EL INFIERNO DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES

Querido amigo: El gran poeta Campoamor tituló uno de sus grandes poemas: ¡Quién supiera escribir! Expresión que me sale del alma en estos momentos en que quisiera expresar con claridad diáfana nada más que la realidad de cuanto he vivido. Sí. ¡Quién supiera escribir! Quisiera ser un Cervantes, un Emilio Zola, un Pérez Galdós, uno de esos genios de la narración que recogen en su cerebro y reflejan en el papel como una fotografía los episodios de la vida. ¡Merecería la pena! No porque haya yo vivido y sufrido estos episodios, sino porque los han vivido y sufrido miles de seres humanos en ese Campo de Oraniemburg, que para mayor sarcasmo ostentaba a su entrada un letrero en alemán que decía: «Campo de educación».

La miseria moral, la brutalidad, el egoísmo, la inhumanidad, el salvajismo, la insensibilidad, la deslealtad, la delación y la traición que imperaban en ese Campo no son para ser descritos si no se poseen relevantes dotes, sino para verlos, vivirlos, incluso sufrirlos, sólo así se puede tener una sensación de la realidad. Pero a falta de condiciones de escritor, confórmese, amigo mío, con mi buena voluntad y mi mejor deseo para exponerle los hechos, llana y verazmente. La exposición será pálida, incolora, ante la realidad.

El Campo de Oraniemburg estaba orientado al Norte, a unos treinta y cuatro kilómetros de Berlín y en el centro de un bosque de pinos, en terreno arenoso. Lo cerraba un muro de cuatro metros de alto. Su extensión era grande, si bien desconozco con exactitud el número de metros cuadrados que ocupaba. Adosadas al muro, de cien en cien metros había unas torres cuadradas con planta baja, piso principal y segundo; este piso era una galería de cristales de cuatro metros de ancha por igual medida de largo; desde allí se dominaba todo el Campo. Los centinelas disponían de un arsenal de armas: ametralladoras, fusiles ametralladores, bombas de mano y pistolas. La guardia la hacían tres soldados en cada torre, y eran relevados cada veinticuatro horas. Paralela al muro, a unos dos metros de distancia del mismo había una alambrada con púas, de otros dos metros de ancho, que iba de menor a mayor, desde diez centímetros, a cuatro metros de altura; los alambres —entrecruzados como en los campos de guerra— tenían corriente eléctrica de alta tensión. La distancia entre muro y alambrada constituía un paseo por el cual no podían caminar más que los individuos de la guardia, para relevarse. Todo eso, paseo y alambrada, era la zona de la muerte. Si alguno trataba de escaparse forzosamente moría en uno u otro sitio. Los centinelas, sin previo aviso, disparaban contra toda persona que se encontrase en cualquier parte de dicha zona.

Esto, para algunos tenía sus ventajas, pues el que quería suicidarse —y se dieron muchos casos— no necesitaba usar arma propia, sino únicamente entrar en la zona de la muerte, donde indefectiblemente encontraba lo que buscaba.

A esto llamaban los del nacionalsocialismo «Campo de educación».

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Voy a continuar la descripción de este Campo de delicias.

A la entrada del mismo había una gran plaza en la que cabían —sin exageración— más de treinta mil personas. El resto del Campo estaba ocupado por barracas desmontables, colocadas en forma de abanico, como la Cárcel Modelo de Madrid. Todas las barracas tenían adosadas grandes macetas con plantas y flores. En los espacios entre las barracas, salvo los caminos precisos para la circulación, había plantadas legumbres y flores. Era obligatorio recoger cualquier papel u objeto tirado en el suelo, todo debía verse en el exterior completamente limpio.

El Campo se dividía en dos partes: la más grande para barracas de presos que trabajaban y gozaban de buena salud; la pequeña para Hospital de enfermos de todas clases. Al principio, este Hospital se componía de dos barracas de unos cien metros de largo por unos ocho de ancho, dividida cada una en diferentes salas. Una barraca para Cirugía y la otra para enfermedades generales. Después, las necesidades obligaron a habilitar cinco barracas más. Las dos primeras tenían calefacción central, lavabos, baños y duchas, con agua caliente y fría, aparatos de radiografía, laboratorio, farmacia, etcétera.

A todos los enfermos se les tomaba el pulso y la temperatura dos veces al día. Se les hacía análisis de orina, sangre y esputos y se les pesaba una vez a la semana.

Era base de la higiene alemana en el Campo, lavarse la cara todos los días con medio cuerpo desnudo y ducharse un día cada siete. Cumplidos esos preceptos de higiene elemental, después podía usted hacer todas las porquerías que se le ocurrieran; pero mojarse la cara y el cuerpo era ineludible, aunque precisaran transportarle en una camilla o tuviera fiebre de cuarenta grados.

En la parte más grande estaban instalados: la cocina eléctrica, muy limpia; el lavadero; el guardarropa; la cantina y la biblioteca.

Había radio, banda de música, campo de football, servicio de incendios y… hasta un burdel con once mujeres.

Esto es, muy imperfectamente expuesto, la parte exterior del Campo.

