Resultaba desesperante para Diego Torres comprobar cómo el chantaje institucional no tenía las consecuencias esperadas y el bulldozer de la justicia seguía triturando cuanto encontraba a su paso, sin ralentizar su marcha por la incesante deflagración de sus «bombas atómicas».
La instrucción se alargaba y el otrora número dos del Instituto Nóos continuaba imputado sin esperanza alguna de ver la luz al final del túnel. Su mujer, más allá de los primeros y halagüeños guiños a su favor por parte de la Agencia Tributaria, que se antojaban un rédito escasísimo para tan espectacular despliegue armamentístico, continuaba en la misma situación. El vía crucis se estaba convirtiendo en un trance insoportable en el que no surgía el más mínimo aliento de esperanza, entendiendo como tal una salida digna y honrosa para ellos, que se preveía simplemente irrealizable.
El matrimonio Torres-Tejeiro había quemado ya una buena parte de su arsenal nuclear ocasionando un daño evidente a la Jefatura del Estado, volviendo a la sociedad española contra la monarquía y estrechando el cerco sobre sus máximos responsables. Había logrado la imputación del secretario personal de las infantas, conseguido estrechar el cerco sobre la hija del rey y hacer temblar los cimientos de la residencia del Monte de El Pardo con un mensaje nada subliminal al monarca a través de Corinna.
Todo eso estaba muy bien, era muy efectista, envalentonaba a su promotor, que encontraba en estas operaciones una fuente de vida y, efectivamente, estaba logrando cambiar el rumbo del procedimiento al implicar cada vez más a La Zarzuela en los manejos de Nóos. Difuminaba de esa forma su participación personal y se zafaba poco a poco del sambenito que le intentó colgar la defensa del duque de Palma de ser el único culpable en todo este embolado. Pero de lo suyo, de lo que realmente le importaba a corto plazo, de sus aspiraciones crematísticas, del dinero contante y sonante, nada de nada.
—Con lo que yo he hecho por Urdangarin y que me hayan pagado de esta manera, dejándome tirado, hace falta ser desagradecidos —se quejaba amargamente Torres, que en su fuero interno también se consideraba una víctima de todo lo que estaba sucediendo.
Ni fructificaba la negociación económica clandestina ni se atisbaba salida laboral alguna para el matrimonio, ni era ya factible un traslado fuera de España, ni el juez Castro y el fiscal Horrach revelaban signo alguno de complacencia o de debilidad ante la virulencia y calado de su ataque. Por el contrario, la postura del magistrado y del representante de la Fiscalía Anticorrupción era la de no virar un ápice a la espera de que Torres se «cansara» de sus órdagos y cesara su lluvia fina de correos. El exprofesor de ESADE solo podía acabar «mal o muy mal» y nada de todo lo que hiciera iba a poder alterar su inexorable e incierto destino.
Él era, a ojos de los investigadores, simple y llanamente «insalvable», por lo que por mucho que se empeñara no cabía posibilidad alguna de que saliese airoso tal y como pretendía. Cuanto antes admitiese su culpabilidad y restañase el daño ocasionado a las arcas públicas, mejor para él. De esa forma lograría acortar su más que posible condena y conseguiría saber, por fin, cuánto le iba a costar en términos económicos y penitenciarios todo aquello. La posición del juez y del fiscal era, en lo que respecta a él, claramente de fuerza. Por lo tanto, el único que tenía que tener prisa en cerrar la herida cuanto antes era Torres.
—Está muy pillado y no vamos a dar ningún paso que pueda aparentar debilidad por nuestra parte —razonaban desde el Ministerio Público, en pleno apogeo del chantaje institucional—. Al final no le quedará más remedio que pedir árnica por la que se le viene encima.
Atrapados en su propio laberinto, el antiguo socio del duque de Palma, su atrabiliario abogado y su mujer decidieron darle otra vuelta de tuerca a su maquinaria coercitiva. Lejos de levantar el pie del acelerador, dibujaron una nueva gran zancada en su desesperada huida hacia adelante. El polvorín que administraba Manuel González Peeters todavía albergaba recursos suficientes como para tensar más el equilibrio de fuerzas y la exasperante pasividad del resto de actores en el procedimiento requería un nuevo bombardeo intimidatorio. Torres se revolvía enfurecido al no conseguir nada que llevarse a la boca.
