Querido amigo: Habíamos tardado cinco días desde París a Albí. En todo ese tiempo apenas habíamos comido ni dormido. Fue una buena prueba de resistencia cuando se han cumplido setenta y un años de edad.
En París quedó todo nuestro ajuar, como antes se había quedado en Madrid, luego en Valencia, después en Barcelona. Había desempeñado las carteras ministeriales de la Presidencia del Consejo, de Guerra, de Trabajo y no me preocupé de salvar nada. Prieto trasladó sus pertenencias a París y allí las vendió. ¡Eso es saber vivir!
Yo no quería que las autoridades ignorasen mi llegada a fin de que no lo interpretasen de mala manera y pudiera ser perjudicial para la familia de Llopis y para la mía. Así es que rogué a éste compañero que fuese a la Prefectura, como lo hizo, a dar conocimiento; volvió diciéndome: «El Prefecto le da a usted el plazo de veinticuatro horas para salir de Albí a más de treinta kilómetros de distancia». La noticia me dejó en suspenso, pues no acertaba a comprender el porqué de esa orden draconiana.
Dije que estaba enfermo, que no podía salir, y pedí que llamasen a un médico. Me metí en la cama, llegó el doctor y reconoció que no estaba en condiciones para trasladarme. Parece ser que tuvo que extender un certificado para entregarlo a la autoridad.
Llopis y su señora hicieron diligentemente las gestiones necesarias para hallar lugar donde pudiéramos ir. Una familia francesa que se había distinguido en ayudar a españoles refugiados, me ofreció una maisonnette al lado del río Tarn, a la distancia exigida por el Prefecto. A los tres días salimos en dos autos que nos prestaron y nos instalamos lo mejor que pudimos.
La hija mayor de la mencionada familia francesa nos acompañó unos días hasta que conocimos la manera de poder desenvolvernos allí. La maisonnette estaba situada a más de tres kilómetros de la población más inmediata. Mis hijas debían andar todos los días más de seis kilómetros para comprar lo necesario para la subsistencia. No fue posible continuar en esta casita porque llegó a necesitarla la familia que nos la había cedido, y nos buscaron otra en el pueblecito llamado Trevas, también al lado del río; pero nos trasladamos a una casa situada en la plaza del pueblo. Esta casa carecía de agua y de retrete, y la que yo tenía por alcoba era la cocina. El pueblo tenía ochenta vecinos; no tenía médico ni farmacia. El alcalde y un concejal eran socialistas y me acogieron con mucha cordialidad. La alimentación no faltaba, y en realidad no se carecía de lo necesario. La vida la pasaba leyendo el periódico y meditando sobre los problemas que la vida nos presenta.
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Era el tiempo de la recolección y me entretenía en ver desde mi domicilio el transporte de las mieses a la trilladora y limpiadora mecánica; después, la manzana a la exprimidera para obtener la sidra, y por último la uva para obtener el vino.
El hijo de la dueña de la casa me invitó a bajar a la cueva para que presenciara cómo envasaban el vino; entré en la tienda que estaba completamente a oscuras y enfrente vi una puerta con luz; era la cocina; me dirigí a ella, pero puse el pie en el vacío y caí a la cueva. La puerta estaba abierta, el hijo de la dueña no me advirtió nada y allí me precipité. El golpe fue enorme. Caí sobre la escalera portátil que se utilizaba para subir y bajar, y después al suelo. A mis quejidos acudió la hija de la dueña que estaba en la cocina; el hijo había desaparecido acaso para acudir a otro quehacer. Haciendo esfuerzos sobrehumanos, la muchacha logró subirme a mi habitación y me metí en la cama, esperando a que llegaran mis hijas y mi cuñada que habían ido de compras a los caseríos inmediatos. Cuando llegaron y me vieron en cama se alarmaron. Se avisó a un médico que vivía a diez kilómetros de Trevas; acudió, y después de reconocerme diagnosticó que me había fracturado la clavícula derecha; me vendó el brazo, inmovilizándolo. No me podía vestir y tenía que comer con la mano izquierda. ¡Buena suerte la mía! ¡Al perro flaco, todo se le hacen pulgas!
