—¿Por qué no llamas a la infanta para invitarles a cenar a ella y a Iñaki? —pregunta un marido a su mujer, ambos íntimos del matrimonio vasco-belga-madrileño-griego.
La esposa, paño de lágrimas capitalino de doña Cristina, corta en seco e indica rápidamente a su amado interlocutor:
—En todo caso habrá que marcar el número de Iñaki, ya sabes que ella hace todo lo que él le dice. ¿Qué parte de «está abducida» no has entendido? —Ante tamaña contundencia en la respuesta, el amantísimo esposo opta por callar, obedecer, descolgar y teclear el número del pluriimputado yerno del rey.
«Abducida». Esa y no otra es la cuestión. Habría que interrogar a un experto psiquiatra, a un avezado psicólogo o a una psicoanalista de esas que se las saben todas, a ser posible made in Argentina, para conocer a fondo la diferencia entre un hombre o una mujer «abducid@» y un hombre o una mujer «enamorad@». Tiene pinta, sin embargo, de que alguien que padece de abducción hace todo lo que le dice el contrario sin ponerlo jamás en tela de juicio. Obviamente, también hay quien mantiene una teoría idéntica pero en sentido opuesto: que quien está abducido por «el materialismo» de Cristina es un Iñaki Urdangarin que forzó la máquina más de la cuenta para que su contraria viviera como lo que es: una princesa.
«Entre ella y su padre le convencieron para comprar el palacete, que es el pecado original, el origen de todos sus males sin discusión. De aquellos polvos vienen estos lodos. Si hubiera hecho caso a los que le decíamos que aquella casa era una locura… otro gallo le habría cantado», rememora uno de los pocos compadres de verdad que le quedan a un hombre más solo que el Julio Iglesias de la canción y al que le vuelven la mirada o le dan la espalda los que antes le hacían reverencias y la pelota de la forma más babosa posible. Él ha aprendido en tiempo récord que en los días de vino y rosas todo el mundo está a tu alrededor chupándote la sangre pero cuando la luna de miel se transforma en amarga hiel esos mismos salen corriendo.
«Nunca pensé que la condición humana fuera tan ruin», repite cual letanía desde hace dos años y medio un tipo que el 12 de octubre de 2011 estaba en el machito, presidiendo el desfile de las Fuerzas Armadas junto a El Jefe y La Jefa, y ni tres meses más tarde había sido imputado por cuatro delitos que conllevan cerca de tres lustros de estancia en una penitenciaría.
Claro que si ella está abducida por un cónyuge con pinta de galán de cine hollywoodiense, él no le anda a la zaga. La asunción de su condición de miembro de la familia real, postizo pero miembro al fin y al cabo, la ha estirado hasta el paroxismo. Sus modos y maneras son más exquisitos y encorsetados que los de un príncipe que al llevar representando su papel desde la cuna le sale de forma natural y que los de un rey campechano que es el número uno en el arte de borbonear, ese término que inventó el gigante Umbral.
Para muestra, un botón. Urdangarin, más conocido entre el pueblo llano como Urdanga, echaba pestes de los concejales de Iniciativa per Catalunya Verds (ICV) del Ayuntamiento de Barcelona tras un acto oficial celebrado en 2005:
—¡Qué se habrán creído estos, han tratado a la infanta de tú y no de usted, y no la han llamado ni infanta, ni señora, ni alteza! ¡Qué vergüenza!
Transpiraba su indignación en una cena con amigos horas después del desplante de los concejales «rojos» [sic] de la Ciudad Condal, que habían «osado» [sic] tutear a la hija del rey. Él daba ejemplo dirigiéndose a su esposa ante terceros o en público como «infanta». Una manera de entender la vida que choca en el hijo de un reputado peneuvista, formación por cierto que siempre se caracterizó por su indisimulado republicanismo.
