CAPÍTULO II

Hija de en medio, preferida de nadie. Un ADN cartesiano. La niña que idolatraba a Felipe. La primera licenciada de la Casa Real española. Cuando ETA la intentó secuestrar. New York-New York, París y Barcelona. María Escudero y Alexia, las dos incondicionales. Pocos pero muy queridos novios

Madrid, una de la tarde del domingo 13 de junio de 1965. Uno de los grandes de la ginecología del foro, Manuel Mendizábal, acaba de ejecutar impecablemente la segunda gran faena de su vida en el sanatorio Nuestra Señora del Loreto de la Avenida de la Reina Victoria.

—Ha sido niña, antes de nacer habríamos preferido un niño pero, sí, ha sido otra niña.

Lo anuncia sin demasiada alegría el príncipe Juan Carlos a los escasos cuatro o cinco periodistas presentes en la clínica, Jaime Peñafiel entre ellos, una buena nueva que, teóricamente, debía haber pasado por el ansiado varón. Entre otras razones, por los resabios de la descaradamente machista ley sálica de Felipe V, que discrimina a la mujer en el acceso al trono. Aunque teóricamente no estaba vigente, basta auscultar en vertical el Almanaque de Gotha (ni siquiera es precisa una lectura a conciencia en horizontal) para concluir que reina sistemáticamente el hombre por muchas hembras que hayan venido al mundo previamente.

Don Juan Carlos, entonces un chaval de veintisiete años, que se había pasado las horas previas fumando como un carretero tabaco negro, se percató en cuestión de segundos del escaso entusiasmo que le había echado al tema y rectificó como solo él sabe hacerlo, como quien no quiere la cosa, logrando que no se notase o se notase muy poco el lapsus previo que le había sobrevenido:

—Bueno, pero a todos los hijos se les quiere igual. —Más de un «uf» se dibuja en los labios de los testigos de un aserto que pasará a engrosar los libros de historia.

A su vera, con cara de circunstancias ante lo que escuchaban sus oídos, estaban los fieles entre los fieles. El tan sensato como honrado teniente coronel Nicolás Mondéjar, jefe de la Casa del Príncipe, y Alfonso Armada, secretario personal de «El Patrón», del mismo rango militar que el anterior y triste protagonista de la peor historia de España dieciséis años después.

Al hijo que nunca tuvo Franco seguramente le traicionó el subconsciente. Su mujer se había obsesionado con el varón de tal manera que en las semanas previas al parto se mostraba monotemática en sus preguntas: «¿Y si es otra niña?». Bueno, más bien, habría que alterar el tiempo del verbo y afirmar «la habían obsesionado», porque le dieron la matraca con el varón hasta decir basta. Tampoco se anduvo con eufemismos en la cuenta atrás del segundo parto la reina Victoria Eugenia, viuda de Alfonso XIII. British entre las british, de hecho nació en el castillo de veraneo de los Windsor, Balmoral, fue descarnadamente victoriana al lanzar su particular aviso a navegantes:

—No sería bueno que fuera otra niña.

El sanatorio Nuestra Señora del Loreto, a la sazón propiedad de Alfredo Mahou, jerarca del conglomerado cervecero, acogería todos los alumbramientos de doña Sofía. Desde la primogénita hasta el heredero pasando por la mujer que medio siglo después ha puesto la corona contra las cuerdas. Siempre en la habitación 604, una semisuite capaz de albergar a una parturienta de tanta alcurnia y a su entorno. A este centro y a este ginecólogo, Manuel Mendizábal, llegó por consejo de la mujer del embajador de Grecia en España cuando tocó dar a luz a Elena. No olvidemos que la hija del rey heleno Pablo I llevaba meses en Madrid, hablaba malamente español, sus relaciones con la sociedad civil eran escasas y, además, había quebrado el real hábito de parir en palacio.

El desembarazo de doña Cristina no registró mayores complicaciones: duró veinte minutos, un suspiro en comparación con las doce horas del que trajo al mundo en el palacio de Oriente al primogénito y homónimo de Alfonso XIII en 1907. La rubicunda niña llegó sanísima. Era una auténtica preciosidad.

Para una semana exacta después se convocó el bautizo. En domingo, como dictan los cánones en la Casa Real. El lugar elegido fue el palacio de La Zarzuela, que por aquel entonces no dejaba de ser un pabellón de caza restaurado a lo Franco, es decir, con mucha austeridad y no pocas incomodidades. Nada que ver con la relativa suntuosidad de hoy día.

«Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y Grecia, yo te bautizo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo», proclamó Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid y padrino y alma máter del Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello, antes de derramar el agua bendita del río Jordán sobre la ancestral pila de Santo Domingo de Guzmán prestada para la ocasión por la iglesia de las Dominicas de la capitalina calle de Claudio Coello. Sobre ella han sido acristianados todos los retoños de los monarcas, tal y como marca la tradición, para acto seguido tomar camino en dirección al centro de la Villa y Corte y ofrecer al infante de turno a la Virgen de Atocha.

