Pocas veces una imagen transmite de manera tan equívoca la realidad que esconde. La casa de los duques de Palma en el barrio de Chevy Chase de Washington es una residencia señorial de estilo georgiano a la que da la bienvenida una pequeña rotonda ajardinada y una escalinata jalonada por columnas neoclásicas. El acceso lo presiden dos faroles que proyectan una luz tenebrosa al atardecer y que, en plena Navidad de 2011, impedían vislumbrar cuanto latía en su interior.
La imponente vivienda unifamiliar de seiscientos metros cuadrados construidos, diseñada con el mismo formato que las del resto de la urbanización, dotada de dos pisos y una gran buhardilla rematada por un tejado de pizarra y dos voluminosas chimeneas, apenas emitía señales de vida más allá de las fumarolas de sus calderas de calefacción. El teléfono no paraba de sonar y los timbrazos iban acompasados por las revelaciones de El Mundo, que descubría por aquellas fechas cómo Iñaki Urdangarin había saqueado el Instituto «sin ánimo de lucro» Nóos que presidió durante tres años para desviarse los fondos a una sociedad que compartía con su mujer, bautizada con el nombre griego de Aizoon, que habían radicado en su residencia barcelonesa, el célebre palacete de Pedralbes, y que los duques de Palma convirtieron en su caja de ahorros familiar, con la que costeaban su elevado tren de vida.
La ONG de Urdangarin había resultado ser uno de los mayores negocios que conocieron los tiempos y de aquel tinglado, que consiguió recaudar en tiempo récord más de 20 millones de euros públicos y privados, se habían beneficiado no solo el yerno del rey sino su propia hija, aderezando el montaje con la emisión masiva de facturas falsas para engañar a Hacienda y pagar el mínimo posible de impuestos. El escándalo comenzaba a abrir en canal el tinglado creado en torno al Instituto Nóos y amenazaba con perpetuarse en el tiempo al haber iniciado una investigación el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma y la Fiscalía Anticorrupción, que contaba con el decidido apoyo de la Agencia Tributaria para escudriñar hasta el último euro desviado.
—Iñaki, ¿tú has firmado algo, algún cheque, algún tipo de documento? —le insistía al otro lado del teléfono Ramiro Sánchez de Lerín, abogado del Estado, secretario general de Telefónica y encargado de examinar el proceso y calibrar las consecuencias que podía acarrear a la compañía y a la institución.
—Ni uno, no he firmado ni un solo cheque, nada de nada —contestaba contundente Iñaki ante la atenta presencia de la infanta, que asentía con la cabeza.
—Pues entonces, estate tranquilo, que hay vías de escape y este asunto no es tan grave como parece —le tranquilizaba Sánchez de Lerín, miembro del sanedrín de la operadora y persona de la máxima confianza de César Alierta.
Aquella residencia, convertida en un improvisado centro de operaciones bélico, por cuyos salones deambulaba el duque de Palma y se escabullía Cristina de Borbón en busca de las últimas novedades, había sido elegida por la pareja en el número 3809 de la calle Leland del vecindario de Chevy Chase por la cercanía al Liceo Francés en el que habían matriculado a sus cuatro hijos. Pero también habían sopesado que aquel enclave reunía a una selecta representación de congresistas y senadores estadounidenses así como a algunas de las familias más adineradas de la ciudad.
La pareja sorprendió a todos durante el verano de 2009 anunciando su traslado al otro lado del Atlántico junto a sus hijos para afrontar las nuevas responsabilidades profesionales del exjugador de balonmano al frente de la División Americana de Telefónica. Se destacó que los duques pasarían a ser vecinos de la familia Clinton, que habían escogido una zona de «clase media alta» y que el aterrizaje de la hija del rey en Estados Unidos «reforzaría la presencia de la corona» en el país en el marco de una ceremonia que presentaba trazas de una huida sin motivo aparente.
Cristina de Borbón no iba a renunciar a su vinculación con la Fundación La Caixa, para la que había venido trabajando, y se quiso dejar claro desde la primera institución del Estado que viajaría con una periodicidad trimestral a Barcelona para continuar impulsando los proyectos en los que había venido trabajando hasta el momento. Los duques de Palma quedaban relegados a un inquietante discreto segundo plano y ponían un océano de por medio. Sin embargo, la consigna oficial consistía en transmitir que eran la viva imagen de una familia feliz que simplemente había decidido cambiar de aires para que Iñaki Urdangarin consiguiera, por fin, el éxito profesional que tanto anhelaba después de su controvertido paso por el Instituto Nóos.
