CAPÍTULO VIII

«Iñaki, lo sentimos, pero no podemos seguir». Bajas de abonados a gogó. Adiós a Washington DC. Destino: Barcelona. El palacete a la venta. Messi no lo quiere. Está maldito. El duque sigue yendo a Telefónica como si tal cosa. «Que alguien le diga que no vuelva más». «César, solo tengo dinero hasta finales de septiembre, me tienes que dar una solución»

Incluso en las etapas más oscuras de la vida hay un pequeño margen para la esperanza. Iñaki y Cristina se habían quedado solos ante la maquinaria judicial, que proseguía su paso lento pero infatigable e iba desbrozando la hierba bajo sus pies, analizando palmo a palmo su última década de vida.

Las pesquisas seguían centradas en Urdangarin y había una especie de pacto no escrito entre los investigadores, consistente en que no se tocarían de momento las cuentas personales de la hija del rey. Este acuerdo tácito establecía que solo se abriría la veda con su patrimonio en el remoto e hipotético supuesto de que acabara resultando imputada. Mientras tanto, solo se revisarían los depósitos bancarios coparticipados por el matrimonio.

De tal manera que el gabinete de control de daños seguía vigente y la lava que escupía el volcán del sumario del Caso Urdangarin se entretenía todavía en el duque de Palma y su exsocio. Sin embargo, controlar quirúrgicamente que semejante marea abrasante no afectase a Cristina de Borbón seguía resultando casi imposible teniendo en cuenta la envergadura de la erupción. Así, la Agencia Tributaria de Cataluña hizo mención, como de pasada y sin prestarle excesiva atención, a que entre los desvíos producidos desde el Instituto Nóos a los responsables de la trama habían sido transferidos al menos 12 671 euros de procedencia pública a una cuenta bancaria personal de Cristina de Borbón.

Comparado con los 34 565 euros que fueron volcados de manera paralela a una cuenta conjunta de los duques de Palma; con los 156 358 euros que, de la misma tacada, se había desviado Urdangarin a una estrictamente de su propiedad; con los 679 180 euros que se había apropiado directamente Ana María Tejeiro; con los 712 180 euros que habían sido escondidos en Luxemburgo a la vez que las citadas operaciones; o con los 8,9 millones a los que ascendía ya el desfalco en dirección a las sociedades instrumentales bajo control de Urdangarin y Torres, las migajas de la infanta se antojaban minúsculas. Pero el hallazgo no dejaba de resultar significativo y preocupante.

Aun con todas las prevenciones encaminadas a garantizar que la hija del rey no se vería afectada por la avalancha, la realidad latente bajo el Instituto Nóos se volvía periódicamente contra ella en forma de esquirlas que golpeaban el discurso oficial de que ella ni se benefició ni estaba al corriente de lo que ocurría. Ya fueran correos electrónicos de Diego Torres o hallazgos puntuales como este.

Se trataba de un descubrimiento puntual y menor y, como recordaba la Policía Judicial, provisional. «Hay que tener en cuenta que existe una gran cantidad de cheques y gastos en tarjetas de crédito, así como otros documentos cargados en cuenta que implican una importante salida de dinero, y de los que no se ha podido conocer la persona beneficiaria», recalcaban los agentes del Grupo de Delincuencia Económica al juez Castro, al tiempo que seguían rastreando el destino del dinero.

El engranaje judicial capaz de deglutir rocas tan voluminosas como la del yerno del rey se aproximaba a Cristina de Borbón con un ritmo jadeante e imprevisible. No obstante, en medio de la desolación de desayunarse cada día con una nueva noticia todavía peor que la anterior, con el instructor y la Fiscalía Anticorrupción caminando al unísono decididos a meter en la cárcel a Urdangarin y a sus compinches, una mano salvadora mantenía a flote al matrimonio Urdangarin-Borbón en lo económico.

El presidente de Telefónica comunicó a la pareja la mejor noticia de cuantas les habían llegado durante los últimos meses del otro lado del Atlántico: la compañía volvía a confiar en su delegado en Estados Unidos y le renovaba el contrato. Era un motivo de satisfacción y hasta de orgullo que fue interpretado por ellos como una lanza a favor de la inocencia de la que tanto se habían convencido.

César Alierta había meditado, calibrado los inconvenientes que tendría una decisión de esas características para la operadora y resolvió dar un margen de confianza al duque de Palma. Fue un reto personal que contaba ya con un amplio número de detractores entre sus más estrechos colaboradores.

