Querido amigo: Las agrupaciones Socialistas de Cataluña, sin autorización del Partido y sin dar cuenta a nadie, se habían fusionado con las organizaciones comunistas, dando vida a esa amalgama de Partido Socialista Unificado de Cataluña e ingresando en la Tercera Internacional. De nada sirvió la estratagema porque todos sabíamos que lo de socialista era una trampa para cazar incautos. Hubiera sido más decente decir las cosas tal como eran, y llamarse Partido Comunista Catalán; pero el disimulo y el engaño constituyen el fuerte de los comunistas rusófilos.
Esa fusión constituyó una fuerza frente a la Confederación Nacional del Trabajo para disputarle en Cataluña la hegemonía de la dirección sindical y política de la clase trabajadora catalana.
Las fuerzas se habían preparado y solo faltaba esperar el momento oportuno para que ambos organismos se lanzasen uno contra otro en una lucha fratricida, de la que realmente solo los comunistas eran responsables.
Durante la guerra, los dos grupos, con pretexto de armar a los milicianos para llevarlos al frente, solicitaban armas, de las que una parte dedicaban a la guerra y el resto se las reservaban en depósito para emplearlas contra el adversario político local. Así reunieron un arsenal de fusiles, ametralladoras, y algunas piezas de artillería. Los dirigentes de esos grupos se ocupaban más de sus intereses de partido que de los problemas de la guerra.
Al fin, se produjo el choque. La lucha fue tan violenta, que durante dos días se ensangrentaron las calles de Barcelona. Esto, si no recuerdo mal, sucedió entre el 10 y el 12 de mayo de 1937. Intervino la Generalidad para tratar de convencer a los contendientes de la necesidad de restablecer la paz, pero sin resultado. Los Ministros representantes de la Confederación fueron a Barcelona para influir en sus correligionarios a fin de restablecer el orden, pero tampoco tuvieron éxito sus gestiones. Entonces propuse al Consejo de Ministros, y así se aprobó, suspender en Cataluña los derechos que el Estatuto concedía a la Generalidad referentes al orden público, puesto que había demostrado su impotencia. Envié al General Pozas con Guardias de Asalto, y por este medio el orden material fue restablecido.
En Consejo de Ministros di cuenta del resultado de la intervención del Gobierno en el conflicto. El Consejo aprobó la gestión, pero se manifestó que el conflicto no se había producido contra el Gobierno, sino entre los dos elementos sindicales y políticos que pretendían monopolizar la dirección suprema de los obreros de la región catalana.
Los ministros comunistas aprovecharon este incidente para plantear la crisis, que venían preparando hacía tiempo.
No sé por qué se encararon con el Ministro de Gobernación, el que, por razón de su cargo, había contribuido más a concluir con el desorden en Barcelona. Quiero creer que en esa actitud de los comunistas entraba como principal fundamento el descubrimiento en Madrid del complot ya referido y el registro de los locales de la U.M.E. que había colocado a Miaja y Rojo en situación difícil, y por eso querían echar a Galarza. Éste se defendió muy bien, demostrando lo injusto del ataque. Entonces propusieron la disolución de la Confederación Nacional del Trabajo y del Partido de Unificación Marxista (P.U.M.), trotskista, que se había unido a los sindicalistas para combatir al Partido Socialista Unificado (comunista). Manifesté que eso no se podía hacer legalmente; que mientras yo fuese Presidente del Gobierno no se haría, porque no había estado medio siglo luchando por las libertades políticas y sindicales para ahora manchar mi historia disolviendo gubernativamente cualquiera organización, ya fuese anarquista, comunista, socialista, republicana o de otra tendencia cualquiera; que si los tribunales comprobaban que se había cometido algún delito merecedor de la suspensión, lo harían, pero no el Gobierno. Todos los demás ministros guardaron silencio; ninguno me apoyó, aunque todos se denominaban demócratas. Los que siempre tenían en sus labios la palabra democracia se sublevaron y dimitieron, levantándose y marchándose.
Levanté la sesión diciendo: «Creo que es un crimen provocar la crisis en estos momentos».