—Si no quieren caldo, tomarán dos tazas.
Una vez emprendido el camino de disparar a la cabeza misma de la primera institución del Estado, ya no cabía variar el objetivo. Torres era preso de su propio listón. Pero el hombre desafiante y orgulloso de las primeras andanadas se había visto despojado de su optimismo inicial y su rostro era el espejo de su alma.
Empezó a descuidar su aspecto, se estaba dejando barba para pasar inadvertido al salir a la calle y había engordado como consecuencia de la incontrolable ansiedad que le estaba ocasionando la lucha contra el sistema y contra sí mismo. Pensaba y repensaba su estrategia. Se pasaba el día buscando desesperadamente en el arsenal sobre el que estaba sentado nuevas bombas que resultaran definitivas para cerrar de una vez por todas la negociación. Solo el hallazgo de nuevos discos duros que creía olvidados o de ordenadores en desuso en los que afloraban nuevos correos electrónicos de Urdangarin y compañía amortiguaban su depresión e impotencia galopantes.
Hasta ahora había sido reacio a mantener contacto directo con periodistas y delegó esa función en su abogado, al que le divertía sobremanera filtrar, confirmar y desmentir a conveniencia, convencido de que estaba desplegando una estrategia bélica digna de un gran estadista. Se imaginaba a sí mismo en la sabana africana, midiendo cada uno de sus pasos antes de abatir a uno de los cinco grandes y rezando para que alguno no se girara hacia él y tuviera que echar a correr despavorido.
Se recreaba en la prosa de sus escritos, aludía constantemente a la «amnesia colectiva» de los imputados y se ofrecía, socarrón e irónico, a ayudar a todos los desmemoriados con sus pruebas documentales.
—¡Ah! Que este dice que no sabía nada, pues aquí tienen ustedes un correo donde queda claro que estaba al corriente de todo. ¡Ah! Que este otro dice que no conocía a Urdangarin y a Torres, pues he aquí la prueba que lo demuestra y le deja en evidencia —maquinaba.
Era un juego maquiavélico. A la vez le servía para ajustar cuentas con la legión de «desmemoriados» que intentaba salvarse como buenamente podía y confirmaba con mayor profusión de datos que Nóos y todas sus derivadas conformaban una estructura concebida para delinquir. Un tinglado dirigido por un grupo de desaprensivos que no se paraba en barras a la hora de conseguir su objetivo de ganar el máximo dinero posible en el menor plazo, perpetuar su fórmula en el tiempo y extenderla internacionalmente.
Si algo divertía a Torres y a González Peeters en medio de la oscuridad de sus cavilaciones eran los pronunciamientos de la Casa Real echándose a un lado y poniéndose de perfil.
—¡Ah! Que dicen que tampoco sabían nada y que Urdangarin iba por su cuenta… Hasta ahí podíamos llegar.
Hasta que soltó uno de los proyectiles más vistosos, que explosionó de una sola vez creando un castillo de fuegos artificiales que iluminaba la figura del rey y oscurecía la de los demás.
La advertencia no podía ser más explícita. Si don Juan Carlos quería dejar de verse salpicado por este proceso, debía tomar cartas en el asunto personalmente y sentarse a negociar en serio. Por mucho que le habían advertido a Torres de que correría la misma suerte que otros caídos en desgracia que intentaron sin éxito salvarse a costa de intentar implicar al rey, como los financieros Mario Conde o Javier de la Rosa, seguía confiando en que la tensión alcanzaría tal estadio que La Zarzuela rompería el tablero de juego y todo acabaría en un mal sueño que había durado demasiado. O él o el Estado. Y él, se convencía, podía acabar con el sistema tal y como lo conocemos, de un plumazo. Así se lo trasladó directamente a un reducido grupo de periodistas a los que convocó en Barcelona para comunicar personalmente «su verdad» y establecer futuras alianzas.