El número de presos que figuraban en las fichas llegaba a los ciento cincuenta mil. Los efectivos oscilaban entre veinte y treinta mil. Existía un gran trasiego de presos para otros Campos. He contado hasta cuarenta y dos nacionalidades. Había niños de ocho años y ancianos hasta de ochenta y dos. Mancos de los dos brazos, ciegos, sordos y mudos. Individuos de todas las profesiones manuales e intelectuales: catedráticos, médicos, exministros, diplomáticos, escritores, artistas de teatro, pintores, periodistas, abogados, sacerdotes católicos y protestantes, obreros de todos los oficios, ladrones, asesinos, homosexuales, gitanos… y todos estábamos juntos.

Era obligatorio ostentar en la chaqueta y en el pantalón el número de matrícula con las letras iniciales de la nacionalidad y un triángulo, cuyo color variaba según fuera la clasificación que se había hecho del preso; así, el de los políticos era rojo; el de los presos por delito común, verde; el de los gitanos y vagabundos, negro; el de los pertenecientes a sectas religiosas, violeta y el de los homosexuales, rosa. Los que tenían el vértice del triángulo dirigido hacia el suelo, podían tener la esperanza de salir algún día; los que lo llevaban hacia arriba estaban condenados para toda la vida. Algunos estaban en el Campo desde hacía diez años, y no habían sido juzgados por ningún Tribunal. Otros muchos estaban allí por lo que llamaban sabotaje, esto es, por haber faltado un día al trabajo, por haber estropeado una pieza o una herramienta, por haber consumido más luz de lo ordenado o haber gastado en la oficina más lápices de los calculados para la labor cotidiana. Todo hecho que no agradase al nacionalsocialismo se consideraba como un delito merecedor de ir a educarse al Campo de concentración.

He visto muchos que estuvieron en las Brigadas Internacionales en nuestra guerra civil.

Aunque parezca extraño, no he encontrado ni un individuo de ideas socialistas claras, definidas.

Los llamados comunistas, eran más bien gentes protestantes del régimen de privilegio social existente; pero conocedores de las doctrinas económico-sociales de Marx y de Engels, ninguno. La mayor parte soñaban con una revancha con dictadura, campos de concentración, fusilamientos, etc. Ideas o planes de transformación social por medios inteligentes y viables y mediante la solidaridad humana, ninguna. Causaba una sensación desconsoladora esta ausencia de principios políticos, sociales y morales.

Al entrar en el Campo le quitaban al preso toda la ropa o efectos que llevaba, le dejaban desnudo como el día en que nació; le entregaban un pantalón, chaqueta, zapatos y camisa procedentes de recuperaciones en las ciudades o campos de batalla, y ya le estuvieran las prendas grandes o pequeñas tenía que llevarlas. Después cada uno organizaba lo que podía, es decir, robaba —pintaba que decían en la cárcel de Madrid— y esto se consideraba una cosa natural y necesaria. He dicho organizar porque era la palabra que sustituía a la de robar; en Alemania no se robaba, se organizaba.

Con este sistema de vestir a los presos, el Campo era un mosaico de indumentarias. Por la ropa se llegaba a conocer los países por donde pasaba el ejército alemán.

Para evitar que se vendiese ropa a los soldados que custodiaban el Campo, y éstos a la población civil, señalaban la ropa con una cruz en forma de aspa con pintura roja indeleble. Sin duda esto no fue suficiente y obligaron a cortar un trozo del paño y cubrirlo con tela de cualquier otro color. Esto daba la sensación de un carnaval o bien de que los hombres eran paquetes con etiquetas de facturación.

Estas precauciones demostraban que el Nacional Socialismo no había extirpado la afición al soborno y a la organización.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Más del noventa por ciento de los hombres que entraban en el Campo, de cualquier profesión, edad o condición que fuesen, a las pocas semanas perdían toda noción de la personalidad humana. Se transformaban en algo salvaje, bestial; para ellos no había amigos ni compañeros; perdían el sentimiento de la dignidad; eran insensibles a todo dolor ajeno; su inteligencia se oscurecía; no pensaban más que en, el pan, la sopa, la margarina, las patatas, el paquete siempre esperado.

Las personas no eran nada; las cosas lo eran todo. Las actividades se limitaban a ver cómo se podía engañar a otros, o bien a organizar ropa, comida, o lo que se pudiera. Cuando se recibía algún paquete de la familia o de la Cruz Roja, había que ponerlo debajo de la cabecera de la cama para no ser víctima de la organización.

Muchos ucranianos, húngaros y otros, se comían las patatas crudas y en ocasiones, los pellejos de las patatas que se mondaban en la cocina, o rebuscaban en las basuras para comer los desperdicios. Algunos fueron sorprendidos organizando la sopa que todavía estaba en la marmita para ser repartida; de la marmita la sacaban con los recipientes donde orinaban los enfermos, y como carecían de gamella, la comían en los mismos recipientes a escondidas. Esto no eran simples excepciones; lo hacían muchos y, sobre todo, los húngaros. Yo he visto con gran repugnancia comerse las patatas cocidas con su cáscara o pellejo, como quien come una manzana o un trozo de queso.

Las camas, en general, eran de madera y formaban una especie de andamiaje de tres pisos. Como estaban apareadas, dormían tres y cuatro individuos juntos, sin más ropa que las dos mantas. En las barracas, capaces sólo para ciento cincuenta hombres, amontonaban hasta seiscientos. Las evacuaciones de toda la noche se acumulaban, porque cortaban el agua de los retretes para que no hiciera ruido a fin de no despertar al Jefe de la barraca, y la acumulación de todos esos detritus permanecía hasta por la mañana con gran peligro de desarrollar enfermedades como el tifus y, sobre todo en verano, el olor era inaguantable.