La teoría de la abducción o de la inocencia fue tomando cuerpo en el inner circle de la infanta conforme avanzaba la instrucción e iban saliendo a relucir casos como el de la Fundación Deporte, Cultura e Integración Social que él y Diego Torres montaron para ayudar en teoría a niños enfermos de cáncer, discapacitados o marginados y que en la práctica sirvió como inocente vehículo para llevarse la tela a paraísos fiscales. «Ella no tenía ni idea de estas inmoralidades, es buena gente, jamás habría permitido algo así», subrayan sus amigas.
Mucho más expeditiva dialécticamente hablando fue la infanta Margarita, hermana pequeña del rey, durante el Real Madrid-Barça celebrado en el estadio Santiago Bernabéu el sábado 11 de diciembre de 2011, en los albores de un escándalo que ha erosionado más la corona española que todos los republicanos juntos. Ella también compró la teoría de la abducción-inocencia. Margot, que es como le gusta que la llame su legión de amigas, estuvo más pendiente de parlotear del marido de su sobrina Cristina que de los lances de un partido que concluyó como todos los clásicos de la época. Con victoria culé. Esta vez por 1-3 con goles de Alexis, Cesc y, en el colmo de la desgracia merengue, Marcelo en propia puerta.
Margot, invidente de nacimiento, casticísima madrileña venida al mundo en el Hospital Angloamericano de Roma, no se cortó. De una nobleza de carácter impropia en estos tiempos dominados por el cinismo, doña Margarita va siempre de frente. Y esta vez no fue la excepción que confirma la regla. Cogió por banda a unos conocidos y, en presencia de su hija mayor, la soltera de oro María Zurita, se despachó a gusto largando de todo y por su orden:
—¡Hay que ver la que le ha liado el sinvergüenza de Iñaki a Cristina, no hay derecho! —se lamentaba en voz alta una Margarita de Borbón y Borbón a la que le resbalaban los fallos clamorosos de Cristiano Ronaldo, los aspavientos de José Mourinho en el banquillo o las poses seudointelectualoides de Pep Guardiola en el área técnica del Fútbol Club Barcelona. Más que nada, porque a la cultísima Margot le interesa cero el fútbol, aversión inversamente proporcional a la pasión que siente por el rock en general y por un genio de Nueva Jersey llamado Bruce Springsteen específicamente.
Cristina Federica de Borbón y Grecia está absolutamente colada por su marido. Ese chico rubio, alto, cachas, gracioso, macho alfa puro, que parecía pluscuamperfecto y que con el paso de los años salió rana para todo el mundo mundial. Bueno, no todo, porque ella continúa pensando, erre que erre, que es un santo varón que ha pagado el pato que le tocaba a otros. Ni siquiera las infidelidades han mermado el apoyo de Cristina a su marido, entre otras razones porque ella es más consciente que nadie de que Iñaki ha estado varias veces psicológicamente contra las cuerdas y que sin su sostén se puede derrumbar definitivamente. «Y, además, es un magnífico padre», suele apostillar.
El epítome de la abducción cristiniana se produjo el 29 de diciembre de 2012, cuando a Chevy Chase llegó una noticia que no por esperada dejó de causar estupor en el aparentemente bucólico universo urdangariniano. No era una inocentada servida en bandeja de plata con veinticuatro horas de demora. No. El titular de elmundo.es al que pasaba revista el duque de Palma no admitía dudas ni dejaba el más mínimo resquicio a las interpretaciones: «El juez Castro imputa a Urdangarin por cuatro delitos». Iñaki Urdangarin, tras cuya apariencia angelical se esconde un tipo de pocos pero explosivos prontos, estalló en alaridos:
—¡Joder, joder, joder, que Castro me ha imputado! —bramó en solitario atrayendo la atención de su mujer, que a esas horas, poco antes de las nueve de la mañana hora de la Costa Este USA, estaba desayunando. El balonmanista rebautizado por Juan Español como talonmanista apretaba compulsivamente el F5 de su ordenador intentando certificar que se había equivocado, que tal vez había leído mal, que a lo mejor a sus cuarenta y tres años la vista empezaba a cansarse más de la cuenta.