Apadrinaron a la criatura Alfonso de Borbón y Dampierre, hijo del Infante don Jaime y futuro marido de la nietísima Carmen Martínez-Bordiú, y la infanta María Cristina de Borbón y Battenberg, tía de su compañero de faena, hermana de don Juan y madre de Giovanna y Sandra Marone-Cinzano de Borbón, dos bellas a la par que conocidísimas mujeres de la alta sociedad madrileña. La primera está casada con Luis Sánchez-Merlo, secretario general de la Presidencia del Gobierno con Leopoldo Calvo-Sotelo y empresario de éxito. La segunda matrimonió con el diplomático y presentador televisivo Fernando Schwartz. Cuando presentaba Schwartz & Co en la televisión autonómica balear IB3, se marcó un tanto al conseguir la única entrevista televisiva que ha concedido en su vida Iñaki Urdangarin. El duque de Palma confesó en voz alta cuál era su objetivo vital: «Ser una persona íntegra en todos los aspectos». Debió de manejar con la habilidad propia de un funambulista el subconsciente, porque para entonces ya había pegado los pelotazos de Valencia y Baleares.

Los asistentes al sacramento cabían en tres o cuatro Seat 600 a lo sumo: los Baviera, los Braganza, algún Habsburgo de tercera fila y Simeón de Bulgaria. Por no acudir no acudió ni don Juan, que prefirió no moverse de Estoril, ni la reina Victoria Eugenia, que hizo tres cuartos de lo mismo. Quien sí cumplió fue la condesa de Barcelona, doña María de las Mercedes. Y naturalmente un Francisco Franco que trató siempre a don Juan Carlos como a uno más de la familia.

En aquel entonces la sociedad civil patria pasaba de la realeza y volcaba su atención en los Franco. Franco en los rotativos, Franco en las ondas hertzianas y Franco en la caja tonta. Franco por todas partes. Franco hasta en la sopa. No olvidemos que el dictador llevaba veintiséis años al frente de la Jefatura del Estado dirigiendo España con puño de hierro y guante de acero. Aún habrían de transcurrir cuatro años hasta que don Juan Carlos fuera designado sucesor a título de rey por el general. Hasta el 22 de julio de 1969 el vástago de don Juan vivió en tierra de nadie, tutelado por un Francisco Franco que lo trató con cariño de padre y despreciado por la mayor parte del régimen, muy especialmente por los más azules, que personificaban en él la enfermiza aversión que sentían hacia don Juan desde tiempos inmemoriales y disparada estratosféricamente al conocerse su colaboración más pasiva que activa en esa invitación a la democracia que fue el Contubernio de Múnich de 1962.

El alumbramiento principesco no tuvo reflejo en los medios de comunicación. Pasó desapercibido. Ni siquiera el muy monárquico ABC llevó la noticia a portada, aunque sí le dispensó presencia gráfica en páginas interiores. Y eso que era bisnieta de rey, Alfonso XIII, nieta de monarca en el exilio (Juan III) e hija de príncipe. Estos tres motivos no fueron suficientes para que se le dedicase una mínima pastillita en la primera página del rotativo de los Luca de Tena ni en los medios de comunicación del Movimiento, que superaban el centenar, y que andaban en otros menesteres como defender lo indefendible taponando el más mínimo agujerito por el que pudiera asomar la libertad de expresión. La mínimamente aperturista Ley Fraga de prensa e imprenta no pasaba de ser una quimera en la cabeza del lucense ministro de Información y Turismo.

Este cuasiclandestino nacimiento a efectos de imagen pública contrasta con el de su hermano. El 30 de enero de 1968, a eso de las tres o cuatro de la tarde, los teletipos empezaron a escupir una noticia esperada como agua de mayo por los que soñaban con la restauración borbónica: el nacimiento de Felipe de Borbón y Grecia.

Nuevamente al mando de las operaciones el ginecólogo real Manuel Mendizábal. Nuevamente el sanatorio Nuestra Señora del Loreto. Nuevamente un parto natural. Nuevamente, no más de media hora. Nuevamente… no fue una hembra sino un varón. Como matizó alguien cercano a Francisco Franco, «una apuesta de futuro».

—¿Ha sido niño? —inquirió el general a su prohijado, inquieto ante la posibilidad de que estuviéramos ante otra chica.

—Sí, mi general.

—¿Es machote? —repreguntó al príncipe.

—Sí, mucho, mi general, como su padre —recontestó a Franco, que no pudo evitar descolgarse con una carcajada apenas perceptible en ese rictus castrense que marcó su vida desde que levantase el telón de un carrera de armas que con treinta y tres años le llevó a ser el general más joven de Europa después de Napoleón.

La poca efusividad de don Juan Carlos ante el advenimiento de su segunda hija contrastaba con la efervescencia de su estado de ánimo el 1 de febrero de 1968 cuando permitió fotografiar al «machote» —«sin flash, por favor»— e incluso brindar con sidra El Gaitero —el presupuesto principesco no daba para más— con los periodistas desplazados a ese paritorio real que fue el sanatorio Nuestra Señora del Loreto de Reina Victoria, hoy reconvertido en una residencia de lujo de la Tercera Edad del grupo Sanyres.