En noviembre todavía tenía el brazo inmovilizado. Una noche, a las dos de la madrugada, hicieron irrupción en la cocina, donde dormía, el Comisario especial de Aibí y cuatro gendarmes. El Comisario me dijo que lo siguiese. Mi familia y yo protestamos, pues no nos explicábamos que hiciesen tal cosa conmigo que nada había hecho, que vivía tranquilo como lo podían testimoniar todas las autoridades y vecinos del pueblo. El Comisario replicó que yo no estaba bien en Trevas, y que el Prefecto me llamaba a Albí. Contesté que para eso hubiera bastado que me llamase de otra forma y hubiera acudido y, además, que estaba en Trevas porque el mismo Prefecto me había prohibido residir en Albí y que no podía vestirme yo solo porque aún tenía la fractura sin curar. De nada me sirvió. Con el natural disgusto de mis familiares, pues creían que era un pretexto para enviarme a España, y a pesar de mis protestas me metieron en un auto y a las cuatro de la madrugada entrábamos en Albí. En la Comisaría estuve hasta las nueve, que me llevó el Comisario a presencia del Prefecto. Éste se deshizo en excusas por el trastorno que me había ocasionado, añadiendo que en Trevas no estaba bien, que había españoles de muchas clases y que me podía suceder algo; dándome a entender que estaba amenazado de muerte y que él iba a protegerme.
Ofreció buscarme una casa en Albí para que estuviese cerca de él, pero, mientras tanto, que estaría en una clínica, a la que me trasladarían aquella misma tarde y en donde me curarían la fractura.
Respondí agradeciéndole su interés y ofrecimiento, pero que creía que en ninguna parte estaría mejor que en mi casa y al lado de mis hijas. El Prefecto cambió de tono y declaró que tenía orden del Ministro —ya se habían hecho cargo del Poder Petain y Laval—, y que estaba obligado a cumplirla.
Efectivamente, entré en una clínica, en una habitación en la que había dos camas; una para mí y la otra para un policía.
París. Febrero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: En la clínica había un cirujano y un ayudante. Los servicios eran atendidos por monjas del Sagrado Corazón. Por asistencia médica sólo recibí una inyección en el hombro.
Dos policías especiales de Vichy, dependientes del Ministerio del Interior, relevaron a los policías municipales para protegerme, Uno estaba de día y otro de noche.
Escribí tres cartas a mis hijas y ninguna llegó a su destino. Reclamé que se me concediera autorización para que me visitaran, y me contestaron que no era posible porque se enterarían otras personas dónde estaba y eso no convenía. Requerí la presencia del Comisario especial y se presentó a los seis días de haberlo reclamado. Cuando estuvo presente le pregunté si yo era un ladrón o un criminal, o si había realizado algo contra Francia, a lo que contestó que no. Entonces, ¿por qué estoy incomunicado?; me contestó tranquilamente que para protegerme.
Esto me indignaba, porque era suponer que yo era un imbécil que podía creerme sus embustes. Con los policías promovía diariamente trapatiestas por los mismos motivos. Y todavía me decían que debía estar contento, pues debía encontrarme mejor que en un campo de concentración. ¡Y de que no me hayan fusilado, contestaba yo!
Había perdido el apetito y el sueño. Llevaba más de un mes sin cambiarme de ropa interior. Lo que conmigo se hacía no tenía nombre.
Como decían que no podían ir mis hijas a verme porque se enterarían otras personas del lugar donde estaba, les propuse que fueran a la Comisaría especial, prometiéndoles no decirles en donde me encontraba y así podría verlas, que era lo que me interesaba. Les pareció demasiado fuerte negarse y accedieron a la propuesta.
Fue a la Comisaría mi hija Carmen con su tía. Isabel había ido a Marsella a realizar gestiones en el Consulado general de México. Me llevaron ropa y hablamos. ¡Todos sabían donde me encontraba!
Por efecto del intenso frío sufrí un ataque agudo de arteriosclerosis que me paralizó la circulación de la sangre en el pie derecho. Con una inyección se conjuró la crisis.
Los policías me anunciaron que saldría pronto. Les pregunté a donde iría y me contestaron que no lo sabían, pero que sería lejos, muy lejos, a más de trescientos kilómetros de Albí. Con tal motivo escribí una carta al Prefecto solicitando que no se me obligara a hacer tal viaje, y me contestó que no era posible.
Llegado el día que fijaron, no permitieron que fuese conmigo más que mi hija Carmen. Isabel y su tía se quedarían en Trevas, y después saldrían a reunirse con nosotros.
Cuando Carmen fue a Albí para acompañarme, solicité un sastre para que me tomase las medidas y encargarle un gabán pues hacía un frío intenso y no tenía con que abrigarme. No lo consintieron. Un amigo de Llopis se comprometió a hacérmelo en veinticuatro horas; Carmen me tomó las medidas y así pude tener abrigo aquel invierno.
