AL SERVICIO DE LOS COMUNISTAS

Querido amigo: Ya volví a mi casa, al lado de mis hijas; ya puedo pasear, hablar con los amigos, emancipado de las Comisiones, telegramas, teléfonos, expedientes; parece que he estado cumpliendo una condena de ocho meses y diez días y que ya soy libre. Estoy muy contento. Algunas veces pienso que debo estar agradecido a mis enemigos, que me han librado de la prisión. Cuando el gobernante toma en serio su deber, y más si su país está enzarzado en guerra civil, cruenta, salvaje, como la hacen los fascistas, el que gobierna no es un hombre como los demás, es un esclavo, un condenado a trabajos forzados. Créame, personalmente estoy satisfecho de haber salido de la Presidencia del Gobierno y del Ministerio de la Guerra. No tener Consejos de Ministros ni de la Guerra; no discutir con el Estado Mayor; no recibir Embajadores ni Comisiones, ni despachar con Subsecretarios —guardando todos los respetos para las personas— es para mí una alegría. No comprendo cómo hay quien lo desea y hasta se gasta una fortuna para alcanzar esos cargos.

Vuelvo otra vez a la Secretaría de la Unión General de Trabajadores, donde estoy en mi ambiente, en comunicación constante con los de mi clase, con lo sano, lo puro de la sociedad; con los que también se equivocan, pero procediendo de buena fe. No son profesionales de la intriga, de la zancadilla. Me refiero a lo que comúnmente se llama la masa general de la clase trabajadora, la que sufre las consecuencias de la lucha intestina entre dirigentes. Ahora mi preocupación es: ¿Cuál será la suerte de España? ¿Qué van a hacer con España esos hombres sin escrúpulos, sin conciencia, en los que no preside otra idea que la del poder mismo; que no les guía otro sentimiento que el del rencor, el odio, el espíritu de venganza contra todos los que les salen al paso en sus trapacerías, aunque se trate de hombres a quienes han llamado compañeros y amigos? ¡Pobre España! ¡Tu suerte está en manos de la ambición, de la deslealtad, de la traición, y por ello vislumbro tu ruina material y moral! Esto es el soliloquio que mantengo en los momentos de soledad.

La Ejecutiva de la Unión, a propuesta mía, reunió al Comité Nacional para dar cuenta de mi gestión en el Gobierno. Sentía un gran deseo de darla a conocer y que fuese juzgada. Estuve cerca de seis horas hablando, dando detalles, no ocultando nada. Después me censuraron los de siempre por haber dicho cosas que debía silenciar, según ellos, esto es, los que desean ocultar la verdad; tener a la clase trabajadora en completa ignorancia de como se la dirige y gobierna.

Aunque «El Socialista» y «Mundo Obrero» hacen campaña indigna contra mí, guardo silencio. He decidido no hablar para defenderme; no quiero echar leña al fuego.

No asisto al Parlamento. Quiero evitar la ocasión de que se produzca un escándalo parlamentario que beneficiaría a los fascistas; pero no estoy dispuesto a dar mi voto a la política de Negrín. Si quieren algo de mí, que me llamen.

Mis obligaciones son: atender la Secretaría de la Unión General y, los domingos, ir a Madrid, desde Valencia, para asistir a las reuniones del Comité de la Agrupación Socialista Madrileña, de la que soy Presidente. Me acompañan Araquistain, Díaz Alor y Pascual Tomás, que también son miembros de dicho Comité.

La Ejecutiva del Partido quiere someter a la Agrupación a su política insensata sin poder lograrlo. Madrid no se presta a la tiranía.

Con éste motivo se cruzan varias comunicaciones entre las dos entidades, en las cuales la Agrupación Socialista cantó las verdades a la Ejecutiva; ésta no se atreve a proceder contra su Comité como hizo con los de otras provincias. Como Negrín y Vayo están al servicio del Partido Comunista, al cual se han entregado en cuerpo y alma, el Comité, en uso de las facultades que le otorga el reglamento, les ha suspendido del derecho de afiliados, acordando proponer su expulsión en la primera asamblea que se celebre.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Al transferirme el Poder el señor Giral me hice cargo del Presupuesto en el que había un concepto denominado: «Gastos reservados… 4 000 000 de pesetas». El Ministro podía hacer uso de esa cantidad sin obligación de justificar su inversión, Giral, en dos meses y medio no utilizó ni una sola peseta de esa partida. En ocho meses y diez días que yo estuve en la Presidencia tampoco gasté un céntimo. Los cuatro millones de pesetas le fueron entregados íntegros al señor Negrín, con no poca sorpresa de éste.

