CAPÍTULO I

Lo que faltaba: Manos Limpias pide la imputación de la infanta. La infanta como asunto de Estado. «Alberto, esto no se nos puede ir de las manos». La reunión en Zarzuela en la que se forjó la Operación Cortafuegos. ¿Invitamos a Alfredo? Cuatro uf y un juez que decide no estigmatizar a Cristina

«¡Joder, lo que faltaba!», bramó el 14 de febrero de 2012 una muy noble boca en uno de los despachos más grandes de La Zarzuela. Aquel martes no fue precisamente el día del amor ni en los bellísimos parajes del Monte de El Pardo ni en un casoplón alquilado a nombre de Telefónica en el tan washingtoniano como cool barrio de Chevy Chase, ni tampoco en el despacho de la primera planta del 81 de la milla de oro barcelonesa (el Paseo de Gracia) que ocupa el bufete Brugueras, García-Bragado, Molinero y Asociados. Ni Rafael Spottorno, ni El Jefe, que es como se refieren en clave a don Juan Carlos los miembros de la liliputiense corte española, ni los duques de Palma, ni desde luego un inefable Mario Pascual Vives, que acostumbra a estar a por uvas, se esperaban que Manos Limpias se atreviera a reclamar ni más ni menos que la imputación de Cristina Federica de Borbón y Grecia. ¿Había «plan B»? No, entre otras razones, porque siempre se pensó que esto de Nóos era una cosa del «trepa de Vitoria», de ese chico «con el que nunca se tenía que haber casado Cristina» y que, en todo caso, lo de la séptima en la línea de sucesión era peccata minuta, tan peccata minuta que a nadie se le pasaría por la cabeza osar solicitar la intervención de un juez al que nadie fuera de las Islas tenía calado del todo.

Aquel día de San Valentín Virginia López-Negrete, la joven pero sobradamente audaz letrada del sindicato fundado por el antiguo dirigente de Fuerza Nacional del Trabajo Miguel Bernad en 1995, ultimaba a velocidad supersónica en su hogar capitalino del Niño Jesús el escrito que menos de veinticuatro horas después presentaría en el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma dando el paso que nadie sospechó que fuera a dar. Como por arte de birlibirloque, o no, que para eso están los 007 made in Spain, en Zarzuela sabían desde hacía pocas horas los derroteros que iba a tomar la valiente jurista bilbaíno-vallisoletana el miércoles por la mañana. La suerte estaba echada. La acción popular, derecho contemplado en ese artículo 125 de la Constitución que algunos quieren ahora fulminar, iba a dar un paso en el que con el devenir del tiempo se cumpliría el viejo aserto castellano que determina que «a la tercera va la vencida».

El miércoles 15 levantó el telón con uno de esos días de humedad mallorquina que se te mete hasta el tuétano y contra el que no hay forros polares o plumíferos que valgan. Santi Carrión, el procurador del sindicato Manos Limpias, se plantó con puntualidad británica en los dominios de José Castro a la hora de apertura del juzgado: las nueve de la mañana.

—Buenos días, vengo a presentar un escrito de Manos Limpias en la pieza separada 25 del Caso Palma Arena —espeta sin que nadie le haya preguntado. Sitúa los tres folios encima de la mesa sin aspavientos, diríase que con parsimonia, lo que toca en un hombre que odia los focos. El ciudadano mallorquín prototípico: reservado, humilde y nada dado a la ostentación o a las alharacas. Gente genéticamente acostumbrada a vivir detrás de la roca, tranquila al más puro estilo johnwayneiano, que no quiere líos con nadie. Gente de fiar pero a la que le cuesta abrirse.

En apenas un par de folios, Virginia López-Negrete insta a su señoría a tomar declaración a la hija de en medio de los reyes de España.

—Vaya narices que tienen estos —cavila una de las personas presentes en Instrucción 3, el juzgado estrella de la capital balear.

«Hay indicios suficientes de la posible participación de la infanta Cristina en los hechos que se investigan», razona la letrada en un somero alegato. Apenas se va el procurador, se desencadena el lógico cuchicheo en unas instalaciones judiciales que como casi todas las de España son más propias del Magreb desde el punto de vista de las infraestructuras que de ese primer mundo al que nos jactamos de pertenecer. El funcionario que selló el escrito de Manos Limpias alucinó. En una España en la que la omertá respecto a la familia real ha sido ley durante tres décadas largas resulta que existe un inesperado ADN que le echa los redaños suficientes para instar ni más ni menos que la imputación de la hija de El Jefe.