Atrás quedaban ya los años junto a su profesor de ESADE Diego Torres, aquellas jornadas en las que aquel le epató con su inteligencia, su facilidad de palabra y las continuas promesas de que, por fin, conseguiría ser reconocido en la familia real por su valía y dejaría de ser un simple exjugador de balonmano que no daba la talla para haber contraído enlace con la hija del rey e ingresar en la primera familia española. Rotas las relaciones con Torres, con el que no hablaba desde hacía ya unos años y al que había acusado de robarle en el reparto de los dividendos de Nóos, tocaba reinventarse y empezar de nuevo.
El duque de Palma había estado durante poco más de tres años al frente de la entidad «sin ánimo de lucro» que nunca se supo exactamente a qué se dedicaba y ahora emergía como un alto ejecutivo de la primera multinacional española dispuesto a hacer las Américas, convencido de que a la segunda iba la vencida. Y ahí estaba él, con unos emolumentos de un millón y medio de euros y todos los gastos pagados hasta duplicar la cifra. Desde la casa, forrada en madera, con piscina climatizada en la parte trasera y repleta de lujos, al colegio de los niños, pasando por los nueve agentes de seguridad y los desplazamientos familiares.
Tanto es así que Urdangarin tomó posesión de inmediato de la nueva oficina de Telefónica en Washington, que se abrió para hacerle un hueco, y no dudó en tomar las riendas a las primeras de cambio. Él no estaba allí solo para cobrar y vivir la vida. Ni muchísimo menos. Él había llegado a Estados Unidos para tener mando en plaza y demostrar que estaba capacitado para dirigir una gran empresa.
Era su gran oportunidad, un tren que no pasaría muchas más veces en su vida, y no pensaba quedarse en el andén. Ahora o nunca, pensó, pensaron. Porque Cristina le animaba constantemente en aquel empeño y aprovechaba para recalcar en público siempre que tenía oportunidad que su marido era «un gran empresario», recibiendo al instante una mirada cómplice de Iñaki, que se llegó a creer en su fuero interno aquel papel y se esforzó en aprender inglés para suplir la más grave carencia que, a su juicio, le lastraba para afrontar con éxito aquella singladura. Con la misma disciplina germánica con la que se empleó en el mundo del deporte fue perfeccionando su nivel hasta lograr un resultado más que aceptable que pulía en su casa de Bethesda cada tarde con Cristina, que sí se desenvuelve a la perfección en la lengua de Shakespeare.
Era un anhelo del duque de Palma pero, sobre todo, un proyecto conjunto del matrimonio el de acabar de una vez por todas con ese dichoso tormento que le acompañaba desde que dejó el deporte profesional. Con aquello de que debía ser alguien, labrarse un futuro más allá de las canchas de balonmano.
Por eso Iñaki Urdangarin tomó la primera gran decisión al frente de Telefónica en Estados Unidos nada más llegar. Necesitaba un gran golpe de efecto con el que dejar constancia de que estaba allí para ejercer. Se puso manos a la obra y confeccionó un correo electrónico que hizo llegar a todos los miembros de la cúpula de la operadora en Madrid y con el que consiguió que saltaran de inmediato todas las alarmas en la sede central de la multinacional en el barrio de Las Tablas.
Era extraño en la forma y en el fondo. «Hay que cerrar la oficina de Telefónica en Nueva York», rezaba la escueta misiva del duque de Palma dirigida al alto mando de Telefónica en un tono imperativo y que, a juzgar por su atropellada prosa, no admitía réplica alguna. El motivo que esgrimía Urdangarin es que era «innecesaria» en tanto en cuanto la consideraba «redundante».