A las tres de la madrugada se levantaban todos con medio cuerpo desnudo y con un frío de treinta a cuarenta grados Fahrenheit bajo cero y puertas y ventanas abiertas, se lavaban. Esto daba por resultado una cantidad enorme de pleuréticos.

Tomada la sopa, o café —¡pero qué sopa y qué café!—, formaban en la plaza para hacer el recuento, que se llevaba a efecto tres veces por día; después se hacía dos veces, y por último sólo una vez diaria.

Lloviese o nevase, con frío o calor había que estar de pie. Si faltaba alguno o existía error en la suma total, había que aguardar hasta encontrar al que faltaba o subsanar el error de suma, lo que algunas veces se tardaba muchas horas. ¡Se ha dado el caso de estar así treinta y seis horas! Los hombres caían desfallecidos y enfermos; algunos morían de frío.

Si algún preso no llevaba bien visible el número de matrícula o le sorprendían con las manos en los bolsillos, era castigado al sport. ¡Quienes ideaban estos nombres debían tener alma de hiena! El sport consistía en tener al castigado durante una o dos horas a la intemperie, haciendo evoluciones en cuclillas o de rodillas. Al que aguantaba hasta el final sin caer exhausto, desvanecido, tenían que recogerlo y llevarlo a la enfermería inconsciente o con las rodillas ensangrentadas.

Por la falta más pequeña eran enviados los hombres al batallón disciplinario, en el que siempre había por término medio de ciento a ciento cincuenta castigados.

En todos los batallones disciplinarios son duros los trabajos, y ello parece natural porque de otro modo no serían batallones de castigo, pero véase una muestra, de los que se imponían en nuestro Campo:

En una mochila sujeta a la espalda se les cargaba un peso de diez a veinte kilos de piedra, y con este peso se les obligaba a dar vueltas a la plaza durante todo el día. En total, unos cuarenta kilómetros diarios. Esfuerzo, además, absolutamente inútil. Era el sadismo en el martirio, pues tales castigos duraban semanas o meses quedando los penados completamente agotados, y algunos obligados a entrar en el Hospital.

Otras veces el castigo consistía en recibir en el trasero al desnudo cincuenta palos con un vergajo de goma.

Los Jefes de Campo y de barraca eran alemanes que ostentaban el triángulo verde, esto es, criminales, y se conducían como señores feudales y como salteadores de la peor especie. Si no les daban los presos parte de los paquetes que recibían de sus familias, amistades o Cruz Roja, los tomaban entre ojos y por la cosa más insignificante los abofeteaban, los apaleaban, los pisoteaban. El que recibía paquetes y daba parte a tales Jefes, era mimado y podía hacer lo que quisiera.

Como resultado del sistema, los Jefes estaban gordos, fuertes y colorados. ¡Como que en tiempo de guerra y de escaseces muchos de ellos comían mejor que lo hicieran en sus casas en tiempos de paz!

Con tabaco se obtenía todo: ropa, zapatos, abrigo, camisas, y el que lo tenía y no lo daba andaba desnudo y mal tratado.

Pero esos Jefes no se contentaban con lo que les daban, también robaban, es decir, organizaban. Antes de entregar los paquetes que se recibían, sustraían de ellos lo que más les interesaba, especialmente tabaco y café. Paquetes enteros desaparecían. De un envío hecho por los americanos expresamente para los españoles nos robaron más de cien paquetes y se los distribuyeron entre los alemanes mandamás. A mí y a otros compañeros españoles nos robaron varios paquetes de la Cruz Roja Internacional, y nadie les decía nada. En cambio, si un individuo hurtaba de la huerta una berza, le colgaban en una horca colocada entre dos macizos de flores delante de todos los presos formados en la plaza.

Durante el tiempo que yo estuve en el Campo, ahorcaron a veintidós. Algunos necios creían que era para mantener la moralidad. Yo he creído que era por celos, porque les molestaba la competencia y no permitían, no podían permitir que robase nadie más que ellos, los Jefes, la raza superior del nacionalsocialismo.

Millares de hombres salían a trabajar fuera del Campo, a más de cinco kilómetros de distancia, esto es, diez kilómetros ida y vuelta andando casi descalzos. Para custodiarlos iba un soldado por cada diez presos, con perros, como los pastores. Si algún preso se retrasaba o se desviaba de la fila, le hacían recuperar su puesto a culatazos, o bien le echaban los perros como si fuesen ovejas o toros. ¡Oh, la cultura y el sentimiento alemán!

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Es interesante saber cómo funcionaban los servicios del Campo.

Todos estos servicios se hacían por los presos. Carpinteros, pintores, albañiles, bomberos, enfermeros, ayudantes de autopsias, conductores de cadáveres, enterradores, laboratoristas, bañeros, ¡hasta tres verdugos! Todos eran presos. Incluso las mujeres del burdel.

A ser verdugo no le concedían ninguna importancia. Lo consideraban como una profesión, como se puede ser sastre o barbero. Ésa era la moralidad y delicadeza nacionalsocialista, y lo más grave era que los verdugos, que eran alemanes, ejercían su misión con gusto porque vestían y comían mejor.

