda. El gallego era, pues, el epicentro de todo el chauchau judicial. Muy especialmente en la sede de la Audiencia Provincial, que comparte edificio con el Tribunal Superior de las Islas Baleares, en la plaza del Mercado, en pleno centro histórico de Palma. En un edificio de ese estilo semigótico levantino que tiene su aquel. Es más bello por dentro que por fuera, como tantas y tantas construcciones del barrio de la Seu y alrededores, plagadas de patios a cual más bonito.
Varios compañeros se hicieron los encontradizos para intentar sonsacar información al bueno de Diego Gómez-Reino. Unos movidos por curiosidad técnico-jurídica, otros porque ese morbo tan spanish les podía, era superior a sus fuerzas. No todos los días le cae a uno la potestad de inclinar a un extremo u otro el fiel de la balanza de la diosa Justicia sobre la hija del hombre cuya foto sobrevuela tu cabeza en el despacho oficial.
—¿Y qué vais a hacer, Diego? —le inquirieron en esas tensísimas jornadas varios magistrados. Días de aúpa en los que más de uno tuvo que tirar de ansiolíticos para poder soportar el dilema y, sobre todo, para poderlo resolver con tranquilidad, ajenos a la cegadora luz de los focos.
—Pues confirmar a Pepe Castro, qué vamos a hacer, no cabe otra —era su respuesta prefabricada cada vez que le venían con el cuento.
Diego Gómez-Reino abundaba en sus disquisiciones resaltando una perogrullada que, visto lo visto, no es o no debe de ser tal.
—¿Cuántas veces has visto recurrir una imputación? —preguntaba él cambiando los roles con su interlocutor.
—Ninguna, nunca se recurre una imputación.
—Pues eso. Vamos a ratificar. Porque para imputar a alguien no es preciso que haya pruebas o indicios, basta con meras sospechas —sentenciaba en sentido figurado el hombre que tenía ante sí una disyuntiva: o cumplir la ley pesase a quien le pesase o protagonizar un papelón para quedar bien con la Jefatura del Estado. La cuestión era tan obvia que ninguno de los preguntones y preguntonas osó seguir su charla con un Diego Gómez-Reino que ejerce de gallego. Que, de alguna manera, es ejercer de mallorquín porque es ciertamente complicado adivinar si un autóctono de la Isla de la Calma sube, baja o se queda donde está.
Tan evidente es que para convocar a alguien acompañado de abogado basta con que se sospeche de su participación en un delito como que en la historia penal española no se recuerda una desimputación. Juan Jiménez Vidal se expresaba entre bambalinas en idénticos términos. Y sumaba otra razón que no por obvia no haya que repetir una y mil veces para contrarrestar la maliciosa o bobalicona propaganda de cortesanos políticos y mediáticos: «Hay que ratificar la imputación para garantizar los derechos de la infanta, tiene que comparecer para poder explicarse y aclarar todas las dudas que se albergan sobre su proceder». En calidad de imputada disfrutaría del derecho a mentir, cosa que no ocurriría si lo hiciera como testigo, donde un falso testimonio te puede acarrear una temporadita entre rejas o, como mínimo, arrostrar antecedentes penales. Por otro lado, aquí no todos somos iguales ante la ley ya que la infanta puede declarar por escrito en el caso de que un juez la cite como testigo.
Las hojas se iban arrancando del calendario… una y otra y otra y otra más, y la tensión era máxima. Hasta que un día el presidente del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares (TSJB), Antonio Terrasa, recibió una inesperada llamada en su despacho.
—Presidente, le telefonean del ministerio. ¿Puede hablar? —le previno su secretaria.
—Claro, pásame ya —ordenó casi sin dejar terminar a su asistente, por cuanto en provincias un telefonazo del palacio de La Marquesa de la Sonora son siempre palabras mayores, sinónimo de ponerse firmes. Por si las moscas.
¿Quién estaba al otro lado del hilo telefónico? Cuentan que el mismísimo Gallardón. Otros apuntan a Fernando Román, secretario de Estado. Sea como fuere, el toque desde las alturas se produjo, vaya si se produjo. Y el propio Terrasa lo admite en privado.
La literalidad del cara a cara telefónico es un misterio. Hay quien asegura que el notario mayor del reino instó a Terrasa a multiplicar sus esfuerzos para lograr que la Audiencia Provincial parase la citación de la infanta Cristina. Circunstancia que se ajusta como un guante a lo que luego sucedió. Fuentes autorizadas niegan tajantemente este extremo y juran y perjuran que «debió de ser una más» de las conversaciones que el titular del ramo mantiene con los presidentes de los diecisiete tribunales superiores. Tal vez hablaron de la necesidad de reformar los antediluvianos juzgados de Palma, de construir uno nuevo, de las vacantes por cubrir, de la necesidad de dotar de más medios humanos a una comunidad que en verano multiplica por diez su población por el turismo, del sexo de los ángeles o de fútbol, pero ninguna de estas hipótesis se antoja probable. El aludido, Ruiz-Gallardón, desmiente haber dado un toque a Terrasa: «Difícilmente he podido telefonearle cuando no lo conozco, no he cruzado una sola palabra con él en mi vida».