Si él ya controlaba Estados Unidos desde Washington, no tenía sentido tener representación en el corazón financiero de Manhattan, pensó para sí mismo. La idea fue encajada por la cúpula de Telefónica como un disparate pasajero, como un exceso sin recorrido que no iría más allá y del que Urdangarin desistiría al comprobar que su pintoresca propuesta no tenía sentido. Pero para sorpresa de sus nuevos jefes, el duque de Palma persistió hasta obsesionarse con la idea. Convirtió la supresión de la sede neoyorquina en su gran proyecto y continuó, erre que erre, machacando a la ejecutiva con aquella estrafalaria iniciativa, que descabezaba a la compañía en uno de los centros económicos mundiales más importantes, que servía, además, de puerta de entrada al mercado latinoamericano.
En Telefónica se había aceptado el fichaje del yerno del rey como un gesto institucional que llevaba aparejado un alto coste pero que sería beneficioso para la proyección internacional de la empresa. Iñaki tenía buena imagen, podía convertirse en un buen embajador institucional y podría solventar sus compromisos diplomáticos con soltura. Constituía además un gesto con la familia real que había decidido pilotar personalmente el presidente, César Alierta, convertido en confesor del monarca y en una de las personas más próximas a doña Sofía. La reina no paraba de acercarse a él tras cada acto en el que coincidían para reiterarle su profundo agradecimiento por lo que estaba haciendo por su hija y su yerno y recalcándole, mientras le cogía del brazo, que «no lo olvidaría nunca».
En los planes de la dirección de la compañía estaba que Urdangarin ocupase un papel meramente simbólico y que bajo ningún concepto interviniese en la gestión efectiva de la empresa. Para eso, solo faltaría, ya estaban los cualificados ejecutivos de Telefónica. Pero lo que no podía soportar Iñaki en absoluto y en eso le secundaba Cristina era que se incorporara a la empresa como si fuese a formar parte del mobiliario. Iñaki tenía la oportunidad de mandar y de gestionar, estaba capacitado para ello y no la iba a desaprovechar bajo ningún concepto.
Urdangarin dio su primer gran golpe de efecto con la orden de clausurar la oficina neoyorquina y continuó con la convocatoria de lo que él mismo bautizó en el «asunto» de sus correos electrónicos como «Reuniones Presidencia América» para llevar a cabo periódicos «análisis de situación». Con estos nuevos e-mails intentaba dejar patente su autoridad convocando cada cierto tiempo no solo a los trabajadores de Telefónica América y de las empresas participadas sino también a los directivos de la capital de España, que rehusaban siempre las citas al tiempo que encajaban, cada vez con menos sorpresa y mayor estupefacción, la osadía del duque de Palma de proclamarse a los cuatro vientos máximo responsable ejecutivo de la operadora al otro lado del charco.
Mientras ocupaba sus horas de trabajo en este improvisado plan de recorte, que todavía no había trascendido en los mentideros de la operadora, hacía falta una puesta en escena del traslado de los duques de Palma a Estados Unidos para transmitir a la opinión pública española un mensaje claro y tranquilizador. El desembarco de la familia Urdangarin-Borbón fue ilustrado así por unas imágenes bucólicas del matrimonio paseando y posando de la mano por Lincoln Memorial, con la colina del Capitolio al fondo, que coparon todas las portadas de las revistas del corazón. La estética era la de un matrimonio español más de vacaciones en Washington. Cristina, con una camiseta blanca, un jersey anudado al cuello y unas sandalias, se evadía presenciando el enclave histórico e Iñaki, con la camisa por fuera, jersey a la cintura, la mirada perdida en el horizonte, y un envidiable bronceado transmitía la paz de quien se encuentra en pleno descanso estival, sin preocupaciones a la vista, y con todo el futuro por delante.
Las retinas de los españoles albergaban en la Navidad de 2011 aquella idílica instantánea veraniega como la última que habían visto de los duques de Palma en América. Por eso constituía una gran incógnita cómo estaría viviendo aquella pareja feliz y enamorada los meses más convulsos de su vida, tras el estallido a finales de septiembre del denominado Caso Urdangarin, con el que emergieron de las tinieblas las actividades del duque de Palma al frente de Nóos.
Las viviendas vecinas de Chevy Chase guiñaban sus ventanales al encenderse o apagarse las luces de sus habitaciones y entreveraban sus constantes vitales al mantener encendidas las parpadeantes guirnaldas de adornos navideños, que abrazaban a un puñado de heroicos árboles de Navidad. La vegetación de las avenidas de la urbanización, pelada por el duro invierno estadounidense, la oscuridad que proyectaban las ventanas de la casa de los duques de Palma y, sobre todo, la quietud general conformaban una estampa cuasi fantasmagórica.