Resuelta la crisis de mayo, la prensa en general se dedicó a jalear al Presidente del Consejo. Éste invitaba a periodistas españoles y extranjeros a comidas íntimas, en las que se brindaba con champán por el triunfo de la República. El señor Negrín hablaba a los extranjeros en sus respectivos idiomas: inglés, francés, alemán, etc., etc. Se compraban nuevos periódicos y se fundaban otros. Todos estos periódicos hablaban de Negrín colocándole a la altura de los políticos más distinguidos y modernos; cualidades ignoradas por los españoles gobernados por él.

En Valencia había dos periódicos que no formaban parte del coro de butafumeiros: «Adelante», órgano de la Agrupación Socialista valenciana y «La Correspondencia» que representaba a las sociedades sindicales de la Unión General de Trabajadores. No combatían al Gobierno, pero tampoco le aplaudían; hacían una política propia, local. La Federación Provincial Socialista no comulgaba con la cofradía gubernamental. Esto resultaba intolerable para Negrín y compañía. ¡El que no está con nosotros, está contra nosotros! Ésa era la teoría de ellos; lo mismo que el nacionalsocialismo de Hitler; igual que el fascismo del Duce; idéntico al falangismo de Franco. Entendían que debe masacrarse a las oposiciones y a los indiferentes; la oposición y la neutralidad eran delitos de traición; el que no estaba con Negrín es que estaba con Franco. Esto se decía a cuenta de un Gobierno en el que predominaban los socialistas. No han organizado los campos de concentración, pero Prieto organizó el S.I.M. (Servicio de Investigación Militar); organismo que no quise yo constituir a pesar de los requerimientos de que fui objeto; organismo que sirvió para todo menos para información militar, y que ha desprestigiado a la República en el extranjero.

El Gobernador civil de Valencia, Molina Conejero, socialista, se puso al servicio incondicional del Gobierno y se ocupó de perseguir a sus correligionarios valencianos, es decir, a los que discrepaban de su conducta.

Por orden del Ministro de la Gobernación, Julián Zugazagoitia (el mismo que en Madrid cuando las elecciones de Bilbao estaba a matar con Prieto), el Gobernador Molina Conejero destituyó utilizando la fuerza pública al Comité de la Federación Provincial Socialista y nombraron otro del gusto del Gobierno y del Gobernador.

En las redacciones de los periódicos «Adelante» y «La Correspondencia» se presentaron los carabineros mandados por Enrique Puente, acompañados del nuevo Director, nombrado por la Ejecutiva del Partido Socialista y requirieron a su propietario para que entregara dichas redacciones, amenazando, en caso contrario, con tomarlas por la fuerza. Carlos de Baraibar requirió un Notario que levantó Acta del atropello.

Así, con la policía, reforzada con los carabineros, se apoderó el Gobierno de la Federación Provincial Socialista, de «Adelante» y de «La Correspondencia», que desde entonces se dedicaron a colocar al Gobierno sobre los pedestales de la Libertad y la Democracia, y aún tenían el cinismo de decir que, para ser buen socialista había que imitar a Pablo Iglesias. Si «el Abuelo» hubiera vivido, habría imitado a Cristo echando a latigazos del templo de la política a los mercaderes del Gobierno y de la Ejecutiva.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: El Partido Comunista y mis enemigos en la Ejecutiva Socialista no cesaron de perseguirme. Se dedicaron a conquistar individuos del Comité Nacional de la Unión para echarme de la Secretaría, en la que estaba por designación del Congreso mediante votación libre y reelección durante veinte años, y a la que había dedicado todo mi celo y la inteligencia de que era capaz, pudiendo enorgullecerme de haberla colocado en uno de los primeros lugares de la Federación Sindical Internacional. Intentaron dar un voto de censura a la Ejecutiva de la Unión so pretexto de no sé qué hecho ocurrido durante mi estancia en el Gobierno, pero los tiros iban dirigidos contra mí, a fin de hacerme saltar de la Secretaría. Se acordó reunir al Comité Nacional, pero sin que tuvieran derecho a intervenir las sociedades morosas en el pago. Para tener derechos, había que cumplir los deberes.