Terrasa es un hombre acomodaticio con el poder. No en vano cumple ahora diez años al frente del Tribunal Superior de Justicia de Baleares. Ha estado con Zapatero y con Rajoy. La cúpula de El Mundo/El Día de Baleares aún recuerda los reproches que les lanzaba por investigar la corrupción de Unió Mallorquina y de su lideresa, Maria Antònia Munar. «Estáis crispando a la sociedad mallorquina», decía a mitad de los años dos mil, con una idea, la de la «crispación», idéntica a la que empleaba Felipe González cuando el diario dirigido por Pedro J. Ramírez probaba toda suerte de escándalos, a cual más grave. La cuestión no era si se ajustaban a la verdad, que se ajustaban milimétricamente a la verdad, la gran preocupación era que crispaban.
Antonio Terrasa, hombre sibilino, sistema puro, trasladó sus sugerencias a Diego Gómez-Reino. La presión sobre la Sección Segunda era insoportable. No solo tenían ante sí el reto jurídico más importante cualitativamente hablando de sus vidas, sino que además desde arriba se apelaba a su «sensatez» [sic], se les instaba a dejarse llevar por ese «sentido de Estado» que las más de las veces esconde intereses inconfesables. Conviene tener presente que, aunque un magistrado continúa siendo un ente independiente, los ascensos y las sanciones, los premios y los castigos, los palos y la zanahoria, en definitiva, no lo son tanto. Dependen de un Consejo General del Poder Judicial manejado por los partidos políticos en general y en buena medida por el ejecutivo, que nombran a sus veintiún integrantes sin que los encargados de impartir justicia tengan voz ni voto. Ese es el resultado de la Ley Orgánica de Reforma del Consejo General del Poder Judicial aprobada el 28 de junio de 2013, que mató la poca independencia que restaba al órgano de gobierno de los jueces. Hasta entonces, y gracias al gobierno presidido por José María Aznar que en 2001 retocó el artículo 112 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, los jueces elegían a indirectamente a doce de los veinte integrantes del CGPJ. No era la panacea, pero sí un mecanismo más justo y más confortable en términos democráticos. La reforma de Mariano Rajoy, que dejó tocado al coco más y mejor amueblado de la política española, Alberto Ruiz-Gallardón, ha politizado el CGPJ hasta la náusea y lo ha vulgarizado técnicamente como nunca antes en tres décadas largas de democracia.
En el colmo de la osadía se ha nombrado miembros del Consejo General del Poder Judicial a dos diputados: el socialista Álvaro Cuesta, miembro de la Cámara Baja por la circunscripción de Asturias desde el triunfo del «cambio» felipista el 28 de octubre de 1982, y la convergente Mercè Pigem, que ocupaba asiento en la Carrera de San Jerónimo desde 2000. Dos letrados, sí, pero dos letrados del montón, y no porque tengan mala cabeza jurídica sino porque le han dedicado infinitamente más tiempo a su vocación pública que al ejercicio de su profesión. No menos indicativo de por dónde van los tiros resulta que también se haya hecho un hueco a la por otra parte competentísima magistrada Clara Martínez de Careaga, esposa de Cándido Conde-Pumpido, o a Roser Bach, mujer del consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña, Germà Gordò. Llama poderosamente la atención que una formación independentista, que ha convocado un referéndum para el 9 de noviembre, tenga dos peones en un órgano tan sensible para la estabilidad del Estado como es el Consejo General del Poder Judicial. De hecho, Gordò es uno de los apóstoles de la secesión dentro del ejecutivo que preside Artur Mas. Cosas de este estado tonto, masoquista más bien, llamado reino de España, que permite al enemigo carcomerle desde dentro y, para más inri, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado.
La conclusión es obvia: el poder ejecutivo manda sobre el órgano de gobierno de la judicatura como si esto fuera Venezuela o la Rusia de Putin y no un estado de la Unión Europea que debería homologarse a los Estados Unidos, a Reino Unido, a Alemania o a cualquiera de nuestros socios escandinavos. Países en los que una reforma como la que sacó adelante el gobierno Rajoy constituiría un escándalo de semejantes proporciones que jamás sobrepasaría las fronteras de la mente del ministro de Justicia de turno so pena de arriesgarse a tener que irse a su casa en menos de lo que canta un gallo y, encima, con su prestigio por los suelos. La excusa en términos de realpolitik que esgrime por lo bajini el gobierno de España es que en estos momentos de zozobra territorial, con Cataluña a seis meses de declararse independiente y con el País Vasco viéndolas venir, hay que tener controlado el poder judicial. Todos los jueces y magistrados de España son plenamente conscientes de que el sistema funciona así. Que las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran.
