EN PODER DE LA GESTAPO

Querido amigo: En Nyons, el pueblo es republicano; solamente las autoridades y un grupo de antiguos combatientes colaboraban con Petain y Laval. El Subprefecto me comunicó que no podía tener relaciones con españoles. Recuerdo que un domingo, estando en la puerta de mi domicilio, me saludó un compatriota que acababa de llegar de un pueblo inmediato; un gendarme le llamó, le tomó el nombre y le dijo que no podía hablar conmigo.

No recuerdo en qué fecha se celebró una fiesta en honor de los muertos en la guerra, en la que desfilaron con bandera y música las Juventudes que tenían su cuartel general en Nyons. Al terminar el acto me llamó el Presidente de la Sociedad de Antiguos Combatientes para recriminarme que no me había descubierto al pasar la bandera de su Sociedad. Le contesté que no sabía que estuviese obligado a hacerlo, sino ante la bandera de la República, y me interrumpió violentamente para decirme:

«Eso ha terminado; ya no existe la República». «Bien —le repliqué— siempre se aprende algo y lo tendré en cuenta para otra vez».

Como compensación a las restricciones podía leer periódicos y libros, puesto que no me lo habían prohibido, pero todo llegaría.

En la Subprefectura hicimos los escritos pidiendo nuevamente que se nos dejase salir de Francia. Admitieron los de mis hijas y su tía, pero no el mío; diciendo que era asunto del Ministro y que no debía reclamar nada. ¡Todavía no se habían terminado las formalidades de trámite!

Mi hija Isabel y Luis Menéndez me comunicaron su deseo de casarse, pues llevaban algún tiempo de relaciones. Naturalmente que no me opuse y el acto se celebró en la Alcaldía el día 1.° de mayo de 1942. Los recién casados se marcharon a Marsella. Al partir el autobús en el que iban a Montelimar y al cerrar la portezuela, mi hija Carmen se cogió una mano, destrozándose un dedo, que tardó muchas semanas en curarse.

Llegó a mi conocimiento que los cuáqueros habían enviado mil dólares para mí desde Norteamérica, para cubrir los gastos de viaje hasta México. Hice la reclamación correspondiente y únicamente quisieron entregarme la mitad; no me conformé porque no encontré razón para ello, y en su virtud no me entregaron ni un centavo. Se quedaron con los mil dólares.

En esa época la policía alemana y la francesa se dedicaba a detener franceses, españoles y ciudadanos de otras nacionalidades para llevarlos a trabajar a Alemania, a producir material de guerra con que matar a sus compatriotas. Ésa era la colaboración.

Mí yerno y mi hija se vieron forzados a emigrar a México para evitar que se lo llevaran a él a Alemania. Arreglaron lo necesario en el Consulado y partieron para América. ¡Otra hija que se me iba sin saber si la volvería a ver más!

Conmigo quedó Carmen, la más joven; la que fue también a Croq; la que hizo de enfermera; la que compartió casi toda mi odisea. Su juventud y mi vejez son una tragedia, en la que también tiene su papel María Criado, viuda de Eduardo Calvo, hermano de mi mujer y excelente socialista.

Un amigo me propuso que me marchase a Suiza con documentación falsa y me negué por dos razones: era casi imposible que pudiera salir de Francia sin ser descubierto y detenido, dando así motivo al Gobierno para justificar su conducta conmigo; por otra parte, suponiendo que saliera bien de la aventura, las represalias hubieran caído sobre mi hija, y nunca echaría sobre mi conciencia tamaña responsabilidad. Bastante llevaba sufrido. Prefería continuar la odisea antes de que a Carmen le sucediese algo por mi culpa.

¿Terminarían las persecuciones de que era objeto, o se me reservaría todavía alguna sorpresa desagradable? En conversaciones de familia decía que nos podíamos dar por satisfechos si ya no me ocurrían más contratiempos. ¡Parecía como si empezara a percibir la tragedia que se me venía encima!