Tal vez por eso, el lógico hiperprotagonismo de su hermano, quizá por la sobreprotección dispensada a su hermana, lo cierto es que la infanta ha sufrido el síndrome de la hija de en medio. La preferida de su padre ha sido siempre doña Elena, la más parecida en temperamento y en campechanía a él, una Borbona pura que es todo corazón. La reina, por su parte, ha centrado la atención en un don Felipe que aúna en su ser tres condiciones nada baladíes desde el punto de vista sentimental e institucional: es el heredero, el pequeño de la casa y el único chico. Para qué engañarnos, es el niño de sus ojos.

Sobra decir pues que doña Cristina nunca se ha sentido especialmente querida. Siempre intuyó que los afectos iban por arriba o por abajo, que ella contaba pero menos que la primogénita y que un benjamín que gracias a la Constitución semisálica promulgada en 1978 se quedaba con todos los derechos hereditarios por mucho que hubiera sido el último en aparecer.

La infanta creció alejada físicamente de su hermana, que vivía en otra ala de palacio, pero muy próxima en todos los órdenes a don Felipe, que dormía en la habitación de enfrente. Cristina de Borbón adoraba a su hermano. Bueno, en realidad lo idolatraba.

«¡Napoleón, Napoleón, a ver si me coges!», provocaba la infanta al príncipe de Asturias mientras correteaban a mediados de los setenta entre las encinas y los pinos de los frondosos y minuciosamente cuidados jardines de Zarzuela.

La devoción de doña Cristina es compartida por todo el personal de palacio, que vio siempre en el príncipe de Asturias a un niño ética, estética e intelectualmente admirable. Y que siempre se comportó con ellos sin altivez, con infinita sencillez y constante normalidad. «Un auténtico señor», a decir de uno de los empleados de Patrimonio Nacional que sirvió durante años en el regio hogar. Lo cierto es que jamás dio un problema en casa. Y encima era alto, simpático, rubio y con unos ojos tan claros como las aguas de ese mar mallorquín que le encanta surcar. Un príncipe azul con todas las de la ley.

Las relaciones con doña Elena, dos años mayor que ella, se acrecentaron con el paso de los años. Pero en la infancia solo había en su vida un tres en uno: Felipe, Felipe y otra vez Felipe. Un Felipe que a punto estuvo de ser nominado como Fernando. Fue el general Franco el que al final impuso sus tesis. No quería bajo ningún concepto que llevase por nombre el de un rey absolutista y felón como Fernando VII que tan mal recuerdo había dejado en el imaginario colectivo.

—¡Fernando no! Queda todavía demasiado cerca Fernando VII. ¡Me gusta más Felipe!

Y se quedó por los siglos de los siglos con Felipe. Felipe de momento, Felipe VI el día que su padre le ceda la antorcha de la nueva era de una dinastía que representa mejor que ninguna la friolera de quinientos años de la historia de España.

Precisamente doña Cristina protagonizó un simpático incidente en el bautizo de su hasta hace dos años hermano del alma. Corría febrero de 1968, tenía dos años largos y apuntaba ya maneras de la espigada mujer que es en la actualidad. Ni corta ni perezosa, se aproximó al canijo pero intocable Caudillo y empezó a jugar con los borlones del fajín de capitán general de todos los ejércitos. Nadie se atrevía a intervenir. Te la podías llevar: si intervenías porque intervenías, si no intervenías porque no intervenías. La benjamina seguía erre que erre, Franco observaba con el escaso sentido del humor que siempre le caracterizó, hasta que su abuela, la condesa de Barcelona, se apercibió del trance y procedió a apartar a la niña de un autócrata al que todo hijo de vecino, salvo los militares que le otorgaban trato castrense, se dirigía como «su excelencia». Conclusión: Cristina de Borbón fue el primer y tal vez único ciudadano español que osó tocarle los borlones a un hombre temido tras ganar la Guerra Civil a sangre y fuego.

La niña de los Borbón-Grecia se educó, al igual que su hermana mayor, en el Santa María del Camino, un reputadísimo colegio del barrio de Puerta de Hierro que no es de los más caros de la capital pero al que cuesta entrar porque hay tortas por conseguir una plaza. Lo que se llama overbooking educativo. Durante años, el centro lo dirigió la entrañable Maruja Espinosa, que le dio un marchamo de calidad y pelín de modernidad que a día de hoy conserva intacto. En estos momentos, la jefa es Isabel Carvajal Urquijo, hermana de Jaime, expresidente de Ford en España e íntimo del rey hasta que su mujer, la tan valiente como ejemplar Isabel Hoyos, decidió pugnar en los tribunales por la igualdad entre el hombre y la mujer en la sucesión de los títulos nobiliarios propiciando un cambio legislativo que llegaría más tarde.

El de Cristina de Borbón no era estrictamente un colegio religioso, lo cual no ha impedido que sea una persona de una profunda espiritualidad. «No es lo que diríamos una meapilas pero sí una católica practicante de las de verdad, de las que cumplen los sacramentos con puntualidad aunque sin exageraciones», la define una madrileña más amiga de doña Elena que de ella, pero en cualquier caso buena amiga de las dos y que habla con conocimiento de causa.

