CAPÍTULO IV

Aterrizaje forzoso en Bethesda. El duque «em… Palma… do» había vuelto a las andadas. La hija del rey ejerce de hija de rey: «Que me cambien los colchones por tercera vez». No había plaza en el cole de Malia y Sasha Obama. La vida es bella en DC. La verdadera caridad del Lazarillo de Zumárraga empieza por él mismo. Unos arrendatarios rumanos en el palacete

Si como se quejaba la canción del mejor grupo pop español de todos los tiempos, Mecano, «No hay marcha en Nueva York», qué decir de Washington DC, denominada por los estadounidenses como «la capital del asesinato». Pese a ser el hogar del hombre más poderoso sobre la faz de la Tierra y acoger el Pentágono, ostenta la nada honrosa vitola de municipio más inseguro de los Estados Unidos. Los más racistas lo achacan al hecho de que el 70 por ciento de la población es afroamericana; los más realistas a una circunstancia que lo explica todo por sí sola, es el paraíso del crack, la cocaína y una heroína que, incomprensiblemente, vuelve a estar de moda. Allí, acá y acullá. Durante años, los camellos campaban a sus anchas, eran los reyes de DC. Lo saben bien los funcionarios de la antigua embajada de España, ubicada hasta hace una década en pleno territorio comanche. Al punto que el trapicheo de crack era moneda de uso corriente a las puertas de nuestra representación a finales de los ochenta, cuando el alcalde era Marion Barry, que en una metafórica sintonía con lo que era su ciudad acabaría condenado a seis meses de cárcel por posesión de estupefacientes. Llegabas a por un visado o a solicitar un salvoconducto porque te habían robado el pasaporte y te topabas con legiones de individuos de toda ralea fumando, pinchándose o inhalando crack, inyectándose en vena ese caballo de muerte que es la heroína o pasando cocaína.

Las estadísticas comparadas hablan por sí solas: en los noventa se contabilizaba una media de 400-500 asesinatos anuales, más que en toda España. Los sucesivos alcaldes, todos ellos afroamericanos, se pusieron las pilas y han conseguido dar la vuelta a los guarismos. En la actualidad, en España, en 2013, hubo 387 muertes violentas por los 110 de media sostenida en la capital federal de los Estados Unidos.

Allí aterrizaron los Urdangarin-Borbón en el verano de 2009 en lo que se presentó como un normalísimo cambio de aires. La corte y los periodistas cortesanos lo achacaron a los deseos del duque de Palma de «progresar en su carrera de ejecutivo». Alguno llegó a hablar de él como si fuera el hombre que iba a revolucionar Telefónica en la primera potencia del mundo y abajo del Río Grande, en toda América, desde el Cabo de Hornos hasta el Estrecho de Bering. Se le presentó mediáticamente como si fuera un émulo distinguido de Pablo Isla, Javier Marín o Ángel Cano. Pero aquí también había trampa, porque para empezar falsificó su currículum y nada más y nada menos que en la web oficial de la Casa Real y también en las notas de prensa que se remitieron con motivo de su incorporación a la gran telecom española. Aseguró que es licenciado en Administración y Dirección de Empresas, circunstancia sobre la que hay más que serias dudas —su entorno reconoce que «solo» es diplomado—, y se adjudicó el cargo de «profesor de Política de Empresa» de uno de los miniharvard españoles: ESADE. Otra patraña más que añadir a su historial. Pero no al profesional sino al de falsedades, ya de por sí extenso.

«Telefónica asciende a Iñaki Urdangarin y lo nombra presidente de la Comisión de Asuntos Públicos de Latinoamérica y Estados Unidos», informaban los medios españoles ninguneando el hecho de que las más de las veces un cargo tan rimbombante es sinónimo de humo o de enchufe o de ambas cosas simultáneamente. ¿En qué consiste ser presidente de la Comisión de Asuntos Públicos de Latinoamérica y Estados Unidos? Hasta el momento nadie lo sabe o nadie ha sabido explicarlo.

