AGONÍA DE LA REPÚBLICA

Querido amigo: No podía dudarse que Negrín y las Ejecutivas del Partido y de la Unión que tenía a su servicio, querían demostrar a los extranjeros que llegaban a España que existía una perfecta unidad entre nosotros, como si todos fuésemos de acuerdo, y como si todos fuésemos iguales; para ello aprovechaban cualquier ocasión que se presentase.

El exministro francés Vincent Auriol, socialista, acompañado de su señora, fueron a Barcelona; me visitaron en mi domicilio y hablamos sobre las discrepancias que nos separaban del señor Negrín y de los otros; Auriol manifestó que era necesaria la unión. ¡Me aconsejaba la unión un afiliado a un partido que era la escuela de las disidencias! ¡Paradojas de la vida! Le contesté que nadie me aventajaba en esos deseos, pero que me parecía imposible que pudiéramos marchar del brazo como amigos los verdugos y las víctimas.

Negrín ofreció al matrimonio una comida y me invitó a ella, invitación que yo no acepté. Era necesario tener un enorme tupé para hacerme la invitación, y sería preciso carecer de dignidad y vergüenza para aceptarla. El objeto no era otro que aparecer como que eran los intérpretes de todos los sentimientos y criterios, aparentando que no pasaba nada y que todo marchaba a las mil maravillas. Eso era lo importante. La ética para Negrín es un artículo de lujo de aplicación desusada.

Naturalmente que mi negativa nada tenía que ver con Auriol y su señora, a los cuales conocía y estimaba, sino con Negrín y los demás ministros que asistieron. Tengo la creencia de que este incidente ha sido motivo para que en la emigración se haya tenido conmigo la frialdad y desconsideración que he comprobado en muchos hechos.

La flamante Ejecutiva de la Unión General obsequió con un banquete a varios delegados extranjeros y me remitieron carta de invitación, a la que no contesté. ¿Se habían creído que con comidas y banquetes iba a olvidar lo que hacían conmigo? ¿Con qué humor podría yo estar en esas cuchipandas? A esto que yo llamo dignidad, ellos lo calificaban de orgullo y soberbia.

Se aproximaba la fecha del aniversario de la fundación del Partido Socialista Obrero Español y se presentaron en mi casa Manuel Cordero y otros cuatro o cinco correligionarios. Habían organizado un mitin de conmemoración, en el que hablarían Prieto, Negrín y alguno más: presidiría Lamoneda y querían que hablase yo también para demostrar la unidad del Partido. Contesté extrañándome de la invitación, teniendo en cuenta que el Gobierno no me había permitido dar la serie de conferencias ni salir de Valencia, cuando de manera ignominiosa me había arrojado de todos los cargos; cuando se hacía contra mí una campaña en la prensa del Partido totalmente indigna (el día anterior se había publicado en «El Diluvio», amparado por el Gobierno, un artículo difamándome). Les manifesté que no podía hablar en ese mitin, porque al hacer la historia del Partido habría de condenar las monstruosidades que el Gobierno cometía y me vería obligado a denunciar a su Presidente como autor de la disidencia y sostenedor del Partido Comunista. Además, antes de que yo hablase tenían que rectificar todas las enormidades y mentiras dichas contra mí, para no aparecer ante el pueblo, ellos y yo, como hombres sin dignidad ni vergüenza.

En vista de mi negativa y de las razones alegadas manifestaron que el no ir unidos al mitin ocasionaría perjuicios al Partido. ¿Habrá frescura? Hicieron varios intentos para comprometer a veteranos del Partido, pero sin resultado. El mitin no se celebró, y lo sustituyó una conferencia explicada por Prieto sobre las relaciones futuras hispanoamericanas.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Es bien doloroso confesar que la guerra iba de mal en peor para la República. Los bombardeos de Barcelona eran incesantes de día y de noche. La ofensiva del Ebro había fracasado, a pesar de los esfuerzos de los milicianos, y aunque los partes oficiales querían disimular el peligro todos sabíamos que los falangistas se dirigían rápidamente a Barcelona. García Oliver, Vázquez, Federica Monseny y otros miembros de la Confederación Nacional del Trabajo fueron a mi casa a decirme que el Gobierno estaba deshecho, que todo marchaba manga por hombro, que no tenía autoridad y que era necesario reforzarlo con personas de solvencia política. Con tal motivo, me invitaron a cooperar en obra tan necesaria —según ellos— para no perder la guerra.

Les manifesté que venían a invitarme a un entierro, y que, sintiéndolo mucho, no podía asistir a él. Añadí que no había remedio; la guerra estaba perdida, que lo sabían ellos como yo, y que no me podía prestar, después de todo lo ocurrido, a compartir con Negrín y compañía la responsabilidad de la catástrofe que se avecinaba.