De su religiosidad y de su nula frivolidad da cuenta el comentario que su amigo y vecino Borja García-Nieto le hizo a Iñaki Urdangarin en presencia de Enrique Bañuelos, dueño de esa burbuja inmobiliaria que fue Astroc, y del empresario valenciano de la comunicación Miguel Zorío. El promotor había citado a los tres en sus oficinas del Paseo de la Alameda de la capital del Turia para hablar de los Juegos Europeos y de cómo explotarlos urbanísticamente. Pero, de repente, el magnate inmobiliario se salió por la tangente y empezó a hablar de un reciente viaje a Nueva York y de su visita a un bar de stripers.

—¡No veáis lo buenas que estaban! —se jactó Bañuelos, antes de exponer sus surrealistas planes para construir una mini-Las Vegas para rusos en Sevilla y la Spain Tower en Nueva York.

Bañuelos continuaba pasando revista al apartado femenino mientras Iñaki esbozaba la más picantona de sus sonrisas y Zorío se carcajeaba de la labia de míster Astroc. Hasta que en un momento dado, Borja García-Nieto, actual presidente del Círculo Ecuestre, interrumpió socarronamente:

—Iñaki, ¿de esto no hablarías delante de tu mujer? ¿A que no? Con lo monjita que es… —remató ante las risas de los demás contertulios en lo que no pasaba de ser una charla de amigotes.

En el 13 de la calle de Peguerinos, sede del Santa María del Camino, fue donde tanto ella como doña Elena conocieron a un profesor de gimnasia que iba «de coleguita» con las alumnas, llamado Carlos García Revenga, un licenciado en Magisterio popularmente conocido como Revenga que con el paso del tiempo se auparía a la secretaría personal de las infantas en Zarzuela, con un paso intermedio en el que ejerció con notable eficacia como profesor particular de la mayor de las Borbón-Grecia.

A Cristina siempre se la consideró la «lista de los borbones». Sus calificaciones no eran descomunales pero siempre se desenvolvió en el ámbito del notable con algunas incursiones en el del sobresaliente. Cuando superó la selectividad y le tocó elegir carrera universitaria, dudó. Se devanaba los sesos entre dos alternativas.

«Historia o Sociología, eso es lo que quiero estudiar», reflexionó en voz alta en presencia del jefe de facto de la Casa, el secretario general Sabino Fernández Campo. Al militar ovetense no le parecía la mejor opción y, al final, consiguió llevarla a su terreno encaminándola a la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, por aquello de que a una infanta de España le vendrá mejor en sus funciones públicas estudiar a fondo los sistemas constitucionales del mundo que una historia que ha conocido en casa, entre otras cosas, gracias a los magníficos oficios de la catedrática y doblemente académica (de la Historia y de la Lengua) Carmen Iglesias, que fue tutora suya y, posteriormente, preceptora del heredero de la corona.

La normalidad presidió los cinco años de carrera en una facultad con fama de «roja», la de Ciencias Políticas del mayor campus universitario de España. Todos los días arribaba en un Panda o en un Opel Kadett rojo que conducía personalmente y en el que solía poner música de sus dos favoritos: el ex de Police Sting y el afroamericano Michael Jackson, que en aquellos tiempos copaba el número uno planetario con su irrepetible Thriller. La sombra del Seat o el Opel principesco era sistemáticamente un coche de apoyo repleto de guardias civiles pertenecientes a la Seguridad de Zarzuela.

«Ni infanta de naranja, ni infanta de limón», se podía leer a modo de nada cordial recibimiento en las paredes de Políticas aquel lunes de septiembre de 1984 en que aterrizó por allí. Un juego de niños al lado de los vivas a ETA o a Terra Lliure que no es infrecuente ver treinta años después en una Facultad en la que se intentó agredir a Rosa Díez cuando fue a pronunciar una conferencia y en la que se reventó literalmente un acto del popular Josep Piqué, por poner solo un par de ejemplos de la tolerancia de unas minorías que tienen acobardado a profesorado y alumnado practicando a medias la joseantoniana dialéctica de los puños. Afortunadamente no hay pistolas.

Cristina se esforzó a fondo por dos razones que en realidad son solo una: era la primera royal española en cursar una carrera universitaria de cinco años y, obviamente, cinco años más tarde acabaría siendo la primera licenciada de los Borbones. Cartesiana como es, tenía perfectamente agendadas las horas que tocaba hincar los codos, las reservadas para jugar a squash en la cancha de Zarzuela y las que quedaban para irse de fiesta con amigas y amigos a su bar preferido, el Cock de detrás de Gran Vía, una coctelería de esas que solo se ven en Londres y que es un auténtico museo en el que la privacidad está garantizada. La legión de camareros se encargaba de apartar a los moscardones sin necesidad de que intervinieran los cinco beneméritos cachas que velaban por su tranquilidad.