Virginia López-Negrete apuntaba maneras. Y en cierta forma el suyo era un escrito premonitorio de la tormenta que se abatiría sobre La Zarzuela año y medio después. Y no señalaba con el dedo a Nóos, que también, sino a Aizoon, empresa familiar que doña Cristina había montado a medias con su marido casi diez años atrás y que desencadenaría la madre de todas las batallas en la primavera, en el otoño y en el invierno de 2013. La letrada argumentaba que «la condición de secretaria de Aizoon conlleva la elaboración de las actas, su lectura y su firma». Perogrullo jurídico que, sin embargo, costaría sacar adelante más de la cuenta en una Península Ibérica en la que el vasallaje va impreso en el alma de Juan Español. A cualquier fulanito y menganita la mera suscripción de las actas de una entidad mercantil les convierte en responsables penales y civiles. Claro que, como diría aquel, «todavía hay clases». Haberlas, haylas. El tiempo demostraría que sí las hay.

Manos Limpias subrayaba, para no dejar el más mínimo resquicio a la duda, que «la infanta había dispuesto de dinero de la caja de la sociedad defraudadora [de Aizoon]». Que en el sindicato habían leído concienzudamente la edición del 30 de noviembre de 2011 de El Mundo lo demostraba el hecho de que esgrimían otra razón de peso para convocar en sede judicial a la hija del hombre cuyo retrato sobrevuela la testa de todos los jueces de España: la aparición del nombre de doña Cristina en los books que entregaba el Instituto Nóos en todas las administraciones y empresas en las cuales Urdangarin y Torres se plantaban con la obvia intención de rapiñar. Con el objetivo ulterior de, Iñaki y Diego dixit, «forrarse y, cuanto más, mejor».

El miércoles 30 de noviembre el diario dirigido por Pedro J. Ramírez había abierto a cuatro columnas con un elocuente titular: «Urdangarin usaba a la Casa Real como gancho para sus negocios». La noticia se completaba con una foto de Iñaki, Cristina y los niños (los tres varones, Irene no había nacido) en la Cabalgata de Reyes de Alcalá de Henares de 2003, mientras negociaba su primer gran pelotazo en la ciudad que vio nacer a don Miguel de Cervantes Saavedra. Seguro que ni don Quijote ni su escudero Sancho habrían dado crédito a la que lió el yerno del monarca en un ayuntamiento socialista que le regaló 35 000 euros por unos informes que no servían ni para hacer de posavasos del alcalde de la época, el socialista Manuel Peinado, que goza del dudoso honor de haber sido el primer político que hizo las veces de pardillo y pasó por la caja del tándem.

Iñaki aterrizó en Alcalá de Henares de la mano de un introductor de embajadores de postín: Rafael Guijosa, uno de sus «troncos» del alma, internacional de balonmano como él y compañero durante doce años en el Barça. Él le animó a intentar vender su «producto» en Alcalá de Henares, donde Rafa acababa de aposentar sus reales tras un carrerón que alcanzó su cénit en 1999, cuando el extremo fue declarado «mejor jugador del mundo». El alcalaíno Guijosa, que durante al menos un año fue «El Cristiano del balonmano», consiguió que Iñaki y Diego, Diego e Iñaki, que tanto monta, monta tanto, entregasen su propuesta de negocio a un Peinado que ni en el mejor de sus sueños pudo verse alternando con la realeza. En ella se dejaba meridianamente clara la composición de la Junta Directiva: «También se [sic] integra Su Alteza Real la infanta doña Cristina de Borbón y don Carlos García Revenga, asesor de la Casa de Su Majestad el Rey». El destinatario sabía, pues, de qué iba la cosa. Se le venía a insinuar, torticeramente, eso sí, que si pagaba el peaje dejaría contenta a la Casa Real y que si optaba por proteger el erario desairaría a la primera familia de un país todavía llamado España. No había lugar a la duda y eso precisamente es lo que enfatiza Virginia López-Negrete en un texto en el que se resalta respetuosa pero valientemente que «la figura de doña Cristina se utilizaba para facilitar el acceso en condiciones de privilegio». «Todo ello —abundaba la hábil abogada de Manos Limpias— se hacía con su pleno consentimiento». El de la infanta, obviamente.