París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Como era obligado visité al Presidente de la República, le informé de lo acontecido en Consejo de Ministros y presenté mi dimisión. Me rogó que le dejara meditar durante aquella noche sobre lo ocurrido. A las diez de la mañana siguiente me dijo que había hablado con el señor Giral y que éste le había informado de mis palabras en el Consejo: «Es un crimen provocar ahora la crisis». ¿Por qué dijo usted eso? Le contesté que él sabía como yo que tenía que salir al día siguiente con el Estado Mayor a empezar la operación de Extremadura y la crisis la suspendería, lo que equivalía al desistimiento, porque esas operaciones deben verificarse en el momento psicológico favorable y ese momento desaparecería a consecuencia del trastorno político inherente a la crisis. «Además —añadí— usted conoce los trabajos que se hacen en Marruecos para provocar un levantamiento contra Franco, trabajos que hoy están en buen camino porque existe un gran descontento por el reclutamiento de moros para la guerra en la Península. Naturalmente, esos trabajos quedarían infructuosos con la crisis».[6]
Al Presidente le pareció razonable mi argumentación y me propuso que dejase sin efecto mi dimisión; que saliera para la operación en proyecto y si ésta salía bien, la atmósfera política se habría despejado; después volveríamos a hablar del asunto. Me opuse a lo propuesto por el Presidente, porque estaba convencido de que las maniobras contra el Gobierno estaban en todo su apogeo y que sería inútil todo aplazamiento. Insistió él hablándome de sacrificios y otras cosas, y accedí de mala gana a retirar la dimisión.
En el Ministerio preparábamos la salida para aquella tarde, cuando se presentaron en mi despacho Lamoneda, Negrín y De Gracia; Prieto no fue; se quedaba detrás de la cortina. Me manifestaron que, en vista de la dimisión de los comunistas, habían dimitido los tres ministros socialistas nombrados por la Ejecutiva del Partido. Les contesté que su actitud era incomprensible por su aspecto de solidaridad con los comunistas que estaban combatiendo al Jefe socialista del Gobierno. Negrín contestó que era un acuerdo de la Ejecutiva, y que ellos tenían que acatarlo.
La maniobra estaba a la vista.
Sabiendo que yo había presentado la dimisión ¿por qué no esperaron a que el Presidente decidiese? ¿Estaban enterados de que iba a salir para Extremadura? Seguramente, sí. Ellos se habían reunido con los comunistas en su local social, y Bujeda daba gritos diciendo que era urgente resolver la crisis porque yo intentaba dar un Golpe de Estado de acuerdo con la Confederación Nacional del Trabajo. Semejante absurdo no lo podía creer ni quien lo decía, pero le interesaba propagarlo para justificar la conducta que seguían.
Seguidamente visité de nuevo al Presidente. Le expuse lo que me habían dicho Lamoneda, Negrín y De Gracia, y su réplica fue que no comprendía la actitud de esos socialistas.
Como insistí en la dimisión, resolvió abrir el período de consultas.
Al día siguiente fui llamado a la Presidencia para decirme que del resultado de las consultas no resultaba oposición contra mí; solamente algunos habían dado la opinión de que debía dejar la cartera de Guerra y seguir en la Presidencia.
En vista del resultado de las consultas, el Presidente me encargó nuevamente de formar Gobierno. Entonces le expresé que eso no podría hacerse sin una modificación de la estructura o composición del mismo. Contestó que ello le parecía natural y que más tarde hablaríamos de todo.
París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: Retirado a mi despacho hice un esquema de los ministerios que habría de tener el nuevo Gobierno; lo más importante era el de Defensa Nacional, en donde estaban reunidas las armas de tierra, mar y aire, y uno nuevo: el de armamento. Al Presidente le pareció bien la nueva composición, y me preguntó si había pensado dejar a Prieto sin cartera, a lo que le respondí que no. Por medio de una carta comuniqué a los partidos y organizaciones que el señor Presidente me había ratificado su confianza; a cada carta acompañé una copia de la forma en que el Gobierno quedaría modificado, y preguntaba si estaban dispuestos a colaborar en ese Gobierno. Antes de contestar por escrito, Lamoneda, De Gracia y Negrín me visitaron para pedirme el Ministerio de Defensa Nacional para Prieto. A esto les manifesté que no podía acceder, porque en el anterior Gobierno no había demostrado mucha voluntad en los Ministerios que tenía a su cargo, como tampoco en el Comisariado de Producción de material de guerra, pero además no podía entregar el Ministerio de Defensa Nacional al hombre que no tenía fe en la victoria y estaba siempre en plan derrotista. La comisión dio muestras de descontento y se retiró. En seguida recibí una carta oficial de la Comisión Ejecutiva negándose a tener representación en el Gobierno si no participaban de él los comunistas y no se nombraba a Prieto para la cartera de Defensa Nacional.