—Esto de Nóos fue montado por la Casa Real y si quieren investigarlo en serio, tendrán que procesar al rey. Lo sabía todo, ahora que no diga lo contrario —afirmaba con la clara intención de que la amenaza llegase a su destinatario.
Torres se dio cuenta de que en esta particular campaña de imagen era muy importante la repercusión internacional de su desafío y de ahí que decidiera establecer una especial relación con los periodistas de The New York Times, que pronto se sintieron atraídos por este jaque al rey tan cinematográfico.
El mensaje consistía en que el sumario ya no era un problema de Urdangarin ni de Cristina de Borbón con él, sino de la supervivencia de la propia institución.
—Yo tengo material para cargarme a la monarquía, ellos sabrán lo que hacen —presumió Torres al comienzo de las hostilidades y seguía diciéndolo con su tono siniestro.
Torres volvió a elegir un jueves, que se había convertido en su día preferido de la semana para aparecer en escena. Esta vez el 14 de marzo de 2013, que fue cuando exhibió su nueva demostración de fuerza. Había enseñado hasta ahora correos en los que se aludía a gestiones realizadas por don Juan Carlos para echar una mano a su yerno y a su hija. Al monarca le había salpicado tangencialmente el escándalo, apareciendo como un suegro que no dudó en echar un cable al matrimonio tanto económica como profesionalmente.
Pero he aquí una importante novedad. Sobre la mesa del juez Castro, a última hora de la mañana, como marcaba ya la tradición, el procurador de Torres deslizó cuidadosamente la nueva carga explosiva. Se trataba de un correo electrónico dirigido por el duque de Palma a su suegro. Sí, parecía una broma pesada, pero era real. Un e-mail del duque de Palma con el rey como destinatario final, en el que se podía leer perfectamente la cuenta de correo utilizada por el monarca.
La jugada situaba ya a don Juan Carlos en el centro de la diana. Urdangarin se había revelado como un torpe interlocutor para Torres y este pretendía entablar la partida directamente con el rey, con todas las consecuencias. Estaba convencido de que tenía muy poco que perder y todo por ganar. Así que adelante.
«Señor, tal y como le he anticipado por teléfono, le adjunto el tema que le quería exponer. Le doy las gracias de antemano», comenzaba el duque de Palma su e-mail, enviado el 10 de septiembre de 2004 al rey bajo el asunto «Cumbre de Valencia». Se refería, como su título indica, a la organización de los denominados Valencia Summit, financiados por las autoridades públicas del PP, y que estaba en pleno proceso de captación de anunciantes que engrosaran las arcas del Instituto Nóos y transformasen aquel evento en el suculento negocio particular en el que se acabó convirtiendo.
«El tema es el siguiente», explicaba Urdangarin. «En el Instituto Nóos estamos organizando un encuentro internacional que se celebrará en Valencia durante los días 27, 28 y 29 de octubre de 2004 […]. En esencia se trata de una cumbre internacional sobre el papel de los grandes eventos deportivos en el desarrollo de las ciudades con especial énfasis en la importancia de la cooperación empresas-sociedad civil-sector público».
«Por ello», abundaba el duque de Palma a su suegro, entrando ya en harina y con su habitual prosa rudimentaria y atropellada, «quería pedirle un par de gestiones que tendría interés en que pudiese mediar en la medida de la que fuera posible [sic] […]. Dentro del grupo de conferenciantes nos queda por invitar a ciertas personalidades que nos haría mucha ilusión su participación en la cumbre, pero soy consciente de la dificultad de la tarea», avanzaba. «Personas como Bernie Ecclestone (F1), Ernesto Bertarelli (ACM), Joseph Blatter (FIFA) o el mismo Jacques Rogge (CIO) podrían venir si el señor les anima a aceptar la invitación».
El presidente de Nóos quería el respaldo de las máximas autoridades y mecenas del mundo del deporte para que sus conferencias fueran un gran acontecimiento mundial que sirviera para disparar también la facturación.