Se celebró la reunión del Comité Nacional, siendo despachados todos los asuntos del Orden del Día sin incidentes. Esto exasperó a comunistas y comunistoides. Decían que esa reunión no tenía validez y que debía celebrarse otra con la asistencia de las que no pagaban. Como no se accedió a ello, se reunieron en otro local, en el de Artes Gráficas, y nombraron otra Ejecutiva frente a la elegida por el Congreso. Designaron como Presidente a Ramón González Peña, que ya lo era del Partido, como tengo manifestado en otras cartas, y Secretario a un tal Rodríguez Vega, excomunista.

Los periódicos oficiales y oficiosos tomaron este conflicto como tema principal de sus artículos, afirmando que la verdadera tía Javiera, esto es, la legítima Ejecutiva de la Unión General, era la elegida por los disidentes y no la proclamada por el Congreso. Un día, el falso Comité Nacional, tuvo la osadía de presentarse en el domicilio social de la Ejecutiva legítima para que se le entregaran los cargos y la documentación; no quisimos abrirles la puerta, y estuvieron esperando en la escalera un largo espacio de tiempo sin resultado alguno. Entonces se les ocurrió una idea salvadora: llamaron al jefe de la policía en su ayuda; al presentarse este señor yo le dije que no podía entrar sin mandamiento judicial y afeándole su conducta por ponerse al servicio de unos disidentes que iban allí a perturbar. Este incidente le valió al flamante y osado Comité, el remoquete de Comité de la escalera.

En vista de que no lograban sus pretensiones, no obstante el apoyo que recibían de la prensa y del Gobierno, éste decidió interceptar e incautarse de toda la correspondencia dirigida a la Unión General, incluso la que llegaba a mi nombre, y se la entregaban al Comité fantasma, a cuya estratagema indecorosa se prestó el Ministro de Comunicaciones señor Giner de los Ríos. De esta manera nos incomunicaron con las Secciones. Por si no era bastante, el Gobierno dio orden a los Bancos para que no entregaran los fondos que en ellos tenía depositados la Unión, a fin de que no pudiéramos disponer de lo necesario para los gastos de entretenimiento. ¿Qué le parece, amigo? ¿Cree que la Unión podría aprobar semejante conducta, tales atropellos?

La Ejecutiva legal acordó que se celebrase un Congreso de la Unión para liquidar el conflicto, pero el Gobierno, lo prohibió.

Ante tal situación, el Comité de la escalera tuvo la desvergüenza de dirigirse a la Federación Sindical Internacional pidiendo su intervención. La Federación invitó a las dos partes a que acudieran a París, compareciendo ante su representación. En la reunión que allí se celebró se pronunciaron discursos por los que el Comité fantasma quedó malparado. Como resultado de la reunión, la Internacional designó a los compañeros Citrini y Jouhaux para que fueran a España y arreglaran el asunto. Citrini no fue, Jouhaux se encargó de hacer el pastel. Este amigo estaba entonces en Francia en una posición política de contemporización con los comunistas —cuyas desgraciadas consecuencias ha sufrido la C.G.T.—, y con ese criterio llegó a España. Celebró varias conferencias, casi siempre inclinándose del lado de los de «la escalera». En una de las reuniones se acordó nombrar una Comisión presidida por el representante de la Federación Sindical para que presentase una propuesta de solución. A propuesta de Jouhaux, el dictamen se limitó a constituir un Comité mixto con elementos de las dos partes; ese Comité designaría a los cargos de Presidente, Secretario, etc. El representante de la Ejecutiva legal en la Comisión, Pascual Tomás, nos manifestó que había sido coaccionado por Jouhaux para terminar en seguida, porque aquella misma noche tenía que marcharse a Francia, y por eso se vio obligado a aceptar la solución dicha.

La Ejecutiva legal no estaba conforme, pero el representante de la Internacional se había marchado, hasta sin despedirse de nosotros, dando por terminado el asunto, y nos vimos obligados a protestar platónicamente.

Al designar los nombres de los que habían de constituir la mitad del Comité mixto me eligieron a mí, pero yo me negué a aceptar.

De esa manera me desposeyeron de un cargo que el Congreso Nacional me había confiado por unanimidad.

Jouhaux dijo a la Internacional que el asunto había quedado arreglado con la conformidad de todos, y que con esa solución se contribuiría a ganar la guerra contra los sublevados. La Internacional no quedó satisfecha. ¡Es natural! Pero no tuvo decisión para desautorizar a su delegado León Jouhaux.