Volví a ver al Presidente; ambos comprendimos que la solución era difícil, mas a pesar de esto el Presidente me consultó si podría celebrar una entrevista con los representantes de todos los partidos a fin de convencerles de que evitaran la crisis, pues ésta causaría graves perjuicios al país. Di mi conformidad y me ofrecí a comparecer si creía necesaria mi presencia.
Aquella noche me llamó por teléfono, acudí y vi que en el despacho del Presidente se hallaban: José Díaz, secretario del Partido Comunista; Ramón Lamoneda, secretario de la Ejecutiva del Partido Socialista; Indalecio Prieto, vocal de dicha Ejecutiva y Ministro del Gobierno dimisionario; don Diego Martínez Barrio, Presidente de las Cortes y Jefe del Partido de Unión Republicana y el señor Quemades, Presidente del Consejo Nacional de Izquierda Republicana.
El señor Azaña me expuso la opinión del Partido Comunista, que aceptaba que yo siguiera en la Presidencia, pero no estaba de acuerdo con que desempeñara la cartera de Guerra. Respondí que no comprendía esa posición equívoca, ya que según la Constitución el Presidente de la República nombraba al Jefe del Gobierno y a éste correspondía designar los Ministros. Si se estaba de acuerdo con que continuase en la Presidencia, no se me alcanzaba la razón por la cual se ponían trabas para que hiciera uso de las facultades que la Constitución me otorgaba. Por otra parte, añadí, si yo puedo ser útil en el Gobierno de la República, es en el Ministerio de Defensa Nacional y no en la Presidencia del Consejo.
El señor Presidente consultó uno por uno a los representantes de los partidos y contestaron en la siguiente forma:
José Díaz: Su partido no formaría parte del Gobierno, si yo me reservaba la cartera de Defensa Nacional.
Partido Socialista: No aceptará puesto en el Gobierno, si de él no forman parte los comunistas.
El señor Quemades: Izquierda Republicana no dará ningún nombre para el Gobierno, si de él no forman parte los comunistas.
Don Diego Martínez Barrio: Mi Partido ayudará a cualquier Gobierno que se forme.
Prieto, no habló.
Vascos, catalanes y la Confederación Nacional del Trabajo no estuvieron presentes.
El Presidente instó a José Díaz a que influyera para que su Partido modificase el criterio manifestado. Díaz contestó que le parecía muy difícil lograrlo. El Presidente manifestó que me avisaría si la contestación era favorable.
Al siguiente día apareció la lista del nuevo Gobierno en el Diario Oficial, figurando como Presidente don Juan Negrín, y como Ministro de Defensa Nacional, Indalecio Prieto.
¿La designación de Juan Negrín para Jefe de Gobierno fue espontáneo impulso del Presidente de la República? ¿Fue sugerida por Prieto? Tengo muchos motivos para creer lo último.
¿Qué interés movía al Partido Comunista a promover una crisis para lanzarme del Ministerio de la Guerra? Decían que constituía excesivo trabajo el desempeño de las dos carteras para un solo hombre. Agradezco tanto interés por mi tranquilidad, pero tengo derecho a pensar que en Guerra les estorbaba yo para continuar en el Ejército la labor desmoralizadora que estaban realizando y que necesariamente habría de dar sus frutos. Comprendieron que me hallaba dispuesto a darles la batalla prohibiendo la propaganda comunista o de cualquier otro partido entre los que estaban defendiendo con su sangre la República, exponiendo su vida por un solo ideal: el triunfo. Sabían que esta actitud mía era firme, sin temor a las consecuencias, pues, tenía el convencimiento de que con ello hacía un gran bien a España.
Lo verdaderamente absurdo era que los otros partidos se solidarizasen con el comunista para echarme del Ministerio de la Guerra. ¿No veían el peligro para la misma guerra en la conducta exclusivista de ese partido? ¿Es que se habían conjurado todos para maniobrar, para que entregara la cartera de Defensa Nacional a Indalecio Prieto? Querían que yo saliera de Guerra; esa cartera sólo la pedía la Ejecutiva del Partido Socialista, precisamente para Prieto. ¿Sería esto lo que deseaban, incluyendo al señor Azaña? Nadie me ha resuelto estas dudas. ¿Eran, además, tan ciegos, que no veían en los comunistas un interés enorme en dirigir la política de España? ¿Permitirían que la República cayese en sus manos? Dejemos a la Historia desentrañar esos misterios.