Pero no. En su portátil aparecía el titular que le había parecido leer: «El juez Castro imputa a Urdangarin por cuatro delitos». La ira del hijo del vascorro Juan María y la elegante belga Claire se disparó estratosféricamente. Se había enterado de la mala nueva por la prensa y no por su abogado. Una vez más, los medios de comunicación habían ido más rápidos que el procurador del bueno de Mario Pascual Vives. Fueron los días en los que al duque de Palma le dio por grabar por su cuenta y riesgo un «mensaje a la nación» en el que «agradecía al pueblo español su apoyo en estos momentos tan difíciles para mí». Dadaísta vídeo casero que, a Dios gracias para la Casa Real y para la propia imagen pública del interesado, jamás vio la luz. De no haber sido por Rafael Spottorno y el a la sazón secretario general técnico de Telefónica Luis Abril, el esperpento en forma de incunable audiovisual se hubiera consumado con el consiguiente cachondeo nacional. Pocas veces tan pocos hicieron tanto por una institución que representa a tantos.
Iñaki Urdangarin estaba «cabreado como una mona», a decir de otro de sus incondicionales desde aquel 7 de noviembre para la historia en el que un juez y un fiscal decidieron registrar todas las sedes de la trama Nóos y las viviendas de los protagonistas. En rigor, todas no. Porque así como se peinó de arriba abajo el enorme chalé de Diego Torres en Sant Cugat, curiosamente ningún agente se presentó con mandato judicial en el palacete de Pedralbes. Pero el 29 de diciembre la indignación del duque, que jamás de los jamases sospechó que se atrevieran a meterle mano judicialmente, se transformó súbitamente en ira desbocada. La impunidad psicológica en la que vivía desde aquel soleado 4 de octubre de 1997 en la Catedral de Barcelona le había hecho ir lejos, muy lejos, demasiado lejos.
Y repitió una frase que a su mujer le empezaba a sonar familiar aunque en esta ocasión el tono y el volumen eran exponencialmente mayores.
—¡La culpa de todo la tiene tu padre! ¡Él podía y debía haber parado todo esto y no lo ha hecho! ¡Quiere que los demás paguemos culpas suyas, que seamos sus chivos expiatorios! —se quejaba amargamente a su mujer, víctima de la impotencia ante unos acontecimientos inimaginables hacía no tanto y que, para colmo, se desencadenaban a velocidad de vértigo y con la contundencia de un mal de ojo echado por una bruja de postín.
—¿Pero no es el jefe del Estado? ¡Pues que diga «¡basta ya!» a todo esto! —vociferaba de tanto en tanto un tipo acostumbrado a echarle el muerto al prójimo, llámese Diego Torres, Juan Carlos de Borbón o el maestro armero. El caso es no tener nunca la culpa. La táctica de un colegial cuando el profe le sorprende in fraganti transgrediendo las más elementales normas de urbanidad.
La infanta callaba y se sumaba a la teoría conspiranoica sin fisuras, con la fidelidad de quien considera que lo que ha hecho su marido está bien hecho por mucho que un juez y un fiscal de provincias digan. Entonces, y lo que es peor, ahora, Iñaki y Cristina, Cristina e Iñaki, que el orden de los factores no altera el producto, estaban y están convencidos de que no han perpetrado ningún delito. De que son el juez Castro y el 90 por ciento de la opinión pública los que están equivocados y no ellos dos. «El trabajo que se nos encargó se hizo, se nos pagó y punto», sostiene el yerno del rey cada vez que tiene oportunidad, olvidando que se le adjudican seis delitos: malversación, fraude, falsedad, prevaricación y dos fiscales.