Las cosas cambiaron de la noche a la mañana en el primer trimestre del curso 1984-85 cuando restaban pocas semanas para la Navidad. La voz de alarma saltó en el Cuartel de San Quintín en El Pardo, sede de la Unidad de Seguridad de Zarzuela. El coronel de Caballería Manuel Blanco Valencia, al mando del cuerpo de escoltas, descolgó el teléfono rojo.

—ETA tiene planeado secuestrar a la infanta Cristina en la Universidad. El tema lo tienen muy avanzado —le sopló desde el otro lado del hilo telefónico el jefe del Mando Único de la Lucha Contraterrorista, un Julián Sancristóbal que años más tarde daría con sus huesos en la cárcel por los crímenes de los GAL.

A Manuel Blanco, un militar discreto en las formas pero profesionalísimo en el fondo, le faltó tiempo para presentarse en el despacho de Sabino.

—Mi general, un infiltrado en ETA ha informado a los servicios antiterroristas que la banda planea secuestrar a doña Cristina en la Universidad Complutense.

Consciente de la gravedad de las palabras que acababa de escuchar, Sabino Fernández Campo procedió a informar al rey. Los nervios le hicieron olvidar que se encontraba fuera de la casa e inmediatamente dirigió sus pasos al otro gran despacho, donde la secretaria personal de doña Sofía, Laura Hurtado de Mendoza, sobrina del marqués de Mondéjar, certificó que algo no iba bien. El rostro de Sabino no mentía. No estaba totalmente desencajado, ya que había tenido que lidiar con unas cuantas peores como el 23-F, pero su cara era todo un poema que traslucía una rara mezcla de temor y satisfacción por un chivatazo que permitía ponerse las pilas para impedir que los asesinos etarras consumasen su objetivo.

—Vengo a informar a la señora de algo muy grave —expuso el general interventor que hacía las veces de secretario general de la Casa del Rey.

—Tú dirás, Sabino —le dijo la reina.

—El coronel Blanco me acaba de informar que, según los servicios antiterroristas, ETA tiene un plan para secuestrar a doña Cristina a la salida de clase en la Universidad Complutense —descargó el número dos de la Casa del Rey—. También recomiendan, y así se lo traslado a la señora, que la infanta no vaya a clase en unas semanas —agregó Sabino, como era su obligación, pero siendo perfectamente consciente de cuál podía ser la contestación de la muy germánica reina de España.

Y así fue.

—Bajo ningún concepto la infanta se va a perder un solo día de clase. Hasta ahí podíamos llegar. Que la seguridad aumente la protección —razonó la primera de las españolas.

—Espero que la señora perdone mi insistencia. Pero dentro solo la acompaña una agente femenina, ya que como la señora sabe dentro de la facultad no podemos tener muchos escoltas para no dar la sensación de ocupación —replicó el leal asturiano.

—Pues si no ya la protegerán sus compañeros, pero la infanta no va a perderse un solo día de clase, ni uno —zanjó el tema La Jefa. Y no hubo más que hablar.

La solución consensuada entre el coronel Blanco y el general Fernández Campo consistió en doblar el equipo de seguridad de doña Cristina. A partir de ahora no la acompañaría un automóvil de escolta sino dos. Los efectivos destinados a su custodia pasaban a una decena con el fin de desalentar a los terroristas del comando Madrid encargados de una acción similar en impacto al asesinato de Luis Carrero Blanco. Y si lo intentaban, ahí que estarían esperándoles diez de los mejores hombres y mujeres de la seguridad de Zarzuela a los que, además, se les proveyó de armas largas para poder repeler lo más expeditivamente posible un eventual intento de secuestro. Los veteranos de Seguridad de Zarzuela dicen que la víctima no fue informada de las intenciones de los terroristas etarras para no disparar su nerviosismo. Más aún teniendo en cuenta que la situación estaba controlada.

La del secuestro no era una posibilidad remota. Ni mucho menos. ETA se movía como pez en el agua en la capital de España. No había nada ni nadie que se interpusiera en su avidez criminal. Un año antes, un comando liderado por el terrorista Iñaki Aracama Mendía, alias Macario, había secuestrado al presidente del Banco de Descuento, Diego Prado y Colón de Carvajal, descendiente directo del descubridor y hermano del mejor amigo del rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal. El financiero no fue liberado hasta que la familia consiguió reunir los 600 millones del rescate.

Los planes para raptar a la infanta se habían intensificado a raíz del asesinato el 20 de noviembre de 1984 (coincidiendo con el noveno aniversario del óbito del dictador) del pediatra Santiago Brouard, uno de los cabecillas históricos del batasunismo. El sicario del GAL Luis Morcillo le pegó dos tiros a la entrada de su consulta en Bilbao y luego lo remató mientras agonizaba en el suelo. ETA, pues, estaba rabiosa. Tras haber secuestrado a una persona tan próxima al jefe del Estado como Diego Prado, ahora iban a intentar el no va más, una acción que hubiera convulsionado nuestro país y que inevitablemente habría puesto en una situación límite al gobierno. Por fortuna, la policía tenía infestada de informadores la banda terrorista. Esta vez hubo la baraka que faltó en otras ocasiones por culpa de la deliberada compartimentación existente en ETA en la que los pistoleros de un comando no tenían la más mínima idea de quiénes eran sus sanguinarios homólogos en los demás grupúsculos.