París. Enero de 1946. Le abraza Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: La persecución no cesó. Le tengo manifestado que yo era Presidente de la Minoría Parlamentaria Socialista y miembro de la Comisión Permanente de las Cortes.

En cumplimiento de sus deberes, la Directiva de la Minoría convocó a reunión ordinaria, a la que acudieron los tres Ministros Socialistas: Negrín, Prieto y Zugazagoitia y sus respectivos amigos. En el ambiente se percibía que había habido conciliábulos, consignas y deseos de lucha. Sin figurar en el Orden del Día y sin ser reglamentaria, se presentó una proposición para que se renovaran los cargos de la Directiva y de la Permanente. El propósito era echarnos de los cargos. Se entabló una discusión muy violenta, pero en la votación se aprobó la propuesta por tres votos de mayoría: los de los tres ministros. No permitían que hubiera oposición en ningún organismo. Así se puede gobernar. Por este procedimiento, sistemáticamente, me echaron de todos los cargos.

No lo intentaron en la Agrupación Socialista Madrileña, porque los echados hubieran sido ellos.

Yo continuaba sin querer hablar en público, la guerra me cohibía.

El nuevo Comité de la Unión, con González Peña a la cabeza, celebró un mitin en el Cine Pardiñas de Madrid, en el que dijeron contra mí lo que les pareció, y no sólo contra mí sino contra mis compañeros y amigos que participaban de mi criterio… y de las persecuciones. Entonces me decidí a romper el silencio. Ya era demasiado aguantar.

La Sociedad de Albañiles El Trabajo, de la cual era yo socio puesto que la de estuquistas se había fusionado con ella, me había invitado hacía tiempo a dar una conferencia en Madrid. Consecuente con mi decisión de no hablar, les había rogado que la aplazaran. El mitin de Peña y demás disidentes me decidió a romper el mutismo, y escribí una carta a mi Sociedad diciéndole que organizasen el acto en que yo hablaría solo.

El Gobierno debió creer que iba a sufrir un fracaso y no prohibió el acto. La Conferencia se celebró en el mismo Cine Pardiñas, el cual, a pesar de su capacidad resultó insuficiente para el público que acudió, y hubo que habilitar otros dos teatros, que se llenaron, dotándolos de altavoces. Entre los concurrentes había muchos militares que solicitaron permiso para asistir. En mi discurso me dediqué a poner en evidencia a los que venían persiguiendo a las Agrupaciones del Partido y a las Secciones de la Unión General, como lo hacían conmigo. El entusiasmo era indescriptible; el éxito completo en los tres teatros; se recordaban los buenos tiempos del Cine Europa y del mismo Pardiñas. De este mitin ha quedado recuerdo durante mucho tiempo.

Regresamos a Valencia contentísimos, porque la conferencia había tenido gran resonancia en la capital, y seguramente repercutiría en provincias. Era, pues, obligado continuar hablando para informar a las gentes que estaban ansiosas de saber la verdad. Por tal razón adquirí compromisos para hablar en Valencia, Barcelona, Alicante, Albacete, Murcia y algunas otras localidades.

El siguiente domingo debía ir a Alicante donde habían organizado también una conferencia. El jueves se publicaron en los periódicos las convocatorias de diez o doce mítines en pueblos próximos a Valencia, organizados o anunciados por nuestros contrarios, y esto me hizo sospechar que se trataba de una maniobra. Efectivamente, el viernes se publicó la noticia de que el Gobierno había prohibido dichos mítines. El juego, por burdo, era claro. Sentando ese precedente, se iba a impedir que yo continuase hablando en público. La convocatoria de los mítines de los pueblos era una estratagema para justificar la prohibición de mis conferencias.

La noche anterior a mi salida para Alicante, me llamó por teléfono el Director General de Seguridad, señor De Juan. Se excusó muy cortésmente de haberme hecho levantar de la cama y, no con menos cortesía, me comunicó de orden del Gobierno que no podía ir a dicha capital. Protesté enérgicamente de tal arbitrariedad, diciéndole que la orden era ilegal pues no existía ley ni disposición que prohibiera la circulación de los ciudadanos de un punto a otro, y que, además, como Diputado podía ir a cualquier localidad de la Nación, incluso en cumplimiento de mis deberes como tal. El señor de Juan manifestó que el Gobierno tenía prohibidas las reuniones públicas. A eso repliqué que los amigos de Alicante habían suspendido la conferencia y que yo, como Diputado, iba a hacerles una visita y a conversar con ellos como correligionario. Contestó el Director que el Gobierno sabía que en Alicante se tenía organizada una manifestación con motivo de mi llegada y que no estaba dispuesto a permitirlo. Manifesté que el Gobierno podía prohibir la manifestación e incluso meter en la cárcel a los infractores de esa orden, pero lo que en modo alguno podía hacer sin pisotear los principios fundamentales de derecho constitucional, era prohibir a un Diputado ir a Alicante o a otra localidad cualquiera. De Juan se limitó a decir que no hacía otra cosa que cumplir las órdenes recibidas. Me despedí de él advirtiéndole que a pesar de sus indicaciones no desistía de ir a Alicante a hablar con mis correligionarios.