Diego Gómez-Reino es un más que digno nadador amateur. De edad indefinida, es su secreto mejor guardado aunque debe rondar los cincuenta, se mete entre pecho y espalda mil quinientos metros a diario en las piscinas municipales Hermanos Escalas, bautizadas así en honor a las dos grandes estrellas españolas de la especialidad en los ochenta y que vinieron al mundo hace medio siglo en Palma. La natación, como el atletismo de fondo, es un deporte que implica grandes dosis de soledad e infinitas de sacrificio. No compartes el ejercicio con nadie salvo con tu mente. Y esa hora y pico de natación la aprovecha Gómez-Reino para darle al coco. Para pensar. Para solventar en su privilegiado cerebro las complejidades, los elementos de prueba y las contradicciones inherentes a cualquier proceso penal. A la resolución del recurso de Pedro Horrach y cía no debió de dedicarle muchas brazadas de lo claro que estaba. Un sucinto auto ampliando su tesis de que para citar a un ciudadano en un juzgado de lo penal bastan meras sospechas. Y para de contar. No era tanto cuestión de fondo como de formas. «Imputarla, Castro la puede imputar, pues que la impute», caviló para sus adentros mientras ponía punto y final a una de esas extenuantes tardes suyas de natación que cansarían a cualquier persona solo de verlas.
En los últimos y lluviosos días de abril, Terrasa se reunió con Gómez-Reino. Un vis-à-vis que antecedió a un auto que se fraguó mientras abril de 2012 moría para dar paso a mayo. El sanedrín de la Sección Segunda, compuesto por Gómez-Reino, Mónica de la Serna y Juan Jiménez Vidal, se encerró para deliberar. La representante de la APM dejó bien claro su punto de vista casi sin dar opción a que Gómez-Reino invitase a intervenir a sus dos homólogos y amigos.
—Diego, Juan, yo creo que hay que aceptar el recurso de la Fiscalía —avanzó sin apelar a mayores razones.
De la Serna hablaba del Ministerio Público como si no existiera defensa. Como si el tándem Silva-Roca, Pascual Vives, la dócil abogada del Estado Dolores Ripoll y la representación procesal de Carlos García Revenga, encarnada en el soberbio exfiscal Carlos Molina, no hubieran recurrido la propuesta de Manos Limpias. Aquí el único que contaba era Pedro Horrach. Esto se había convertido en un partido entre el juez y la acusación popular por un lado y Anticorrupción por otro. Eran los dos bandos. Los demás estaban pero no se les esperaba.
Juan Jiménez Vidal hizo suya la tesis primigenia del presidente de la sección:
—Como hay sospechas de que aceptó la utilización de su título para conseguir un trato privilegiado de las administraciones públicas, es obligado imputarla. —Así aclaró su parecer, directo como es él, un Juan Jiménez Vidal cuyo look delata claramente su pasado como abogado laboralista. Más que nada, porque todos están cortados por el mismo patrón.
Diego Gómez-Reino guardó silencio unos segundos que a De la Serna y Jiménez Vidal se les debieron de antojar siglos. Se ajustó sus intelectualoides gafas, inspiró y soltó:
—Soy partidario de rechazar la imputación por tráfico de influencias pero considero que hay que abrir la puerta al blanqueo de capitales y al delito fiscal. En mi modesta opinión, estos dos delitos casan más con la conducta de Cristina de Borbón —manifestó sin echarle más énfasis del debido a la cosa. Ni Salomón, el rey más longevo de la historia del viejo Israel, lo hubiera hecho mejor para contentar a todos.
Mónica de la Serna se sumó a Gómez-Reino. En consecuencia, la decisión se tomó por 2-1, el resultado previsto antes de que se diera el banderazo de salida a las tormentas de ideas pero en sentido diametralmente opuesto al que los sabios de la Sección Segunda hubieran vaticinado un mes antes. El auto se hizo público a media mañana del martes 7 de mayo en medio de la algarabía de la corona y alrededores mediáticos y políticos, que no desaprovecharon la ocasión para saldar cuentas con el juez Castro, al que acusaban de haber sufrido «un varapalo». «Varapalo» por aquí, «varapalo» por allá, «varapalo» acullá, la coincidencia en el titular solo podía obedecer a una casualidad o al hecho de que desde algún edificio del Monte de El Pardo se hubiera lanzado un guante en forma de argumentario para aquellos que quisieran cogerlo. El portavoz del PP en el Congreso, Alfonso Alonso, habló pretendidamente en nombre de todos los españoles con una frase que tiene su miga: «Es bueno para todos y especialmente para una institución como la monarquía». A tenor de las encuestas, el 82 por ciento de los ciudadanos no lo tenía tan claro como el experimentado político alavés.
