—Te propongo que me pidas la imputación de la infanta.
Con estas palabras sorprendió José Castro a su entonces íntimo compañero de viaje el fiscal Pedro Horrach en el cruce de febrero a marzo, pocas jornadas después de la segunda declaración de Iñaki Urdangarin en los juzgados de Palma —la primera tuvo lugar el 25 de febrero de 2012, la segunda un año menos un día más tarde—. El titular del Juzgado de Instrucción 3 de Palma había llegado a la conclusión de que si tiraba de honestidad profesional era imprescindible citar a declarar como imputada a la hija del primero de los españoles. Y mira que le había dado vueltas al tema. Que por muy «echao palante» que parezca uno o que lo sea, el miedo a que lo asesinen civilmente es libre. Pero el instructor del Caso Urdangarin no divisaba otra salida que esa so pena de tener que dictar una injustísima resolución a sabiendas.
La tensión se palpaba en el ambiente del despacho del juez, plagado de no menos de cincuenta tomos de este y otros casos, los más notorios de los últimos años en las Islas Baleares porque el caprichoso destino ha querido que Castro se encargue de las instrucciones más mediáticas. Pedro Horrach, miembro de una saga hotelera de pro, un fiscal técnicamente fuera de serie, no se tomó muy bien aquel inesperado asalto con premeditación, diurnidad y cero alevosía.
—No veo ningún motivo para imputar, Pepe, no te obceques, que no hay materia —respondió, muy seco, el normalmente afable fiscal anticorrupción balear—. Y por cierto, para evitar confusiones, si la imputas, yo recurriré —avisó el representante del Ministerio Público para que a Castro no le cupiera en el futuro el recurso de llamarse a andanas o pensar que su interlocutor le había traicionado tras dos años de investigar mano a mano el escándalo más llamativo de la última década en España.
Pedro Horrach había despachado el asunto días antes con su inmediato superior, el jefe de Anticorrupción, Antonio Salinas, que a su vez reportaba al capitán general de la Fiscalía, Eduardo Torres-Dulce. Lo normal en una institución en la que imperan los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica. El muy cinéfilo y muy madridista Torres-Dulce obedecía órdenes del gobierno, que se limitaba a cumplir a machamartillo el juramento sellado un año atrás en el Monte de El Pardo.
La Carta Magna de 1978 consagró la dependencia, más bien la sumisión, de la Fiscalía General del Estado respecto del gobierno. «El fiscal general del Estado será nombrado por el rey, a propuesta del presidente del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial», recoge el precepto 124 de la Constitución. Quiso el legislador constituyente que el ejecutivo tuviera las riendas de los demás poderes haciendo de la capa de la justicia su sayo particular. Como vemos, a Montesquieu no lo enterró Guerra sino los siete padres de la Constitución: José Pedro Pérez-Llorca, Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón, Manuel Fraga, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura y Miquel Roca Junyent. El vicepresidente del primer gobierno socialista se limitó a pegar el tiro de gracia al espíritu de Charles Louis de Secondat en 1985. Pero era un cadáver hacía siete años. Y el que seguro que nunca se arrepentirá de haber tomado aquella decisión es el que treinta y seis años después ostenta la jefatura del dream team jurídico barcelonés de doña Cristina, Miquel Roca. Equipo en el que brilla con luz propia uno de los Messis o Ronaldos del Derecho Penal, Jesús Silva. A los que recurren al ejemplo estadounidense de la dependencia del Ministerio Público hay que recordarles que allá el fiscal general hace lo que le dicta la conciencia aunque le siente a cuerno quemado al dueño del maletín nuclear. Es más, allá el fiscal general exacerba su independencia porque es consciente de que la ciudadanía es inclemente con los que osan transformarse en felpudos humanos.
Fuentes solventes de la Fiscalía General del Estado relatan que las instrucciones transmitidas verbalmente por Antonio Salinas a su subordinado balear se desarrollaron en términos indiscutiblemente imperativos:
—Ni se te ocurra pedir la imputación o sumarte a la imputación.