Iñaki no paró de echarle en cara a Cristina en los meses posteriores la falta de respaldo de un jefe del Estado que resolvió anteponer el Estado de Derecho a la familia. Don Juan Carlos no quería saber nada ya de un yerno que primero no le gustó para su hija —le parecía poca cosa un jugador de balonmano sin estudios—, luego se ganó su aprecio y finalmente resultó el «piernas» que algunos en Zarzuela habían advertido cuando empezó a hacer de las suyas en el Instituto con ánimo de lucro Nóos e incluso antes.
Cristina de Borbón no cejó en su empeño de respaldar a Iñaki sin fisuras, incondicionalmente, al modo napoleónico de estar con la familia «con razón o sin ella». Lo suyo es amor y lo demás tonterías. Cristina jamás olvidará cómo él reventó su «invulnerable» noviazgo con la bella, discreta y noble Carmen Camí para casarse con ella. Como en tantas y tantas historias de amor en esta también hubo una ganadora y una perdedora. El primer rol lo desempeñó Cristina de Borbón y el segundo esta vecina de Puigcerdá de cuya boca no ha salido una palabra más alta que la otra pese al faenón que le hizo Txiki, de cuyo doblete con la infanta se enteró el día en que el inconfundible timbre de Matías Prats anunció en el Telediario «habemus boda en la familia real».
Que este matrimonio está hecho a prueba de bombas lo ratifica el hecho de cómo respondió Cristina de Borbón el día del invierno de 2011-2012 en que su padre la telefoneó para pedirle explicaciones por la conducta de Iñaki Urdangarin y para darle un consejo que, en boca del rey, sonaba más a orden que a sugerencia paternal.
—Tienes que hacer un gesto, renunciando a tus derechos sucesorios. La situación que ha generado Iñaki es insostenible para la corona, para la familia real y para España —le conminó don Juan Carlos en una tensa conversación mantenida en pleno terremoto por las revelaciones de El Mundo y los pasos que, sin prisa pero sin pausa, daban un José Castro y un Pedro Horrach en plena luna de miel.
La tensión se palpaba en la línea telefónica. El rey vigente de una dinastía que desciende de los mismísimos Reyes Católicos, el jefe de la nación más antigua de Europa por mucho que algunos se empeñen ahora en reescribir la historia, estaba en aquel momento más próximo de los que abogaban por conducir al cadalso civil a la pareja Urdangarin-Borbón que de los que apostaban por arropar a la hijísima y al yernísimo aun a riesgo de indignar aún más a una opinión pública que hervía de indignación viendo cómo los Palma se habían forrado mientras ellos padecían la mayor crisis de la historia contemporánea.
—Bajo ningún concepto. Iñaki es inocente y renunciar a mis derechos dinásticos supondría tanto como asumir que es culpable y, lo que es peor, condenarle —esgrimió la séptima persona en la línea de la sucesión a la corona. Aunque no es probable que doña Cristina termine coronándose reina de España, tampoco hay que descartarlo taxativamente. Basta con repasar la biblioteca y remitirse al antecedente de ese aceptable rey machacado por la historiografía que fue Alfonso XIII para colegir que en ningún ámbito de la vida, menos aún en el de las testas coronadas, hay que dar nada por supuesto. Su primogénito y homónimo fue apartado de la carrera sucesoria en estricta aplicación de la Pragmática Sanción de Carlos III (1776) dictada para evitar «el abuso de contraer matrimonios desiguales». Alfonso de Borbón y Battenberg se casó primero con la hispanocubana Edelmira Sampedro y luego, tras divorciarse en Estados Unidos, hizo lo propio con la modelo Marta Esther Rocafort, también habanera y bella hasta decir basta. A estos dos casamientos plebeyos hay que sumar otro elemento no menor: era estéril, lo cual impedía de facto la perpetuación de la dinastía. Algo similar aunque no exactamente igual sucedió con el segundo de a bordo, el infante don Jaime, al cual se le echó del carril por padecer una doble discapacidad física: era sordo y mudo. Su enlace con Emmanuela de Dampierre, noble pero no acreedora de sangre azul, fue el acabose para un tipo que con el paso de los años se dio cuenta de que había sido demasiado bueno. Cuando intentó dar marcha atrás, era muy tarde. Su hermano pequeño, don Juan, estaba ya asentado al frente de una saga que mantenía viva la llama en el exilio portugués de Estoril.