Como no se habían leído el auto —no todos estaban para empollarse cuarenta y cuatro páginas nada triviales desde el punto de vista técnico—, todos se quedaron en el titular y desdeñaron la letra pequeña. Pero la letra pequeña contenía una solución salomónica en la que Diego Gómez-Reino quedaba bien con todo el mundo: con Terrasa, pero a la larga, y visto con perspectiva, mucho más con José Castro. Exoneraba a la interesada del tráfico de influencias porque «no hay indicios vehementes», pero estimaba que no podía descartarse «la comisión del delito contra la Hacienda Pública y tal vez, posiblemente, de uno de blanqueo de capitales por parte de la infanta recurrente». Había caramelo para todos y palo para otro de los grandes defensores de oficio de Cristina de Borbón y Grecia, el ministro Cristóbal Montoro: «Nosotros, la Audiencia Provincial, hacemos una lectura distinta a la Agencia Tributaria». Entre los destinatarios de rapapolvos figuraban también la Fiscalía Anticorrupción, naturalmente los letrados de parte y la Abogacía del Estado. Los magistrados advertían que el delito fiscal atribuido a Iñaki Urdangarin en Aizoon podía ser aplicado a la dueña del otro 50 por ciento de la empresa familiar de los duques de Palma. Básicamente, porque esta sociedad limitada fue empleada para desviarse fondos públicos de Nóos mediante la confección de facturas falsas. La pluma de Diego Gómez-Reino se notaba en el párrafo en el que tiraba de las orejas a los inspectores de hacienda escogidos a dedo para analizar la trama Nóos que habían optado deliberadamente por hacerse los despistados: «Su informe es incompleto y provisional, pues no fija la cuota defraudada».
A pesar de mostrar su más que absoluta convicción de que la infanta «era conocedora y sabía que el Instituto Nóos suscribía contratos con las administraciones públicas, beneficiándose con ingresos por patrocinio y subvenciones», Gómez-Reino y De la Serna tachaban de «insostenible» mantener que la justiciable De Borbón «albergase o llegase a alcanzar la creencia de que dichos contratos pudieran ser considerados delictivos y que su suscripción generase un peligro de malversación». Como se ve, un cajón de sastre en el que cabía una cosa y la contraria.
El «rojo» Jiménez Vidal, como es jocosamente conocido en el hábitat judicial palmesano, hilaba más fino. Se ajustaba más a la esencia de las cosas. Lo suyo fue un plausible ejercicio de responsabilidad intelectual. «No se puede confundir la resolución [de una instrucción] con la propia imputación, no se puede pretender que la convocatoria a declarar ante el magistrado instructor contenga la determinación de los hechos que se le imputan», objetaba el magistrado en una disquisición más propia de una clase a alumnos de tercero o cuarto de Derecho que de un recurso en una audiencia provincial. Pero las cosas habían llegado a tal punto de surrealismo que era menester hacer virtud de la necesidad de resaltar lo evidente. El discrepante consideraba que los e-mails facilitados por Torres, amén de los propios folletos publicitarios de Nóos, generaban dudas acerca del consentimiento de Cristina de Borbón a emplear su título como gancho comercial. Iba más allá: se inclinaba del lado de los que opinan que dio su visto bueno para lograr «un trato privilegiado» de administraciones y empresas privadas.
La finísima ironía de Jiménez Vidal es más british que andaluza. Y gusta echar mano de ella de tanto en cuando para sortear las zancadillas de los intereses creados en el poder judicial. «Me pregunto por el número de recursos contra citaciones para prestar declaración en calidad de imputado que ha formulado en los últimos años el Ministerio Público», subrayaba. El dardo final a Pedro Horrach venía a continuación, sin solución de continuidad. «Conocer este dato», planteaba, «a lo mejor contribuiría a descartar que un recurso como este es insólito». Blanco y en botella. Este y no otro era el meollo de la cuestión.
De todo este maremágnum de ideas algo se puede sacar en claro. Que en sus clases de Derecho a los graduados sociales de Palma, Juan Jiménez Vidal y José Castro no les ilustrarán sobre la figura de la «desimputación». Simple y llanamente porque no existe por mucho que se la inventasen ad hoc el 7 de mayo de 2013. Que la injusticia es como la patraña: paticorta.