El guipuzcoano llevaba ya tres años como consejero de Telefónica Internacional en Barcelona, los mismos que habían transcurrido desde que fuera invitado por conde de Fontao interpuesto a salir corriendo de Nóos. «Vete del instituto y haz lo que quieras, pero no figures en nada», fueron las instrucciones de José Manuel Romero, un tipo de fiar, del Plan Antiguo, de esos que no traicionaría a su peor enemigo ni por todo el oro del mundo. Gente de categoría, en definitiva.

Don Juan Carlos telefoneó a César Alierta tras leer en El Mundo/El Día de Baleares el presupuesto del primer Fórum, el de noviembre de 2005, que costó al contribuyente 1,2 millones de euros. Las cuentas del Gran Capitán Urdangarin eran ciertamente cantosas: 120 000 euros para el servicio de prensa de un evento que duró sesenta horas y que organizaba con el paganini de todo, el Govern balear, que tenía en nómina a más de treinta personas en la Dirección de Comunicación; 29 000 euros para ¡¡¡faxes!!! y 18 000 invertidos en una web que no pasó del estadio de los deseos al de la realidad porque jamás existió.

A Washington lo pasaportaron por una razón capital, sus devaneos con el sexo contrario; y otra accesoria, impedir que siguiera haciendo de las suyas en el ámbito empresarial patrio. Los «palos» que pegaba a diestro y siniestro empezaban a ser ya la comidilla de la Villa y Corte. Pero la rumorología de sus amoríos furtivos era tanto más potente en una Barcelona que, como Madrid, es un pañuelo por muchos millones de habitantes que la pueblen. Se acaba sabiendo todo.

Opina el maestro Jaime Peñafiel, apelando a expertos sociólogos y psicólogos estadounidenses, que la primera gran crisis de todo matrimonio se produce a los siete años del «sí quiero». Los duques de Palma se casaron en la Catedral de Barcelona en octubre de 1997, por lo que sus primeras desavenencias de verdad deberían haberse producido en 2004. Pues no. Aquellos eran días de vino, rosas, Nóos y palacetes. Estaban mejor que nunca. Parecía un matrimonio indestructible, interna y externamente. No les faltaba de nada: una de las mejores casas de Barcelona, tres niños ideales (Irene vendría en 2005), el dinero entraba a espuertas en Elisenda de Pinós y eran los preferidos de una opinión pública que los veía más modernos que a Elena de Borbón y Jaime de Marichalar pese a que, en honor a la verdad, fuera exactamente al revés. Cómo son las cosas y cómo hemos cambiado. El rey de España suele comentar hoy día con esa ironía tan personal e intransferible a sus más allegados cómo le gustaría que hubieran sido las cosas. Ese «lo que pudo haber sido y no fue» que con tanta frecuencia mortifica al ser humano. Y lo hace cada vez que tiene oportunidad: «Ojalá los que se hubieran separado fueran Cristina e Iñaki y no Elena y Jaime, que no protagonizó jamás un escándalo público».

Los duques de Palma jamás dudaron el uno del otro y el otro del uno. Doña Cristina ha sido siempre de una fidelidad a prueba de bombas, tanto con Iñaki como con los novios que precedieron al balonmanista. Tal vez su acendrada religiosidad ha contribuido a evitar la tentación. El caso es que Iñaki jamás le ha podido decir ni mu al respecto. Ella estaba y está profundamente enamorada de su marido. «Infinitamente», suele puntualizar la guardia de corps de la pareja en una afirmación que, a la vista de los hechos, no contiene la más mínima pizca de inexactitud.

Lo de él es otra historia. Iñaki navegó siempre en el mascarón de proa de una generación de deportistas que rompió el cascarón del deporte español. Un deporte español que, salvo por generación espontánea, hacía el ridículo cada vez que salía a competir por esos mundos de Dios. El Real Madrid de Di Stéfano, Santana, Blume, Severiano y Ángel Nieto eran las gloriosas excepciones. El pivote zurdo Urdangarin no solo jugó en el mejor equipo de balonmano del mundo de su tiempo, el Barça, sino que además era una de sus grandes estrellas. Igual que en el equipo nacional. Él y sus coetáneos pusieron la primera gran piedra con sus bronces en Atlanta 1996 y Sídney 2002 de una selección que ya en los dos mil acabó siendo la mejor del planeta sin discusión.