El Hospital era relativamente lo mejor del Campo. Allí el trato era más humano porque los médicos y enfermeros tenían, en general, un buen concepto del deber aunque estaban convencidos de que su trabajo era estéril, dado el régimen a que estaban sometidos los presos. Aunque existía Farmacia, no había casi medicamentos. Para mi tratamiento de la arteriosclerosis carecían de ampollas. Mi hija me envió dos cajas de inyecciones, pero se negaron a entregármelas. Ellos no las tenían, pero tampoco permitían hacer uso de las propias.

Las camas eran de dos y tres pisos; cosa absurda para enfermos.

Si bien se tomaba el pulso, la temperatura, y se hacían análisis de orina, de sangre y de esputos y se pesaba una vez por semana, todo ello era pura fórmula, porque el régimen era igual para todos. La misma alimentación para el reumático que para el tuberculoso, el pleurítico, el cardíaco, etc. Los que trabajaban comían la misma sopa que los enfermos.

Las camas también estaban apareadas como en las barracas, y en cada dos literas yacían tres pacientes, y si uno moría durante la noche lo dejaban al lado de los otros dos hasta por la mañana que lo trasladaban al depósito. Vivos y cadáveres quedaban juntos varias horas, porque los vivos no podían abandonar el lecho sin quebranto de las órdenes disciplinarias y el castigo consiguiente.

La gente veía esto como una cosa natural.

Muchas veces la ropa de cama de uno que había muerto, la dejaban para el nuevo candidato a la misma suerte. Los últimos meses ya no daban ninguna clase de ropa.

Un preso estaba encargado de llevar los cadáveres al depósito en una especie de camilla con ruedas. Los transportaban como el que lleva un bulto a la estación o un perro al quemadero. Nadie demostraba la menor emoción por haber desaparecido uno de sus compañeros de desgracia.

La mortalidad era espantosa.

Cuando yo entré en el Campo la alimentación era mejor que lo fue después: un pan de 1200 gramos para cada cuatro personas; una sopa de agua y harina por la mañana y a mediodía, y por la tarde una sopa indefinible con cuatro o cinco trozos de patata cocida muy mala. Todo sin grasa. Tres días a la semana, veinte gramos de margarina. Después se rebajó el reparto de margarina a veinte gramos un día por semana; una sola sopa por día y un pan para cada siete presos. La sopa era de rutabaga, un tubérculo que en Francia se lo dan como alimento a los cerdos o a las vacas. La mayor parte de los enfermos eran esqueletos ambulantes; el que no recibía paquetes de su familia con alguna frecuencia era un candidato al crematorio.

Los enfermos tuberculosos, cardíacos, de pleuresía o pulmonía con fiebre de 39 grados tomaban para comer la misma bazofia que todos los demás.

La parte burocrática se llevaba a la perfección: ficha con los antecedentes, hojas con datos de temperatura, pulso, libros de entradas y salidas, etc. El enfermo no percibía nunca una variación en el tratamiento. Cuando los enfermos, sobre todo los de corazón, llevaban mucho tiempo en el Hospital sin esperanza de curación, no esperaban a que falleciese; utilizaban el procedimiento de despacharlos con una inyección o los transportaban al crematorio antes de que expirasen. Algunas veces sabían de antemano el día y la hora en que el enfermo tenía que fallecer.

Todos los que llevaban en el Campo dos años más que yo, me aseguraban sin exageración, que había entrado cuando aquél era un paraíso. Personas de crédito me han contado cosas horribles de martirios infligidos y de crímenes perpetrados.

A la llegada al Campo, a los prisioneros, especialmente rusos y polacos, se les recibía en la plaza a tiros de ametralladora, matándolos a centenares. Esto había ocurrido no una vez, sino muchas. A los que quedaban con vida los encerraban en las barracas y los dejaban abandonados hasta que morían de hambre o de enfermedad. Esto lo hacían cuando los alemanes avanzaron en Polonia y Rusia.

En pleno invierno, con temperatura de más de 30 grados bajo cero, sacaban a los hombres a la plaza completamente desnudos y los tenían en posición de firme hasta que caían muertos. Especialmente a los judíos les obligaban durante días enteros a transportar nieve sobre el pecho, y a otros los hacían correr a la velocidad de una bicicleta que montaba un soldado, maltratándolos al propio tiempo con látigo hasta que caían extenuados por la fatiga. Durante varias horas los hacían correr en cuclillas, y si perdían el equilibrio los levantaban a culatazos.

No acabaría si contase todas las salvajadas cometidas con los prisioneros. Era el sistema para sembrar el terror.

Cuando bombardeaban Berlín sacaban un grupo de presos fichados de antemano; los llevaban a desescombrar, a buscar cadáveres y a recoger bombas que no hubieran estallado. Bastantes veces llegaban al Campo camiones cargados de piernas, brazos y cabezas destrozadas de los desgraciados que formaban el grupo llevado a Berlín.

Por hallarse militarizados, los hombres alemanes con destino a los frentes, en las fábricas de producción de material de guerra, de Espiel, Enquel y Oraniemburg trabajaban presos del Campo haciendo aviones, bombas y obuses. Cuando los ingleses bombardearon esas fábricas, las víctimas fueron los presos. En Enquel hubo quinientos muertos y doscientos cincuenta heridos; en Espiel, trescientos muertos y muchos heridos; en Oraniemburg cuatrocientos muertos y noventa heridos. Los bombardeos ocasionaban más muertos que heridos.

