Con Iñaki Urdangarin en el epicentro de la tormenta perfecta, la cuesta de enero de 2012 y los meses posteriores iban a pivotar en torno a su inminente declaración ante el juez José Castro. El horizonte se presentaba como un calvario institucional sin un final claro ni definido pero se concebía como un trance unipersonal del duque de Palma. Y él, consumido y ojeroso, aguantaba la presión a base de pastillas, de concienciarse una y otra vez de que era una víctima injusta y de largas sesiones para afrontar con ciertas garantías el día D. «No sabéis lo que estoy pasando», revelaba a los pocos amigos que todavía le quedaban en España de la etapa del Instituto Nóos. «Me han dejado solo, en la familia real me han retirado el saludo y me tengo que buscar ahora la vida por mi cuenta. Esto no se lo deseo a nadie», se lamentaba sin perder la compostura.
Los investigadores todavía no terminaban de comprender cómo el yerno del rey no daba un paso al frente, consignaba una cantidad importante de dinero en el juzgado —«con un millón de euros hubiera sido suficiente», cavilaban—, pedía públicas disculpas y frenaba la sangría de una investigación que no había hecho más que empezar y en la que comenzaba a aflorar peligrosamente el desvío de los fondos públicos distraídos a paraísos fiscales como Suiza, Andorra, Luxemburgo o Belice. Si la posición de enroque persistía, las pesquisas continuarían su curso de manera inexorable. La cerrazón de Urdangarin no iba a alterar un ápice el plan establecido, consistente en llegar hasta el final y determinar el destino del último céntimo público desviado a su conglomerado empresarial.
El fiscal jefe de Anticorrupción Antonio Salinas trasladó personalmente a su subordinado Pedro Horrach que tenía «las manos libres» en este asunto. No iba a entrar por el momento en detalles concretos de las pesquisas. Dijo, también expresamente, que no quería conocerlos. Eso significaba que tanto el éxito como el eventual fracaso de la operación corría a cargo del fiscal mallorquín, que asumió con determinación y falta de complejos el mayor reto de su carrera.
Motivado por los espectaculares resultados conseguidos durante los primeros meses, en los que el aluvión de pruebas documentales incautadas en los registros dejaban al duque de Palma en una situación insostenible, el fiscal nacido en la localidad mallorquina de Costitx se empleó a fondo hasta dedicarse en cuerpo y alma a este asunto. Se levantaba y se acostaba pensando en él, interrumpiendo las cavilaciones con largas caladas a los cigarrillos rubios que se esfumaban entre sus dedos mientras rebobinaba su memoria.
Siempre una bocanada profunda que antecede a un arranque titubeante que desemboca en una exposición perfectamente detallada del estado de la cuestión. Horrach albergó en su compartimentada cabeza cada factura, cada pago, cada movimiento de cada una de las sociedades que conformaban la telaraña societaria de Nóos. Sopesó los riesgos pero una pulsión irrefrenable por lo desconocido y su prurito profesional hicieron el resto.
El margen de maniobra de Horrach fue absoluto y alcanzó un grado de complicidad personal y profesional con el instructor que se transformó en una alianza letal para el esclarecimiento de los hechos. Se llamaban todos los días a todas horas para comentar las últimas novedades. El peso de la investigación a pie de campo recayó en Horrach, que marcó la estrategia y dirigió personalmente a los funcionarios del Grupo de Delincuencia Económica y de la Agencia Tributaria.
José Castro se convirtió, en la fase inicial, en un órgano supervisor y complementario, que impulsaba cada uno de los movimientos que se adoptaban. Desde la citación de los políticos implicados a la entrada en cada uno de los departamentos que le adjudicaron dinero público al duque de Palma. Cada movimiento de la Fiscalía era respaldado por el magistrado. No se advertía una sola fisura, la más mínima discrepancia técnica, la coordinación era perfecta.
Se complementaban en los interrogatorios y fraguaron una relación de respeto y colaboración que desembocó en una amistad personal. No había registro o ronda de interrogatorios que no concluyera con ambos comiendo o cenando juntos, sopesando los nuevos pasos a dar. Lo que sabía el uno lo sabía el otro y quisieron además establecer una relación cercana con los letrados de la causa, que se unían a cada almuerzo. El único que se desmarcaba era el abogado de Urdangarin, Mario Pascual Vives, al que no le gustaban estas jornadas de convivencias y prefería las más de las veces comer a solas.