Horrach niega por activa y por pasiva haber recibido tales órdenes. Lo desmiente con la misma vehemencia con la que asegura que él se limita «a informar a Antonio Salinas y ya está». Pero la ley de leyes de 1978 viene a afirmar con otras palabras lo que el refranero español resume en el celebérrimo «donde hay patrón, no manda marinero». «El Ministerio Fiscal ejerce sus funciones conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica», agrega la Carta Magna, que dejó todo atado y bien atado para evitar despistes en un sistema que hasta ahora ha funcionado cual apisonadora con todo aquel que intentaba saltarse el guión. Como previno precisamente el hermano de Juan Guerra, «el que se mueve no sale en la foto». Horrach lo sabe muy bien. Y aunque pública y privadamente jura y perjura que, en su opinión, «no hay motivo alguno» para imputar a la séptima en la línea de sucesión, nunca sabremos si eso realmente es así o no, porque en las conciencias humanas solo puede entrar Dios.
Quién se fue de la boca es un misterio. Pero que alguien se fue de la boca acerca de las intenciones del magistrado es un hecho incontrovertible. ¿Fue el serio y riguroso Pedro Horrach o el hermético hasta el paroxismo José Castro? En este apartado seguramente también habría que pedir ayuda al más allá. Lo cierto es que el runrún era ya incesante en ese monumento al tercermundismo arquitectónico que son los juzgados de Vía Alemania (La Castellana o La Diagonal de Palma). Y no solo en los dominios de José Castro era un clamor a modo de soniquete el «van a imputar a la infanta, van a imputar a la infanta». Radio macuto daba por descontada la citación de Cristina Federica de Borbón y Grecia en la semana previa a la Semana Santa de 2013. Entre el 17 y el 22 de marzo se cruzaban todo tipo de apuestas y se rellenaban toda clase de quinielas sobre una posibilidad que nadie terminaba de creerse del todo por aquello de que en España todavía sigue habiendo clases. Ni al más humilde y menos informado de los españolitos se le escapa que por estos lares hay un elenco de unos 20-30 vips que hagan lo que hagan son inmunes a Doña Justicia. Desde los Albertos al señor X de los GAL, pasando por José Blanco o José Antonio Griñán o los máximos dirigentes del PP en el caso de la financiación ilegal. A efectos prácticos no solo el rey goza de inmunidad judicial. Todo ello sin contar ese otro club de intocables que conforman todos aquellos políticos que gozan del privilegio medieval del fuero.
Marzo fue el enésimo mes horribilis para una familia real acostumbrada a vivir en zozobra desde septiembre de 2011, cuando El Mundo levantó con más fuerza que nunca una veda que casi todos los medios cumplían a rajatabla. La que prohíbe cantar y contar las verdades de una Casa Real que no es mejor ni peor que las demás casas reales o, mejor dicho, que en unos aspectos es moralmente más saludable y en otros sustancialmente menos recomendable. Como todo hijo de vecino, como cualquier colectivo. La autocensura había funcionado a las mil maravillas gracias al pacto de la Transición y solo el diario dirigido por Pedro J. Ramírez, El Siglo de José García Abad, Federico Jiménez Losantos y cuatro o cinco oasis más se habían opuesto a ella por deontología y por dignidad. Ninguno de ellos es un republicano furibundo, sino periodistas de raza dotados de un espíritu crítico más anglosajón que de esta tierra secularmente proclive al vasallaje.
En marzo de 2013 los españoles conocieron, por ejemplo, que el socio de Iñaki Urdangarin había tenido la desfachatez de acogerse a la amnistía fiscal de Montoro, que permite repatriar o legalizar fortunas ocultas en paraísos fiscales a cambio del pago al Ministerio de Hacienda de un simple 10 por ciento, menos del tipo marginal mínimo del IRPF. «Las cosas de Cristóbal», como suelen decir en el gobierno a la hora de referirse a las venadas del titular del señorial caserón de Alcalá 9 y en especial a esta, que era en sí toda una provocación a los cerca de seis millones de españoles en paro y a los dieciséis que han visto reducida en torno a un 30 por ciento su capacidad adquisitiva mientras contemplan impotentes cómo el precio de la energía, el agua, la cesta de la compra y otros bienes esenciales se ha disparado hasta un 70 por ciento. Todo ello por no hablar del tipo general del IVA, que ha engordado cinco puntos en cuatro años. Del 16 al 21 por ciento.