A los cincuenta y un días de estar en esta situación; a principios de enero de 1941, salimos Carmen y yo y los dos policías. Nos dirigimos a la estación y allí nos esperaba el Comisario especial que me dijo: «Espero que irá contento a donde va». ¡Qué cínico!
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Desde Albí fuimos a Toulouse. Subimos en el rápido de París y en él ocupamos un departamento de segunda clase Carmen y yo, con los dos policías; no se permitió subir a nadie más.
Descendimos en Limoges, donde esperamos en la estación algunas horas para tomar el tren de… todavía no sabíamos a dónde nos llevaban. Caía una nevada copiosa. Cuando llegó el nuevo tren lo tomamos, y a media noche llegamos a la estación de Gueret, capital del Departamento de la Crause y residencia de la Prefectura. Como continuaba nevando y no podía andar, resbalé y caí en la plaza, detrás de la estación. Seguía el calvario. En Gueret estuvimos dos días, mientras los policías iban y venían para arreglar no sé qué documentos.
Salimos un domingo para una estación del trayecto cuyo nombre no recuerdo, aunque sí del pueblo a donde íbamos. Para llegar a él tomamos un autobús, teniendo que llevar las maletas encima de nosotros porque en la baca caía mucha agua y en el interior del coche iba gente de pie.
Llegamos a uno de los pueblos más fríos de Francia: Croq, no sabiendo a quién pertenecían nuestros pies; tal era el frío que sentíamos. ¡Vaya un viajecito! Se necesitaba que estuvieran carentes de sentimientos humanitarios para obligarnos a viajar así, sin que lo impusiera la más leve necesidad.
Nos instalamos en un hotel modesto en tanto encontrábamos casa. Estaba servido por una familia amable, agradable, limpia y generosa que no explotaba al cliente, como generalmente sucede en esos sitios y en tales condiciones. Servían bien y abundante, y era económico. Los policías se quedaron en el mismo hotel.
Lo primero que hice fue escribir a Isabel y a Llopis diciéndoles donde estábamos. Por casualidad, las contestaciones llegaron en el mismo día; los policías se enteraron y subiendo a mi habitación me preguntaron si había recibido dos cartas, a lo que contesté que sí.
—¿Entonces ha escrito usted a otras personas además de su hija?
—Sí —contesté.
—¡Pues no puede usted hacer eso! ¡No puede usted escribir más que a su hija!
Les contesté violentamente diciéndoles que era criminal lo que se hacía conmigo, que escribiría a quien me pareciera; y que estaba cansado de la comedia de mi protección. Mi hija Carmen lloraba de coraje. Cuando salía a tomar el aire, si yo iba por un lado, la policía se iba por otro, para ver el pueblo. ¡Ésa era la protección! Estuvieron conmigo un mes, hasta que los llamaron de Vichy. Al marchar me dijeron que la gendarmería quedaba encargada de protegerme. ¡Cuánto me acordé de la invitación que me hicieron para ir a América! ¡Todavía había de tener motivos para acordarme más!
Escribí al Ministro de México en Vichy pidiéndole la documentación necesaria para embarcar e irnos a reunir con mi hija Concha y su esposo. El Ministro me remitió todo, y además me fijó una cantidad mensual para nuestro sostenimiento mientras estuviéramos en Francia.
Del Consulado General de los Estados Unidos de Norteamérica, domiciliado en Lyon, recibí una carta diciéndome que habían recibido un telegrama del Ministerio de Negocios Extranjeros de Washington ordenándoles que me facilitaran el visado para entrar en dicho país. Me rogaban que en cuanto tuviera la autorización para salir de Francia, les avisara a fin de cumplir la orden.
Me dirigí al Ministro del Interior de Francia solicitando permiso para salir del país con mi familia, pero no recibí contestación.
Posteriormente lo solicité tres veces más con el mismo resultado.
Mi hija Isabel, que se había quedado en Trevas con su tía, pidió tres veces autorización para trasladarse a Croq y nadie le contestó; tuvo que dirigirse al Prefecto de Gueret y… a los seis meses la autorizaron a reunirse con su padre y su hermana.
Me estaba prohibido mantener amistad con nadie, ya fuera español o francés. Se trataba de una prohibición de hecho, sin que mediaran órdenes escritas. He aquí una muestra:
Estando un día en el comedor, se me acercó un señor que hablaba correctamente en español y después de saludarme me dijo que tenía que hablarme y me preguntó el número de mi habitación, que no tuve inconveniente en facilitarle. Al día siguiente, el hijo del dueño de la casa me hizo saber que dicho señor no pudo visitarme, porque un policía que estaba en el comedor y conocía nuestro idioma le dijo que por órdenes superiores no podía hablar conmigo, y había tenido que marcharse.
