EN EL DESTIERRO

Querido amigo: Si mi memoria no falla, creo que pasamos la frontera el día 29 de enero de 1937; los facciosos habían tomado ya Gerona y se dirigían a Figueras. A los gendarmes les sorprendió que nos marchásemos de España. Decían que Franco no se ensañaría con los republicanos. ¡Buen olfato político!

Estando en el restaurante de la estación de Cerbére con las familias, se presentaron varios periodistas franceses pidiendo declaraciones sobre España y la guerra civil. Me excusé diciendo que los momentos no eran los más apropiados para hacer declaraciones de ningún género, les pedí que me perdonasen que no diera satisfacción a sus deseos y se fueron descontentos, como todo periodista que no logra la información que pretende.

El primero de febrero llegamos a París, todos menos De Francisco y su familia que prefirieron quedarse en Toulouse.

Las primeras personas que me vieron fueron el Secretario de la Federación Internacional Sindical, Schevenels, acompañado de Enrique Santiago (otro pobre tránsfuga) y el General Asensio. El primero me ofreció la ayuda económica de dicha Federación. El General estaba de paso en París para Nueva York, con una misión que le confió el Gobierno Negrín, aunque esto parezca extraño.

Después de sobreseerse el proceso de los tres generales, comenzó a susurrarse que se organizaba algo contra el Gobierno. Yo no lo creí.

Se decía que era el General Asensio el director del supuesto movimiento, y Negrín sospechó que estábamos mezclados en el complot Araquistain y yo; por eso dijo a Azaña que nos iba a fusilar. Al mismo tiempo se hablaba de un atentado contra Araquistain y contra mí. Lo que hubiera de cierto, no lo sé, pero sí nos extrañó, cuando estábamos en Bañólas, que Negrín preguntase por teléfono, a la Alcaldía, si estábamos los dos allí y si no nos había ocurrido nada. ¿Por qué ese interés? Lo que hubiera ha quedado en el misterio.

En lo que se refiere al General Asensio no encontró mejor medio de asegurarse de él que alejarle de España. Le envió a Washington de Agregado Militar a la Embajada. Asensio me consultó mi opinión sobre el cometido que llevaba, y le contesté que cuanto antes se marchase, mejor.

En París encontré una habitación en la calle Roi en un piso quinto, en donde me instalé hasta encontrar otra.

París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: El Gobierno francés no hizo nada por mí, pero tampoco puso ninguna dificultad para mi estancia en Francia.

Solicité las cartas de identidad, y después de una información minuciosa me las dio oficialmente. No estaba obligado a más, y no tengo derecho a quejarme.

«La Depéche» de Toulouse publicó la noticia de que yo había declarado a uno de sus redactores que si Francia hubiese ayudado a la República Española no se habría perdido la guerra. Esa declaración hecha por un hombre obligado a acogerse a la hospitalidad francesa no era muy discreta, ni le podía favorecer. Como la noticia era falsa, pues todos los españoles que estaban en Cerbére fueron testigos de mi negativa a decir una palabra, remití una carta de rectificación a «La Depéche» y a otros periódicos, incluso a «Le Populaire», rectificación que ninguno publicó. Solamente «La Depéche» insistió en que era cierto. No seguí la polémica; había dicho cuanto tenía que decir. ¡Buen principio de emigración!

El comunista francés Martín, que había estado en España con las Brigadas Internacionales, publicó un artículo en «L’Humanité» diciendo que Araquistain y yo éramos los responsables de haberse perdido la guerra, porque detrás de nosotros habían entrado en Francia millares de españoles siguiendo nuestro ejemplo. Era concedernos mucho poder de atracción, pero se quedó tan fresco.

Escribimos una carta replicando el expresado artículo, y esta réplica la enviamos a varios periódicos, incluyendo a «Le Populaire», órgano del partido socialista francés (S.F.I.O.) (me consta que llegó a manos de León Blum), pero ninguno la publicó.

Un correligionario español tenía que visitar al Secretario del Partido Socialista Paúl Faure, y le di una carta de presentación rogándole que le recibiera. Ni le recibió, ni me contestó. Ya no me cabía duda: la campaña de calumnias y mentiras había pasado la frontera, y los socialistas franceses estaban al lado de los calumniadores.

Esa conducta de los directores del Partido Socialista Francés daba lugar a muchas reflexiones bien dolorosas.

¿Qué concepto tenían esos socialistas de la hospitalidad y de la solidaridad entre correligionarios? ¿Es que era yo un aventurero político? ¿Es que había cometido alguna traición? ¿Es que no me conocían hacía muchos años? Soy el más modesto de todos los miembros de la Internacional Socialista; sin embargo, no podían desdeñar a quien tenía prestados servicios de importancia al socialismo español, a la República española y a las Internacionales Socialista y Sindical. En cuanto a conducta, ninguno de ellos podía disputarme el primer puesto en lealtad, cariño y sacrificio por las ideas. Lo hecho por los dirigentes del socialismo francés era más propio de afiliados al nacionalsocialismo alemán, al fascismo italiano o al falangismo español que al socialismo marxista internacional. Después he sabido que no pocos de ellos eran negrinistas incondicionales; he tenido conocimiento de otros hechos en perjuicio del Partido Socialista Obrero Español, pero como no he tenido intervención directa ni tengo información precisa autorizada me abstengo de comentar. Sólo quiero consignar que Paúl Faure, niño mimado en tiempo de León Blum, fue virtualmente arrojado del Partido Socialista, como elemento afecto a las derechas.