El 19 de febrero de 1943 llegaron a Nyons el Jefe de la policía italiana y dos agentes de la Gestapo alemana. Se presentaron en mi domicilio y me invitaron a ir con ellos, sin decir a dónde. Rechacé la invitación diciendo que no quería seguirles, alegando que estaba confinado por el Gobierno francés, con orden de no salir de la población. Mi hija y mi cuñada se echaron a llorar, porque temían que me entregasen a Franco. Como no quise salir de mi casa voluntariamente, me agarraron los de la Gestapo y violentamente me metieron en un automóvil que tenían preparado en la plaza, y todo ello, repito, después de una escena de violencia, puesto que me negaba rotundamente a seguirles. En cuanto a las autoridades locales, que seguramente no ignorarían la presencia de tales sicarios, no aparecieron por parte alguna.

Carmen y su tía quedaron nuevamente solas y consternadas. París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Puede imaginarse el cuadro que presentarían Carmen y María y su situación de ánimo pensando con harto fundamento que sería llevado a España para ser entregado a Franco, y a continuación fusilado, asesinado. Así lo habían hecho con Companys, con Zugazagoitia, con Cruz Salido, con el exdirector de Seguridad Muñoz, con otros, en fin. ¿Por qué no era presumible que lo hicieran conmigo, siendo, además alemanes e italianos los que me secuestraban? Es natural que estas pobres mujeres creyeran que no me volverían a ver.

Afortunadamente no me condujeron a España. ¿Por qué? ¿Es que conmigo eran más humanos que con otros? No. De las reflexiones que he hecho he deducido que no me entregaron a Franco porque mi fusilamiento a esas alturas era ya un mal asunto político para él.

Cuando los alemanes ocuparon la llamada zona libre en diciembre de 1942, la radio de Suecia dio la noticia —según informes que me facilitaron— de que los alemanes me habían enviado a España.

Inmediatamente los gobiernos de Washington y Cuba y no sé si alguno más,[10] accediendo a gestiones de amigos míos, dirigieron telegramas a Franco pidiéndole gracia para mí, suponiendo que iban a fusilarme. Además, los fusilamientos de Companys y otros habían producido un escándalo internacional. En tal situación resultaba que, si me entregaban colocarían al «caudillo» en la disyuntiva de fusilarme, contrariando a los que habían solicitado gracia y produciendo otro escándalo internacional, o disgustar a la Falange que seguramente reclamaría que se me eliminase. Cualquiera de estas dos soluciones era un mal negocio político para Franco que además tenía sobre sí la responsabilidad de muchísimos crímenes cubiertos con una legalidad hecha a medida de sus perversos instintos. A juicio mío, decidió no matarme pero sí tenerme sometido a absoluta impotencia de hacer algo contra él y su política. Por eso no me dejaban hablar con españoles y mi correspondencia era intervenida. Para realizar esto se valieron del Gobierno Petain-Laval, así como del alemán, con los cuales estaban en excelentes relaciones; más exactamente: en complicidad.

Que él temía que yo le hiciese alguna jugada política lo prueba las preguntas que me hizo la Gestapo y de las cuales hablaré en otra carta.

París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Cuando partió de la plaza de Nyons el automóvil que me llevaba con los policías, también creí que sería trasladado a España y que éste sería el último episodio de mi vida. Observaba todo el camino que recorríamos, y al poco rato comprendí que marchábamos en dirección de Lyon. Esto me tranquilizó. En un punto del trayecto se apeó el Jefe de la policía italiana.

Llegamos a Lyon, al Hotel Terminus donde la Gestapo tenía las oficinas.

En este Hotel fue donde yo me hospedé la primera vez que salí al extranjero, cuando el año 1919 fui a Berna. ¡Qué coincidencias! ¿Sería también éste mi último hospedaje?

El Jefe de la Gestapo en Lyon era militar y joven. Me interrogó de la siguiente manera:

—¿Es usted Francisco Largo Caballero?

—Sí.

—¿Ha sido Ministro en España?

—Sí. Ministro de Trabajo, de Guerra, y Presidente del Consejo.

—¿Es usted rojo?

—¡Soy español!

—¿Pero rojo?

—¡Soy español!

—¿Usted está contra Franco?

—Es Franco el que está contra mí.

—¿Conoce usted a Casares Quiroga?