El Alcalde me encontraba en el campo algunas veces y me saludaba, y en una ocasión me dijo que no lo hacía en el pueblo por no perjudicarme y perjudicarse él.
Los fríos intensos aumentaron los dolores del pie y llamé a uno de los dos médicos que había en el pueblo, y me prescribió un tratamiento. Mi hija Carmen hizo de enfermera.
El vecindario y el personal del hotel nos trataron magníficamente. El hijo del dueño me proporcionaba periódicos y libros.
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Seguí sufriendo con paciencia el confinamiento a que estaba sometido en Croq, pero era indudable que no podía gozar de tranquilidad.
Una mala tarde se presentaron dos policías en el Hotel llevando un mandamiento judicial para ponerme a disposición del Procurador General de la República. La impresión que nos produjo es de imaginar. El disgusto fue mayúsculo y grande la alarma en las mujeres.
¿Pero hasta cuándo iba a durar el ensañamiento? ¿Aún no I era bastante? Desde el año 1909, ¡treinta años!, no me he visto libre jamás de las garras de la policía y de los tribunales, y todo esto por el delito de tener ideas socialistas. ¿Es que no pueden tenerse ideas? ¡Pues que nos hagan a todos idiotas por decreto o que nos esterilicen el cerebro!
Los policías me condujeron a Montiuson, al Palacio de Justicia para acreditar mi personalidad. Una vez identificado, me comunicaron que se había pedido por el Gobierno de Franco mi extradición por el delito de propaganda del robo y el crimen. ¿Qué le parece?
Formulé mi protesta y me dijeron que no era allí donde iba a resolverse el asunto. Concluido el atestado y firmados los documentos, me condujeron a la gendarmería. Allí fui desvalijado de todo cuanto llevaba encima: reloj, dinero, estilográfica… ¡hasta la corbata!, y tomé posesión de un calabozo que no tenía otro hueco que el de la puerta; sin luz, sin ventilación, sin asiento ni cama. Expresé mi asombro y pedí que telefoneasen al Prefecto, pues creí que no consentiría que me encerrasen en esas condiciones. Me contestaron que no era asunto del Prefecto sino de los Tribunales. Pasé la noche de pie, sin dormir. A las seis de la mañana abrieron la puerta y me devolvieron todo lo mío. Arreglaron la documentación y dos gendarmes me condujeron en ferrocarril a Limoges, donde ingresé en la cárcel. Una cárcel inmunda. También me desvalijaron y penetré en una celda en la que había dos presos.
La celda tenía doce pies de largo por siete de ancho. Allí había que pasar las veinticuatro horas del día, menos quince minutos que concedían para el paseo en un patio donde los presos hacían toda clase de evacuaciones. ¡Un patio indecente!
En la celda había que hacer las necesidades en un cubo que debía vaciarse por la mañana, yendo todos los presos en formación a los retretes.
La alimentación consistía en 300 gramos de pan, un agua sucia que llamaban café —¡café en una época en que cuando se encontraba en el mercado negro, había que pagarlo a mil francos el kilo!— y dos sopas de berza cocida sin grasa.
Para acostarse, debía dejar el preso toda la ropa en la galería: americana, pantalón, chaleco, zapatos, etc., y para que nada faltase, se le apaleaba bárbaramente. Nadie me lo ha contado, lo he oído yo mismo. Nadie creería, no viéndolo, que la República Francesa tenga un régimen penitenciario tan abominable. Y aún debía estar contento porque en mi celda tan sólo éramos tres, y ninguno estaba por delito común. En las otras celdas había hasta doce, criminales y ladrones, todos juntos.
Al día siguiente de mi entrada me llamó el Procurador General. Presté declaración y me dijo que podía nombrar abogado defensor e intérprete. Subí a la celda y uno de los compañeros me aconsejó que designase al abogado suyo que era muy competente, buena persona, y además socialista. Así lo hice y al mismo tiempo escribí a mis hijas, al Ministro de México y al Consulado de Marsella.
Mis hijas, mi cuñada María y Luis Menéndez, hijo, que las acompañaba, llegaron a Limoges para asistir al juicio, circunstancia que permitió que pudiéramos hablar por el locutorio.