Afortunadamente, ni todos los elementos socialistas franceses eran iguales, ni todos los organismos del partido se condujeron del mismo modo. Muchas pruebas de ello hay en los Departamentos, y muy particularmente en Toulouse, a la que se empezó a llamar la capital de la emigración española.

París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: La emigración empezó a producir sus malos efectos.

Mi hija Concepción —Concha la llamamos— se había casado en Barcelona el último día del año 1938. Su marido, Luis Barrero, condiscípulo suyo, acababa de salir de la Academia Militar con el grado de teniente y prestaba su servicio en la D.C.A. En la evacuación tuvo que seguir la suerte de su regimiento y le llevaron a un campo de concentración al sur de Francia. Mi hija entró conmigo en este país sin saber si lo podría encontrar. En la familia —como puede figurarse— sentíamos un gran malestar. Los católicos dicen que Dios aprieta pero no ahoga, y de acuerdo con el refrán, cuando menos lo esperábamos se nos presentó Luis una noche en casa. Se había escapado del campo.

Como la carta de identidad francesa nos prohibía trabajar y no teníamos medios económicos para vivir en la holganza —gracias a la Internacional Sindical podíamos vivir al día con dificultades—, mi hija Concha y mi yerno decidieron irse a México, pues no quedaba otra solución. Hicieron en el Consulado las gestiones pertinentes, y con la ayuda de varios amigos reunieron lo suficiente para pagar el pasaje. Partieron para América en unión de otras familias españolas emigradas. La familia, acostumbrada a vivir siempre juntos, se vio obligada a dispersarse contra su voluntad… Mis dos hijos varones se quedaron en España prisioneros de Franco; así es que a los setenta años de edad, cuando más necesitaba el cuidado de mis familiares, se alejaron de mi lado forzosamente, sin esperanzas de volverlos a ver. Como si esto no fuera bastante, el cambio de clima me produjo un ataque de arteriosclerosis ocasionándome una claudicación intermitente en el pie derecho, que no me permitía andar. Las perspectivas no eran muy halagüeñas. Vivía en una mansarde, en un quinto piso, sin ascensor.

Siguió cumpliéndose lo de que «Dios aprieta pero no ahoga» y una familia española, residente en Francia, me facilitó otro domicilio, y de la calle de Roi me trasladé a la de Passy. La casa era nueva, más grande, mejor soleada, tenía ascensor y era más barata.

Ése sería mi domicilio hasta el día doce de julio de 1940, esto es, dos días antes de que entraran los alemanes en París.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Mi vida transcurrió durante varios meses sin pena ni gloria.

La Sindical Internacional y algún amigo español, cuyo nombre me está vedado revelar, impidieron que nos muriéramos de hambre. Tuve que conformarme, pues peor estaban millares de compatriotas en los Campos de Concentración, de los cuales murieron miles y miles por falta de alimentación y sobra de malos tratos.

El Gobierno no me molestaba. Tampoco hizo nada en mi favor. De las Internacionales sólo recibí la visita de vez en cuando del Ministro de Trabajo de Luxemburgo y de su señora, matrimonio que siempre ha demostrado simpatía por los españoles. Mi agradecimiento hacia ellos durará lo que dure mi vida. Por indicación suya me remitió De Brukere mil francos, cantidad única que he recibido de la Internacional Socialista, y no de una manera espontánea. No me quejo, pues no está organizada para la solidaridad económica.

Según los medios de que disponía enviaba a algunos españoles emigrados, más necesitados aún que yo, que estaban en los campos y en África, algunas pequeñas cantidades de las que me acusaban recibo. Documentos que guardo, llevando una sencilla contabilidad por si un día es necesaria, pues como se suele decir: «No basta ser honrado, sino que también hay que parecerlo».

Mi buen amigo Luis Araquistain y su excelente señora —excelente por todos conceptos—, se trasladaron a Londres y me invitaron a irme con ellos, pero no me decidí bien a pesar mío. El idioma era para mí un obstáculo insuperable. En Francia me defendía mejor. Tampoco quería alejarme más de mis hijos prisioneros en España. Una circunstancia imprevista, podía permitirme volverlos a ver.

La ausencia de Araquistain me causó un gran pesar. Estábamos compenetrados en todos los problemas del Partido y de la guerra civil, es buen amigo, inteligente; y hemos sufrido juntos las infamias del Gobierno Negrín y congéneres; es una de las pocas personas que se han escapado de la cloaca inmunda de donde emanan las deslealtades y traiciones. Como el jugador que pierde tuve que tener paciencia. Todavía me quedaban los amigos Enrique de Francisco, Rodolfo Llopis y José Calviño.