Entre susto y susto y examen y examen, doña Cristina tuvo también la oportunidad de vivir el sueño de todo deportista: unos Juegos Olímpicos. La hija del rey formó parte del equipo español de vela como reserva en la clase 470 en Seúl 88. De hecho, debutó en la última regata, resultando magullada por culpa de la virulencia del bravísimo mar coreano. Había un viento del demonio. Pero lo que lleva con más orgullo, aún veintiséis años después, es su condición de abanderada española de unos Juegos que más que por sus hazañas deportivas pasaron a la historia por el positivo del velocista canadiense Ben Johnson. Cristina de Borbón y Grecia tiró de modestia y austeridad dialéctica cuando la cámara de TVE se le aproximó tras portar la enseña nacional en el imponente estadio olímpico. Para variar, no se salió un milímetro del guión: «Ha sido una gran satisfacción, sobre todo, sabiendo que estás representado a un país entero y a todos los deportistas».

Seúl 88 fue mucho más importante para ella de lo que se cree porque para empezar emuló a su padre, que había sido olímpico en Múnich 72 con el primer Fortuna, un Dragón construido en Dinamarca. También porque en las acogedoras tierras situadas al sur del paralelo 38 tuvo lugar su primer gran fogonazo amoroso. ¿Y quién fue el afortunado? Pues ni más ni menos que Fernando León, uno de los mejores navegantes del mundo, seguramente el deportista más cercano al príncipe Felipe, el colega de mil y una guerras en la mar del futuro rey. Es un insigne representante de la escuela canaria de vela, que ha dado a España más medallas olímpicas en la especialidad que ninguna otra región.

Fernando León es un guaperillas descendiente de un alto mando del Ejército de ocupación de José Bonaparte desterrado a Canarias tras participar en la Batalla de Bailén, que supuso un antes y un después en la Guerra de la Independencia. El canario es tan buena gente que jamás ha dicho esta boca es mía ni una sola palabra que acredite un noviazgo que, haberlo, lo hubo. Y críticas, entre cero y ninguna porque es un señor de los pies a la cabeza. En Seúl fue diploma olímpico y en Atlanta, ocho años después, irrumpiría por derecho propio en el Olimpo de los dioses al conquistar la medalla de oro en 470 en compañía de José Luis Ballester, otro confidente velero del príncipe que acabaría en los calabozos por un caso de corrupción de la era Matas y que en estos momentos está imputado precisamente por el Caso Urdangarin. Él era el director general de Deportes que tramitó los dos Fórum que el duque organizó en la ciudad que da nombre a su título y que le metieron en el bolsillo 2,3 millones de euros públicos.

Doña Cristina se licenció en 1989 con todos los honores. Había hecho lo que nunca antes nadie en la familia real. Pero quería más. Y se propuso estudiar un máster. El lustro que pasó encerrada estudiando Derecho Político Comparado despertó su inquietud por las relaciones internacionales. Y qué mejor lugar para pasar de las musas al teatro que la capital oficiosa del mundo, Nueva York, sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de un sinfín de organismos públicos y privados, fundaciones de lo más variopintas e influyentísimos think tank.

Se inscribió en la Universidad de Nueva York, situada en Washington Square, en el corazón cultural y progre de la Gran Manzana. El barrio que inspiró a literatos de la talla de Edgar Allan Poe, Mark Twain, Herman Melville y el superlativo Walt Whitman. La Universidad de Nueva York no es Columbia, una de las siete grandes de los Estados Unidos, pero tampoco se queda corta: de sus aulas han salido veintitrés premios Nobel y doce Pulitzer. Ahí queda la cosa.

Aquel 1990 en Nueva York fue inolvidable para ella. Era una más. Salvo el turista españolito de turno, nadie la reconocía por la calle. Y podía hacer lo que le viniera en gana sin tener que dar cuenta al chófer, al secretario o a la doncella de guardia. Sin que las miradas de los viandantes la escrutasen inquisitorialmente o movidas por el cotilleo made in Spain como le sucede cuando camina por Madrid o cualquier otro punto de la nación por recóndito que sea. Solo la incondicional María Escudero, su verdadera amiga, quizá la única en la que confía ciegamente junto con sus primas María Zurita y Alexia de Grecia, la veía cada día. No por nada, sino porque compartían miniapartamento en Manhattan. Días de estudio, cosmopolitismo, museos, deporte, excursiones a los paraísos naturales de la Costa Este, viajes por el resto de los Estados Unidos y, naturalmente, algo de marcha por el Soho y las grandes discos de una ciudad que no se acuesta jamás. La única presencia institucional española eran los dos escoltas, supervisados por el Servicio Secreto estadounidense, desplazados permanentemente con el objetivo de que su estancia fuera lo más plácida posible. Y eso que a la infanta nunca le hizo gracia tener que ir acompañada mañana, tarde y noche, de lunes a domingos, de varios guardias civiles armados. «Nunca lo llevó bien, bueno, nunca lo llevó», recuerda una de sus compañeras de colegio con la que no ha perdido el contacto.