La arrogancia rayana en la chulería de Cristina Federica de Borbón tenía un antecedente, el de su marido, que en los momentos más convulsos del caso que lleva su apellido recibió la visita del gran Fernando Almansa, vizconde del Castillo de Almansa. El cara a cara tuvo lugar en Denver, a doscientos kilómetros de la mejor estación de esquí estadounidense y tal vez del mundo, Aspen, el no muy modesto lugar elegido por los duques de Palma para festejar el tránsito de 2011 a 2012.
—Tiene usted que renunciar a su condición de miembro de la familia real y a todas las dignidades que le otorga el título de duque de Palma —disparó el exquisitamente educado Fernando Almansa, tercer jefe de la Casa del Rey Juan Carlos.
Iñaki Urdangarin reaccionó mostrando la cara B del personaje. Esa pendenciera que se esconde tras una fachada bonachona y angelical. La del yerno, el cuñado, el esposo y el hermano perfecto. Solo le faltó exhalar humo o espuma por la boca. Y si no pegó a alguien o a algo fue porque Dios no quiso. Su media naranja le secundó, aunque obviamente con mejores maneras.
—A mí no me levanten la voz —le cortó en seco el emisario real en presencia de su compañero de viaje, el secretario general jurídico de Telefónica, el abogado del Estado Ramiro Sánchez de Lerín.
Doña Cristina demostró que todavía hay clases mandando callar a todos y contraatacó culpando de aquel mensaje imperativo no tanto a su padre como a su hermano, el príncipe de Asturias.
—La actitud de mi hermano es inaceptable, tienes que hacer algo, Fernando —espetó.
El vizconde de Almansa, compañero de promoción en Deusto de Mario Conde, Luis Abril y José María Rodríguez Colorado, no se arredró.
—Si la señora tiene algún problema con su hermano, se encierran ustedes en una habitación y no salen hasta que se maten y dejen a sus hijos huérfanos —replicó harto de la arrogancia urdangarinesca y consorte.
De manera similar terminó la charla mantenida días después entre el jefe del Estado y su hija. De la tensión contenida se pasó al lenguaje incendiario cuando don Juan Carlos sugirió algo que planeaba sobre el ambiente hacía meses, concretamente desde que en septiembre El Mundo empezó a desgranar las vergüenzas de la pareja ducal: la renuncia a los derechos sucesorios y/o la separación o el divorcio. Más bien la separación, que tampoco es cosa de divorciarse y enemistarse con la Santa Madre Iglesia. La monarquía española continúa siendo una monarquía católica.
La infanta Cristina se enfureció de lo lindo cuando el hombre que la trajo al mundo puso encima de la mesa la renuncia a los derechos y, definitivamente, estalló cuando se le sugirió —ni siquiera fue una aseveración— que lo mejor era poner punto y final a una pareja que hasta hacía no tanto era modélica. La tensión se disparó hasta que en un momento dado la hija dejó al padre con la palabra en la boca. «Pi-pi-pi» es lo único que se escuchaba al otro lado de la línea. La señora de Urdangarin había colgado al rey de España. Increíble pero cierto.
Don Juan Carlos fracasó en una misión que antes había intentado, con la misma mala suerte, por personajes interpuestos. Entre otros, su fidelísimo Fernando Almansa, el hombre que superó con nota el desafío de sustituir al frente de la Real Casa a Sabino Fernández Campo. Todos los correos del rey fracasaron estrepitosamente en el intento de modificar la tozudez de la infanta en ese hibernus horribilis.