—Sí.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—¿Le ha visto alguna vez en Francia?

—No.

Todo este diálogo lo manteníamos mientras él manejaba un pequeño dossier que tenía sobre la mesa. No me preguntó por ninguno de mis amigos o correligionarios; tan sólo por Casares Quiroga. Además quiso saber a qué partido pertenecía yo, y le contesté que al Partido Socialista desde hacía medio siglo.

A las dos de la madrugada salí con los dos policías en el tren de París. En la estación nos esperaba un automóvil que nos llevó a Neuilly, Boulevar Víctor Hugo, número 20, un hotel. En este hotel vivía el Jefe de la Gestapo en Francia; un comandante que ocupaba algunas habitaciones y las demás las destinaba a prisión. Allí estuvieron presos al mismo tiempo que yo: el coronel Larocque, un hermano del General De Gaulle y el Príncipe Napoleón, nieto de Leopoldo II de Bélgica. Este último salió en libertad; a los otros dos se los llevó la policía, no sé a donde.

Los cinco meses que estuve en este hotel, los pasé incomunicado.

Las oficinas las tenían en París a donde me llevaron a declarar varias veces. Las declaraciones se limitaban a historiar mi vida desde el día en que nací hasta que me detuvieron. Se escribieron muchos pliegos. No me preguntaron tampoco en estas declaraciones por ningún correligionario o amigo. En cambio, me preguntaron también con mucho interés si estaba en relaciones con Casares Quiroga, y si el Gobierno de los Estados Unidos me había indicado que formase un Gobierno.

De esto he deducido que el temor de Franco era que crease alguna organización política en el extranjero. Es también por lo que Petain y Laval me protegían teniéndome preso o confinado; no permitiéndome hablar con españoles ni salir de Francia por si lo realizaba en otro sitio; en tanto que teniéndome en su poder poseían una mayor garantía. ¿Por qué si no su interés por saber si estaba en relaciones con Casares Quiroga y el Gobierno de los Estados Unidos? ¿Por qué no se preocupaban del mismo modo de los demás políticos españoles destacados? Desde luego que me alegro de que no les produjeran las molestias que a mí, pero indudablemente que eso tenía una significación.

De mis respuestas no obtuvieron nunca más que negativas.

Respecto a la conducta de la Gestapo para conmigo, creo que perseguía los mismos fines que las autoridades francesas —si es que no era aquella la que les ordenaba—: tenerme incapacitado para intentar algo contra Franco.

Solicité autorización para escribir a mi hija y me la concedieron.

La casualidad hizo que al arrancar una etiqueta de un paquete, viera que estaba dirigido al Jefe de la policía de Lyon, lo cual me hizo comprender la combinación de que se valían con mis cartas. Después he comprobado que era cierto lo que yo sospechaba.

Yo entregaba las cartas al Jefe de la Gestapo, y éste se las remitía al de Lyon. Allí las echaban al correo, donde les ponían la estampilla de salida, y por ello creían que yo estaba preso en esa capital. Por esa razón mi hija fue dos veces a visitarme y le dijeron que no podía verme entonces, que tuviera paciencia, que ya me vería. Mi hija enviaba sus cartas al Jefe de la policía alemana de Lyon al Hotel Terminus, con un sobre interior dirigido a mí. De allí las remitían a París y me las entregaban. De todos modos estaba contento porque Carmen y mi cuñada sabían que yo vivía.

En esa prisión estuve desde el 20 de febrero de 1943 hasta el 8 de julio del mismo año. En este día, por la mañana, me ordenaron que preparase todo porque iba a salir. ¿A dónde?, pregunté, y me contestaron que no lo sabían. El conserje me felicitó porque según él iba a salir en libertad; lo mismo hicieron una sirvienta del Jefe y un soldado. ¿Sería posible?

Por la tarde subió un sargento y me preguntó si tenía todo preparado, a lo que contesté que sí. Volví a preguntar a donde iba y me contestó: ¡A Berlín!

El efecto se lo puede figurar cualquiera.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Salí de París el 8 de julio, acompañado de dos Jefes del Ejército alemán, por la estación de San Lázaro, requisada totalmente para el servicio exclusivo de los alemanes. Mis guardianes llevaban muchos y grandes bultos. Se me antojó que iban llenos de documentación, y sospeché que estaban sacando todos los dossiers de la Gestapo.