En el colmo de la osadía, Diego Torres había regularizado 160 000 euros que tenía escondidos en un una cuenta en Luxemburgo de la que el fisco español no tenía conocimiento. Vamos, que estaba a por uvas. Lo más sangrante de todo es que la Agencia Tributaria, tan diligente con los ciudadanos honrados, no había hecho el descubrimiento de oficio sino tras la preceptiva orden dictada por el magistrado José Castro para que los inspectores se pusieran manos a la obra.
La eufemísticamente llamada Declaración Tributaria Especial, que no era sino el baratísimo perdón a los contribuyentes que habían evadido dinero a zonas off shore, es decir, beneficiar a los que se habían portado mal con el fisco mientras se exprime a los que viven honradamente de una nómina, sirvió para recaudar 1200 millones de euros en lugar de los 2500 prometidos a bombo y platillo por el verborreico titular del ramo. Mientras tanto, las cuentas de Urdangarin en Suiza y las del duque y Torres en Belice y Luxemburgo continúan inmaculadas, con al menos 2 millones de euros a buen recaudo. Deben de ser como la infanta: intocables. Y las comisiones rogatorias funcionan con el mismo celo e idéntica celeridad que las cursadas a cuenta del escandaloso ático del millonario presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, que casualmente se enviaron a un destinatario equivocado. Peticiones de auxilio judicial internacional con arranque de purasangre andaluz y parada de burro.
La Semana Santa de 2013, que coincidió con el ocaso del mes de marzo, supuso una tregua. Había opiniones para todos los gustos y condiciones: los que pronosticaban que Castro no se atrevería hasta los que sospechaban que sí daría el paso. Estos últimos contaban con la nada privilegiada información que supone conocer profesionalmente al cordobés, que lleva treinta y nueve años de ejercicio en los que ha dejado constancia de una independencia sin límites, de hacer lo que le dictaban su conciencia y las pruebas y de no someterse a nada ni a nadie. Un personaje al que las cloacas del Estado llevaban año y medio largo escudriñándole con el impuro objetivo de cazarle en una debilidad. Era un tres en uno: «Cherchez la femme, cherchez l’argent, cherchez l’enfant». Ni mujeres, ni dinero sucio, ni menores. Nada de nada. No había por dónde hincarle el diente porque, oye tú, todavía hay gente honrada a carta cabal. Los de las cloacas, amorales por naturaleza, no pueden comprender que todo el mundo no es como ellos. Tras destriparlo y someterle a todo tipo de seguimientos, todo lo más que pudieron sacarle fue una decena de fotos tomándose un gin-tonic con la letrada de la acusación popular de Manos Limpias, Virginia López-Negrete. En la seudonoticia publicada por un medio madrileño se insinuaba poco menos que estaban liados, que eran un par de borrachines y que se confabulaban para mandar a la familia real a Cartagena a coger plaza en el primer barco y poner rumbo al exilio. «El juez Castro, de copas en Mallorca con una abogada de la acusación particular», titulaban. «La letrada de Manos Limpias y el magistrado intimaron una hora en un bar», subtitulaban. Sobran mayores comentarios porque el titular y el subtítulo se comentan por sí solos.
El nulo rigor del libelo era de tal calibre que la opinión pública pasó literalmente de él porque, como diría el castizo, «los españoles no son lerdos». Ni están liados, ni son alcohólicos, ni hablaban de la citación de infanta. O sí, chi lo sa. Se presentaba como anormal algo tan habitual como es el hecho de que un instructor se reúna con una de las partes. Castro ha comido en más de una ocasión con Manuel González Peeters, abogado defensor de Diego Torres, y con Mario Pascual Vives, cuyo cliente es el actor principal, Iñaki Urdangarin. Y lo ha hecho en presencia de otros abogados de la causa. Que lo cortés no quita lo valiente. Y nadie dijo nunca que estuvieran hablando de la posibilidad de exonerar o hacerle un apañito al duque, a su socio o la señora esposa de su socio.