Se trataba, una vez más, de un documento intrascendente para el procedimiento judicial por cuanto no desvelaba ninguna conducta delictiva, pero constituía una prueba de extraordinaria relevancia pública que dejaba al descubierto las tripas del Instituto Nóos.
«Por otro lado hemos hecho llegar (por medio de Jaime Marichalar) al Sr. Arnaud [sic] de LVMH una propuesta para participar como patrocinador secundario de la cumbre lo que por supuesto le daría derecho a participar en ella como ponente aparte de otros derechos expuestos en el documento». De entre todos los personajes apuntados, a Urdangarin le interesaba especialmente el patrocinio de la empresa francesa de artículos de lujo Louis Vuitton Moët Hennessy (LVMH) y entablar contacto con su propietario Bernard Arnault —no Arnaud como escribió el duque a su suegro—, que está considerado como el hombre más rico del país galo y que tras la llegada de Hollande al Elíseo intentó infructuosamente exiliarse en Bélgica para pagar menos impuestos.
«Quizá con un impulso del señor, el tiempo no correría tanto y el Sr. Arnaud decide con rapidez. Creo que la propuesta es de gran interés para el grupo LVMH. Creo, sinceramente, que es un proyecto muy interesante. Y estoy convencido de que se creará una importante red de relaciones entre el grupo de académicos, directivos y gestores públicos», insistía Urdangarin. «Si le parece oportuno el tema, quedo a la espera de sus comentarios y plan de acción», se despedía el duque de Palma, que aprovechaba para enviar a su suegro un «fuerte abrazo».
La exigencia de Urdangarin ascendía a 200 000 euros en un principio y se acabó quedando en la mitad, pero logró arrancar al grupo francés la ansiada aportación económica a cambio, como venía siendo habitual, de nada. Esta donación obtenida gracias a la intermediación del rey, que hizo a su cuñado Marichalar llevarse las manos a la cabeza y advertir a tiempo la importante tormenta que se incubaba ya en el horizonte, parece anecdótica, pero no lo fue. Supuso un punto de inflexión que marcaría el devenir futuro de los negocios del exdeportista. Si aquella gestión había funcionado tan bien, ¿por qué no intentarla de nuevo en un futuro en caso de necesidad?
Tras caer en desgracia el Instituto Nóos y no lograr los éxitos esperados con la fundación de niños discapacitados liderada formalmente por Torres y capitaneada por él, sumado todo ello a las crecientes disputas económicas con su socio, Urdangarin rompió la alianza con su antiguo amigo íntimo y empezó a operar por su cuenta. Creyó haber adquirido conocimientos suficientes como para poder volar solo, sin la compañía de un socio en otra época imprescindible por su bagaje intelectual. A la vista de la alegría con la que se conseguía el dinero y las escasas exigencias de la clientela, Torres se había vuelto completamente prescindible. El duque se bastaba por sí solo y seguir compartiendo la aventura con su antiguo profesor solo le iba a traer quebraderos de cabeza y menos dinero.
Hasta el año 2007 la sociedad patrimonial Aizoon había sido utilizada por el duque de Palma y por Cristina de Borbón como un mero instrumento para desviarse los fondos recaudados a través de Nóos. Pero a partir de ese momento, esa sociedad instrumental, sin actividad real conocida, pasó a ocupar la primera línea. Ya sin la incómoda presencia de Torres, ¿para qué iban a crear una nueva fundación y dotarla de una enrevesada apariencia altruista si podían facturar directamente a sus clientes a través de Aizoon, a pecho descubierto?
La voracidad económica del matrimonio, que se había acostumbrado al ritmo de vida propiciado por los cientos de miles de euros desviados desde Nóos y la necesidad imperiosa de seguir costeando sus elevados gastos fijos tales como el pago de la hipoteca del palacete, le llevaron a correr el mayor de los riesgos. El de exponerse, sin escudos, velos fiscales ni parapetos, con su nombre y apellidos como única protección, a la hora de extender la mano y cobrar de grandes corporaciones privadas.
Se dieron cuenta de que los ingresos que obtuvieron a través del instituto teniendo que llamar a la puerta de decenas de empresas podían conseguirlos reduciendo su cartera de clientes y entablando con ellos una vía de diálogo que contara con el aval directo y personalizado de la Casa Real.