La de Urdangarin ya no era, pues, la prototípica quinta de derrotados que les había precedido. Eran ganadores. Machos alfa. Los líderes de la manada. Tipos con ese instinto criminal que divide a los ganadores de los que simplemente participan al más puro estilo Coubertin. Y consecuentemente tenían un éxito arrollador entre las mujeres. «Nos las llevábamos de calle», suele jactarse Iñaki cuando rememora sus años mozos en el Barça del maño Valero Rivera y en la Selección Española.

Si rompía corazones siendo balonmanista, un deporte de escasa relevancia pública, cómo no iba a hacer lo propio al jugar en esa liga superior que supone ser uno de los personajes más conocidos de España y, consecuentemente, uno de los más deseados por aquello de la erótica del poder. El Centro Nacional de Inteligencia (CNI) le siguió durante meses por la relación que mantenía con una imponente ciudadana rusa de 1,90, anatomía de top model, pudiente y que hablaba un perfecto español. La versión oficial es que se la espió por temor a que estuviéramos ante un nuevo Caso Profumo, con Iñaki en un similar papel al del ingenuo ministro de Defensa inglés, y la rusa en el rol que jugó Christine Keeler pasando información sensible a los soviéticos.

Pero no. La versión oficiosa, y más ajustada a la realidad, es que lo que quería el CNI era certificar si el autoproclamado «duque em… Palma… do» tenía affaires extramatrimoniales. Y punto. La amiga de Iñaki nada tenía que ver con el poderosísimo servicio de inteligencia ruso, el FSB, sucesor del desgraciadamente mítico KGB. Era una modelo asentada en España en busca de una vida mejor. Sin más. La cuestión era visualizar las debilidades del marido de la hija del rey.

Las sospechas de Zarzuela iban más allá. Se intuía que Iñaki Urdangarin se aplicaba a rajatabla el descarnadamente machista aserto que sentencia: «Ave que vuela, a la cazuela». Lo cierto es que en aquellos años se llevaba demasiado bien con la esposa de uno de sus mejores amigos, matrimonio con el que los Urdangarin-Borbón compartían fines de semana, escapadas a la nieve de Baqueira y desconexiones en el Ampurdán. «Ojitos azules», la llamaba el mocetón de Zumárraga, según las «bombas atómicas» en forma de e-mails facilitadas por Diego Torres. Lo que hubiera entre ellos es lo de menos, lo de más es lo que parecía. Y parecía lo que parecía. Y como parecía lo que parecía, Zarzuela decidió que había que poner tierra de por medio para que el presunto libertino no continuara haciendo de las suyas.

El 19 de agosto de 2009 los diarios españoles informaban con más o menos profusión de una noticia en cuyas líneas maestras todos coincidían: «La infanta y Urdangarin se instalan en Washington». Aprovechando el verano, doña Cristina e Iñaki comenzaron a recoger los bártulos, trasladar los más elementales enseres y elegir colegio para los niños. Juan, Pablo, Miguel e Irene se quedaron en el palacio mallorquín de Marivent al cuidado de esa abuelaza que es doña Sofía. Por las mañanas, la reina los sacaba a navegar en la que ya es considerada la lancha real, la Somni («sueño» en catalán), pese a que teóricamente es propiedad del armador Josep Cusí. Por las tardes era tiempo de asueto y relajo. Alguna de ellas la pasaron en el parque acuático más famoso de Mallorca, Marineland, situado en el umbral de Puerto Portals. Marineland es el buque insignia de un imperio del ocio, Aspro, que encabezan Juan Carlos Smith, perteneciente a una conocida familia de anticuarios madrileños, Jesús de Ramón Laca, último dueño de Diario 16, y Nicolás Cotoner Martos, hijo del primer jefe de la Casa del Rey, el mallorquín marqués de Mondéjar.