María Escudero es hoy, veinticuatro años después, la intimísima. Por encima incluso de María Zurita o Alexia. Las primas vienen impuestas por las leyes de la vida, las amigas no, las amigas las eliges. Y María, mujer de ese genio de las relaciones públicas y la comunicación que es el también mago Antonio Camuñas, ha estado ahí perennemente. Más en los malos momentos que en los buenos. Aún hoy día se siguen riendo del olor perpetuo que dejaban los guisos en su flat neoyorquino, donde predominaba la cocina española, especialmente la tortilla de patata y el gazpacho. «No se iba en una semana», rememora entre risas María Escudero, que hace diez años publicó un libro firmado a medias con Carla Royo-Villanova, esposa de Kubrat de Bulgaria. La obra, titulada Recibir en casa y saber vestir en cada ocasión, fue prologada por la infanta Pilar y estuvo amadrinada por el todo Madrid: Chenoa, Pilar Cernuda, Alejandra de Rojas, Mariló Montero, María Zurita, Paloma Segrelles, Margarita Vargas de Borbón y Laura Ponte.

Lo que no le gustó tanto fue el año que pasó en la Ciudad de la Luz realizando un training en el cuartel general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco). Anhelaba volver a España y trabajar. «De lo que sea y cobrando lo que sea, pero quiero ya un puesto de trabajo en mi país», se sinceraba cada vez que tenía ocasión intentando que su incomodidad llegase a oídos de su padre. Y eso que Federico Mayor Zaragoza, entonces director general mundial de la Unesco, se desvivía para que su estancia en París fuera lo más agradable posible en todos los órdenes. El exministro de Educación ucedista, personaje de la máxima confianza del rey, echó el resto pero quizá es que la burocracia que impera en Naciones Unidas no era lo que más motivaba a una veinteañera con ganas de buscarse la vida y volar por libre.

Y en 1992, el año que metió por fin a España en el mapamundi, Barcelona. Es decir, el centro del planeta Tierra, aunque fuera por dos semanas, las que duraron los mejores Juegos de la historia, los que el inmortal Juan Antonio Samaranch trajo a su ciudad. Cristina de Borbón se mudó a la Ciudad Condal por varias razones: porque quería independizarse —de hecho, fue la primera de los Borbón y Grecia en irse de casa— y porque de esta manera tenía el mar a tiro de piedra. Ergo, podía salir a navegar cuando le diera la realísima gana sin necesidad de tener que tomar un avión. En su decisión pesó, todo hay que decirlo, su hartazgo por las no excesivamente buenas relaciones de sus padres.

La enigmática Cristina optó por mimetizarse con la sociedad civil catalana, marcada ya por una docena de años de pujolismo y dictadura lingüística. Resolvió empaparse de la lengua de Espriú todo un año para estar a tono con una sociedad en la que por obra y gracia del hombre más rico de Cataluña, el no muy molt honorable Jordi, o sabías catalán o eras poco menos que un paria. Y eligió la Academia Rosa Sensat, bautizada así en honor a la madre de la educación y la pedagogía en Cataluña, una mujer progresista, adelantada a su tiempo, que descolló en plena República. Allá, entre el Paralelo y la Rambla, que acudía tres veces por semana a aprender y aprehender una de las dos lenguas oficiales de la comunidad autónoma. De escudera, la sempiterna Alexia de Grecia, con la que compartió apartamento de tres niveles en el barrio más chic de España: Sarriá. La lujosa vivienda les salía por 200 000 pesetas, un dineral para la época.

Alexia, hija del rey Constantino de Grecia y Ana María de Dinamarca, nació en Corfú y con tan solo dos años partió al exilio tras la desafortunada alianza de su padre con la dictadura de los coroneles. Una traición que la ciudadanía helena nunca le perdonó. La princesa es el alma gemela de doña Cristina. De la misma edad, gustos similares, idéntica idiosincrasia y parecidos modos y maneras, aunque la griega es más simpática que la española. Cristina lo sabe todo de Alexia y Alexia todo de Cristina. Quiso el destino, además, que ambas hayan terminado encontrándose en la misma situación: con sus respectivas parejas imputadas. La historia de Iñaki Urdangarin es sobradamente conocida, incluso allende nuestras fronteras. La de Carlos Morales no tanto porque al ser contemporánea a la del balonmanista está pasando desapercibida fuera de las Islas Afortunadas.

El arquitecto conejero fue imputado en 2009 por construirse en Puerto Calero una mansión de mil quinientos metros cuadrados, un 50 por ciento más que el palacete de sus primos Iñaki y Cristina, sobre suelo no urbanizable, además de invadir el dominio público marítimo-terrestre. Finalmente, hace algo menos de un año, en la primavera de 2013, se sobreseyó la causa penal contra él, aunque sobre su hogar de 4 millones de euros continúa pendiendo la amenaza del derribo.