El miedo escénico, el pavor, el pánico en definitiva, se apoderó de La Zarzuela cuando se enteraron del párrafo siguiente, en el que se mantenía que la mujer del ínclito Urdangarin «era conocedora de las argucias financieras fraudulentas que se realizaron para evadir impuestos a la Hacienda Pública». Ni al muy diplomático diplomático Rafael Spottorno ni al vehemente periodista Javier Ayuso, jefes de las cocinas de Zarzuela, se les escapó dónde podía acabar lo que a primera vista no pasaba de ser un escrito de cara a la galería «porque en España no hay quien pase la línea roja que supone imputar a un royal». Nadie mejor que ellos para percatarse de que la defensa de la hija pequeña del rey dependía de la docilidad del juez de turno. Si la diosa Justicia miraba hacia otro lado as usual, no problem; si le daba por hacer su trabajo, Zarzuela no tenía un problema sino más bien un problemón.

Rafael Spottorno, un hombre inteligente como pocos y honrado a carta cabal como ninguno, de los Ortega de toda la vida, había efectuado una prospección previa para conocer lo más certeramente posible los chanchullos de un dúo, el conformado por Urdangarin y Torres, que tenía más peligro «que una piraña en un bidé», como ellos se encargaban de ironizar cuando alternaban con gente de confianza y llevaban alguna copa de más. Cuando, bien entrada la noche, Iñaki le daba a esa bebida de la que presume de ser un experto y cuando el más prudente en estas lides Diego Torres se había pasado de copitas de vino.

Spottorno, antiguo jefe de gabinete del añorado Pacordóñez y del siempre irascible Javier Solana, es un individuo bregado, de esos que se las saben todas. Cuando alguien le comentó que José Castro tenía sesenta y cinco años, es decir, que no se le podía seducir con un caramelito en forma de cargo en una audiencia o en un tribunal superior porque a su edad ya no aspiraba a nada, que en líneas generales era un hombre independiente e insobornable, intuyó que aquello podía terminar como el rosario de aurora. Los scoops de El Mundo hicieron el resto y dispararon geométricamente los temores de un hombre frío en su trabajo, al que nunca se le verá perder la compostura en público, aunque caliente de temperamento.

Doña Cristina había firmado las cuentas anuales, la constitución y la disolución de Nóos, tenía de tesorero a su secretario personal y era accionista fundadora y presidenta de Aizoon. Vamos, que acumulaba todas las papeletas para recibir una citación judicial y hacer historia convirtiéndose en la primera intocable en pasar por un juzgado haciendo trizas ese mantra que sostiene que los privilegios de la monarquía pasan indefectiblemente por su ejemplaridad.

Rafael Spottorno habló del tema con un don Juan Carlos que lógicamente adivinaba el alcance que podía tener la toma en consideración de los deseos de Manos Limpias. Al hombre que había sorprendido en su discurso de Nochebuena proclamando a los cuatro vientos que «la justicia es igual para todos» se le llevaban los demonios pensando que algún día se podía pasar de las palabras a los hechos. Que una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo. Que la crisis podía derivar de «Cristina sí-Cristina no» a «monarquía sí-monarquía no». Que no es cuestión de que de repente salga el Ortega y Gasset del siglo XXI y vuelva a soltar el temido «delenda est monarchia».

El ir y venir de telefonazos fue incesante a partir del 15 de febrero. El rey llamó a Rajoy, Rajoy al rey; otras veces era don Juan Carlos el que se ponía en contacto con el notario mayor del reino, Alberto Ruiz-Gallardón, o viceversa, el notario mayor del reino era el que se dirigía a don Juan Carlos. El jefe de la Justicia española despachaba repetidamente con el fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, y este a su vez hacía de enlace con el mandamás de Anticorrupción, Antonio Salinas. El destinatario último de todas las consultas era un fiscal intocable y competente llamado Pedro Horrach, perteneciente a una pequeña pero riquísima saga de hoteleros mallorquines. Una suerte de Eliot Ness que no necesita del sueldo del Estado para vivir porque es rico por su casa, pero que se metió a fiscal porque lo de servir a la ciudadanía le motivaba más que ganar dinero a espuertas aprovechándose de ese El Dorado que es turísticamente Baleares.