No fue el primer recado siciliano a Castro. Todo lo contrario: los recados habían sido la constante en los últimos meses. Lo primero que hicieron fue sellar con silicona las cerraduras de su chalé adosado. El segundo «ojo con lo que haces» lo imprimieron metafóricamente en las ruedas de su automóvil, que una mañana aparecieron literalmente rajadas. Otra madrugada algún hijo de Satanás sembró de heces el felpudo, el acceso y la puerta de su hogar. Solo faltó que algún mafioso colocase la cabeza de un caballo entre las sábanas de su cama. Y entre unas cosas y otras, la policía le informó de que era objeto de seguimientos. Las contravigilancias que se desarrollaban en torno a él habían detectado «cosas raras». Lo curioso es que no se había detenido a nadie. ¿Tal vez porque era fuego amigo? Harto del sinvivir que suponía para él y para su compañera sentimental irse a dormir con la incógnita de cuál sería la siguiente sorpresa mañanera, Castro acudió a una empresa de seguridad y adquirió un modesto aparato de vídeovigilancia que instaló en los dos extremos del techo del umbral de su domicilio. Los sustos cesaron.
Lo de Pedro Horrach fue menos intenso pero igual de inquietante. El fiscal anticorrupción halló en su buzón un sobre en cuyo interior había dos fotos: una con un nada interpretable «cuidado» y otra sobrevolada por dos grandes cuernos en la que aparecía con su esposa, la bilbaína Ana Zacher. Tanto juez como fiscal rechazaron la protección que les ofreció la policía para no perder su intimidad, máxime en un lugar como Mallorca en el que hasta el más rico entre los ricos gusta de pasar desapercibido. Un paraíso que es menos paraíso si has de moverte permanentemente custodiado por dos sombras.
El regreso de la Semana Santa 2013 fue un sinvivir en palacio. El vía crucis se alargaba más de la cuenta. El lunes 1 Castro no respiró, el martes 2 llegó al juzgado en su deportivo de segunda mano como si tal cosa, el miércoles 3 arribó con su proverbial sonrisa y dando los buenos días a los periodistas, a María Ferrer, jefa de prensa del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Baleares, y al gigantesco Primo, jefe de seguridad del edificio de Vía Alemania.
El arte de la guerra de Sun Tzu concede extraordinaria relevancia al factor sorpresa. Y esto del Caso Urdangarin es una continua batalla táctica y estratégica por la cantidad de intereses creados que hay, por el infinito número de focos que intentan iluminar el escenario y por la nada desdeñable cantidad de actores que se pasan el día devanándose los sesos para ver cómo echar el telón. A Castro eso le ha quedado meridianamente claro con el paso de los meses. El tictac del reloj del Juzgado de Instrucción 3 continuaba sonando como si tal cosa. Nada permitía vaticinar que aquel 3 de marzo sería un día que se estudiará en los libros de historia. Y cuando todo el mundo presagiaba que el magistrado instructor se había echado atrás, se había acobardado o no había encontrado motivos para imputar a la infanta, auto al canto.
Alguien exclamó: «Hoy tampoco» sobre la una y cuarto de la tarde del miércoles 3. Seguro que a las 13.25 horas pensó para sus adentros: «Qué guapo habría estado calladito», cuando elmundo.es lanzó una exclusiva que nadie hubiera vaticinado tan solo dos años antes. Es más, si un columnista, un político o un ciudadano cualquiera asegura hace un lustro, una década o un siglo que algún día un juez iba a sentar en el banquillo a una infanta de España le hubieran puesto una camisa de fuerza y lo habrían remitido al frenopático más próximo para que revisasen su estado mental.
«La infanta Cristina imputada», rezaba el titular a gigantescos caracteres de la web de El Mundo. La información firmada por Esteban Urreiztieta y Eduardo Inda revelaba que se atribuía a la hija menor de los reyes la presunta comisión de un delito de tráfico de influencias.