Entretanto, doña Sofía decidió arropar a los Urdangarin-Borbón. Todo lo contrario de lo que habían hecho su marido y su hijo, que se decantaron claramente por quienes echaron el resto para cortar por lo sano el miembro enfermo y salvar el resto del cuerpo. La reina, seguramente en una decisión con una carga de profundidad infinita, resolvió viajar a la capital política del planeta. Tras presidir la gala anual del Spanish Institut en la capital social del universo, Nueva York, alguien o ALGUIEN dio el cante a los paparazzi de ¡Hola!, que sorprendentemente estaban apostados a las puertas del restaurante del kennedyano barrio de Georgetown en el que la reina había cenado con su hija y su hijo político. Las sonrisas a mandíbula batiente indicaban que no les importaba mucho haber sido cazados, o que tal vez era más un posado que un robado. El caso es que la portada de la revista del corazón juancarlista era un síntoma de la división que reinaba ya en el Monte de El Pardo. Don Felipe y, en menor medida, don Juan Carlos eran abiertamente rupturistas mientras la hija del rey de Grecia se mostraba clara e indefectiblemente partidaria del búnker, de resistir al modo celiano.
Los más osados, los malpensados de turno, opinan que la reina se echó al monte para devolverle a don Juan Carlos tantos años de feos públicos y privados, años en los que la germanogriega se comportó con un temple y un saber estar al alcance de pocos seres humanos. El vínculo con la alemana de origen danés Corinna Larsen no solo no había remitido sino que se encontraba en aquel entonces en pleno apogeo. A lo mejor es que, como sostenía Rafael Spottorno, doña Sofía quería consolidar al precio que fuera la supervivencia de la pareja Urdangarin-Borbón «en un hábitat como el de Zarzuela en el que no hay precisamente muchas unidades familiares estables».
Sea como fuere, las encuestas revelaban indefectiblemente que esa metafórica aeronave que es la corona había entrado en barrena tras décadas de éxito interminable. Nada ni nadie podía enderezar el rumbo. Y cada vez que en palacio echaban un vistazo a las encuestas la sensación de fin de ciclo era mayor. Juan Español ponía cada vez peor nota a la primera institución de la nación. Si en 2003 sacaba un 5,18, a años luz de una clase política desprestigiada por doquier, en 2010 un 5,35 y en 2011 un 4,89, en enero de 2013 el suspenso era sin paliativos: un 3,96. A los inquilinos del palacio de La Zarzuela solo les superaban en rechazo ciudadano los partidos políticos, cuyo 1,83 es inempeorable, el gobierno (2,42), los sindicatos (2,45) y la patronal (2,87). El Caso Urdangarin y el elefante de Botsuana dejaban a la corona totalmente grogui y a merced de las circunstancias. Y, lo que es peor, en un momento especialmente crudo de la historia de España con la Generalitat de Cataluña sublevada contra la legalidad constitucional.
La nación que José Ortega y Gasset había descrito en España invertebrada parecía caminar lenta pero inexorablemente a su desintegración, desde la periferia al centro, con una centrifugación que amenazaba con no dejar en pie uno solo de los edificios institucionales que los españoles nos dimos en esa gran fiesta de la libertad y la democracia que fue la votación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978. No olvidemos que el insuperable filósofo también explicó por qué no era un imposible físico ni metafísico la descomposición de España: «Por la falta de una minoría dirigente ilustrada capaz de tomar decisiones firmes y eficaces». Cualquiera diría que estas reflexiones salieron del privilegiado coco de don José en 1921 y no de alguna otra mente preclara pero de nuestro tiempo. Lo que seguro que no podía imaginar ni por lo más remoto es que un individuo con tan pocas luces como Iñaki Urdangarin la liase tan gorda en una coyuntura tan delicada.