Querido amigo: Con el cuerpo dolorido me levanté al día siguiente bien temprano. Quería ver el Campo después de la evacuación. Lo primero que observé fue que no había guardia;
los centinelas habían desaparecido. ¡Estamos libres!, gritaba para mis adentros. Entré en las oficinas de los S.S. donde todo estaba en desorden. Cajones, ficheros, carpetas y papeles tirados por el suelo daban la sensación de haberlo saqueado una cuadrilla de bandidos. Las fichas y los expedientes de los desaparecidos habían sido quemados y no quedaba rastro para indagar documentadamente los crímenes allí cometidos. Fui a la «Ambulancia» y me enteré que el personal del Hospital, que yo creí inocentemente que era mi protector, se había marchado a la una de la madrugada. No quedaba más que el médico cirujano francés, el oculista, también francés, y un paciente belga. Ése era todo el personal que habían dejado para atender a más de mil enfermos, algunos de ellos graves. Prácticamente el Hospital quedó abandonado. Se habían ido los Jefes de barraca, los secretarios, médicos, enfermeros, farmacéuticos, laboratoristas, el que transportaba los cadáveres, ¡hasta el personal del crematorio!, cuyos hornos estaban entonces apagados. ¿Quién enterraría en lo sucesivo los cadáveres? Porque la muerte seguiría realizando su obra destructora.
Los cocineros también se habían marchado y la cocina estaba en poder de unos rusos que trataban de agotar las subsistencias.
Desde que se produjeron los bombardeos de Oraniemburg, no había agua ni funcionaban los retretes. Las deyecciones se echaban en hoyos al aire libre y no había quien los limpiase. El peligro de una epidemia era constante. No quedó personal útil para limpiar las marmitas y gamellas para la comida. Las salas no se barrían y los enfermos no se lavaban por no haber quienes fueran a buscar agua. Los heridos estaban sin curar por falta de practicantes y material. Algunos estaban graves por ^.las amputaciones de piernas que les habían hecho a causa de los bombardeos a las fábricas. Se habían llevado todo lo que les podía ser útil. ¿Para qué lo querían, si la guerra la tenían ya perdida?
A las diez de la mañana, izaron una bandera con la Cruz Roja.
La batalla se estaba desarrollando entre Oraniemburg (población) y el Campo de concentración. Por el sonido de los disparos de cañón se sabía la posición que ocupaban. Los rusos avanzaban y los alemanes se replegaban hacia Berlín. Las granadas y obuses pasaban por encima del Campo. Una granada estalló sobre la barraca once y produjo dos muertos y varios heridos. Se recomendó que no saliera nadie de las barracas, para evitar que los aviones alemanes bombardearan el Campo al ver que había allí gente.
A las cuatro y veinte de la tarde entró un oficial ruso y todos los que pudieron andar salieron a recibirle. Le abrazaron y besaron; era el heraldo de la libertad. Visitó algunas salas del Hospital y se marchó. Al día siguiente, lunes 23 de abril, volvieron los rusos; abrieron los almacenes de los S.S. en los que había jamones, tocino, pan, vinos, legumbres secas y tabaco y todo fue tomado por los presos, pues los rusos no querían nada. También dejaron allí los alemanes motos y bicicletas. La desbandada había sido precipitada y total.
El martes día 24, salí del Campo y llegué hasta la carretera de Berlín; nadie impidió que me marchase, pero como no podía andar y nadie me entendía ni yo comprendía el alemán, ni sabía dónde dirigirme, decidí quedarme y esperar los acontecimientos.
Por la tarde entraron los oficiales polacos; hablaron con sus compatriotas y al enterarse de que yo estaba allí, me hicieron salir de la barraca y me saludaron afectuosamente. Dos de ellos hablaban francés mejor que yo y nos entendimos; hicieron fotografías de grupos y la mía sola; me pidieron y les di autógrafos; conversamos y nos fuimos juntos a visitar el crematorio. También entramos en el burdel, que estaba convertido en Hospital de mujeres, casi todas polacas. En los sótanos nos encontramos cuatro mujeres con sus hijos de pocos días de nacidos y habitando un local inmundo.
Pasaron dos horas y llegaron otros oficiales polacos que iban directamente a verme. Conversamos en francés y me preguntaron que cuándo pensaba salir de allí. Les contesté que no lo sabía y entonces uno de los oficiales me dijo que iba a hablar con el General en Jefe para enterarse si estaba dispuesto a ponerme en libertad. Al poco rato volvió para comunicarme que el General había dado orden de que me sacaran del Campo inmediatamente. Subimos en un automóvil y en el camino me dijeron: «Nosotros le queremos a usted, porque representa la España antifascista». Le expresé mi reconocimiento en nombre de los españoles antifascistas y en el mío propio y continuamos departiendo con la mayor cordialidad.