En los años de Nóos, sobre todo en los primeros, existía la prevención de cubrir de alguna manera las apariencias y la conciencia de que era importante entregar siempre algo a cambio de cada pago. Ya fuera un informe o un dossier plagiado de Internet. Pero algo tangible, por muy banal e inservible que resultara.
A partir de ahora se acabó ese embrollo de cubrir las formalidades. Se trataba de cobrar directamente. Pusieron, los dos, su condición de miembros de la familia real en el mercado, y la monetizaron. Aizoon no era, en sí mismo, nada. Por lo tanto, poco podían ofrecer. Sin embargo se lanzaron a la aventura sin preocuparles las posibles consecuencias de este salto triple sin red. Si se utilizaba Aizoon para los cobros, fiscalmente resultaba más beneficioso que si percibían el dinero cada uno de ellos por separado. Al final, era un dinero de los dos, conseguido gracias a los dos y que debían compartir en esa especie de caja común con la que lograban reducir luego la tributación y aumentar el margen de beneficio. Todo eso ya lo habían aprendido en los años de Nóos y tampoco necesitaban a Torres y a sus cuñados para ponerlo en práctica.
Siguiendo el ejemplo de sus primeras andanzas al frente del instituto empezaron a cobrar por «asesorías», que era la palabra mágica que lo decía todo y no significaba nada. Un intangible tras el que podían esconderse los más dispares servicios jamás prestados. El matrimonio contactó con un puñado de grandes empresas nacionales e internacionales. El gancho sería el de incorporar al duque de Palma a sus consejos de administración o el de contratarle como asesor externo. Funcionaría seguro.
Picaron el anzuelo a regañadientes en la inmobiliaria internacional Mixta África, constituida en 2005 y que ya había extendido sus tentáculos en Marruecos, Egipto, Mauritania, Tánger, Túnez o Argelia. Esta compañía decidió regalar de entrada a Urdangarin y a la infanta Cristina un total de 150 000 euros. Para ello articuló la dádiva a través de un contrato ficticio de compraventa de participaciones que rubricaron, como representantes de Aizoon, tanto el yerno del rey como su mujer. Ni depositaron un solo euro por las acciones ni tuvieron jamás la más mínima intención de hacerlo. Se limitaron a cobrar el dinero y punto.
Ahí estaban los dos juntos, estampando su firma y descendiendo al barro de los cobros a cambio de humo. Cristina de Borbón abandonó el segundo plano en el que se había situado hasta la fecha y dio un paso al frente convencida de que si no había pasado nada hasta ese momento nada iba a ocurrir a partir de ahora. Además de la compraventa simulada de acciones, Aizoon empezó a cobrar de Mixta África por supuestos consejos sobre inversiones inmobiliarias en el norte de África. Esta empresa abonó a la pareja otros 384 000 euros más. Los pagos se articulaban a través de facturas de Aizoon que rezaban escuetamente: «Servicio de consultoría al equipo directivo del consejo de administración». Ni los duques de Palma tenían conocimientos suficientes como para indicar a Mixta África dónde debía expansionarse ni se molestaron en hacerlo, pero abrieron la veda e irrumpieron en el proceloso mundo de la asesoría empresarial por la puerta grande.
El cebo se lo tragó también el grupo francés Pernod Ricard, uno de los gigantes mundiales de la distribución de «bebidas alcohólicas y espirituosas». Entre 2007 y 2008 satisfizo a los duques de Palma 160 000 euros por «servicios de consultoría y asesoramiento en gestión de empresas centrados en la realización de planes estratégicos, comerciales y dirección de proyectos». Si Urdangarin y la infanta no tenían know-how alguna en materia inmobiliaria, mucho menos en cuestión de licores. Sin embargo dejaron por escrito que los honorarios que percibían tenían como aval a Aizoon, que se presentaba sin pudor en los contratos como una empresa «que desarrolla actividades similares para otras empresas en varios países».