Solo las decenas de medios de comunicación que combatían como podían el frío en los alrededores de la casa y la presencia de un voluminoso todoterreno de color negro en la puerta, conducido por los escoltas del matrimonio Urdangarin-Borbón, y que traslucía un cierto aspecto de caravana fúnebre, conferían a la escena un aire de tragedia inminente.
Los niños volvían del colegio y entraban por la puerta de atrás, distraídos por el alboroto mediático, y se encerraban en el búnker, del que no volvían a salir salvo para acudir cada mañana al colegio. Se acabaron los juegos en el jardín, los paseos en bicicleta y las carreras de fondo del duque de Palma que tanto le hacían resentirse de sus rodillas por su altura. La familia se encerró como quien aguarda un bombardeo anunciado. La quietud general y la neblina solo fueron interrumpidas por las esporádicas salidas del duque de Palma de aquella guarida para hablar por teléfono con su abogado, Mario Pascual Vives, a la luz de los faroles de la entrada, aprovechando el momento en que sus hijos se iban a dormir, aguantando estoicamente la ventisca y manteniendo en la medida de lo posible lo que ocurría al otro lado del Atlántico al margen del ámbito familiar.
—Que yo no he firmado nada, de todo el papeleo se encargaba mi socio Diego Torres, que es un sinvergüenza y un ladrón —exclamaba entre la bruma—. Ya le he dicho a Sánchez de Lerín que no he firmado un solo papel y que estoy muy tranquilo. Lo que estamos viviendo es injusto, soy inocente y no he hecho nada malo ni tengo nada de lo que arrepentirme.
Cristina e Iñaki habían coincidido en que, inmersos en semejante trance, necesitaban un abogado de su más estricta confianza porque la Casa Real velaría por sus intereses como institución y Telefónica por los suyos empresariales, nunca por los del matrimonio. De ahí que rechazaran la imposición de un letrado de primer nivel como el penalista Horacio Oliva y se echaran en brazos de aquel letrado larguirucho con cara de buena persona con el que tantas veces habían coincidido en el Real Club de Tenis de Barcelona.
Comenzaron a desconfiar de todo y de todos. Aplicaron el aislamiento como mecanismo de autodefensa. Un abogado como Pascual Vives, que no era ninguna eminencia pero que no les iba a engañar, y un discurso firme e inexpugnable: «Nunca, jamás, bajo ningún concepto». Eran inocentes, se conjuraban y lo acabarían demostrando.
Pero, ante todo, que el escándalo desatado en España, con el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma investigando a Iñaki por malversación de caudales públicos, fraude, falsedad, prevaricación y delitos contra la Hacienda Pública, no se trasladara al ámbito familiar. Cristina e Iñaki se concienciaron de que sus hijos debían permanecer completamente al margen de todo aquello porque cuanto les estaba sucediendo no era más que un mal sueño que pasaría cuanto antes y en el que ellos no eran ni mucho menos el objetivo último.
El matrimonio empleó decenas de horas en analizar, con las confortables paredes de madera de su casa de Bethesda, qué extraña conjunción de fuerzas se había alineado en su contra para que, de pronto, se vieran involucrados en el mayor escándalo de la historia reciente de la monarquía española. Un asunto que les había costado ya la reprobación pública por parte del jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, que no dudó en considerar que la conducta de Urdangarin al frente de Nóos había sido «poco ejemplar» y que avanzó que, si bien se acordaba la expulsión inmediata del duque de Palma de la agenda oficial de la familia real, con la hija del rey, «ya veríamos». Dejando así entreabierta la puerta de su eventual expulsión en el caso de que se acreditase que no solo él sino también ella estaba metida de lleno en la trama urdida para saquear las arcas públicas de los gobiernos de Valencia y Baleares. Era una condena anticipada, que afloraba desde el corazón de La Zarzuela para establecer un cortafuegos con ellos y poner a salvo, en la medida de lo posible, a la institución.