El caso Quemados merece unas líneas. Éste procedía de la Confederación Nacional del Trabajo, donde fue muy significado anarquista.
Una de las veces que fui de propaganda a Cataluña, publicó un manifiesto —que guardé— en el cual me conminaba a salir de Cataluña donde, según él, no tenía nada que hacer; que debía irme a Castilla, e insinuaba el atentado personal si no me marchaba.
Después abandonó la Confederación para librarse de la persecución de la policía e ingresó en Izquierda Republicana, en cuyo partido llegó a ocupar el cargo de Presidente del Consejo Nacional, que había desempeñado el señor Azaña antes de ser elegido Presidente de la República. Ni Quemades podía llegar a más, ni Izquierda Republicana a menos.
Se cumplían mis vaticinios: «Si Izquierda Republicana quedaba acéfala elevando a Azaña a la primera Magistratura, las 1 consecuencias las pagaría la República».
Por otra parte, el señor Azaña, tan escrupuloso cuando se trataba de admitir anarquistas en el Gobierno, no lo era para admitirlos en su Partido y permitir, nada menos, que llegase a la jefatura del mismo, aunque fuese provisionalmente.
Resuelta la crisis, el Ministro comunista Jesús Hernández dio una conferencia en el Teatro Apolo de Valencia, vertiendo todas las calumnias e injurias contra mí que pueden ocurrírsele a un sujeto sin conciencia. Sería imposible refutarlas en una carta de este tipo, pero no he perdido la esperanza de hacerlo pública y cumplidamente.[7]
París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.
Querido amigo: En mis cartas anteriores no le he dicho algunos de los motivos por los cuales el Partido Comunista español se puso frente a mí, hasta hacerme salir de la Presidencia del Consejo de Ministros y del Ministerio de la Guerra. En ésta le expondré lo que, a juicio mío, fue la causa esencial de la campaña.
La Tercera Internacional quería hacer en el resto de España lo que había hecho en Cataluña y en las Juventudes Socialistas; unificar a los Partidos Socialista y Comunista y meterlos en su saco; pero se encontraba con una gran dificultad, y era que el Partido Comunista no tenía hombres de autoridad y prestigio para labor tan importante, ni para dirigir después el Partido Único. Los hombres que valían algo habían pasado al trotskismo.
Tuve la desgracia de que se fijaran en mí. Para la prensa comunista, yo era el único socialista marxista; el revolucionario; el legítimo representante del proletariado español; el amante de los obreros; la única esperanza en el porvenir; ¡El Lenín español! Mis fotografías se exhibían en los periódicos, en los cines, en los escaparates; en España y en el extranjero; hasta en Rusia. Se quería despertar en mí esos enemigos que anidan siempre en nuestras almas: la vanidad, la ambición, pero yo tenía dormidos esos dos sentimientos en lo más recóndito de mi espíritu. No me conocían; de otro modo no hubieran pensado semejantes majaderías.
Un individuo llamado Medina —no creo que fuera ese su verdadero nombre—[8], que hablaba correctamente español, se hallaba en nuestro país, y era un agente de la Tercera Internacional. A dicho Medina me lo presentó Margarita Nelken, afiliada entonces al Partido Socialista, para hablarme de las Alianzas Obreras que en octubre del 34 habían desempeñado un importante papel. Pretendía que se le cambiase el nombre por otro —no recuerdo cual—, más en armonía con el vocabulario ruso, a fin de facilitar la entrada en ellas a los comunistas. Tuvimos una discusión de algunas horas en la Secretaría de la Unión General. Al cabo, se convenció de que no era oportuno ni práctico importar en España vocabularios exóticos. Al día siguiente la prensa comunista dio la noticia de que los elementos de su partido habían acordado formar parte de las Alianzas Obreras. Dicho Medina siguió visitándome, siempre con el pretexto de dichas Alianzas.
Pasado octubre, el tema de su conversación cambió, y soslayando lo de las Alianzas, inició lo del Partido Único. En su charla encomiaba los resultados de la fusión de los dos partidos, indicándome que el llamado a realizar esa empresa era yo, por mi autoridad y prestigio entre los trabajadores; que yo sería el Jefe del nuevo Partido y, como consecuencia, el dueño de España, porque hecha la unificación, a ella vendrían todos los obreros, constituyendo una fuerza invencible.