Solo así, en un clima de confianza absoluto, el juez y el fiscal podían hacer frente a un asunto tan complejo y trascendente en el que se adentraban en una tierra incógnita que nunca había sido pisada por nadie: la de investigar en sede judicial y por lo penal, por primera vez, las actividades de un miembro de la familia real.
El compromiso de Horrach pasaba por reportar a su jefe Salinas cuando hubiera novedades importantes y evitó por todos los medios hacer lo propio con el fiscal jefe de Baleares, Bartomeu Barceló, siempre predispuesto a las relaciones públicas y al compadreo, convertido desde que ocupa la máxima responsabilidad del Ministerio Público en las Islas en un agente del poder político de turno para torcer los asuntos a conveniencia. Por eso, a Barceló, ni una sola pista que pudiera poner en peligro la investigación. Porque si un proceso se antojaba susceptible de ser filtrado por Tomeu era este. Siempre ávido de tener un detalle con este político o con aquel a costa de perpetuarse en un cargo que ostenta gracias al PP de Jaume Matas y que consiguió mantener con el PSOE de Francesc Antich. Un tipo técnicamente muy flojo que apenas pasa por su despacho y al que costó no poco sacar adelante la oposición.
Este ninguneo preventivo estalló con motivo de la práctica de una serie de registros en Valencia para rastrear las actividades de Urdangarin en la comunidad que gobernaba Francisco Camps. Barceló recibió la consiguiente llamada gubernamental pidiendo explicaciones y este, ni corto ni perezoso, descolgó el teléfono para abroncar, fuera de sí, a Horrach por no haberle tenido al corriente de sus actuaciones. «Pero ¿qué putas haces?», dijo Barceló que le increpó a Horrach para intentar ponerle en su sitio. Pero ni siquiera la virulenta llamada sirvió para abrir con él una línea de comunicación. Todo lo que supiera Tomeu, lo sabrían los imputados. Esa era la máxima del pool anticorrupción, que siguió guardando celosamente los secretos de las pesquisas más trascendentes de las últimas décadas y en las que el primer enemigo se encontraba en casa. Barceló consideró siempre «inocentes» a su amiga Maria Antònia Munar, hoy día en la cárcel de Palma, y a un Jaume Matas pendiente de ingresar en la misma prisión.
El duque de Palma se había convertido en el protagonista principal de un escándalo en el que solo le seguía a una prudente distancia su exsocio Diego Torres. La infanta Cristina se había visto salpicada por la marea al aparecer su nombre en los folletos promocionales del Instituto Nóos, en los que se dejaba bien claro que la junta directiva de la entidad estaba integrada por «Su Alteza Real doña Cristina de Borbón y Grecia». Su figura se había convertido en el mejor gancho comercial del negocio y cualquier político o empresario que echase un vistazo al tríptico de Nóos acababa teniendo la inmediata sensación de que quien le trasladaba la oferta era directamente la Casa Real con Urdangarin y Torres como personas interpuestas. Cristina también se había visto cuestionada al haberse prestado a aparecer en la Cabalgata de Reyes de Alcalá de Henares junto a sus hijos mientras su marido negociaba con el consistorio la adjudicación de contratos públicos. Pero sobre todo por su condición de socia de Aizoon, una de las sociedades pantalla con las que Urdangarin se desviaba el dinero público recaudado a través del entramado de Nóos. Solo la convicción de que nunca iba a ocurrirles nada y de que ningún juez, fiscal o inspector de hacienda osaría investigar sus asuntos explicaba que figurase con su nombre y apellidos la hija del rey en una sociedad de estas características.
Con todo, no parecía que fuera a peligrar la figura de Cristina de Borbón en el proceso mientras se dilucidaba la participación exacta de su marido y el calado definitivo del escándalo. La gran incógnita gravitaba, en lo inmediato, en torno a determinar qué papel había jugado cada cual en la trama para intentar salvar, en la medida de lo posible, al duque de Palma de la quema. Se daba por supuesto, tanto entre los investigadores de la causa como en la propia Casa Real, que más allá del daño ocasionado a la hija del rey por su presencia formal en el enjuague de empresas, saldría completamente ilesa de la contienda.