Desde la multinacional se había dejado caer al matrimonio hacía ya meses que lo más conveniente para ambas partes era que Urdangarin presentara su renuncia voluntaria. Se confeccionaría un texto a modo de comunicado en el que se preservaría su imagen, se recalcaría su presunción de inocencia y se salvaguardaría al mismo tiempo la imagen de Telefónica, que se había visto inmersa en este escándalo involuntariamente.

No tenía sentido que un imputado por prevaricación, malversación de caudales públicos, falsedad documental, fraude a la Administración y blanqueo de capitales siguiera siendo, al menos formalmente, el máximo ejecutivo de Telefónica en Estados Unidos. Se trataba de un planteamiento que entendían todos menos los afectados, que se aferraban a su posición como a un clavo ardiendo.

La respuesta de Iñaki y de Cristina a las insinuaciones en este sentido siempre había sido la misma. Si no tenían nada de qué arrepentirse, por qué iban a renunciar a su futuro profesional. Porque renunciar a Telefónica suponía quedarse el matrimonio con sus hijos dependiendo casi en exclusiva de la asignación de la Casa Real a Cristina, 72 000 euros anuales. Una cifra que Zarzuela preservaba en secreto y que fue conocida gracias a los registros policiales en las oficinas de Nóos y en el despacho de asesoría fiscal y laboral del cuñado de Diego Torres, Miguel Tejeiro. Precisamente en el manuscrito elaborado para hacer las cuentas para pagar el palacete de Pedralbes aparecía la asignación real como una de las cantidades fijas a tener en cuenta para pagar la hipoteca.

Resultaba tremendamente llamativo que la hija del rey no confiara sus cuentas personales a los asesores tradicionales de la Casa Real y hubiera delegado una competencia tan íntima y sensible en un personaje tan grisáceo como Miguel Tejeiro, que cuando los agentes de la policía irrumpieron en su despacho se encontraron con aquellos documentos a la vista, manga por hombro, como si no fueran lo que eran, secretos oficiales.

La cerrazón de la pareja a la hora de buscar una salida consensuada, que a juicio del matrimonio suponía una admisión de culpabilidad por su parte, puso a Alierta en el brete de tener que decidir si le renovaba el contrato o directamente le destituía. Sopesó los daños para la compañía pero puso también en el fiel de la balanza la responsabilidad institucional que se le había encomendado, rebotando en su mente siempre las palabras de agradecimiento de la reina en cada acto, con las que le trasladaba el peso de tener que velar por el futuro inmediato de Iñaki y de Cristina.

En el consejo de administración de la operadora había dos líneas claramente definidas con respecto a este asunto. La más garantista apuntaba a que echar a Urdangarin de la empresa suponía «una condena anticipada», cuando de momento solo estaba imputado y no pesaba sobre él ninguna sentencia firme ni había sido todavía siquiera juzgado. Sin embargo, cobraba fuerza otra corriente, cada vez más numerosa, que pedía la cabeza del duque de Palma tras advertir que la compañía estaba sufriendo una constante pérdida de clientes. La misma que sostenía que Telefónica no podía permitirse que su imagen resultara permanentemente dañada por la pública vinculación con el más insigne imputado del panorama nacional.

Cada vez eran más frecuentes las llamadas de clientes que se daban de baja al considerar «intolerable» que la compañía mantuviera a Urdangarin pese a que ya era público y notorio que se había apropiado de fondos públicos de la manera más burda y obscena que se pudiera imaginar. En el seno de la multinacional aquello dejó de tener la categoría de anécdota y se comenzaron a manejar los primeros estudios internos que calibraban el alcance de esta reacción adversa por parte de la clientela. «El impacto todavía es menor en términos relativos pero progresivo e imparable», justificaban internamente algunos de los consejeros partidarios de la rescisión.

Estos mismos representantes consideraban que el momento adecuado para haber disuelto la relación laboral fue cuando el juez imputó al yerno del rey, allá por la Navidad de 2011, y que aunque ahora se rectificara «ya era tarde». Este segmento de consejeros críticos apostaba, además, porque el matrimonio abandonase Estados Unidos y se refugiara en un país «con una monarquía de amplia tradición del norte de Europa». Lo ideal sería que alguna casa real escandinava les apadrinara en un nuevo periplo que bien podía tener como destino la ciudad noruega de Oslo, donde los Urdangarin-Borbón podían criar a sus hijos alejados del incesante escándalo y ellos podían rehacer su vida profesional en medio de un cierto anonimato.

Alierta lo pensó y lo repensó y decidió otorgar una nueva oportunidad al yerno del rey, consciente de que aquella medida no iba a ser más que un balón de oxígeno efímero y pasajero, que no podría prolongar más allá de que el juez Castro acordase abrir juicio oral contra su empleado.