Aquella reunión informal de Spottorno con los periodistas que cubrían la información de la Casa Real sentó a Cristina como una puñalada en el estómago. No solo no salían en su defensa sino que, encima, intentaban soltar lastre con ellos. Ni hablar, hasta ahí podíamos llegar. Concibieron la maniobra de la Casa Real como un ataque que les unió todavía más y la reina se convirtió en el único cordón umbilical que les seguía manteniendo en contacto con el núcleo de los Borbón y Grecia. Lejos de admitir la comisión de una sola irregularidad, el matrimonio se concienció para superar aquel desagradable trance mediante el mecanismo de autoconvencerse de que no solo no habían hecho nada malo sino que se habían convertido en víctimas de una oscura «conspiración» contra la monarquía.
La infanta Cristina rompió a llorar al leer las primeras informaciones que situaban a su marido en el epicentro del descomunal caso de corrupción y trasladó a su entorno más próximo en España, a sus personas de confianza desde su más tierna infancia, que todo cuanto se publicaba era «mentira».
—Mi marido no ha hecho nada de lo que dicen, es todo falso —apuntaba entre sollozos desde el otro lado del Atlántico, al tiempo que reiteraba que había en marcha una operación de mayor calado en la que ellos eran simples palancas para derribar los pilares de la primera institución del Estado.
—Se trata de una conspiración y nosotros somos los cabezas de turco, ¿o es que no os dais cuenta? —afirmaba tajante, sin querer entrar en detalles.
Los dos decidieron poner en marcha el Instituto Nóos, los dos se beneficiaron del dinero recaudado a través del mismo y los dos debían permanecer juntos hasta el final. La casa de Bethesda era una burbuja inexpugnable contra la que rebotaban, una y otra vez, las sugerencias y consejos de los asesores de la Casa Real y las agrias órdenes de Spottorno, que se convirtió en el interlocutor del rey junto al exjefe de la Casa del Rey Fernando Almansa.
Frente al matrimonio se levantó un silencio oscuro solo interrumpido por las órdenes del monarca de que pidieran disculpas cuanto antes y se echaran a un lado para dejar de ser un problema. Y a ese silencio se sumó el del príncipe Felipe, siempre tan unido a su hermana, con quien había compartido tantas confidencias desde pequeños. El Caso Nóos se antojaba como un obstáculo que podía tornarse insalvable en su camino hacia el trono. Su aspiración vital se veía amenazada por la imprudencia de su cuñado y de su hermana, que no supo parar a tiempo aquello.
El entorno del heredero de la corona considera «imperdonable» el episodio protagonizado por Urdangarin y Cristina y atribuye su distanciamiento a lo que una de las personas más próximas a los príncipes de Asturias bautizó en un almuerzo como «la teoría de la copa de vino». El interlocutor señaló un tinto situado al otro lado de la mesa de un conocido restaurante barcelonés. Marcó con un cubierto sobre el mantel una línea recta desde su posición y dijo: «El príncipe solo tiene un objetivo: reinar, coger esa copa de vino», describió gráficamente, al tiempo que interpuso un mendrugo de pan en la trayectoria trazada para simbolizar que Urdangarin y Cristina se habían convertido en un incómodo obstáculo.
La princesa Letizia, que siempre ha medido sus intervenciones en este asunto, se confesó en un encuentro entre amigos con una frase escueta y lapidaria, a la que acompañó el silencio cómplice de su esposo, cuando, por fin, el 28 de diciembre de 2011, día de los Inocentes, el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma dirigido por el juez Castro dictaba el auto de imputación del yerno del rey: «Esto se veía venir desde hace tiempo», sentenció.
Sánchez de Lerín se bebió el auto de imputación de Castro y el escrito del fiscal Pedro Horrach, en el que atribuía al yerno del rey un «afán desmedido de lucro». Afloraba la participación directa de Urdangarin en las operaciones para vaciar las arcas del aparentemente cándido e inofensivo Instituto Nóos y, con ellas, su rúbrica por doquier.
—¿Pero no te había dicho Iñaki que no había firmado un solo cheque? —le preguntaron de inmediato al secretario general de Telefónica desde la propia compañía, al comprobar que el pronunciamiento judicial contradecía por completo la esperanzadora realidad dibujada hasta ese momento.