A medio plazo se estudiaba seriamente el divorcio como vía inexorable para salvar a Cristina de Borbón y, por extensión, a la primera institución del Estado, pero la infanta ya tenía tomada la decisión de cerrar filas en torno a su marido y no quería volver a oír hablar de que tenía que romper su matrimonio y dejar a Iñaki en la estacada para aislar el problema. Eran inocentes, seguían pensando, y defenderían su posición hasta el final de los días.
Después de sesudas discusiones sobre cómo debía afrontar su defensa, Iñaki Urdangarin decidió coger el camino más corto y presentarse como un ingenuo en manos de su maléfico profesor. Intentó mediante esta pueril estrategia librarse de su responsabilidad penal en detrimento de Torres y de su mujer, Ana Tejeiro. Parecía el atajo más resuelto para que el asunto judicial remitiera si el protagonista principal pasaba a ser un ciudadano casi anónimo y la solución inmediata más socorrida para intentar poner a salvo cuanto antes a la corona.
El duque de Palma y su abogado, Mario Pascual Vives, fueron advertidos del gran riesgo que, sin embargo, entrañaba aquella estrategia hasta ser tildada de «suicida» por destacados miembros de su entorno. Consistía básicamente en cargar la culpa a quien atesoraba todavía sus más inconfesables secretos sin haber pactado con él siquiera una estrategia conjunta.
El otrora profesor de ESADE era un animal acorralado que había abandonado su cuidado look académico por un aspecto desconocido y desaliñado. Se veía con intermediarios que decían hablar en nombre de la Casa Real en lugares y horas intempestivas «para evitar al CNI». «Me siguen, me siguen», repetía obsesivamente. Diego Torres pedía a gritos una salida honrosa. Su planteamiento era muy claro: una cantidad económica muy importante que comenzó fijando en 30 millones de euros y que acabó rebajando a 6, un puesto de trabajo en la División Latinoamericana de Telefónica, lo que llevaba aparejado salir de España y abandonar la insoportable presión mediática que estaba sufriendo su familia y, por supuesto, el pago de los honorarios de su abogado, Manuel González Peeters, que estaba dispuesto a cerrar el asunto a cambio de un millón de euros por los servicios prestados durante este corto espacio de tiempo.
Torres estaba dispuesto a olvidar el desplante que le hizo la Casa Real cuando el juez Castro le imputó sin haber eclosionado todavía el escándalo, en julio de 2011. Llamó entonces a Zarzuela preguntando por Carlos García Revenga, el secretario personal de las infantas, el hombre de la Casa Real en el Instituto Nóos, el tesorero de las finanzas de la trama. Pidió ayuda legal para solventar el trámite de tener que declarar en Palma ante el juez y no tener que desembolsar un solo euro de su bolsillo. Quería influencia para que se cerrara el procedimiento cuanto antes, respaldo absoluto y que todo aquello no le costara nada. «Ya te llamaremos», le despacharon en la Casa Real, según luego no ha parado de contar. Y así hasta hoy. «Eso no se lo perdonaré, con lo que yo hice por Iñaki y cuando surge un problema me dejan tirado».
El peligroso avance del procedimiento judicial se abordó con intermediarios de lo más variopinto y entre los propios abogados de Torres y Urdangarin, pero el acuerdo no cristalizaba. En la Casa Real las pretensiones del socio fueron concebidas como un disparate inasumible y una exigencia mafiosa intolerable y Torres elevó el diapasón de sus exigencias. Amenazó con sacar a la luz lo que él mismo denominó «bombas atómicas» y que no se trataba de otra cosa que de miles de correos electrónicos enviados por Urdangarin durante los años de Nóos en los que, advertía, figuraban pasajes con los que podía «hacer saltar por los aires a la monarquía en España». Pero ni con esas consiguió doblegar la posición de La Zarzuela. Sus pretensiones económicas no se satisfacían y entre las amenazas incluyó la posibilidad de desvelar que el anillo de pedida de la princesa Letizia, que fue un regalo de Urdangarin, había sido pagado con dinero de la trama. «Si caigo yo, caen todos», reiteraba para que llegase nítido el mensaje a los salones de palacio.