A principios de julio de 2012 la presidencia de Telefónica comunicó a su consejo la decisión poco antes de que expirase la relación laboral el 31 del mismo mes. Otra vez el encargado de las conversaciones con el matrimonio fue el secretario general Ramiro Sánchez de Lerín, en permanente contacto con el Departamento de Recursos Humanos de la operadora. El vínculo se prorrogaba exactamente un año más, hasta el 31 de julio de 2013, con las mismas condiciones que hasta ahora. Esto es, un salario de 1,2 millones de euros más otros 300 000 euros en concepto de bonus. Un complemento, este último, concebido para compensar a los directivos expatriados en América por la diferencia entre el euro y el dólar, moneda en la que perciben íntegramente sus salarios.

Además, su nexo con Telefónica seguía llevando aparejada una retribución extra de 1,2 millones de euros más en especie. La empresa de telecomunicaciones seguiría haciéndose cargo de los gastos de alquiler de la vivienda de Chevy Chase, de la decoración, del parque móvil del matrimonio, de la seguridad y de los desplazamientos a España en avión. De tal forma que el sueldo de 1,5 millones de euros se le acababa quedando prácticamente limpio al matrimonio y le permitía una capacidad de ahorro más que considerable que podría atemperar las eventualidades futuras.

El acuerdo establecía asimismo que si en algún momento, y con el contrato en vigor, Telefónica decidía prescindir de los servicios del duque de Palma, debía indemnizarle como le correspondía hacer con cualquier otro trabajador. En su caso, con tres anualidades completas. Al cambio, 4,5 millones de euros.

El compromiso llevaba aparejada, eso sí, una cláusula verbal entre ambas partes. Si finalmente Castro adoptaba la decisión de sentarle en el banquillo, como era más que previsible, se acabaron los paternalismos y las sobreprotecciones e Iñaki debía abandonar de inmediato su puesto de trabajo.

Al matrimonio Urdangarin-Borbón no le quedó otra que aceptar a regañadientes aquella renovación envenenada y se aferraron a la posibilidad de seguir viviendo holgadamente en Estados Unidos, al menos doce meses más. En el caso de que se abriese juicio oral contra el duque de Palma, Telefónica todavía le concedería una oportunidad más y le suspendería de empleo y sueldo hasta que se dictase sentencia, dejando abierta la puerta de una posible readmisión en el caso de que en el final de los finales resultara absuelto de todas las acusaciones.

La publicación en El Mundo de la decisión adoptada por la compañía desató una reacción social sin precedentes. Las redes sociales ardieron en contra de la operadora y lo que antes era una «corriente menor en términos relativos y progresiva» de abonados que se daban de baja pasó a convertirse en una legión imparable. Telefónica no podía permitirse proyectar su imagen unida a la defensa de un ciudadano que ya había sido condenado por la opinión pública y que se encontraba acorralado por la justicia por gravísimos delitos de corrupción.

La marea creciente de bajas obligaba a la toma de una decisión inmediata porque, lejos de remitir, aumentaba hasta el punto de haberse convertido en el tema más comentado por la población española en redes como Twitter o Facebook en un verano que no aportaba demasiados alicientes informativos que pudieran distraer la atención. Tan es así que La Zarzuela, Urdangarin y Telefónica comenzaron una urgente negociación a tres bandas para poner punto y final a aquella etapa por el bien de todos.

Urdangarin y Cristina no habían variado su posición. Lejos de solidarizarse con la compañía, que se veía obligada a gestionar una crisis de imagen y prestigio de primer orden, seguían considerando una tremenda injusticia que la indignación social traducida en que la renovación de Iñaki se hubiera convertido en trending topic llevara a Telefónica a adoptar una decisión de esas características. De nuevo insistían a los directivos de la operadora en que se trataba de la dichosa conspiración, que no les podían hacer esa faena y que, ante todo, debían ser comprensivos. Iñaki viajó a España para abordar en persona la situación e intentó ablandar las conciencias de los ejecutivos. «No nos podéis hacer esto, nos quedamos en la calle en el peor momento para nosotros», suplicaba, con un tono de voz lánguido y los ojos hundidos por la tensión del último año. Pero ni con esas.

Su mensaje caía ya en saco roto, al haberse quebrado la relación de confianza entre los ejecutivos y el duque de Palma después de que este les hubiera mentido. «Iñaki, no te podemos creer. Nos dijiste una y otra vez que no habías firmado un solo cheque y firmaste miles. Por si fuera poco, nos negaste que estabas intentando llegar a un acuerdo con la Fiscalía y se demostró todo lo contrario. Te prestamos apoyo incluso más allá de lo que hubiéramos debido y nos fallaste». La educación aparente con la que se trasladaba el mensaje entrañaba, sin embargo, la determinación irrevocable de que se le había acabado el crédito.