A pesar de que parezca etéreo, menor o difícilmente probable, el de tráfico de influencias no es un delito de poca monta. Los artículos 428 y 429 del Código Penal no admiten lugar a la duda. «El funcionario, autoridad o particular que influyere en un funcionario o autoridad prevaliéndose del ejercicio de las facultades de su cargo o de una relación de amistad para conseguir una resolución que le pueda generar directa o indirectamente un beneficio económico para sí o un tercero incurrirá en las penas de prisión de seis meses a dos años», prescriben. Quién diría que estas seis líneas vienen como anillo al dedo al comportamiento de la infanta Cristina, cuyo nombre y cuyo título se empleaban como gancho en el book que el Instituto «sin ánimo de lucro» Nóos presentaba en administraciones y empresas privadas para pegar sus multimillonarios pelotazos. No es lo mismo plantarte en ArcelorMittal o en el Govern balear como fulanito, menganito o zutanito que hacerlo siendo Iñaki Urdangarin y, además, tirando explícitamente de tu mujer y del secretario de tu mujer, al que presentas rimbombantemente como «asesor de la Casa del Rey».
Dieciséis horas más tarde, las furgonetas de reparto arrojaban los mazacotes de ejemplares de El Mundo en los buzones de todos los quioscos de España. «Su Alteza imputada», se podía leer en uno de los cuerpos de titular más grandes empleados en los veinticuatro años de existencia de un proyecto editorial fundado por las ansias de libertad de gentes a las que el felipismo intentó amordazar.
José Castro basó su resolución en el folleto comercial adelantado en exclusiva por el diario de Unidad Editorial en noviembre de 2011. Un panfleto publicitario en el que se venía a sugerir algo así como «invierta usted aquí porque la Casa Real está detrás de todo». A la infanta la utilizaban y ella se dejaba utilizar. «La presencia de ambos [Cristina de Borbón y su subordinado Carlos García Revenga como tesorero] en Nóos tenía la pretensión de aparentar ante empresas privadas e instituciones públicas que todas las operaciones que hacía el Instituto Nóos eran conocidas y gozaban del respaldo de la Casa de Su Majestad el Rey», puntualizaba. Lo podía decir más alto y menos elegantemente pero no más claro.
Que no es una pobre mujer que no se enteraba de nada lo demuestra el hecho de que cuando intentaron meter la cabeza en la Generalitat fue ella y nada más que ella la que llevó la voz cantante durante la cena que compartieron los matrimonios Urdangarin y Maragall. Al punto que su marido se comportó como un hombre sometido al ordeno y mando de su mujer. El Instituto «sin ánimo de lucro» Nóos quería hacer caja con el gobierno autonómico catalán, imitando el modelo tan rentable puesto en práctica en Baleares y la Comunidad Valenciana. Rentable, obviamente, para Urdangarin y Torres, no para los contribuyentes de ambas comunidades: a los primeros la estafa Nóos les salió por 2,6 millones de euros; a los segundos por 3,7.
En uno de sus prolijos autos, José Castro consideraba «fuera de toda discusión» que Cristina de Borbón y su asistente personal, Carlos García Revenga, «prestaron su consentimiento a que se usaran sus nombres, tratamiento y cargo e incluso aquella a ser copartícipe de la entidad mercantil Aizoon, pues no cabe imaginar que pudiera hacerse de otro modo». El juez fue desechando uno por uno los motivos argüidos por Iñaki Urdangarin semanas antes para exonerar a su real esposa. «No se sostiene la afirmación del señor Urdangarin en el sentido de que la infanta Cristina figuraba en Nóos para ofrecer a sus interlocutores la mayor transparencia», razonaba. Y consideraba que el punto de inflexión, el que hacía impepinable tomar declaración a la infanta, fueron las denominadas «bombas atómicas» de Diego Torres. Esos correos electrónicos que demostraban la participación activa de ella en las labores de lobbying.
«Con ellos [los correos electrónicos] han surgido una serie de indicios que hacen dudar de que Cristina de Borbón desconociera la aplicación que su esposo diera a su mención como vocal de la junta directiva y a su participación en la mercantil Aizoon», proseguía en su reflexión. La infanta tenía presencia física y jurídica tanto en la «ONG» que saqueaba las administraciones como en la empresa familiar a la que se desviaba parte de los fondos públicos. Motivo más que suficiente para imputar a ella o a cualquier otra persona en su misma situación. Porque imputar no es acusar ni sentar en banquillo a un ciudadano, menos aún condenarlo. Es algo tan básico como escucharle porque su nombre aparece implicado en mayor o menor medida en un asunto de relevancia penal. Y punto.