«¡Algo hay que hacer, algo hay que hacer!», era la frase más repetida en la margen izquierda de la carretera de La Coruña (palacio de La Moncloa) y también en la derecha (La Zarzuela).

«Alberto, esto no se nos puede ir de las manos», le advirtió el presidente al ministro de Justicia.

Al final se optó por convocar una reunión doblemente top: top desde el punto de vista institucional y top secret, muy top secret, al punto que todos se juramentaron para que no trascendiera una coma. No era lo más aconsejable del mundo que se supiera que se habían citado y para qué se habían citado, más que nada porque quedaría como un conciliábulo o un contubernio. Lo que le faltaba a la corona en un momento tan sensible, cuando restaban diez jornadas para la declaración de Iñaki Urdangarin ante un juez Castro que aparentemente iba por libre.

Decidido el qué, quedaba por resolver los dos siguientes enigmas: el cuándo y el quién. Con buen criterio alguien recomendó no dar ningún paso hasta comprobar el desenlace del cara a cara José Castro-Iñaki Urdangarin, de esa crucial declaración del 25 de febrero de 2012 que marcó un hito en la historia de España y que, sin embargo, quedaría reducida a nota a pie de página dos años menos diecisiete días después, cuando la infanta tuvo que pasarse por los juzgados de Palma no sin antes resistirse personalmente y por fiscales interpuestos.

El último sábado de febrero de 2012 amaneció gris en una ciudad, Palma, en la que las nubes son rara avis y en la que la lluvia es afortunadamente para el turismo un bien escaso. Aconsejado por un Mario Pascual Vives que es un especialista en Derecho Civil y Mercantil pero un lego en Penal, el todavía entonces duque de Palma optó por enredarlo todo. Por destapar la caja de los truenos. Le pegó a todo y a todos.

Lo primero que hizo fue presentarse poco menos que como un tonto o un ingenuo en manos de un «listo desaprensivo» llamado Diego Torres. Como en el cole, echó mano de un «y yo no he sido» más viejo que la tana que puede provocar el efecto deseado o revolverse en el aire cual bumerán para terminar dejándote KO. Torpe estrategia de defensa, pues resultó ser una inconsciente declaración de guerra a su socio y amigo, que respondería casi en tiempo récord blandiendo unos correos electrónicos que han hecho mucha pupa en la primera institución del Estado. Y más que pueden hacer…

Si echas un pulso a un amigo que lo sabe todo, lo bueno y lo malo de ti, puedes acabar desnudo frente a tus propias miserias. Pero si intentas torcerle el brazo a un suegro que encima es el jefe del Estado, es que o estás loco o eres un estólido. No hay más posibilidades. O lo uno o lo otro o tal vez las dos cosas a la vez. Pues eso, provocar al rey es lo que hizo cuando le inquirieron al duque de Palma por los 375 000 euros que le ingresó el empresario castellonense Eugenio Calabuig en una cuenta del Credit Suisse en Lausana, ciudad a orillas del Lago Leman sede del Comité Olímpico Internacional, que, por cierto, tantísimo ansió nuestro protagonista.

El fiscal Pedro Horrach sacó el tema a colación en medio de la declaración, como quien no quiere la cosa, cuando el duque se las prometía más felices confiando en que su azote se había olvidado de un tema espinosísimo publicado en primicia por el diario El Mundo unas semanas antes. Un documento inequívoco firmado por la siempre fiel Julita Cuquerella, el único ser vivo —junto a Cristina, obviamente— del que se fía al cien por cien. En el documento se instaba a Eugenio Calabuig, dueño de Aguas de Valencia, un empresario con fama de serio, a abonar los 375 000 del ala en ese paraíso fiscal cada vez menos seguro que es la Confederación Suiza. Las instrucciones eran taxativas. El concepto no figuraba en el papel redactado de su puño y letra por Cuquerella, pero más tarde se declaró que era por intermediar en el trasvase de aguas entre el Mar Rojo y el Mar Muerto. Un imposible físico y metafísico por cuanto constituiría una de las mayores obras de ingeniería de la humanidad, aparte de constituir un sinsentido por razones obvias.