Las delaciones se han cultivado con mucho esmero, y eran muy numerosas y a los delatores se les consideraba extraordinariamente. Como consecuencia de esas delaciones hacían listas de doscientos o más individuos y los llevaban a otros campos llamados de la muerte, como el de Mauthausen en Austria. Todos los que iban allí estaban condenados a morir. Trabajaban en unas canteras y los trataban tan brutalmente que no se salvaron más del uno por ciento.

A ese Campo llevaron cinco mil españoles. Cuando yo llegué a Oraniemburg no quedaban más de quinientos. Los otros habían muerto.

¿Qué había hecho Franco para salvar a estos infelices de las garras de sus aliados? ¿No es justo considerarlos también como víctimas del «caudillo»? Los españoles son los que deben opinar.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: En el maldecido Campo de Oraniemburg nadie dormía tranquilo. Nos acostábamos con la preocupación de que pudiéramos amanecer en otro Campo, o de ser liquidados. A la una o las dos de la madrugada, muy silenciosamente, llegaban unos individuos provistos de linternas y despertaban a los previamente fichados, les hacían seña de que les siguieran, y al otro día nos enterábamos de que habían sacado de ese modo doscientos o trescientos y se los habían llevado. ¿A dónde? No se sabía. No volvía a tenerse noticia de ellos. Esto no me lo han contado. Lo he presenciado yo.

Se hacían traslados de presos a otros Campos, y a esto lo llamaban transportes. En estos traslados salían dos mil o tres mil, en columnas de ciento, custodiados por soldados —uno por cada diez—, y si alguno por enfermedad o cansancio no podía continuar andando, le disparaban un tiro y lo dejaban muerto en la cuneta de la carretera. Las columnas seguían marchando como si nada hubiera sucedido. Como no llevaban camiones para cargar a los que no pudiesen caminar, no los querían dejar en libertad y los eliminaban de esa manera.

Un español —asturiano— llamado Alonso, que perdió en nuestra guerra civil el brazo izquierdo, nos contó que cuando le llevaron a Alemania desde Burdeos iba en un tren con unos seiscientos más, en vagones que se emplean para transportar caballos. En cada vagón iban ochenta o noventa personas de pie, sin poder sentarse. En esas condiciones tenían que hacer sus necesidades; no les dieron apenas de comer y beber, y si alguno se ponía enfermo o moría lo echaban a un lado y concluido.

Tardaron en llegar al punto de destino cincuenta y cinco días, excepto más de la mitad que quedaron muertos durante el viaje, por bombardeos o por enfermedades o falta de resistencia. Al convoy le bautizaron con el nombre de «El Transporte de la Muerte».

Un medio de liquidar enfermos con objeto de hacer sitio para otros, era organizar transportes, o sea expediciones, con trescientos o más. Los metían hacinados en vagones de ganado, completamente cerrados, en los que previamente tenían almacenados residuos de legumbres sobre los cuales habían echado ácidos para que fermentasen, y de ese modo moría la mayor parte de los transportados. Esto llegó a saberse por algunos de los soldados que volvían otra vez al Campo y contaban las peripecias del viaje.

¿Verdad que no viéndolo cuesta trabajo creer estas enormidades? Pues no crea que eso es todo. Aún hay más.

Menos los domingos, todos los días veíamos a la entrada de la plaza, en el interior, al lado izquierdo según se entraba, un grupo de hombres de seis, diez, quince, veinte o más. Estaban en posición de firmes, inmóviles, sin poder hablar o mirar a nadie. Todos sabíamos que eran condenados a muerte, y nos decíamos: «Combustible para el crematorio». Aquellos hombres procedían de Berlín o de otros sitios, condenados por la Gestapo.

A la hora u hora y media de tenerlos en dicha posición, los sacaban fuera del muro de cerramiento y los conducían al crematorio. Los desgraciados creían que iban a la desinfección. Tenían que pasar por delante de un gran taller de carpintería y aserradero donde trabajaban algunos españoles presos, los que al volver al Campo, comentaban: «Hoy han pasado diez, quince, veinte», algunas veces también mujeres. En el crematorio entraban vivos y no salían más que las cenizas.

Un día sorprendieron a algunos mirando; los llamaron y les amenazaron con llevarlos a ellos también si volvían a curiosear.

Al llegar a la primera habitación del crematorio todos se desnudaban y dejaban la ropa en un montón separado para hacerles creer que volverían a recogerla. Así desnudos, entraban al interior; les decían que iban a la ducha; los encerraban en otro departamento en el que había aparatos para ducharse, pero en vez de agua salían gases y así los asfixiaban; los cadáveres eran arrastrados a los hornos del Crematorio que estaban a unos diez metros más al interior.

Para ejecutar estos asesinatos en masa había un «comando» o equipo de veinticinco hombres, que los realizaban como puede hacerlo un matarife con las ovejas o las terneras. Era un oficio como otro cualquiera, y las víctimas no eran objeto de preocupación.

Desde el Hospital observábamos la chimenea del crematorio, y por el humo y las llamas calculábamos si había muchas o pocas víctimas.

Cuando entraron en el Campo las tropas polacas visité con los oficiales este crematorio y todavía estaban en la primera habitación los montoncitos de ropa de los últimos infelices víctimas de la sevicia del nacionalsocialismo en Oraniemburg.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: A medida que la guerra se desarrollaba la estrella de los alemanes se eclipsaba y veíamos confirmados nuestros augurios y nuestras esperanzas cuantos vaticinamos que alemanes e italianos serían derrotados triunfando los principios de la libertad.