En la mañana del domingo salimos en automóvil varios diputados, entre los que recuerdo a Llopis, Araquistain y Carrillo.

A un kilómetro de distancia de Valencia nos salieron al paso en la carretera bastantes guardias de Asalto, cuyo jefe nos pidió la documentación. Todos presentamos nuestros carnets de diputados. Al devolverlos se dirigió a mí diciendo: «Señor Largo Caballero, tengo orden del Gobierno de comunicarle que no puede salir de Valencia». Pregunté si la orden era verbal o escrita, y me respondió que verbal. «Pues yo no puedo obedecer órdenes verbales de esa naturaleza. ¡Adelante!», dije. «Los coches no pueden continuar», dijo el oficial. «¡Pues a pie!», repliqué, y apeándonos de los coches seguimos carretera adelante. Hacía un calor bajo aquel sol levantino que nos hacía sudar copiosamente, y cualquiera que se hubiese fijado en la comitiva habría supuesto que iba detenida una banda de facciosos. Al llegar al primer pueblo, Perelló, entramos en un establecimiento a descansar y apagar la sed. Al ver tantos guardias y tanta gente, casi todo el pueblo salió a vernos. Al principio, no tenían nada de lo que pedimos en el establecimiento, más cuando se enteraron de quiénes éramos, sobró de todo.

Estábamos descansando, cuando se presentó el jefe de Asalto con una orden escrita en la que se le decía que me comunicara por orden del Gobierno que no podía salir de Valencia. Le dije que antes de devolvérsela firmada, quería registrar el documento ante Notario. El jefe no se negó, aunque era domingo me dirigí al pueblo de Cullera y, ayudado por correligionarios de la localidad, encontramos a un Notario que tuvo la cortesía de levantar Acta y sacar copia autorizada del documento. Volví a Perelló donde habían quedado esperando los demás amigos, firmé el enterado, devolví el documento al jefe de Asalto y le dije: «Usted ha cumplido con su deber; el documento dice que me comunique la orden del Gobierno, etc. y lo ha hecho. Yo he firmado el enterado y usted ha salvado su responsabilidad. La orden no le obliga a otra cosa, pero yo me marcho a Alicante». El jefe dicho quedó perplejo; comprendió que yo tenía razón y se volvió hacia Valencia. Nosotros seguimos en dirección a Alicante.

Habríamos andado como dos kilómetros cuando vimos llegar por la carretera a un batallón de guardias de Asalto en motocicletas. Se pusieron delante de los autos con los fusiles preparados para hacer fuego si seguíamos adelante, y el jefe de la fuerza me entregó otro documento oficial en el que expresamente se me prohibía salir de Valencia.

Mientras todo esto sucedía, el diputado por Alicante Rodolfo Llopis había regresado a Valencia para informar al Presidente de las Cortes del atropello que se estaba cometiendo con un diputado. Martínez Barrio no estaba en Valencia, ni tampoco el Oficial Mayor de las Cortes. Por teléfono se buscó al Presidente del Parlamento, y se le encontró en Barcelona. Informado del asunto habló con el Ministro de Gobernación Zugazagoitia. Éste le contestó que el Gobierno no podía permitir que saliera yo de Valencia.

Dieron las cuatro de la tarde. No habíamos comido, y, gracias a la bondad de los amigos de Cullera pudimos en la misma carretera matar el hambre y la sed.

La batalla fue porfiada. Triunfó la arbitrariedad, el atropello, la injusticia. Alguien la llamó la batalla del Perelló.

Al día siguiente, lunes, recibí un oficio en el que se me decía que habiendo desaparecido las causas por las que el Gobierno no me permitía salir de Valencia, podía hacerlo cuando lo creyera conveniente. ¿Burla? ¿Cinismo? ¡Desvergüenza!

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.