Sabedores de la realidad washingtoniana, los Urdangarin eligieron el barrio más in: Chevy Chase, en el área de influencia de Bethesda, al norte del río Potomac, limítrofe con DC pero perteneciente al estado de Maryland. Chevy Chase es a Washington lo que Puerta de Hierro, La Moraleja o La Finca a Madrid. Lo más de lo más. Es el distrito con la renta per cápita más alta de un país que es el séptimo del mundo tras las ciudades-estado de turno modelo Qatar o Hong Kong y el primero de la fila si hablamos de naciones como Dios manda. En cuanto a calidad de vida tampoco hay muchas dudas: Chevy Chase es el segundo barrio de todos los Estados Unidos. O sea, que Iñaki, Cristina y sus cuatro querubines se fueron a vivir a un auténtico paraíso dentro del infierno que en algunos apartados puede ser Washington DC. De vecinos tenían no solo al heredero de la corona persa, Reza Pahlevi, sino también a la CIA y a esa Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que ha saltado a la fama en los últimos meses por pinchar a millones de ciudadanos del mundo, Angela Merkel y Dilma Roussef incluidas.

Los Urdangarin-Borbón eligieron una vivienda de estilo colonial de seiscientos metros cuadrados, lejos de los mil de superficie del palacete de Pedralbes pero seis veces largas el hogar medio de un españolito. El mobiliario del chaletazo lo sufragó íntegramente Telefónica. No se encargó a la República de IKEA sino a las más caras firmas de la urbe en la que se toman las decisiones más importantes del mundo. En el cuartel general de la compañía que preside César Alierta no daban crédito cuando la factura llegó al departamento de contabilidad.

«¡Ni que los muebles fueran de oro y platino!», enfatizó uno de los responsables de la Dirección Financiera cuando comprobó el cinco y los cinco ceros que totalizaban los distintos justificantes, después de sumarlos y traducirlos a euros.

Los muebles se sirvieron entre agosto y principios de septiembre con el objetivo de que la pareja, sus cuatro hijos y el personal de servicio pudiera iniciar con total normalidad su cambio de vida. No fue un proceso exento de sobresaltos. La infanta, que como todos los Borbones, sufre de la espalda, echó para atrás los primeros colchones que les suministraron.

—Son demasiado duros, no me gustan —manifestó a sabiendas de que sus deseos son siempre órdenes para quienes la rodean.

Los transportistas de la empresa de camas procedieron a retirar los «durísimos» colchones, sustituyéndolos por otros más suaves.

Doña Cristina se tumbó sobre ellos, los probó, diagnosticó y sentenció:

—Que los cambien de nuevo —instó al personal en un estilo mucho más directo y conminatorio que la primera vez.

Los empleados colchoneros no daban crédito. Era la primera vez que tenían que cambiar un par de veces el material. Ninguno de los poderosos del barrio había llegado a tanto. Pero ya se sabe: el cliente siempre tiene razón. Con ella o sin ella, doña Cristina tenía razón. Y allá que fueron y volvieron con la tercera remesa de colchones. La jefa de la casa repitió el modus operandi. Tocó, palpó y se tumbó. Los operarios observaban la escena, pelín temerosos de que hubiera que coger los trastos de nuevo e irse por donde habían venido.

—Estos sí, nos los quedamos —sentenció la hija del rey. La cara de los cachas encargados de llevar y traer los colchones de la casa alquilada por Telefónica dibujó una mueca de alivio. Había costado, pero a la tercera había sido la definitiva. Doña Cristina ya tenía colchones.