El duque de Palma declaró el 25 de febrero de 2012 ante el juez Castro en medio de una expectación sin precedentes después de que Torres, una semana antes, hubiera decidido guardar silencio a la espera de comprobar por dónde salía su antiguo alumno y amigo. Lejos de templar gaitas con quien había sido su vicepresidente y mano derecha en Nóos, se lanzó a por él ante la sorpresa de los presentes. Tras cada pregunta sobre operaciones económicas concretas, el duque de Palma devolvía siempre la misma respuesta: «De los temas económicos se encargaba Torres, pregúntenle a él».
González Peeters informó puntualmente a su cliente de lo que estaba sucediendo en la sala y una tormenta de incalculables dimensiones comenzaba a incubarse en la residencia de los Torres-Tejeiro en Sant Cugat del Vallés. «No me voy a comer yo solo este marrón porque si pretenden que así sea, tiro de la manta». Torres canalizó su ira en escudriñar el contenido de los ordenadores antiguos que todavía conservaba y, con la ayuda de un informático de confianza, consiguió recuperar el servidor del Instituto Nóos. En su poder obraban todavía, sin él saberlo, todos los correos electrónicos enviados por el duque de Palma a terceros durante años, tanto a él mismo como a los miembros de la familia real. Tanto de contenido profesional como personal. Se aparecía ante él un yacimiento de incalculable valor para conseguir su objetivo pecuniario, se sintió fuerte con semejante arsenal en su poder y lanzó el órdago de su vida.
Dosificaría la munición e iría lanzando las bombas con una periodicidad semanal. Iba a desmontar poco a poco las mentiras de Urdangarin. Eso de que no sabía nada y de que solo ocupaba un puesto institucional en Nóos consistente en captar clientes. El duque de Palma intervenía en todas las grandes decisiones y se implicó personalmente en quedarse, al menos, con la mitad de los ingresos obtenidos. Pero esa sería la primera fase de la guerra. Si aun así el duque de Palma se negaba a aceptar sus pretensiones, pasaría a la segunda, que tendría como objetivo Cristina de Borbón. «Empiezo con Iñaki y cuando me canse voy con ella», advertía con su característica sonrisa maléfica el menorquín.
La infanta era, durante la primavera de 2012, inocente. Tanto para el fiscal anticorrupción Pedro Horrach como para el juez José Castro, que con los elementos descritos no estaban por la labor de solicitar de oficio su declaración. Ambos consideraban que los indicios contra ella eran muy débiles y que el daño a la primera institución del Estado podía ser irreversible. Si había que dar ese paso, se daba, coincidían ambos, pero darlo para nada era absurdo.
Hasta el movimiento realizado por el sindicato Manos Limpias para imputar a la infanta llegó a ser interpretado por el entorno de Urdangarin como un movimiento estratégico del duque de Palma consistente en implicar a su mujer en el escándalo para conseguir así que La Zarzuela se tomase en serio el asunto y liberase a ambos del yugo del juez Castro y de la Fiscalía Anticorrupción. Ni la petición fue cursada con esperanzas reales de que prosperase ni los investigadores le prestaron excesiva atención y la despacharon de inmediato con los mismos argumentos.
La decisión al alimón de Castro y Horrach de rechazar la imputación de Cristina sedimentaba inconscientemente la Operación Cortafuegos en torno a la hija del rey y colocaba dentro a su secretario personal, Carlos García Revenga, que había sido nombrado tesorero del Instituto Nóos y que como tal y en condición de «asesor de la Casa de S. M. el Rey» figuraba en el folleto promocional al lado de la infanta. «El juez Castro se ha portado», resumía un miembro del gobierno de Mariano Rajoy, que aventuraba que el Caso Urdangarin, si avanzaba peligrosamente, podría llegar a constituir el principio del fin de la monarquía en España.
La defensa de que García Revenga, hombre de confianza de Cristina de Borbón, era también ajeno al funcionamiento de la entidad «sin ánimo de lucro» se tornaba mucho más complicada. Sin embargo, el magistrado rechazó de un plumazo su citación. «Fácilmente podría interpretarse que quienes utilizaron tan singular modo de presentación pretendieron adornarse de un prestigio y área de influencia añadida, pero de ello no necesariamente ha de desprenderse que a tal pretensión de apariencia deliberadamente contribuyeran todos los que en el folleto figuraban», aclaró Castro.