—Señor Urdangarin, ¿tiene usted alguna cuenta en Suiza? —cuestionó el representante de Anticorrupción.

—Ni tengo cuentas bancarias ni estoy autorizado en cuentas bancarias en Suiza —espetó el justiciable casi sin dejar terminar al interrogador, como si tuviera memorizada la respuesta.

Segundos después, y tras mostrarle Horrach las pruebas de los pagos helvéticos de Calabuig, Urdangarin lanzó un implícito desafío que muy pocos, excepción hecha de don Juan Carlos y Rafael Spottorno, entendieron.

—Ese dinero no era para mí, era para el empresario jordano Mansour Tabaa —aclaró oscureciendo aún más un caso sobre el que planeaban ya muchas sombras, demasiadas quizá.

Iñaki Urdangarin no se había equivocado. Tampoco había sufrido un rapto de locura. Su respuesta era un mensaje cifrado en dirección a un palacio del Monte de El Pardo llamado La Zarzuela. El empresario jordano Mansour Tabaa es el excuñado del príncipe Faisal, hermano del rey Abdalá. Un individuo al que conoce bien don Juan Carlos. Las malas lenguas urdangarinescas dicen que han hecho negocios juntos. El duque de Palma y Diego Torres, cada uno por su lado, han asegurado a todo aquel que ha querido oírles que es el «testaferro del rey de España». Pruebas, eso sí, ninguna. Cierto o no, este dardito no hizo precisamente mucha gracia en palacio. En honor a la verdad hay que resaltar que los 375 000 euros que aflojó el dadivoso de Calabuig fueron íntegramente para un Iñaki que habría hecho las delicias de Carlo Collodi, el creador de Las aventuras de Pinocho. Ni un solo euro de ese pastizal fue al bolsillo de don Juan Carlos.

Pasado el trago del 25-F se tocó a rebato. La semana del 27 de marzo se convocó en La Zarzuela a la crème de la crème del reino de España. El punto único del orden del día de la reunión más confidencial de los últimos años era un Caso Urdangarin que amenazaba con transformarse en Caso Infanta. Era preciso ponerse la venda antes que la herida con el evidente objetivo de que no se produjera un solo rasguño en el rostro de una monarquía inmaculada por su condición de intocable hasta hacía bien poco y porque, todo hay que decirlo, había hecho bien sus deberes. Especialmente, el de la Transición de la dictadura a la democracia, una aventura política que se pone de ejemplo en las grandes universidades estadounidenses y europeas.

Alguien puso encima de la mesa la necesidad de convocar al jefe de la oposición, el químico Alfredo Pérez Rubalcaba, buen amigo de Rafael Spottorno, sobrino de José Ortega y Gasset y genéticamente unido a ese Grupo Prisa que tanto gusta al secretario general del PSOE. «Será mejor tener a nuestro lado al hombre que representa a siete millones de españoles que dejarlo cabreado. Porque enterarse, se acabará enterando», apuntó una de las mentes pensantes de palacio con tan buen criterio como, visto lo visto, ningún éxito. Que sí, que no, que sí, que no… y al final fue que no. Las consecuencias no se hicieron esperar: en los meses posteriores el PSOE se comportó públicamente como el partido republicano que es y no como la formación juancarlista que Felipe González quiso que fuera. Los recaditos de Ferraz, soterrados, tan soterrados que solo los entendían unos pocos, fueron persistentes. La opinión pública no se percató de una retahíla de declaraciones en las que se soltaba alguna puyita a la Casa… ni falta que hacía porque lo único que preocupaba al Fouché pilarista Pérez Rubalcaba es que se percatasen el monarca y alrededores. El secretario general del PSOE jamás olvidaría aquel feo.

Resuelta la cuestión, llegó el gran día, que varias fuentes sitúan en el martes 28 de febrero de 2012. El Audi A-8 de Mariano Rajoy arribó al Monte de El Pardo casi a la par que el Peugeot 607 del ministro de Justicia y notario mayor del reino Alberto Ruiz-Gallardón, que no hacía aún un par de meses había cedido la vara de mando de la Villa y Corte a Ana Botella para situarse al frente de un ministerio que no era el que le adjudicaban unas quinielas que le veían entre Interior y Defensa. El fiscal general del Estado, el éticamente impecable Eduardo Torres-Dulce, acompañó a su jefe para informar con precisión milimétrica del estado de situación; para antes de dar paso a la tormenta de ideas, exponer con claridad de cirujano los diferentes escenarios que se adivinaban en el horizonte penal de los duques de Palma.