Ahora solo restaba cerrar la elección del colegio de los cuatro niños, tres varones y una hembra. Los Urdangarin escogieron Washington cuando lo normal es que se hubieran inclinado por la mil veces más fascinante Nueva York, ciudad que acumula la mayor colonia española y donde la lista de amigos de los duques es interminable, o Los Ángeles por aquello de que California es gracias a las nuevas tecnologías la región mundial más influyente, más vanguardista y más potente desde el punto de vista económico. Por algo es el séptimo PIB del planeta. Allí surgió Apple. Allí, en Menlo Park, nació el Gran Hermano Google. Allí, en Santa Clara, Jerry Yang montó de la nada Yahoo. Allí no se creó Facebook pero allí, en Palo Alto, tiene su sede. Allí está Oracle. Allí, en definitiva, está todo.

¿Por qué, entonces, se decidieron por la capital federal? El motivo es mucho más prosaico de lo que uno pudiera imaginar. Fue el rey el que, además de conseguirles el privilegiado puesto de trabajo, les instó a ir a Washington DC. Quería que sus nietos estudiasen en el mismo colegio que las dos hijas de Barack y Michelle Obama: Malia Ann, nacida en 1998, y Natasha Sasha, que vino al mundo en 2001. El centro se llama Sidwell Friends y sale por un ojo de la cara, a razón de 35 000 dólares anuales por niño sin contar los extras. Seguramente es la mejor escuela de la ciudad presidencial y del top diez de los Estados Unidos. En este centro, cuyo lema es «permite que la luz de todos nosotros brille», han crecido intelectualmente el hijo del presidente Theodore Roosevelt y una de las hijas del tramposo Richard Nixon. De estas aulas salió Al Gore júnior y aún se encuentran en ellas los nietos del actual vicepresidente, Joe Biden. En fin, la élite de la élite. Lograr plaza en Sidwell es sinónimo de codearte con los amos del universo, una fuente de contactos infinita. Cuesta mucho dinero, sí, pero esos 35 000 dólares anuales se pueden multiplicar como los panes y los peces si aprovechas las amistades que has hecho en los recreos.

Por las razones que fueran, el gozo de don Juan Carlos acabó en un pozo. Aseguran que la tardanza en pedir plaza motivó el «no» de una institución educativa que acumula una lista de espera de cientos de niños, a cual más importante y recomendado. El plan B, el que al final prosperó, se llamaba Lycée Rochembau, la gran escuela francesa de la ciudad. Algo más económico que Sidwell, 20 000 dólares anuales más extras por imberbe, el Liceo es una escuela reputada, controlada por esa garantía de calidad que es el gobierno de la República Francesa. No todo iban a ser desventajas: el Liceo está a escasas cuadras de la vivienda que ocuparon durante tres temporadas los duques de Palma.

En el fondo había salido todo redondo, ya que los nietos del rey no se salieron del guión que les habían marcado sus padres. Antes de expatriarse estudiaban en el Liceo Francés de Barcelona y al repatriarse volvieron al Liceo Francés de Barcelona. De esta forma salvaban la mal llamada «inmersión» que rige en Cataluña en forma de dictadura sobre los padres, a los que se priva de un derecho tan elemental como es elegir en qué lengua se educan principalmente sus descendientes.

La vida fue bella para los Urdangarin en DC… mientras duró. Iñaki gozaba de unos emolumentos que para sí hubieran querido directivos de la operadora de mayor rango en Madrid. Entre pitos y flautas, en los últimos meses en América ganaba 2,7 millones de euros. Un salario de futbolista que multiplicaba por 18 la nómina más abultada que disfrutó como jugador de la sección de balonmano del Fútbol Club Barcelona. A ello había que agregar el coste de la escolta permanente que le asignó Telefónica, sin contar con los agentes de Zarzuela que se establecieron en América durante los tres años que duró la estancia de los duques. Seguridad pública que, lógicamente, corre a cargo del Estado español y cuya factura habría que cifrar en torno a los 400 000 euros por ejercicio.