El cordón sanitario establecido en torno a la Jefatura del Estado se antojaba inexpugnable y ni siquiera las incesantes amenazas de Torres parecían poder albergar consistencia suficiente como para derribarlo. No obstante, la potencia del arsenal nuclear del exnúmero dos de Nóos fue subestimada y tras despacharse a gusto con el duque de Palma, apuntó su cañón hacia el entorno directo de la hija del rey. Se trataba de un aviso de la capacidad mortífera de su munición al mismo tiempo que ponía a la institución en la picota. «Todo lo que hice lo hice con el visto bueno de la Casa Real, ¿cómo iba a pensar que estaba cometiendo alguna ilegalidad?», se preguntaba cínicamente Torres, al que terminó de desesperar la imputación de su mujer, Ana Tejeiro, que a su juicio no tuvo un papel más destacado que la infanta Cristina. «Lo que no voy a tolerar es que metan a mi mujer en este lío y dejen a la infanta al margen».
Por eso decidió comenzar con García Revenga, siguiendo con su estrategia escalonada. El letrado González Peeters diseñó un plan maquiavélico pero inteligente. Primero que enseñaran sus cartas Urdangarin y compañía y luego él ya pediría la vez. El tiempo corría en contra de Urdangarin y a favor suyo. Los únicos que tenían prisa en que este asunto se cerrase cuanto antes eran los miembros de la familia real, a los que les iba el futuro en ello. Él podía aguardar unos meses más sin que variase en exceso su situación. Había sido expulsado de ESADE, se había convertido en un apestado en el mundo académico y no tenía capacidad de rehacer su vida profesional a corto plazo. ¿Qué sentido tenía correr?
De ahí que aguardase a que el duque de Palma revelara su posición, descargando toda la responsabilidad en su cliente Torres para abrir fuego. Y de ahí a que esperase a que la Fiscalía y el juez argumentaran que no había argumentos suficientes para llamar a declarar al secretario de las infantas y a la hija del rey, para pedir la vez y pasar al ataque. González Peeters, sabedor del calibre de la munición que atesoraba, decidió hacer varias copias que puso a buen recaudo en su despacho profesional y en su domicilio particular. Y al igual que su cliente vivía obsesionado con el CNI. «Me espían», repetía en esas tardes-noches de generosos gin-tonics. Sostenía que habían entrado en su despacho, que no debía hablar por teléfono junto a los cristales de su bufete porque podrían interceptar sus comunicaciones con algún tipo de sistema telescópico y cada dos frases introducía en sus conversaciones un saludo a quienes «le estaban escuchando». La ginebra Bombay hacía el resto.
A tal extremo llegó su obsesión por los seguimientos que pidió ayuda a la Policía Nacional. Y tal fue su insistencia que los agentes llegaron a instalar un dispositivo en la casa de González Peeters para detectar si alguien se aproximaba para intentar acceder al domicilio. El letrado dejó voluntariamente una documentación en su residencia, a la vista del resto de vecinos, y la policía instaló una cámara para cazar a los espías que seguían los pasos al abogado. Al volver después de varios días a recoger la cámara para visionar las imágenes, los agentes se encontraron con que el vehículo había sido forzado y el mecanismo de grabación había sido robado. El nivel de nerviosismo se disparó en el abogado pero no sirvió para que abortara su plan de ataque establecido.
El miércoles 23 de enero de 2003 la batería de misiles del dúo Torres-González Peeters colocó uno de los proyectiles más potentes de cuantos albergaba su repertorio. Junto al preceptivo escrito explicativo el abogado entregó en el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma una serie de correos electrónicos que desvelaban que Iñaki Urdangarin no daba un solo paso en el Instituto Nóos sin consultarlo con García Revenga, es decir, con el controlador de la Casa Real en la entidad comandada por el duque de Palma.
Hasta ese momento la Jefatura del Estado se había desmarcado públicamente de las actividades del duque al frente de Nóos y había limitado su actuación a ordenarle en marzo de 2006 que abandonase el instituto y se dedicara a otros menesteres que no ocasionaran un conflicto de intereses para la institución. No solo no habían intervenido en aquel negocio sino que cuando se dieron cuenta de en qué consistía, le ordenaron que lo dejase.