Comparecí ante el Tribunal acompañado de tres defensores, cuyos honorarios estaban a cargo del Consulado de México. En el mismo juicio se resolvió la solicitud de extradición contra Federica Monseny, estando ambos juntos en el banquillo de los acusados.
Cosa extraordinaria, los abogados defensores no tuvieron apenas que hablar, pues el Procurador General pronunció un discurso oponiéndose a la extradición, demostrando la falta de base jurídica de la demanda y lo inverosímil de las acusaciones; el Presidente pronunció el: ¡Concluso para sentencia!
A los veintiún días de estar en aquel antro se reunió el Tribunal para hacer pública la sentencia, y por unanimidad quedó desestimada la solicitud de extradición. ¡Todos contentos! ¡Ya era libre! Pero dieron las cuatro de la tarde y no llegó la orden de libertad. A las cuatro y media fui llamado por uno de los defensores para comunicarme, que después de pronunciarse la sentencia sucedió un caso desagradable y absurdo, pues el Ministro de Justicia, no satisfecho del acuerdo del Tribunal había ordenado que me condujeran a la prisión de Vals, en el Departamento de Ardeche.
Mis hijas me esperaban a la puerta de la cárcel para marcharnos todos juntos a Croq, pero en vez de disfrutar de la libertad, nos encontramos con que la policía iba a conducirme a la Comisaría especial, donde estuve dos días con sus noches durmiendo en el suelo sobre una colchoneta.
Dos comisarios llegaron de Vals para llevarme a la prisión. Antes de salir me leyeron un documento que decía, poco más o menos:
«Con arreglo al artículo… del decreto de fecha… el Gobierno puede meter en prisión a aquellos que crea que pueden ser un peligro para el Estado y, en su virtud… etc.». Además me advirtieron que si contravenía las disposiciones X, sería castigado con la pena de seis años y un día de cárcel. ¡Se terminó la protección! El Gobierno francés, de protegido me convirtió en un supuesto enemigo del Estado. Y eso se lo dijo a un hombre que, en su larga vida de relación internacional, siempre estuvo al lado de Francia. ¡La sociedad burguesa es un encanto!
Pero si era peligroso para el Estado francés ¿por qué no se me permitía salir de Francia? ¡Cuántas tonterías se cometen desde las alturas de la gobernación del Estado!
Acompañado de los dos Comisarios llegué a Montelimar, donde nos esperaba el Jefe de la prisión con un automóvil. A las cuatro de la madrugada entré en la habitación que me habían destinado.
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: La prisión de Vals no era una cárcel; era el Gran Hotel habilitado por el Gobierno para encerrar a los internados administrativos. El régimen era bueno. Cada uno tenía su habitación. A las siete de la mañana abrían las puertas, hasta las nueve de la noche. Había mujeres para la limpieza. Las familias podían visitarnos todos los días. Se podía llamar a un médico y a una enfermera. La comida era regular, pero permitían que la llevasen de fuera si así se deseaba. Se podían leer periódicos y libros, y hasta jugarse el dinero si se tenía ese mal vicio. El trato personal era correcto.
Allí no había criminales. Se albergaban veintidós ingleses en rehenes; un exministro y dos franceses no conformes con la política, de Laval, y yo.
Paseaba por la mañana y por la tarde. Los ingleses salían muchos días a la población acompañados de un Comisario. La prisión estaba custodiada por gendarmes y policías. No obstante todas las ventajas sobre las prisiones comunes, ninguno queríamos estar allí; todos deseábamos la libertad.
Por cuarta vez escribí al Gobierno protestando de lo que se hacía conmigo. Pedí que se me hiciese comparecer ante un Tribunal para juzgarme, si había cometido algún delito, o en caso contrario que se me devolviese la libertad. Insistí también en la solicitud de autorización para salir de Francia.
El Jefe de la prisión, que tenía necesidad de ir a Vichy, se encargó de entregar la carta, y cuando regresó, delante de mi familia me comunicó que el Gobierno, en principio y a falta de ultimar algún trámite, tenía acordado autorizarme a salir.
A los pocos días me pusieron en libertad, pero con residencia obligada en Nyons, Departamento de la Drome. El Jefe de la prisión y otro Comisario me condujeron a dicha población, en donde fui presentado al Subprefecto, al Alcalde y a la gendarmería. Se quedaron con mi carta de identidad y firmé otro documento como el de Limoges. En todos los sitios iba diciendo el Jefe de la prisión que estaría poco tiempo en Nyons, ya que el Gobierno tenía acordado que podía salir de Francia.
París. Febrero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.