Cuando los rusos desarrollaron la ofensiva que les hizo llegar hasta Custrin, hubo en el Campo una ola de terror entre los militares. Comenzaron a evacuar los presos precipitadamente, saliendo algunos transportes para el resto de Alemania; se hicieron infinidad de listas de los que podían andar y de los que no podían hacerlo, pues carecían de medios de transporte; se rompían unas listas para hacer otras… Había empezado la descomposición…

La ofensiva rusa se detuvo, y renació otra vez la calma, pero temiendo que un día hubiera que salir precipitadamente y que para ellos los enfermos fuesen una seria impedimenta, organizaron una serie de transportes de cuatrocientos enfermos cada uno escogidos entre las diferentes barracas del Hospital. Hecha la selección los sacaban a la plaza (algunos de ellos en camilla) y unos camiones los llevaban fuera por grupos diciéndoles que iban a la estación de Oraniemburg.

Todos sabíamos que eso no era cierto; lo cierto era que los llevaban al crematorio.

Estábamos consternados al ver aquellos hombres camino del matadero. Entre ellos siempre había algún amigo o conocido. La mayoría de los que permanecimos allí quedábamos tristes y cabizbajos, no tan sólo porque se llevaban a aquellos infelices, sino pensando que al día siguiente nos podría ocurrir lo mismo a nosotros. Nadie hablaba una palabra por temor a la delación y la represalia. Hasta tal punto el terror dominaba a todos, que apercibiéndose de ello los mandamos, cuando querían amedrentar a los presos les decían: «¡Que te mando al crematorio!»

Esto quería decir que los incluirían en la primera lista que se hiciese, y así obtenían una sumisión completa.

Era verdaderamente horrible, criminal, espantoso. No se concibe que seres dotados de razón puedan llegar a tal grado de maldad y, sin embargo, todo lo relatado lo hacían con una sangre fría espantosa: como el que desempeña un cometido honroso y digno de encomio.

¿No habría medio de impedir y, cuando eso no se pueda, de castigar tales crímenes? No basta decir que «es la guerra». Guerras hubo siempre, y jamás se llegó a tal grado de criminalidad, de salvajismo. En las guerras se han dado casos incontables de caballerosidad, de humanismo.

No es simplemente la guerra. Es la maldad de ciertas gentes que toman la guerra como medio para desarrollar sus feroces instintos a fin de someter a su dominio a todos los demás hombres. Son los malhechores de la Humanidad, a los que la solidaridad humana no se decide a suprimir contando para ello con medios adecuados.

¿Para hacer con ellos eso sacaban de sus casas a los hombres de todas las naciones?

Y no se trata sólo de los asesinados. La mayor parte de los que se salven, quedarán en tal estado, moral y físico, que ni ellos ni sus descendientes servirán para nada útil. ¡Ésa es la guerra!

¡No! ¡Ése es el resultado de los egoísmos, de las ambiciones, de la insolidaridad humana de los hombres! ¡Ése es el régimen capitalista!

Cuando el Comisario de la policía de Berlín se despidió de mí como si fuera un viejo amigo, al entregarme a otras autoridades, quedé realmente enfermo. Los cuatro meses y medio de prisión en Neuilly y los veintiún días de celda en el edificio de la Gestapo, habían quebrantado mi salud, y se había agudizado la claudicación intermitente del pie. No me encontraba bien, y no tenía la asistencia adecuada.

El primero con quien hablé al entrar en el Campo fue un holandés que había estado en las Brigadas Internacionales, luchando a nuestro lado; hablaba español y estaba encargado de hacer la inscripción de entrada. Me observó con sorpresa, pues le costaba trabajo creer que ingresase en el Campo un Expresidente del Consejo de Ministros. Era yo el primero, y naturalmente tenía que sorprender.

Hecha la inscripción pasé a otro departamento, en el cual me quitaron todo, desde la boina hasta los calcetines, dejándome completamente desnudo. Ya antes se habían quedado con mi maleta.

En seguida vino un español, catalán, apellidado García, que se había levantado expresamente de la cama al enterarse de que yo estaba allí y me abrazó con efusión. Estos encuentros impresionan, dadas las circunstancias, aunque sea la primera vez que se vea a una persona.

Como vestuario me entregaron una chaqueta, unos pantalones, una camisa y unos zapatos que tenían más edad que yo, y que habrían estado puestos en pies de hombres de más nacionalidades de las que existen en Europa.

Mi ropa la metieron en un saco de papel. El reloj, la cartera y la pluma estilográfica los guardaron aparte, y la maleta la unieron al saco.

Firmé los documentos acreditativos del depósito. Se cumplieron así las formalidades y requisitos inherentes a la relación entre personas honradas que no piensan quedarse con lo ajeno.

Claro es que a pesar de todas las formalidades y requisitos no he vuelto a ver los efectos de mi propiedad.

García me llevó a la «Ambulancia» —nosotros lo llamaríamos Consultorio— donde me examinaron y pasé a la sala número 43, hospitalizado.

Los primeros días me visitó mucha gente movida por la curiosidad de conocerme y por lo insólito del caso.

A los nueve días me aconsejaron que escribiera a mi hija y me redactaron y escribieron una tarjeta en alemán. A los pocos días recibí la contestación de Carmen. ¡Qué emoción! ¡Ya sabía mi hija que estaba en el Campo de Concentración de Oraniemburg! ¡Qué alegría y qué bienestar me produjo esto!