—Eso me dijo. Pero no es que haya firmado un cheque, ha firmado mil. No hay salida. Este acaba en la cárcel —sentenció el abogado del Estado Ramiro Sánchez de Lerín.
El 9 de junio de 2010, año y medio antes, los duques de Palma viajaron a Nueva York para asistir al acontecimiento más importante de Telefónica en el continente americano desde su implantación en el mismo. Siempre que acudían a la Gran Manzana llamaban al cónsul español, Fernando Villalonga, que les cedía su coche para que se desplazaran por la ciudad y adelantaba el importe de algunos pasajes de avión del matrimonio, comentando en alguna ocasión con indisimulada indignación que los duques de Palma se habían llegado a pensar que trabajaba para ellos. Dicen que el bueno de Fernando Villalonga sufragó varios billetes porque a los Urdangarin, que le trataban como si fuera el servicio, se les olvidó reintegrarle el importe. Este diplomático valenciano, concejal de Ana Botella hasta hace unos meses, primo del expresidente de Telefónica, es, casualidades de la vida, hermano de Isabel Villalonga, la alta funcionaria de la Generalitat que se negó a firmar las «escandalosas facturas» de Nóos.
La prestigiosa Americas Society, organización destinada junto a su gemela Council of the Americas a promover el conocimiento y el diálogo sobre todas las cuestiones que afectan al continente, celebraba su gala anual para condecorar al presidente de la compañía, César Alierta, con su máximo galardón: la medalla de oro. Se trataba de un acontecimiento sin precedentes ya que Alierta se convertía así en el primer español pero también en el primer ciudadano nacido fuera del continente americano que recibía semejante distinción.
El presidente de la entidad, el superembajador John Negroponte, le había elegido por su «importante contribución al desarrollo y crecimiento de Latinoamérica» y la ceremonia se convertía en uno de los eventos más trascendentes de la economía española en las últimas décadas. No en vano, solo unos meses después, los lectores de la publicación británica Global Telecom Business, referencia mundial en el sector de las telecomunicaciones, proclamó al empresario zaragozano como uno de los cinco ejecutivos más influyentes del mundo, superando al cerebro de Apple Steve Jobs o al responsable de Google, Eric Schmidt. Uno de los principales argumentos con los que este medio justificaba la irrupción de Alierta en este selecto club mundial era, precisamente, el disputado galardón de la Americas Society.
El presidente de Telefónica centró su discurso aquella noche en destacar la decisiva intervención de la compañía a la hora de «acelerar el desarrollo» de una región con una «maravillosa» trayectoria de crecimiento y estabilidad y subrayó la «mejora considerable» en el acceso a las tecnologías de la información y a las comunicaciones en Latinoamérica. «A finales del pasado ejercicio, el 90 por ciento de los latinoamericanos tenía acceso a los móviles y un 21 por ciento de los hogares acceso a banda fija», se congratuló. Negroponte tomó a continuación la palabra para calificar a Alierta de «visionario y líder mundial» y desató un cerrado aplauso en un auditorio donde, entre las principales fortunas americanas se encontraba en un lugar destacado el presidente de honor de la organización, David Rockefeller.
Alierta alzó una copa de champán, brindó con los asistentes, entre los que se encontraban todos los embajadores de los países latinoamericanos en Estados Unidos, y no pudo contener una inabarcable sonrisa. La imagen del empresariado español alcanzaba en el exterior una de sus mayores cotas de popularidad y prestigio encarnada en la figura de Alierta, que extendió su gesto a sus más allegados, entre los que se encontraba su mujer, Ana Placer, y los integrantes del comité ejecutivo y del consejo de administración de Telefónica.
Los duques de Palma le devolvieron el gesto y la sonrisa después de compartir una cena en la que no dejaron de intercambiarse confidencias y muecas cómplices. La gala anual tocaba ya a su fin cuando Urdangarin cogió aire. Detuvo su mirada varios segundos en la grandilocuencia del acto y se volvió serio hacia Cristina. Moduló su tono de voz, adoptó un gesto trascendente y le espetó:
—Ahora ya entiendo por qué la directiva de Telefónica no quería cerrar la oficina de Telefónica en Nueva York.
Los aplausos fueron cediendo poco a poco y el matrimonio se perdió entre la muchedumbre, engullido por las luces de neón de la Gran Manzana y la música de fondo.