La relación de nuevas víctimas la pasaron a engrosar empresas nacionales como Aceros Bergara, a la que accedieron a través de su consejero delegado Joaquín Boixareu, vecino y amigo del matrimonio en Barcelona. Si los duques no tenían nociones acerca de inversiones inmobiliarias ni de bebidas espirituosas, mucho menos estaban en condiciones que aconsejar a un gigante metalúrgico. Pese a ello, se lanzaron de nuevo a la arena y empezaron a facturar a esta entidad.
Y si no tenían la más mínima noción de urbanismo, licores o aceros, mucho menos de tabacos. Sin embargo, también fueron fichados como consejeros de lujo por Altadis, que canalizó los pagos al matrimonio Urdangarin-Borbón a través de su filial marroquí. Al ponerse a cobrar de forma indiscriminada llegaron a hacerlo de la empresa de cazatalentos Seeliger y Conde, que ha contratado recientemente a la expresidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre; del grupo armamentístico francés Lagardère; o del gigante de la publicidad y relaciones públicas Havas Sport, que en los acuerdos suscritos llegaba a otorgar al duque de Palma el tratamiento que le corresponde a su esposa: «Su Alteza Real».
Daba igual la materia de la que se tratase, que allí estaban los duques de Palma para ofertar sus conocimientos como asesores en los más variados sectores económicos, consiguiendo en tiempo récord más de un millón de euros sin incurrir en coste alguno.
La bomba del e-mail entre Urdangarin y el rey tuvo, como era de esperar, un considerable eco mediático, pero disipada la niebla de la explosión, regresó la nada, el silencio, la ausencia de llamadas y de contactos por parte de La Zarzuela. Torres se transformó en un jabalí herido y rabioso, que veía que se empleaba a fondo y no conseguía lo que pretendía. Y cuanto mayor era la inacción de la Casa Real y el desprecio a sus pretensiones, aumentaba exponencialmente su deseo por sacar más y más munición.
No había querido entrar hasta ese momento en el terreno personal, pero llegados a este punto, estaba decidido a hacerlo. Si en La Zarzuela no reaccionaban con los chanchullos de Nóos, ahora sí que iban a respirar. Torres recopiló una nueva remesa de correos electrónicos. Esta vez de alto contenido íntimo, en los que el duque de Palma tonteaba con otras mujeres y quedaba como un marido patoso e infiel.
—Ahora me voy a cargar el matrimonio —presumía Torres, convencido de que no le iba a costar demasiado hacerlo.
Antes de arrojar la munición quiso que llegara nítida la amenaza a los oídos reales y judiciales. González Peeters trasladó personalmente al juez y al fiscal sus nuevas intenciones y se topó con una respuesta tajante. Intentaron disuadirle al tiempo que le preguntaron si se habían vuelto definitivamente locos.
—Ni se te ocurra aportar ese tipo de correos a la causa porque los vamos a rechazar.
Pero ni con esas. El Mundo advirtió de la última amenaza de Torres y pidió que se extremaran las medidas para que el Caso Urdangarin se quedara en un escándalo de malversación de caudales públicos y no traspasara la frontera de lo personal para convertirse, también, en un lío de faldas. Lo que había hecho el duque de Palma con el dinero de los contribuyentes incumbía a toda la ciudadanía, pero lo que hubiera hecho en su vida personal le concernía solo a él.
La información de El Mundo pilló a Torres y a su abogado con el paso cambiado, González Peeters empezó a desconfiar de su entorno y juró venganza eterna contra quien hubiera osado filtrar su estrategia más delicada con antelación. Negó en público disponer de semejante material, pero se explayó en privado.
—Solo puedo decir que tengo mucho material de Urdangarin con ojitos azules. Que cada uno saque sus propias conclusiones —soltaba entre risotadas.
Diego Torres había revelado a González Peeters la cantidad de uranio que se almacenaba en esta aparentemente inocente bomba nuclear y el abogado cazador no estaba dispuesto a desperdiciarla. Su deflagración podía hacer pupa, muchísima pupa, porque ahora no se trataba de euros sino de emociones, en el corazón de la familia Urdangarin-Borbón. Sí. Lo de «ojitos azules» eran palabras mayores.