El primero de septiembre me llamaron a la oficina de los S.S. y me comunicaron que podía escribir una carta cada mes. Yo me había enterado que los demás lo hacían cada quince días. Debía hacerlo en papel y sobres corrientes; no en papel especial como los otros presos, teniendo que entregar las cartas en la oficina. Por lo ocurrido anteriormente comprendí la combinación: de la oficina de los S.S. pasaría al Comandante; éste la remitiría a Berlín; de allí saldría para París y de ésta capital a Lyon, donde la depositarían en el correo para que llegara a poder de mi hija en Nyons.

A mi vez le dije a Carmen que me escribiera como antes, por cuya razón sus cartas recorrían el mismo camino que las mías, pero a la inversa.

¡El procedimiento no podía ser más idiota!

París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Estuve en el Hospital hasta el día 24 de abril da 1945 y en él pude ver las más grandes miserias humanas; dormí entre enfermos de todas clases; vi morir a mi lado infinidad de personas y sufrí infinitas molestias. La postura más cómoda que tenía para comer fue con la gamella sobre las rodillas; por ahí podrá imaginarse lo que sería para otros menesteres.

No pude acostumbrarme a mirar tanta desgracia con indiferencia; el dolor de los demás hacía que me olvidara del mío. ¿Será ésta una cualidad especial de los españoles? Porque yo he visto en los demás un estoicismo asombroso.

A pesar de la edad y del ambiente insalubre, la mala alimentación y la crudeza del clima, me fui defendiendo gracias a los paquetes que mi hija y la Cruz Roja me enviaban. Se me produjo en el Campo una hernia doble y el mal del pie no mejoró pero tampoco empeoró.

Pude salir a pasear bastante tiempo. Hablaba con muchos, pero tenía confianza en muy pocos. Cualquier indiscreción podía costarme cara. Tan sólo cuatro personas merecieron mi intimidad en el Hospital: dos alemanes y dos franceses. Los dos primeros eran de Hamburgo. El más joven había sido condenado a diez años de cárcel por hacer propaganda contra el nacionalsocialismo. Cumplida la condena le llevaron al Campo de concentración. Hablaba un poco el francés. Ayudó mucho a los españoles. Era noble y buen compañero. El otro era un negociante que tenía casa en Londres; había estado en la Argentina y hablaba bien español. Fue detenido porque en un hotel de Lisboa se permitió decir que la guerra la perdería Alemania. Llevaba cinco años en el Campo. Como le gustaba hablar en castellano conversábamos mucho, y me traducía las noticias de España que el periódico traía.

De los dos franceses, el más joven, trabajaba en el Laboratorio. Era muy amigo de los españoles. En Lyon fue detenido y maltratado por la Gestapo en el Hotel Términus. Había sido enfermero en un manicomio, y pudimos asegurarnos de que era hombre de toda confianza. El otro era profesor de literatura francesa en Holanda; hombre muy instruido, monárquico, de ideas aristocráticas, y muy buena persona.

También se hallaba allí un Exministro de Bélgica y otro de Holanda, éste Presidente del Partido Católico.

Los domingos iban al Hospital algunos españoles y hablábamos, sobre todo de cosas de España. Los compañeros García y Carabasa —catalanes— pudieron hacerme y me hicieron algunos favores que agradeceré mientras viva.

La ofensiva rusa comenzó otra vez, pero el Campo estaba tranquilo. A pesar de que los rusos avanzaban no había indicios de que se organizaran transportes; se hablaba de haberse desistido de ellos por carecer de medios de locomoción. ¿Qué pensarían hacer con cerca de veinte mil prisioneros? Además habían llegado varios miles de mujeres de otros campos. Oraniemburg era el punto de concentración. Todos los servicios se realizaban normalmente como si no nos amenazase peligro alguno. ¿Tendrían preparada alguna canallada? Podrá suponerse usted fácilmente que conociendo los procedimientos de aquella gente, nuestros espíritus no podían estar muy tranquilos ni de día ni de noche.

Empezó a rumorearse que el Comandante y los S.S. se iban a marchar y que quedaría encargado del campo el Jefe del Hospital, que a su vez lo entregaría a la Cruz Roja. Me pareció la cosa demasiado buena, dada la contextura moral de los nazis, y no lo creía. Debíamos vivir en guardia.

Súbitamente, el día 21 de abril se recibió la noticia en el Hospital de que ya estaban evacuando el Campo y que a la gente se la llevaban andando a un lugar hacia el Oeste, a una distancia de ciento diez kilómetros. ¿Sería posible? ¿Iban a ser capaces de obligar a miles de hombres a hacer una caminata de ciento diez kilómetros acompañados de mujeres y niños? ¿Y los descansos? ¿Y la alimentación?

Los aliados iban estrechando el cerco y dejando menos espacio para los movimientos del ejército alemán. A continuación tendrían que evacuar el lugar a donde iban, si es que no les alcanzaban en el trayecto. Era una locura, pero la gente estaba ya saliendo del Campo. Los amigos se buscaban y se interrogaban: «¿Sales tú? ¡Yo también!» Éstas eran las palabras que a todos se oían. El que podía arreglaba una mochila o paquetes. Había que prepararse porque se iba a lo desconocido. Había quienes tenían miedo a los rusos y preferían caer en mano de los ingleses o americanos. En el Hospital también dio principio la desbandada. Los enfermos que podían andar se marchaban, pues creían que volverían más pronto a sus casas si la libertad se la daban en el Oeste. Otros se escondían porque deseaban ser libertados por los rusos, cuando éstos llegasen.