El presidente del Gobierno y sus subordinados aguardaron pacientemente la llegada de la jefatura. Más que hablar, cuchicheaban. Tampoco era cuestión de que el monarca irrumpiera en la sala y estuvieran parloteando más alto de lo que toca en un sanctasanctórum como ese.

—¡Señor!, ¡señor!, ¡señor!, —exclamaron casi al unísono el primer ministro, el notario mayor del reino y el jefe de una Fiscalía que, según la Constitución, depende jerárquicamente del gobierno de turno.

—¿Qué tal, presidente, cómo estás? —tomó la iniciativa don Juan Carlos, que fue saludando, uno a uno, a los presentes. La afectuosidad real era sincera. No en vano, El Jefe se lleva maravillosamente bien con Mariano Rajoy, infinitamente mejor que con un José María Aznar al que no soportaba por la cantidad de «noes» que le dedicó. Sin ir más lejos, aquella tarde en la que le pidió sustituir con cargo al erario el viejo Fortuna, regalo del «hermano» Fahd de Arabia en el ecuador de los setenta, por una nueva embarcación acorde a su real condición y representación. Un yate que se quedaba tirado cada dos por tres y que era una chalupa en comparación con los barcazos de los ricachos patrios y extranjeros, propios y extraños, que surcaban la costa de Mallorca. Especialmente cariñoso estuvo con Eduardo Torres-Dulce, hijo de magistrado del Supremo y sobrino del ex presidente del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista, que acababa de llegar al generalato de la carrera tras conseguir en 2009 ser el más votado en las elecciones al Consejo Fiscal. Con Alberto Ruiz-Gallardón no hizo falta esforzarse demasiado, entre otras cosas porque es como de la casa. El ministro de Justicia es Zarzuela pura, un personaje de la más absoluta confianza del jefe del Estado y no digamos ya del que dentro de unos años será jefe del Estado. De casta le viene al galgo. Su padre, el tan entrañable como simpatiquísimo José María Ruiz-Gallardón, fue un destacado juanista que participó en el Contubernio de Múnich familiarmente vinculado a la propiedad del diario monárquico por antonomasia, el ABC.

Terminados los cumplidos, tomó la palabra el presidente del Gobierno para instruir a los allí presentes acerca de la necesidad de poner en marcha la Operación Cortafuegos. No se podía consentir un solo movimiento hacia la imputación de la infanta. Cualquier paso en ese sentido debía ser cortado de raíz, sin contemplaciones, por las buenas o por las malas. Que le quedase claro al que osase imitar a Manos Limpias que Cristina de Borbón era cuestión de Estado.

El fiscal general esbozó varios escenarios y calificó de «altamente improbable» la posibilidad de que los temores de Zarzuela se hicieran realidad. Aunque José Castro había demostrado a lo largo de sus casi treinta y cinco años de carrera una independencia a prueba de bombas, los datos que obraban en poder del fiscal anticorrupción Pedro Horrach no invitaban al pesimismo. Lo creían controlado.

Claro que en aquel entonces se conocía la participación de la hija pequeña de los reyes en el Instituto Nóos pero no los tejemanejes en Aizoon, la sociedad familiar que los duques de Palma constituyeron para desviar los fondos públicos detraídos de la Generalitat Valenciana, la catalana, el Govern de las Islas Baleares y el Ayuntamiento de Alcalá de Henares, entre otros muchos incautos que pasaron por caja, incluido también un sinfín de empresas privadas.

El principio acusatorio que rige los usos y costumbres jurisdiccionales y el manejo de la Fiscalía por parte del gobierno convertían en misión imposible que el incontrolable e insondable José Castro fuera por libre.

—No hay margen para ello —apuntó el ministro de Justicia, tan seguro de sí mismo como siempre, y que a sus innegables dotes para la política y no digamos ya para la oratoria une la condición de fiscal. Vamos, que sabe de qué va la vaina. Gallardón pensaba, además, que las pruebas contra la infanta eran tan inconsistentes que la reclamación de Manos Limpias recibiría un sonoro carpetazo.