Pero no quedan ahí las cuitas con la justicia del sobrino político de doña Sofía. Sigue imputado por corrupción en el Caso Unión, el presunto amaño del Plan General Urbanístico de Arrecife. Un escándalo más vivo que nunca y cuya magnitud creció elefantiásicamente en enero de 2014 al descubrirse que pruebas clave como los pinchazos policiales habían volado de los juzgados. Vamos, que alguien se las había llevado.

Volviendo a Barcelona, hay que reseñar que la vida de doña Cristina y la princesa Alexia era rutinaria. Solían ir a comer al Tragaluz, a cenar al Botafumeiro o a Mariona, de tapeo a un bar Tomás cuyas bravas gastan fama de ser las mejores de España y de copas a la zona de Marià Cubí, a Luz de Gas o a La Tierra. La pequeña de los reyes tomaba un dedo de whisky con coca-cola light. Normalmente, la custodiaban Marta Mas, compañera de barco, el Azur de Puig, y la no menos fiel Vicky Fumadó. Una Vicky Fumadó que pasó de ser su segunda de a bordo a convertirse en una reconocida pediatra y en el salvavidas al que se asieron Iñaki y Cristina cuando tan mal dadas vinieron por la instrucción de Nóos a partir de 2011.

Al año siguiente, 1993, se llevó uno de los mayores berrinches de su vida. El fallecimiento de su abuelo paterno, don Juan, en la Clínica Universitaria de Navarra la sumió en una profunda tristeza durante semanas y semanas. La empatía que tenía con el rey que no pudo reinar era total. Tal y como relata su primo Fernando Gómez-Acebo, Coco, «de los nietos, fue la que peor lo llevó». No por esperado, sintió menos el adiós de un eterno aspirante a monarca que se fue el 1 de abril de 1993 en medio de un enorme cariño popular. Un personaje que era la más viva prueba del nueve de que, como filosofó el ilustre socialista Félix Pons, «los grandes hombres se miden más por sus grandes renuncias que por sus grandes logros».

En septiembre de 1993 logró su ansiado empleo y nada más y nada menos que en La Caixa, concretamente, en el área de Exposiciones. Un puesto para toda la vida ya que nadie se imagina al solvente gigante financiero catalán quebrando, suspendiendo pagos y desde luego tampoco desapareciendo. A trabajar en La Caixa se le llama estabilidad laboral.

El siguiente novio de su escaso historial amatorio fue un Álvaro Bultó que parecía más un actor de Hollywood, capaz de competir en sex-appeal con el mismísimo Brad Pitt, que el aventurero que siempre fue. Un ADN incapaz de estar quieto. Hijo del empresario Francisco Javier Bultó, el fabricante de las motos Montesa y Bultaco, se desenvolvía con una facilidad pasmosa entre la nobleza. De casta le venía al galgo: su madre, Inés Sagnier, era una distinguida dama de la aristocracia catalana. Fue el romance que más cerca anduvo de desembocar en matrimonio.

Álvaro cumplía el estereotipo que siempre ha cultivado la infanta: alto, cachas, guapo, rubio, ojos azules y deportista. Solo había un pero: a Álvaro las mujeres le gustaban más que comer con los dedos. Atesoraba una facilidad pasmosa para conquistar al sexo opuesto, por no decir que, más que ligar él, se lo ligaban. Más o menos como Fernando León y muy en sintonía de lo que es un Iñaki Urdangarin con el que Cristina compartió flechazo a primera vista cuando los presentaron en los Juegos de Atlanta y del que no se ha separado desde entonces. Entre medias, oteó el corazón Borbón el mejor portero de waterpolo del mundo, el madrileño de San Blas Jesús Rollán. Una efímero affaire, ya que a la infanta le daba miedo lo fuerte que iba un waterpolista que ya por aquel entonces estaba metido de lleno en el infierno de la droga.

Álvaro Bultó y Jesús Rollán tuvieron finales paralelos. Murieron cuando no tocaba. El segundo con treinta y siete años, víctima de sus adicciones, consecuencia de la no adaptación del campeonísimo que fue —plata en Barcelona 92 y oro en Atlanta 96— a ese día después en el que ya no eres el más grande, cesa el peloteo, no hay palmaditas en la espalda que valgan, pierdes la condición de deidad o mito y te reintegras al mundo de los mortales. Álvaro Bultó se fue en agosto de 2013 cuando practicaba wingfly, un deporte de alto riesgo que consiste en lanzarte desde el abismo de una montaña de mil quinientos metros de altura a la espera de que se abra el paracaídas en forma de murciélago que llevas adosado a tu cuerpo. Falló el traje y murió en el acto al estrellarse contra el suelo en los Alpes suizos.

Doña Cristina lloró su muerte, al igual que la de Jesús Rollán, porque los dos dejaron en ella un recuerdo imborrable. Y seguro que se acordó de la frase preferida de Álvaro, que parafraseando al doctor Marañón recitaba una y otra vez: «Vivir no es solo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir, y no dormir sin soñar. Descansar es empezar a morir».