Iñaki iba poco a la minioficina que se le habilitó ex profeso en el centro de Washington. La única base de verdad de Telefónica en Estados Unidos estaba hasta el momento en Nueva York. Iñaki no era precisamente un estajanovista en sus tareas. Es más, los paparazzi que marcaban estrechamente a diario al matrimonio ducal solo lo inmortalizaron una vez a la entrada de Telefónica Washington. En las demás fotos aparecía o haciendo footing o jugando con los niños en el parque como el padrazo que es, o yendo al cine o haciendo su entrada en el restaurante de moda en Georgetown. Sus prepotentes meteduras de pata, allá por el otoño de 2009, provocaron que su rol en Telefónica quedase reducido casi desde el inicio a la condición de jarrón chino. Se le pagaba por no molestar. Sus jefes en la cuarta telecom mundial en capitalización bursátil (en dura pugna con la A-Móvil de Carlos Slim) lo recuerdan como «un chico corto, orgulloso, superficial, pero majo».

Su final en Telefónica fue idéntico a su llegada: glorioso. El día de agosto en que le comunicaron «Iñaki, no podemos seguir», el duque caviló: «¿Y por qué no me quedo los muebles del chalé?». Descolgó el móvil y tecleó el número de un alto cargo de Telefónica:

—Me gustaría quedarme con los muebles de la casa de Washington y llevármelos a Barcelona —expuso el yernísimo.

—Nos parece muy bien, nos los pagas y arreglado —le replicó el directivo que hacía las veces de enlace con el desahogado embajador telefónico en Washington.

—Yo los quiero gratis, pensaba que me los podía quedar.

—Que no, que no, que los tienes que pagar —le insistieron desde Madrid.

—Pero qué más os da, si están usados.

—Si los quieres, nos parece muy bien, pero tendrás que pagar su valor en libros —le indicó el hombre mandatado por César Alierta para lidiar con el marido de la infanta Cristina, al que en la compañía se le recuerda como «caprichoso y pedigüeño».

Cuando a seis mil ochenta kilómetros de distancia le revelaron que el valor en libros de los muebles de Chevy Chase era de 400 000 euros —100 000 menos de lo que habían costado tres años antes— y que no bajarían un céntimo, Iñaki Urdangarin se despidió con un veloz y educado «bueno, gracias».

Al rato, volvió a recibirse una llamada en Telefónica de Las Tablas.

—Soy Iñaki, ya que vosotros no vais a saber qué hacer con el mobiliario de la casa y yo no me lo voy a quedar, os propongo donarlo a un charity [organización de beneficencia].

—Nos parece la mejor solución —le contestaron convencidos de su buena fe.

Telefónica se encargó de transportar los muebles al charity. Y aquí paz y después gloria. O eso pensaban en Madrid. Pero el partido, lejos de concluir, estaba muy vivo. Veinticuatro horas después de vaciar la mansión de Chevy Chase, el duque se presentó en el charity.

—Buenos días, quería esos muebles. Les ofrezco 20 000 dólares —afirmó apuntando con el dedo índice a la vasta superficie sobre la que habían aposentado los enseres de Casa Urdanga.

—Hay un problema, señor, los acabamos de vender.

Ni el anónimo autor del Lazarillo de Tormes hubiera ideado un guión más pícaro. Solo Iñaki Urdangarin, dotado de un particular sentido de la ética, podía idear algo así. Y él y su mujer escribieron uno tan o más potente desde el punto de vista de la inmoralidad. Cuando decidieron hacer las Américas dejaron en Pedralbes al matrimonio de servicio que se encargaba de cuidar los mil metros cuadrados de palacete. Se trata de los Nonosel, Marian y Monalisa, una leal pareja de rumanos que no pudieron acompañarles en el sueño americano porque no consiguieron el permiso de trabajo. Los Nonosel vivieron en el palacete de 2009 a 2012 pero no les salió gratis. Lo mantenían en perfecto estado de revista y, en A o en B, cobraban un salario por ello. Pero por vivir en la casita anexa destinada al servicio tenían que pasar por caja. Los duques de Palma les obligaron a firmar un contrato de arrendamiento por el que les satisfacían 350 euros mensuales. Pocas veces la realidad superó a la ficción tantas veces como en el Caso Urdangarin. Verlo para creerlo.