Algunos me preguntaban: «Caballero, ¿se marcha usted?» «No»; era mi respuesta.

París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Un español, catalán, llamado Fargas, y yo, estábamos juntos en la sala quinta de la barraca número 3 del Hospital. Los tres calefactores recogieron sus pertenencias y se dispusieron a marcharse. El enfermero belga, profesor de la Universidad de Bruselas, nos llamó aparte y nos dijo confidencialmente: «Esta tarde a las cinco saldrá todo el personal, y hemos acordado que Caballero venga con nosotros. Usted —le, dijo a Fargas— debe irse a la barraca con los españoles para salir con ellos. Esta noche los S.S. van a incendiar el Campo».

Nos quedamos perplejos. ¿Qué haríamos? Al marcharse Fargas a la barraca le dije que avisase a los amigos para despedirnos, como así lo hicieron. Todos me dijeron: «Ya sabemos por Fargas lo que hay; usted no debe quedarse». «No me quedaré —les contesté—, porque con el personal iré en buenas condiciones». «¡Eso es!», contestaron todos.

Creíamos que el personal era todo el del Hospital: médicos, enfermeros, laboratoristas, etc. ¡Tremenda equivocación, que estuvo a punto de costarme la vida!

Un poco antes de las cinco de la tarde tuve todo arreglado: una mochila con ropa sucia y dos paquetes: uno con la mitad del que mandaron los canadienses, que me correspondió en unión de Fargas, y otro con la máquina de afeitar y otras menudencias. Parecía demasiado para un hombre de setenta y seis años, pero como iba con el personal, me sería fácil llevarlo.

Salimos a la plaza. Era una Babel. Todos hablaban, gritaban, corrían y no había manera de entenderse. Vi que un soldado estaba apaleando a un preso, no sé por qué. Los soldados empujaban y pegaban para poner a la gente en fila, y yo también entré antes de que empezaran a maltratarme. Miré a mi alrededor y no vi al personal que me dijeron que se marchaba; tan sólo encontré al enfermero de mi sala y a los dos secretarios de la barraca, que eran los que componían el flamante personal. Nos habíamos equivocado. Quise marcharme de la fila, pero los soldados no dejaban salir a nadie; tuve que continuar en ella. Ya veremos cómo salía del atolladero.

Como si lo que llevaba fuera poca impedimenta, al salir de la plaza me dieron un pan, lo mismo que a los demás. Ése debía ser el alimento para andar ciento diez kilómetros.

Los grupos estaban formados por nacionalidades y yo me encontré entre los belgas. Ni siquiera tuve el consuelo de ir en compañía de mis compatriotas.

De pronto se oyeron voces imperiosas de mando: ¡En marcha! ¡Ahrr!

Salimos a paso militar y sin saber por qué, los mismos individuos de mi grupo me echaron de mi fila para colocarse ellos; esto me desconcertó porque temí que los soldados me colocasen a golpes.

Habíamos avanzado como cosa de un kilómetro, cuando las piernas se negaron a andar; los dolores del pie enfermo eran más agudos que otras veces y fui quedándome retrasado hasta llegar al final del grupo. Un soldado S.S. empezó a gritarme y a empujarme. Yo seguía sin poder andar; desesperado porque adivinaba lo que me iba a suceder. El soldado se enfureció, me dio varios empujones y me echó fuera del grupo; caí al suelo y me propinó patadas y culatazos; me levanté y siguió pegándome; volví a caer y sin consideración a mi edad y a mi estado, me pateó sin piedad. Yo le hablaba, pero no me entendía, además hubiera sido igual. El soldado gritaba como un energúmeno y a otro empujón caí por tercera vez. Entonces disparó un tiro al aire para amedrentarme y me hizo señas para que entrase en el bosque lindante con la carretera, yo me negué y me dio de bofetadas. Quería liquidarme allí.

Con todos estos accidentes dejé los paquetes y el pan en el camino, los cuales y por indicación del soldado se los llevaron unos chiquillos que pasaban por allí.

El grupo había seguido su marcha. El soldado siguió gritándome e intentó decir algo que no entendí. Al fin me dejó solo y casi sin poderme mover me encaminé hacia el Campo, lleno de barro y deshecho por los golpes recibidos.

De regreso, en el camino me encontré con otros grupos, incluso el de los españoles. Los soldados que los conducían creyeron que me había escapado de sus filas y quisieron que entrara en el grupo. Como pude les expliqué que no pertenecía a él y que me dirigía al Campo. No me entendieron y me abofetearon; me desesperé y grité, y a mis gritos acudió un Jefe que por casualidad pasaba por la carretera. No sé qué le hablaron, pero yo le expresé por señas que me dirigía al Hospital. Por fortuna comprendió de lo que se trataba y dio orden a un soldado ciclista para que me acompañase hasta el Campo.

Una vez en él, tampoco me fue fácil entrar, pues no me comprendían, y por fin se decidieron a llamar a uno que hablaba francés, al cual expliqué lo ocurrido, dejándome entonces pasar.

Volví a mi sala y a mi cama como Don Quijote, maltrecho y… sin comida.

Había salvado la vida por casualidad. Si no hubieran venido detrás de nuestro grupo, otros que podían ver mi cadáver, el soldado salvaje me hubiera dejado tendido en la cuneta como acostumbraban a hacer.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.