Llegamos a Waudlitz (Morc), pueblo situado a dieciséis kilómetros de Berlín, desde donde se oían perfectamente los cañonazos y bombardeos, pues se estaba luchando en las calles de la capital alemana.
Varios oficiales me recibieron con una afabilidad y una cordialidad extremas; estaba verdaderamente emocionado. ¡Y luego dicen que los martes son de mal augurio! ¡Para que se fíe usted de supersticiones!
Pusieron a mi disposición una casita, me dieron ropa interior, calzado, sombrero, abrigo, bastón, pluma estilográfica y lápiz, y me dijeron que no me daban reloj porque no lo encontraron. Me dejaron un soldado para servirme en lo que me fuera necesario, mas como no hablaba español ni francés ni yo el polaco, teníamos que entendernos con el lenguaje universal de la mímica. A los diez días me enviaron un sargento que había estado en las Brigadas Internacionales en España y que hablaba español. ¡Ya no estaba solo!
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Al día siguiente de llegar a Waudlitz me visitaron los generales del Primer Ejército polaco y de la Primera División. Estaba entre oficiales del Primer Batallón. Los dos Generales se mostraron muy amables. Les di las gracias por haberme libertado y me contestaron que estaban obligados a ayudar a los perseguidos. Mostraron interés en conocer cómo vivíamos en el Campo de Oraniemburg y les informé de lo que tenía conocimiento, dándoles cuenta de la situación en que quedó el Hospital. Prometieron prestar toda la ayuda posible enviando material de cura y a continuación se despidieron con demostraciones de gran cordialidad.
Me parecía que estaba en otro mundo; que había salido de un pueblo salvaje y penetrado en otro civilizado.
Una agencia periodística me solicitó información y tomó varias fotografías, y al despedirse los periodistas me prometieron que enviarían un telegrama a mi hija, comunicándole que estaba en libertad.
También un periódico ruso me pidió información, que le facilité y no hay que decir que impresionaron varias placas.
El día primero de mayo fui invitado a la fiesta que se celebró en un teatro en la que participaron artistas polacos y la Banda de Música Militar.
Como puede apreciar, mi presencia constituía una novedad y un caso insólito; las atenciones de que fui objeto las tendré siempre presentes como una prueba de solidaridad entre gentes en las que no se ha atrofiado la sensibilidad.
El día 2, la División y el Batallón marcharon a Berlín a tomar parte en la batalla, y para no dejarme solo en Waudlitz, me llevaron a un Hospital polaco situado en Valten, a treinta kilómetros de la capital.
¡Qué contraste! Los mismos hombres que daban tan inequívocas pruebas de cordialidad y solidaridad humana, marcharon a unos cuantos kilómetros de distancia a matar a otros hombres y a dejarse matar, sin que entre unos y otros existieran motivos personales de querella.
En el Hospital fui muy bien recibido, y me instalaron en una sala con un profesor polaco que había estado en el Campo conmigo. Este señor hablaba francés, por lo que pudimos conversar.
Los médicos eran mujeres polacas y rusas. Me hicieron dos reconocimientos y una radiografía, y diagnosticaron que no padecía ninguna enfermedad.
A los tres días se presentaron otra vez los oficiales que ya conocía; iban a buscarme y nos trasladamos a otra población situada a setenta kilómetros de Berlín. Allí la batalla había terminado con la capitulación de los alemanes, quienes dijeron que Hitler se había suicidado.
En la nueva población me tenían preparada una casa magnífica. Excuso decirle que mi espíritu y mi cuerpo se habían reanimado y tenía confianza en que no volverían los días negros. Apenas instalado me disponía a comer cuando me avisaron que por orden superior debía salir para otra población situada a treinta kilómetros más al Oeste de donde estábamos, en la que se encontraba el General Walter, que estuvo en nuestra guerra de España. Cené y dormí aquella noche, sin poder ver a dicho General, en virtud de que le fue imposible abandonar sus deberes.
A la mañana siguiente, recibí nuevo aviso de que tenía que salir en seguida para ir a otro lugar más distante de Berlín. No debe extrañarle que no retenga el nombre de las poblaciones alemanas, pues no conociendo el idioma, resulta sumamente difícil, a menos de que con tiempo y tranquilidad se puedan anotar si hay quien nos ayude a ello.
París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Salimos en automóvil un oficial polaco, otro alemán, el conductor y yo. No conocía a ninguno de los tres y como desconocía su idioma no pude enterarme a dónde íbamos, pero no me asaltó inquietud alguna, pues estaba en terreno aliado.