El príncipe no estuvo en esta reunión para la historia. Pese a ser la gran víctima del Caso Urdangarin, el DAÑO COLATERAL en mayúsculas, prefirió declinar la invitación. Nada nuevo en un ADN dotado de un sentido común fuera de lo normal y que acostumbra a escuchar mucho y hablar poco. Es más, el heredero continuaba escamado después de que se le hubiera apartado del carril tras unos primeros momentos, el otoño de 2011, en los que asumió el mando de las operaciones. Con la ayuda del Sabino del siglo XXI, el impecable en todos los órdenes Jaime Alfonsín, optó por lo más práctico para la institución: romper amarras con el matrimonio Urdangarin-Borbón. Por poner en práctica la teoría made in Fernando Almansa de amputar el miembro gangrenado. Esa estrategia no solo salvaba la corona sino que, además, podía disparar exponencialmente su prestigio si la ciudadanía veía que La Zarzuela no era palacio para corruptos y que, ciertamente, todos somos iguales ante la ley…

«¿Y qué hacemos con Iñaki?», se planteó a continuación, sin solución de continuidad.

El análisis fue inversamente proporcional en lo que al diagnóstico se refiere cuando se pasó revista a la relevancia penal de los hechos atribuidos al expivote del equipo de balonmano del Fútbol Club Barcelona.

—Lo tiene muy difícil, lo normal es que sea condenado a penas de cárcel —soltó sin rodeos el ministro de Justicia, apelando a las incontrovertibles pruebas que había encima de la mesa y al hecho de que el fiscal Horrach y el juez Castro habían coincidido ya en imputarle cuatro delitos (falsedad, fraude, malversación y prevaricación) que comportaban alrededor de quince años de reclusión.

Iñaki Urdangarin era un juguete roto y, lo que era peor para él, nadie iba a forzar la máquina ni torcer la ley para apartarlo del abismo. Estaba amortizado. Más papistas que el Papa, el presidente Rajoy y el ministro Gallardón dejaron caer la posibilidad de conceder el indulto al de Zumárraga.

—Nosotros, señor, estaríamos dispuestos a arrostrar las consecuencias que tendría ante la opinión pública el indulto al duque de Palma —argumentaron tirando de manual de realpolitik.

Las seis autoridades presentes se juramentaron para guardar secreto sobre una cita «que nunca ha tenido lugar» y para llevar la Operación Cortafuegos hasta sus últimas consecuencias. La infanta era intocable, costara lo que costara, cayera quien cayera. Y no había más que hablar.

El lunes 5 de mayo de 2012, a la vuelta del larguísimo puente en la Comunidad de Madrid, José Castro resolvió. Y lo hizo tirando de bacigalupismo puro. Parafraseando al exmagistrado argentino de la Sala de lo Penal del Supremo, que instauró la bananera teoría de la estigmatización para rechazar citar a declarar a Felipe González por el Caso GAL, el juez instructor del Caso Urdangarin desestimó las pretensiones de Manos Limpias.

—Citar a doña Cristina de Borbón solo conduciría a estigmatizarla gratuitamente —reflexionó en voz alta el cordobés en un auto cortito y al pie, que diría un futbolero.

Tampoco tenía mucho margen de maniobra. En estricta aplicación de la Operación Cortafuegos, Pedro Horrach se había opuesto a la imputación de la mujer del hombre que daba nombre al caso con una tesis antitética a la machista que ahora sostiene en defensa de la inocencia de doña Cristina. «La responsabilidad penal es personal. Lejanos están los días en que por el acto de conducta de una persona debía responder su cónyuge», filosofaba el fiscal anticorrupción más famoso de España.

En Zarzuela, en Moncloa, en San Bernardo (sede del Ministerio de Justicia) y en La Castellana (cuartel general de la Fiscalía) se emitieron sendos suspiros de alivio. A todos se les antojaba que la Operación Cortafuegos había quedado para vestir santos y poco más. Pero tanto el rey como el príncipe, el presidente y sus subordinados olvidaron un nada insignificante detalle: que el destino está escrito en las estrellas.