Aquella orden se la trasladó en persona a Urdangarin José Manuel Romero Moreno, marqués de San Saturnino y conde de Fontao, asesor del rey y encargado de analizar las actividades del marido de la infanta Cristina al frente de Nóos. Todo ello después de que El Mundo/El Día de Baleares destapase meses antes el coste desproporcionado de las jornadas que organizaba en Baleares con cargo al erario público, bautizadas como Illes Balears Fórum, que ascendieron a más de un millón de euros por edición y que fueron costeados por el gobierno que presidía el popular Jaume Matas.
Los correos de Torres desenmascaraban a un Urdangarin que consultaba con García Revenga si debía acudir a una entrevista con una televisión de Mallorca para explicar su millonaria iniciativa o si debía asistir a la inauguración del nuevo Palacio de Deportes de Madrid. El funcionario de la Casa Real revisaba las cartas que el duque de Palma enviaba, por ejemplo, a la alcaldesa valenciana Rita Barberá para abordar las conferencias que, bajo la denominación de Valencia Summit, llevó a cabo durante tres años en la capital del Turia y no permitía que nada se escapara de su control. El secretario particular de Cristina de Borbón revisaba personalmente el esquema de respuestas de Urdangarin para contestar a los medios sobre el Summit valenciano, destinado oficialmente a «analizar la relación entre las ciudades y los grandes eventos» y se encargó personalmente, cuando se casaron Iñaki y Cristina, de supervisar cada detalle del vestido de novia. «Al tesorero García Revenga se le consultaba todo, hasta lo aparentemente nimio no le era ajeno», aclaraba González Peeters en su escrito.
Urdangarin envió el 7 de julio de 2003 la más jugosa de estas «bombas atómicas» al correo electrónico de García Revenga de la Casa Real. «¿Qué tal, Carlos, cómo te ha ido el finde?», comenzaba el duque de Palma. «Nosotros bien, en Palma te puedes imaginar lo a gusto que hemos estado. Playa, piscina, heladito en Portals, parque… vaya, que completito». «Dentro de que Nóos durante estos seis primeros meses de su constitución se estaba construyendo como empresa y evolucionando tanto sus clientes como sus servicios, pensamos que ya estamos preparados para hacer ciertos actos de comunicación y marketing con el fin de posicionar correctamente la compañía y de poner en circulación nuestras nuevas iniciativas», continuaba el yerno del rey.
Urdangarin planteaba a García Revenga «dos fases de actuación». Una «primera», consistente en «anunciar Nóos como empresa» mediante «artículos divulgativos» tanto en «prensa como en el mundo de los negocios» y que llevaría aparejada la creación de una «base de datos de nuestros principales actores donde podamos colgar de manera periódica noticias del mundo de Nóos y de nuestro entorno». Entre sus potenciales clientes el duque de Palma señalaba «400 corporaciones, instituciones públicas o semipúblicas, pymes y ayuntamientos».
En la «segunda fase» apuntaba a García Revenga que el objetivo pasaba por «posicionarnos como expertos del sector». Es decir, era el secretario de las infantas, o sea la Casa Real, quien visaba directamente la hoja de ruta del negociado de Urdangarin desde su nacimiento.
Estos documentos comprometían por primera vez de manera seria a la institución, que ya no podía alegar que había sido utilizada indiscriminadamente y sin su consentimiento por el duque de Palma y su socio, sino que emergía como el órgano que en el mejor de los casos supervisaba las actividades supuestamente ilícitas. Es más, el argumento esgrimido por la Casa Real de que García Revenga figuraba como «tesorero» en Nóos «a título personal», que fue expuesto cuando El Mundo desveló el organigrama de la entidad, se venía abajo por completo.
Aun así, la mayor deflagración estaba todavía por llegar y aguardaba su turno escondida entre la remesa de explosivos. En ese mismo correo Urdangarin se despedía con un agur en euskera y estampaba su firma. Se olvidó del habitual «Iñaki» y lo sustituyó por lo siguiente: «El duque em… Palma… do».