Llegamos a Berlín y como mis acompañantes no conocían la ruta que debíamos seguir para llegar al lugar donde íbamos, recorrimos las calles durante más de tres horas, circunstancia que me permitió darme cuenta de cómo había quedado la población. Era un montón de ruinas. Por donde pasábamos no veíamos una casa en pie. El corazón se oprimía al ver destruidos tantos siglos de trabajo. El hombre es el animal más capaz para la obra de creación y el único que destruye lo que ha construido para su satisfacción. El odio contra Hitler y sus secuaces aumentaba, porque eran los verdaderos culpables de semejante catástrofe.
No podíamos adivinar dónde vivía la gente; yo creo que entre los escombros. Muchos no habían salido durante los últimos seis meses de los refugios contra los bombardeos; por las calles sólo se veían mujeres en una proporción que bien podría ser de cien por cada hombre. ¿Sería ese el espacio vital deseado?
Después de muchas vueltas, paradas y preguntas, llegamos al lugar donde se encontraba el mando del ejército ruso, a treinta kilómetros de Berlín.
Me instalaron en una casa pequeña, donde un soldado me servía de ordenanza. El trato era bueno. Como el ordenanza no sabía el español ni el francés y yo desconozco el ruso, era dificilísimo que pudiéramos entendernos, pero se comprendía por la expresión y la mímica el deseo que tenían de que me sintiese satisfecho.
El día siete de mayo me visitó un oficial que hablaba francés y me pidió datos sobre cosas del Campo de concentración de Oraniemburg. Yo a mi vez le pregunté por qué estaba allí y, sonriéndose me contestó que porque estaba libre y esperaban la oportunidad de llevarme en avión a Moscú. Mi respuesta fue que prefería ir a Francia, donde se encontraba mi hija; ofreció hacer lo posible para satisfacer mi deseo.
El once de mayo se trasladó el mando a Berlín, llevándome con él y dándome para domicilio el piso principal de un Hotel en las afueras de la capital. El soldado siguió conmigo.
El diecisiete de mayo me llevaron a presencia del Mando, y pude llegar a comprenderles que al cabo de dos días saldría para Francia.
Al oír esta noticia, mi alegría no tuvo límites y así se lo expresé de la mejor manera que pude.
Pasaron sin embargo muchos días y no salía. ¿Qué habría sucedido para que no se realizase el viaje como me habían dicho? No lo pude averiguar, por lo de siempre: ¡el dichoso idioma! Ninguno de los rusos que había allí me entendía y no podía pedir informes.
El día veinticuatro se presentó José Uribe, diputado comunista por Valencia, que había llegado de Moscú, para visitarme y enterarse de mi estado de salud. Sentí una gran alegría al tener a mi lado un español. Hablamos mucho de España.
De tantas idas y venidas en automóvil me enfrié y padecí una bronquitis y dolores en la espalda. Llamamos a un médico y Uribe me sirvió de intérprete. Le rogué le preguntase por qué no había salido para Francia, y le contestaron que ellos habían hecho lo que tenían que hacer y que esperaban contestación.
Uribe estuvo conmigo siete días y se marchó con gran sentimiento mío, pues me volví a quedar otra vez en el aislamiento más absoluto.
Como no podía hablar, ni leer periódicos, ni entender la radio, no sabía lo que pasaba en el mundo ni el día en que vivía.
Sentí algunas molestias que me alarmaron un poco, pues no las había sentido en el Campo. Se me inflamaron algo las piernas, y como no podía explicarle al médico lo que tenía o sentía, veía una grave dificultad para curarme.
Los días transcurrieron. Hacía más de dos meses que me pusieron en libertad y todavía no me llevaban a Francia. Me impacienté porque temía que se hubiera presentado alguna dificultad que yo ignorase. ¡Eso me faltaba!
Uribe me enteró de que Laval se había internado en España; que el Gobierno francés había pedido la extradición y que Franco se negaba a concederla. Esto me intranquilizó porque mi regreso a Francia podía depender de cómo y cuándo se solucionase ese asunto. Ya usted comprenderá que si entregaba a Laval, Franco podría reclamar de nuevo mi extradición. Se trataba de dos expresidentes de Gobiernos. En ese caso, en vez de ir a Francia, tendría que marcharme a otro país. ¿A dónde? De todos modos esa incertidumbre era muy desagradable, no pudiendo además saber, como tramitar el asunto.
El veintinueve de junio escribí una carta a mi hija, por conducto del Mando, con la esperanza de tener rápida contestación.
Estaba dispuesto a tener paciencia, pero todo se agota.
Hacía más de un año que no sabía nada de mi hija.