Recibía diariamente cartas de españoles internados en campos de concentración y en África que me relataban sus vicisitudes y me instaban a constituir un organismo que defendiera los intereses materiales y morales de los emigrados; protestaban de la conducta parcial y partidaria del S.E.R.E., organismo fundado por Negrín y comparsas con dinero de la República española y que está sirviendo para ayudar a los amigos sometidos o que simulan estarlo. Mi respuesta invariable a las cartas y a la invitación era que no podía hacerlo. Hacía falta mucho dinero, que no tenemos pues lo ha acaparado el que aún se titula Jefe del Gobierno español y sus amigos. El Jefe de un Gobierno inexistente, porque si no hay República ni Parlamento no puede haber Gobierno.

Por otra parte existían muchos organismos españoles que luchaban entre si: dos Ejecutivas del Partido; otras dos de la Unión General; lo mismo sucedía con las Juventudes y algunos más. Eran demasiados para poder entenderse, y sería inoportuno aumentar el desconcierto entre los emigrados. Cuando insistían, para evitar la continuación de las instigaciones publiqué mis cartas en un folleto que fue repartido entre los españoles.[9]

Mi opinión era que debía constituirse un solo organismo dirigido por hombres de los menos sospechosos y más solventes en el orden moral y que tuviesen poca o ninguna responsabilidad por su actuación en la guerra civil. Este organismo habría de ocuparse de todo lo referente a los emigrados españoles en Francia, disponiendo de todos los medios económicos que hubiera. Y todo ello, mediante la aquiescencia del Gobierno francés.

Un día se presentó en mi domicilio el que fue Presidente del Tribunal Supremo don Mariano Gómez con un documento en el que estaba comprendido todo lo que yo pensaba sobre este asunto; el documento iba dirigido al expresidente del Parlamento don Diego Martínez Barrio. Solicitó mi firma que puse con gusto en el documento, y vi otra solamente: la de Luis Araquistain. El visitante me dijo que recogería más adhesiones y que volvería a informarme del resultado de su gestión. No le he vuelto a ver más. Sin duda fracasó en su buen propósito.

París Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Le tengo manifestado en otra carta que yo era vocal del Consejo de Administración de la Oficina Internacional del Trabajo. Dicho Consejo iba a celebrar su sesión trimestral, y yo debía asistir a ella.

El Director me envió un emisario, alto empleado, para rogarme que no asistiera porque esperaban que España continuase perteneciendo a ese organismo, y mi presencia podía dar motivo para que la representación española, que sería falangista, se retirase, impidiendo así la adhesión esperada. Esta gestión fue apoyada por el Secretario de la Sindical belga, compañero Mertins, que vino a París exclusivamente a eso. No puse ningún inconveniente, pues no quería echar sobre mí la responsabilidad de que España se retirase de tal organismo internacional, tan importante para la clase obrera; aunque la representación que yo tenía era la de todos los países adheridos que me eligieron. Pero hice notar que con mi presencia o sin ella. Franco no haría nada más que lo que fuera del agrado de Italia y Alemania, cuyos países estaban fuera de la Sociedad de las Naciones.

Llegaron a París representantes de las organizaciones socialistas y sindicales de América del Norte. Estuvieron en mi casa; me prestaron alguna ayuda económica y me propusieron que me trasladase a Nueva York, que ellos sufragarían los gastos de viaje tanto míos como los de mi familia; que allí podría trabajar en las organizaciones sindicales y en los organismos políticos. Apoyaban esta propuesta en razones que la modestia me impide declarar. Agradecí proposición tan importante y ventajosa, pero les manifesté que no aceptaba por las mismas razones que no fui a Londres, esto es, por la situación en que se hallaban mis hijos en España. Como en otra ocasión también manifesté que, en tanto se vislumbrase la posibilidad de poder ser útiles a los refugiados, no debíamos salir de Francia quienes habíamos asumido cargos y representaciones. La cuestión del idioma no era tan complicada porque en Nueva York había muchos españoles que me facilitarían mi trabajo. Esta negativa mía habría de tener terribles consecuencias para mí en lo sucesivo, como podrá apreciar en sucesivas cartas.

Comenzó a hablarse con insistencia de la posibilidad de que estallase la guerra en Europa. Militares españoles que marchaban a América fueron a despedirse de mí, y todos opinaban que la guerra la ganaría Alemania porque estaba muy preparada militarmente. Yo sostenía que eso era imposible, por muchas divisiones de que dispusiera, y ese criterio lo he sostenido incluso en los momentos de sus mayores éxitos militares.

Araquistain y yo teníamos un amigo sueco en París, banquero. Ante la perspectiva de la declaración de guerra, este amigo se marchó a su país y antes nos invitó a una comida de despedida. En la conversación que sostuvimos durante la comida, y a instancias suyas, me permití declarar que la guerra comenzaría en octubre —me equivoqué en un mes—, que sería más terrible que la del 14-18 y duraría más tiempo.

Para algunos esta predicción será fruto de una simple casualidad; para mí no lo es, y en otra carta le explicaré el porqué. Eso lo pueden llamar intuición política o casualidad, pero tiene un fundamento de carácter económico infalible.

París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.