La combinación era definitiva. Un manual de actuación de Nóos visado por el secretario personal de las hijas del rey en el que el marido de la infanta Cristina no solo se refiere a lo que oficialmente era una ONG como una «empresa» con un planteamiento claramente lucrativo, con estrategia comercial de captación de clientes y campaña de prensa incorporada, sino que se mofaba del título que ostentaba. La suerte para la corona, por primera vez, estaba echada.
La presión sobre la institución se concentró en la figura de García Revenga, al que la Casa Real intentó buscar una salida al destaparse su implicación en la trama como máximo responsable de las finanzas del Grupo Nóos. Siendo Rodrigo Rato presidente de Bankia y cuando todavía el escándalo se encontraba en un estado embrionario, allá por el verano de 2011, el exministro del PP recibió una llamada para recolocar a García Revenga como director del Departamento de Relaciones Institucionales de la entidad financiera.
Las conversaciones fructificaron hasta el punto de que se llegó a fijar una fecha para la incorporación del secretario personal de las infantas al banco: enero de 2012. Sin embargo, y pese a que ya se había cerrado un acuerdo verbal, los registros policiales practicados en noviembre en la sede del Instituto Nóos paralizaron sine die la operación.
Por lo tanto, el que fuera profesor de Santa María del Camino se encontraba ahora entre la espada y la pared, sin la posibilidad de salir de la institución y con la advertencia de Spottorno de que si finalmente se acreditaba su participación efectiva en aquel oscuro asunto tendría que abandonar su puesto. García Revenga, tradicionalmente reacio a hablar con los medios de comunicación, decidió romper su silencio. Primero con un comunicado, y acto seguido con unas declaraciones al suplemento La Otra Crónica de El Mundo. Conversó con la periodista María Eugenia Yagüe para desmarcarse por completo de las irregularidades cometidas por Urdangarin y Torres y aprovechó para avanzar de manera premonitoria los acontecimientos que acabarían teniendo lugar. «Ni la infanta ni yo hemos tenido responsabilidades en el Instituto Nóos», recalcó, introduciendo a la hija del rey en su contestación de forma deliberada, sin que el ataque de Torres hubiese estado todavía dirigido de forma directa a Cristina de Borbón.
«No me meto en chanchullos, mi vida es absolutamente transparente y Diego Torres que diga lo que quiera», abundó. «Estaré encantado de declarar ante el juez», dijo dando ya por hecho que Castro no tendría más remedio que llamarle a declarar. Pero no quiso despedirse sin lanzar un aviso a navegantes que apuntaba por dónde iban a ir a partir de ahora los tiros: «Van a por la infanta».
Insistía en proclamar su «inocencia respecto de las actividades que se investigan» y añadía: «Pese a mi condición de tesorero del Instituto Nóos nunca tuve firma autorizada en sus cuentas, ni poder de decisión en la gestión de las mismas ni en su contabilidad. Y de ninguna forma, directa o indirectamente, he recibido ningún tipo de remuneración ni de beneficio».
Por si fuera poco con los correos de Torres, la Agencia Tributaria aportó a la investigación un descubrimiento inquietante. La mujer de Carlos García Revenga, Ana Isabel Wang Wu, y la hija del rey tuvieron a medias dos cuentas bancarias entre 2003 y 2006, fechas en las que estuvo activo el Instituto Nóos, que iban a ser rastreadas para determinar si acogieron fondos públicos obtenidos por la trama.
El martes 29 de enero de 2013 fue el día escogido por el juez Castro para pronunciarse en relación a la que ya era la cuarta remesa de correos electrónicos aportada por Torres en su juzgado. Castro emplazaba a García Revenga a declarar el 23 de febrero, inmediatamente después de Iñaki Urdangarin, que volvía a ser llamado a testificar por las novedades aparecidas en la investigación. Fue muy escueto en su resolución. Simplemente le requería para que aclarase el «cargo y funciones que desempeñó en el Instituto Nóos o cualquiera de las entidades mercantiles que conforman el entramado». Aquella decisión entrañaba una enorme carga simbólica, más allá del recorrido que pudiera tener la imputación de García Revenga. Por primera vez se cruzaba el Rubicón que rodeaba los jardines del palacio de La Zarzuela, demostrando que el cordón sanitario era mucho más vulnerable de lo que parecía en un principio.