Adoptada ya la decisión definitiva, los duques decidieron volver a España con sus hijos y fijar su nueva residencia en Barcelona. Llegados a este punto Cristina tomó los mandos y fue ella la que decidió volver a fijar su centro de operaciones en la Ciudad Condal. El plan consistía en instalarse de nuevo en el palacete de Pedralbes, matricular a los niños en el colegio para el curso siguiente y, una vez resuelto el papeleo y la mudanza, anunciar públicamente que Iñaki dejaba Telefónica, abandonaban su exilio dorado y volvían a casa.

Sin embargo un nuevo contratiempo se cruzó en su camino. Una filtración periodística les obligó a cambiar el paso. La veterana corresponsal real de La Vanguardia Mariángel Alcázar se percató del movimiento, descubrió que los hijos de Cristina e Iñaki habían sido inscritos en el Liceo Francés, donde habían estudiado hasta el año 2009 en que se fueron a Estados Unidos, y lanzó la exclusiva en la edición digital de su periódico.

Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón se vieron entonces obligados, deprisa y corriendo, a explicar el porqué del traslado. Se confeccionó un comunicado entre La Zarzuela y Telefónica que fue enviado a los duques de Palma a modo de mero trámite y que fue distribuido, acto seguido, a través de la Agencia Efe. «En los últimos años he venido representando puestos de alta responsabilidad en el Grupo Telefónica, en la convicción de que mis superiores jerárquicos han sabido valorar el esfuerzo y dedicación desarrollado durante este tiempo», comenzaba.

«Ante la posibilidad de que el procedimiento judicial abierto y en el que estoy en curso pudiera tener alguna incidencia negativa para el Grupo Telefónica, y para evitar esos posibles efectos, he decidido solicitar a la compañía una excedencia temporal, la suspensión de mi contrato y de mis funciones».

Aclaró que no descartaba «volver a desarrollar con la compañía nuevas actividades en el futuro» y quiso dejar bien claro que «de estas decisiones» había informado «a la Casa de Su Majestad el Rey». Aparentemente todos quedaban conformes. El duque de Palma quedaba como que no le habían echado sino que se había ido por su propio pie; Telefónica soltaba lastre de una vez por todas y, además, con la fórmula de la «excedencia voluntaria» evitaba tener que pagarle la indemnización de 4,5 millones de euros, que hubiera supuesto un escándalo mayúsculo; se escenificaba que la Casa del Rey estaba al corriente de todo y, con esta carambola, todos tan amigos.

Cristina se había enamorado de la calidez de la casa de Bethesda y del estilo del mobiliario que escogieron para decorarla hasta el punto de que no quería desprenderse de él. Ella se encargó de la selección de los muebles y de las obras de arte y Telefónica pagó la factura.

Pero al matrimonio Urdangarin-Borbón le quedaba solventar su problema más importante. Sin los ingresos de Telefónica y sin entidades como el Instituto Nóos o su sucesora, la FDCIS, no tenían músculo financiero suficiente para hacer frente al pago mensual de la hipoteca. Por lo tanto, había que dar salida urgente a la casa.

El matrimonio lo intentó sin éxito antes de que el juez Castro fijase la fianza de 8,1 millones de euros, que afectaba a la mitad del inmueble, registrada a nombre de Urdangarin. Pensó en quién podía estar interesado en un palacete de esas dimensiones y concluyeron que el target idóneo de clientes debía ser forzosamente extranjero. Era la morada ideal para un gran empresario de fuera de España al que no le importase en absoluto la mala fama de la vivienda ni los problemas judiciales que la envolvían. La venderían, conseguirían liquidez y se mudarían a un piso cómodo pero alejado de las pretensiones de antaño.

Entablaron conversaciones con un empresario ruso que se interesó por la antigua «casa torre» de mil metros cuadrados construidos sobre una parcela de más de dos mil, pero este alegó problemas de financiación y abortó la operación. El matrimonio encargó a la agencia Coldwell Banker Spain que colocara con discreción el inmueble. La consigna era lograr un contrato de alquiler por un plazo mínimo de un año a razón de 25 000 euros mensuales o venderla por 9,8 millones de euros, por lo que, de conseguirlo, todavía obtendrían un nada despreciable beneficio en relación a la cifra invertida. No obstante, el objetivo era no perder dinero o, por lo menos, perder el mínimo posible, pero había que desprenderse de ella cuanto antes.