A las ocho de la noche del día nueve llegamos a Berlín, y desde la estación me condujeron al edificio en el que la Gestapo tenía las oficinas centrales. Los sótanos los tenían habilitados para prisión, con celdas individuales y colectivas. Era sábado. El jefe militar que me llevaba y el de la prisión tuvieron un altercado porque este último no me quiso admitir. Aunque no entiendo el alemán, comprendí que la disputa era porque ya estaban cerradas las oficinas y no había nadie que pudiera extender los documentos de admisión. En su virtud me trasladaron a otra prisión en la cual debía estar, al parecer, hasta el lunes; pero pasó éste día, el martes y el miércoles sin que nadie viniera a buscarme. El jueves llegó el Comisario de la policía de Berlín y me condujo al lugar en donde el sábado no quisieron admitirme. Allí me encerraron en la celda individual número veintiuno. El viernes empecé a prestar declaraciones, que duraron algunos días. El intérprete no conocía el español; se servía de un diccionario y, aun así, no daba pie con bola.

El Comisario pidió el dossier de Largo Caballero, el cual contenía muchas hojas con fotografías, recortes de periódicos, copias de telegramas, cartas, etc. En la primera página había un recorte de periódico con unas fotografías de un individuo de aproximadamente treinta años, con gafas de gran tamaño y una boina que parecía un paraguas. Al pie de la fotografía con letras de imprenta decía: «Don Francisco Largo Caballero, Presidente del Gobierno español». El Comisario me miró y, riéndose me dio a entender que aquél no era yo. ¡Claro que no!, respondí. Continuamos examinando el dossier hoja por hoja y en él había noticias de hacía varios años en las que se decía que había asistido a conferencias en países donde no he estado nunca y escrito artículos en alemán, que no escribí jamás, y así por el estilo multitud de cosas. Esto me horrorizó, porque pude ver la forma de cómo se fabrican los antecedentes de los hombres que luchan en la vida política; cómo la policía desparramada por el mundo informa para justificar su función, y cómo ciertos elementos políticos carentes de escrúpulos, con objeto de dar importancia a sus reuniones internacionales, no tienen inconveniente en hacer figurar como asistentes a personas que están a muchos centenares de kilómetros de distancia del lugar donde se han reunido. Como los interesados no leen generalmente esos periódicos, no tienen posibilidad de rectificar y… así se escribe la Historia. En esos interrogatorios, tampoco me preguntaron por amigos o correligionarios.

Del dossier que analizamos no resultó nada contra mí, y como consecuencia de la lógica alemana, el Comisario me hizo responsable de la guerra civil española porque —según él— teniendo yo gran influencia sobre la clase trabajadora no declaré la huelga general ni organicé la resistencia pasiva para evitarla, y porque he propagado el marxismo. Con sujeción a esa lógica lo mismo me podía haber hecho responsable de la guerra ruso-japonesa o del crimen de Sarajevo.

Daba escalofríos oír tantas sandeces, reveladoras de una gran ignorancia o de una supina mala fe, a un hombre que tenía en sus manos la libertad de millares de ciudadanos alemanes o extranjeros. ¡Este Comisario estuvo en España organizando la policía al servicio de Franco!

Terminadas las declaraciones, le dije que como no resultaba ningún cargo contra mí, esperaba que sería puesto en libertad; a lo que contestó que no lo esperase, porque era un peligro para Francia y Alemania. ¿Qué leyenda acerca de mi persona se habrá extendido por Europa? ¿Se puede jugar así con la integridad moral, la libertad y la vida de los hombres? ¿Acabará la guerra mundial con estas atrocidades?

No soy muy optimista.

El último día de julio me dijeron que preparase todo porque iba a salir. ¿Me pondrían en libertad? A las once de la mañana salimos en automóvil el Comisario y yo, sin saber a dónde me llevaba. A la una, entramos en el Campo de Concentración de Oraniemburg. El Comisario se despidió de mí como si fuera mi mejor amigo.

París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.