En efecto, a los pocos días las Ejecutivas del Partido y la Unión abandonaron Barcelona sin aviso alguno, dejando que cada cual evacuara como pudiese. Yo salí con mis hijas para Bañolas, y allí nos reunimos las familias Araquistain, De Francisco, Menéndez y Llopis, que pudieron salir de Barcelona gracias al auxilio que les prestó el Jefe de Sanidad Militar, compañero Arín.

Bañólas estaba amenazado de bombardeos porque había allí un pequeño destacamento y campo de aviación, y en efecto hubo de evacuar rápidamente porque empezaron a llover bombas. Siempre gracias a los vehículos de Arín salieron las familias para Castelló de Ampudia, cerca de Figueras, quedándonos De Francisco, Hernández Zancajo y yo para ir por la noche.

Al salir de Bañolas los tres, un grupo de milicianos nos pidió la documentación y presentamos los carnets de diputados —pues los tres lo éramos— a lo que nos dijeron que no servían porque ya no había diputados y que debíamos presentar la autorización especial del Comandante de la plaza. Nos llevaron al hotel donde estaba instalado dicho Comandante, el Comisario de Guerra y otros individuos, todos de aviación. Se quedaron en el auto los dos amigos diputados que me acompañaban, y yo subí para que nos dieran el salvoconducto. Me encontré en un Centro de comunistas, desde el Comandante hasta el último soldado. Se negaban a darme las autorizaciones de salida, alegando que ya no existían diputados, que todos éramos iguales, etc. Tuve con ellos una verdadera disputa muy violenta y desagradable. Les amenacé con marcharnos sin salvoconducto, y si tenían valor que disparasen contra nosotros. La discusión se puso tan al rojo vivo que el Comandante me advirtió a gritos que estaba hablando con el Jefe de la Plaza. Entonces yo, también sin sordina, le repliqué que él estaba discutiendo con un Expresidente del Gobierno, Exministro de la Guerra y Diputado de la Nación. Contra mi costumbre me vi obligado a hacer valer esos títulos, ante la insolvencia con que se manifestaban.

El Comandante amainó después de varias consultas por teléfono y me dio la autorización de salida, no sólo para circular por la zona de su jurisdicción sino para toda España, como si él hubiera tenido las atribuciones del Presidente del Consejo de Ministros. No lejos de allí debía andar Negrín, pues posteriormente me informaron de que había preguntado por nosotros y si se nos ofrecía algo.

Cuando bajé del cuartelillo o lo que fuera y conté a De Francisco y Hernández Zancajo lo sucedido, se alegraron de no haberme acompañado porque acaso se hubieran enredado las cosas.

A media noche llegamos a Castelló de Ampurias, donde nos esperaban las familias. Aquello parecía un campamento; hombres, mujeres, niños, equipajes…; cada individuo colocándose donde podía para comer los escasos víveres de que disponía la familia del doctor Arín. Apenas llegamos nos dijeron que había que marcharse en seguida porque un destacamento de Marina había abandonado su puesto y aquella noche se iba a verificar un desembarco en la pequeña playa de Rosas. Yo puse el grito en el cielo porque estaba agotado físicamente, y encarándome con Araquistain dije que yo no salía de allí; me hizo ver que si bien yo podía hacer lo que me pareciera, allí había mujeres y niños que no debían ser expuestos a ciertos peligros. Comprendí que tenía razón, y a pesar del cansancio salimos en caravana para la frontera francesa. Llegamos a Cerbére y gracias a que Araquistain y yo poseíamos pasaportes diplomáticos, en razón de nuestros frecuentes viajes al extranjero, pasamos la frontera con nuestras familias. Entretanto, De Francisco marchó a pie por el monte hasta la estación del ferrocarril, en donde estaban de servicio dos policías afiliados al Partido, a fin de averiguar si podrían pasar al amparo del carnet de Diputado; los dos policías que tenían más miedo que compañerismo le volvieron la espalda, y este amigo tuvo que regresar de nuevo a pie a donde las familias estaban agotadas de cansancio y debilidad. No sé quien le proporcionó unos huevos cocidos y al empezar a tomar alimento sufrió un pequeño desmayo; esto sirvió para que el doctor Arín reclamase que viniera del pueblo un coche y, al amparo de este pequeño incidente, pasaran la frontera todos los demás cuando ya los aviones de los facciosos bombardeaban la carretera congestionada de vehículos llenos de gente. La presencia de un guardacostas francés alejó a los aviones.

Nos reunimos, pues, cinco familias en el restaurante de la estación, sin medios económicos para atender a las necesidades más precisas. Por gestiones realizadas por Araquistain se nos facilitaron algunos fondos y así pudimos atenderlas.

Habíamos salido de nuestra patria. ¿Por cuánto tiempo? Algunos pensaban que por poco. Yo no era tan optimista. Se sabe cuando se sale, pero se ignora siempre cuando se ha de volver.

¡Qué amargo iba a ser el pan de la emigración para algunos de nosotros!

París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.