Iñaki y Cristina extendieron su estrategia comercial focalizando la venta o el alquiler en el público ruso, y accedieron a que un álbum fotográfico del palacete de Pedralbes apareciese en una inmobiliaria especializada en clientes de Rusia y su entorno: Barcelonarent.info. El anuncio presentaba la vivienda como «una villa de lujo en la zona más prestigiosa de Barcelona». Destacaba su ubicación, en una zona «tranquila y exclusiva» y que «permite la máxima confidencialidad» y ofrecía decenas de imágenes donde se apreciaban, por primera vez, sus tres plantas comunicadas por ascensor, sus siete habitaciones con diez baños, su salón de ciento veinte metros cuadrados con chimenea, las instalaciones para invitados, la piscina de agua salada y un enorme jardín, que según esta inmobiliaria, llega a disponer de mil trescientos metros cuadrados reales. El precio, se añadía, era negociable y, como es habitual, «todos los costes asociados a la compra del inmueble, gastos notariales y registrales e IVA correrán a cargo del comprador. Los gastos, incluido comisiones, de acuerdo a la legislación española, los costeará el vendedor».

Entre los interesados apareció, de pronto, otro de los potenciales compradores de este tipo de viviendas: el segmento de las grandes estrellas del deporte. Y quien llegó a barajar su adquisición fue precisamente la más rutilante de todas: el argentino del FC Barcelona, Lionel Messi, que después de analizar la operación con su padre, Jorge, y ver las condiciones de la residencia la desechó, demostrando que el palacete de Pedralbes estaba maldito y que colocarlo iba a ser toda una odisea.

Con su contrato resuelto con Telefónica y desocupado en Barcelona a Iñaki Urdangarin no se le ocurrió mejor actividad que seguir acudiendo a las oficinas de la compañía en la Ciudad Condal. Es verdad que habían oficializado su baja voluntaria, pero él, pensó, podía seguir prestando útiles servicios a la compañía en España. Por eso era raro era el día que no acudía en persona a darse una vuelta.

Las alarmas volvieron a sonar en la sede central de Las Tablas al comprobar lo increíble: que Iñaki seguía, como si nada hubiera ocurrido, acudiendo a sus instalaciones. De la sorpresa se pasó a la indignación y se llegó a dar la orden taxativa de que le fuera prohibida la entrada en las oficinas barcelonesas. «Joder, que alguien le diga que no vuelva a pisar Telefónica. Solo falta que le saquen una foto entrando y saliendo para que la imagen de la empresa se hunda para siempre. Ahora va a parecer que todo es una farsa y que no hemos roto nuestra relación laboral con él», exclamaba fuera de sí uno de los máximos ejecutivos de la operadora. Pero, claro, a ver quién le ponía el cascabel al gato y llamaba al duque de Palma para que no volviera a pisar sus dominios.

Ya había sulfurado por enésima vez al estado mayor de la multinacional al haber colocado a sus sobrinos sin pedir autorización pero lo de que se hubiera tomado la licencia de seguir yendo a trabajar no tenía nombre. «Mira que es majo en el trato personal, pero este chico no sabe dónde está», se compadecía de él uno de sus máximos valedores en la empresa.

El mensaje finalmente le llegó a Urdangarin, que en el fondo albergaba la esperanza de que Telefónica le siguiera solventando, aunque fuera bajo mano, su situación económica. Pero llegados a este punto solo el presidente César Alierta podía darle una solución alternativa. El duque de Palma se sentó frente al máximo responsable de la multinacional y le fue lo más franco posible.

—César, me tienes que ayudar. Nos queda dinero hasta finales de septiembre de 2014. A partir de ese momento, no tenemos un duro. He pensado que podíamos buscar alguna fórmula para que yo siga colaborando con vosotros como asesor externo.

Iñaki recibió una larga cambiada y Telefónica le dio hilo a aquella cometa que ya se había enredado demasiado. Grave hubiese sido la aparición de una imagen de Urdangarin pisando de nuevo las instalaciones de Telefónica, devastador que hubiera aflorado el tinglado de los sobrinos, pero lo que sí que sería letal es que, después de todo, se destapase que Urdangarin seguía cobrando de la compañía como experto para contribuir a mejor su estrategia nacional.

El silencio oscuro que se había levantado entre los duques de Palma y la familia real se extendió también a Telefónica, que decidió cortar por lo sano con cualquier tipo de contacto y ponerse a salvo en previsión de lo que pudiera ocurrir. Y es que, atendiendo al esquema mental del duque de Palma y a sus últimas actuaciones, resultaba completamente imprevisible.