París. Marzo de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Tengo una excelente impresión de los ejércitos polaco y ruso. Los he visto desfilar por carreteras con dirección a los frentes y su aspecto no podía ser mejor. Todos los soldados eran jóvenes, fuertes, con color que revelaba buena salud y buena alimentación. Estaban bien vestidos. Su disciplina era magnífica. No vi cometer a ningún soldado ni una sola incorrección. Su trato con los alemanes y alemanas no era el de vencedores y vencidos, sino el de camaradas. Les daban comida y tabaco, y a los niños les trataban cariñosamente. Las mujeres que trabajaban limpiando calles y habitaciones eran tratadas con respeto, no vi un soldado que se tomase una libertad con ellas, las miraban como a compatriotas; no había el despotismo y la altivez del vencedor. Cuando veía cómo trataban los rusos y los polacos a los familiares de aquellos que habían asesinado a millares de compatriotas, le daba a uno vergüenza del odio que conservaba nuestro corazón contra los que nos habían hecho sufrir. No sabíamos perdonar.
Los oficiales tenían una seriedad y corrección admirables. Daban la sensación de ser muy instruidos y cultos. Con hombres así, hay que suponer que sus países serán grandes y progresivos.
La camaradería entre oficiales y soldados era como de igual a igual, y sin embargo la disciplina no se resentía. El soldado gozaba de una libertad que a un Jefe del Ejército español le parecería anárquica. Ése debía ser el secreto de la compenetración de todos en la lucha. En la batalla eran inexorables, pero terminada ésta, se daban la mano con el vencido.
Después de lo que he visto, la campaña de la prensa contra rusos y polacos me parece despreciable.
¿Qué diría el pueblo alemán al experimentar la conducta de los vencedores, después de la campaña de Hitler y sus compinches? Hay que reconocer que para ser jueces de los demás es necesario tener una gran experiencia.
Es doloroso que la experiencia haya de adquirirse a fuerza de sufrimientos físicos y morales. Si yo no hubiera estado en la emigración y perseguido por Petain y Hitler, no hubiera aprendido cosas que considero interesantes para conducirme en la vida en lo sucesivo. Pero esa experiencia llega tarde para mí y para poner en práctica sus enseñanzas. A mi edad queda poco tiempo ya para irlas inculcando en los demás, aparte de que nadie escarmienta en cabeza ajena.
He leído muchas veces que Alemania es un país muy culto. Es indudable que ha dado a la humanidad grandes hombres en todas las manifestaciones de la cultura y que la instrucción está muy difundida; pero una cosa es la cultura general y otra muy distinta la instrucción general.
La mayor parte de los alemanes que he tratado apenas razonaban por su cuenta. Alemania me pareció el país de los neurasténicos; que el cerebro alemán funcionaba al revés que el de los demás; que las cosas las hacen antes de pensarlas; cuando las tienen hechas las piensan y las destruyen para recomenzar otra vez; por eso tiene necesidad de un esfuerzo mayor y de más tiempo que otros.
Poseen literatura, arte, ciencia, palacios, grandes cines, grandes ferrocarriles, grandes industrias, visten como gente civilizada, pero su mentalidad es la del hombre salvaje. Grandes imitadores, pero poco originales en la iniciativa individual.
Para mí la civilización no está en lo externo, por ejemplo, en el traje, porque en ese caso los mejores civilizadores serían los sastres y, en otros casos, los albañiles, los pintores, etc. Un andrajoso que viva en una caverna, puede ser un civilizado. Un elegante que habite en un palacio, puede ser un incivil que se cubre con pantalón y frac en lugar del taparrabos.
Entre las cosas que he podido observar, una de ellas es que España es menos culta pero más civilizada, tal como yo entiendo la civilización, con relación a otros países; es más pobre aparentemente; está más atrasada; es el andrajoso que vive en la caverna, pero en su esencia, es superior a otras muchas naciones.
Por ejemplo: el nacionalsocialismo, que ha sido la Alemania de los últimos doce años, dio más importancia a las cosas que a los hombres; consideró que éstos eran un obstáculo para su prosperidad material cuando estaban viejos e inútiles para el trabajo y debían desaparecer. Era la mentalidad del salvaje que mataba a los niños y a los ancianos porque estorbaban. Eso, aunque se tengan muchos museos y bibliotecas, es de salvajes; es propio de los que carecen de raciocinio.
España posee establecimientos para recoger y cuidar a los inútiles, a los ancianos, a los niños, y todavía nos parece poco o deficiente. Eso es un signo de civilización, aunque tengamos más analfabetos que Alemania. Amar al prójimo no está en los preceptos morales del nacionalsocialismo. Lo odia y no piensa más que en destruirlo considerando que solamente su raza es la que debe subsistir o imperar sobre las demás.
Será una paradoja, pero de mi experiencia he sacado la impresión de que puede haber hombres cultos que no sean nada civilizados.
París. Marzo de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.