El cordobés vecino de ese bucólico barrio de pescadores palmesano que es El Molinar explicaba que convenía «despejar todas las incógnitas existentes antes de que termine la instrucción». Añadía que obrar de otra manera redundaría en «un cierre en falso en descrédito de la máxima de que la justicia es igual para todos». Quedaba claro que José Castro había tomado la palabra al rey, que dos Nochebuenas antes había pronunciado, calcadita, esa frase. Y ponía el dedo en la llaga con el gran titular que ofrecía su auto: «Doña Cristina pudo cooperar en los delitos de su marido». Una obviedad tautológica, es decir, una perogrullada al cuadrado que solo podía disiparse recabando la versión de ella, sometiéndola al principio de contradicción.
La Casa Real reaccionó asumiendo el rol de parte, quebrando su deber de imparcialidad y removiendo de nuevo el espíritu de Montesquieu. En un comunicado emitido a última hora de la tarde, que llevaba el invisible sello Ayuso, destacaba su «sorpresa» por «el cambio de posición expresado por el juez». Como si una instrucción fuera una foto fija y no un devenir de sorpresas en el que las pruebas o indicios que surgen por el camino pueden acabar dando un vuelco de 180 grados a la situación procesal de cada uno de los justiciables. Eso sí, tras la tarascada al magistrado se añadía «el máximo respeto a las decisiones judiciales». Una contradicción in terminis por cuanto «el máximo respeto» a un auto judicial consiste en no comentarlo. Pues menos mal que respetaban las decisiones judiciales…
Al fiscal anticorrupción Pedro Horrach le faltó tiempo para confirmar su recurso. Después de comer ya había anunciado su determinación de reclamar a la Audiencia la «desimputación» de Su Alteza Real. Ni los más viejos del lugar recordaban una respuesta del Ministerio Público instantánea, en tiempo real. O la parsimoniosa Justicia española se había puesto las pilas para desmontar esa vieja queja de Don Justiciable, que sostiene que «si es lenta, la justicia es menos justicia», o aquí había un trato de favor que contradecía la afirmación real del 24 de diciembre de 2011. Daba la impresión de que el recurso, que oficializaría cuarenta y ocho horas después, estaba redactado hacía semanas. Algo perfectamente factible porque Castro le había avanzado antes de las fiestas el paso que iba a dar y cómo lo iba a dar.
«Imputar a la infanta en Nóos por hechos que a priori no presentan rasgos delictivos es, cuando menos, un trato discriminatorio. Se ha roto el principio de igualdad», apuntaba Horrach en el escrito presentado el 5 de abril, dejando entrever que se maltrataba y se prevaricaba con la hija del rey, que se la trataba peor que a un peligroso delincuente. «La mera aparición de un nombre en los folletos informativos o de presentación de una entidad no es en sí misma suficiente para la comisión de la citada figura delictiva [tráfico de influencias], por alto que sea el rango personal o institucional de que se trate», subrayaba en defensa de Cristina de Borbón y Grecia. El virrey de Anticorrupción en las Islas señalaba que para que se produzca dicho tipo delictivo «hace falta una actividad añadida, la de influir». «Esto es, la sugestión o instigación sobre otra persona para alterar su proceso motivador en la toma de una decisión». Jaume Matas había resuelto meses antes ese enigma en Es la mañana de Federico, de esRadio y en una entrevista con el genial Jordi Évole en La Sexta. «¿Pero cómo voy a someter a concurso un proyecto que me presenta el yerno del rey?», confesaba en voz alta el expresidente de las Islas Baleares, que metió en el bolsillo de la trama 2,6 millones de euros públicos.
Si la Fiscalía y palacio no jugaban al tiqui-taca, al menos lo parecía. Las dudas quedaron disipadas esa misma tarde cuando la Casa del Rey expresó su «absoluta conformidad» con el recurso del Ministerio Público. Se acababa de escribir el capítulo uno de la Operación Cortafuegos.