Contesté, con la calma que me era impuesta por la cortesía, que tal fusión la consideraba imposible; que el Partido Comunista era el producto de una escisión del nuestro, que se había dedicado a flagelar e injuriar a sus hombres; que las ofensas inferidas a los socialistas estaban frescas todavía; en una palabra: que creía imposible lo que pretendían. En cuanto a mi persona, que no contasen con ella porque no daba beligerancia a las escisiones pues éstas no fueron producidas por divergencias de criterio en materia de doctrina marxista, sino por ambiciones personales nada legítimas; que había combatido en la discusión habida en la Agrupación Socialista Madrileña las veintiuna condiciones de Moscú, y, por tanto, no podía convertirme en propagandista de la Tercera Internacional. En cuanto a que yo sería el Jefe del Partido Único y el dueño de España, ya tenía adquirida mucha experiencia para dejarme influir por cantos de sirena.
A todo contestó el Medina que eran cosas naturales de la lucha política; que convenía olvidar todo lo personal ante la conveniencia de una unión de los trabajadores, etc., etc., y se marchó ofreciendo volver a verme.
Hasta que estuvimos instalados en Valencia no me volvió a hablar de ese asunto. Los que fueron Embajadores de Rusia en España me abordaron sucesivamente incitándome a la fusión; yo les contestaba con una negativa cortés. Fíjese: ¡nos vendían armamentos, y nos ayudaban en la guerra! Lo que ignoro es qué relación podía tener este asunto de la fusión con su misión diplomática.
El llamado Medina volvió a presentarse en mi despacho. Por su manera de expresarse comprendí que iba dispuesto a quemar el último cartucho y yo también me dispuse a jugarme la última carta y a terminar con un asunto que cada día me resultaba más molesto.
Mi visitante manifestó que aquél era el momento psicológico para hacer la fusión de los dos partidos; que todos los obreros reclamaban el Partido único; que sería un éxito estando yo en la Presidencia del Gobierno, y que era conveniente realizarla cuanto antes porque así se ganaba la guerra. En pocas palabras, me insinuaba que podía y debía dar un golpe de Estado.
Conteniendo mi indignación contesté que no era cierto que la fusión la pidieran todos los trabajadores, y aunque la pidieran, yo no me prestaría al juego, y que le rogaba no me hablase más del asunto; si alguien deseaba la unión de los obreros no tenía más que ingresar en la Unión General de Trabajadores y en el Partido Socialista, organizaciones que ni yo ni nadie manejaban a su capricho, y que no estaba dispuesto a manchar mi modesta historia política y sindical con una traición como la que se me proponía. Ésta era mi última palabra sobre el particular.
Medina, rojo como una granada, se retiró… y no lo he vuelto a ver.
Me había jugado la Presidencia del Gobierno y el Ministerio de la Guerra; todos los cargos que tenía, más mi tranquilidad futura.
Aún faltaba el último golpe. Marcelino Pascua, Embajador de España en Rusia, se presentó en Valencia sin que nadie le llamara y sin pedir la autorización necesaria para ello, y me preguntó de parte de Stalin si la fusión de los partidos podría realizarse. Le contesté que no, como era natural. ¿Había hecho el viaje solamente para eso?
A partir de mi salida del Gobierno, Largo Caballero ya no era el mismo; se había transformado. Ya no era socialista, y menos marxista. Era el enemigo número uno de la clase trabajadora. Me llamaban anarquista, soberbio, ambicioso, intransigente y otras idioteces parecidas.
Las fotografías desaparecieron de todas partes. El ídolo creado por ellos, ellos mismos se complacían en destrozarle. ¡Qué valor y qué talento!
Lo más grave para mí era que a esta campaña indigna de difamación se unían los capitostes de la Ejecutiva del Partido Socialista Obrero Español, renegando de la ecuanimidad que hasta entonces honró la ejecutoria del Partido y que le había insuflado Pablo Iglesias. Tan sólo por odio, por rencor o envidia querían desprestigiarme, desacreditarme, deshacerme ante los trabajadores españoles y del mundo entero; creían que así podrían elevarse sobre los escombros de mi caída. ¡Insensatos! Para ganar la confianza del pueblo trabajador no bastaba ser orador, periodista, escritor o políglota; es necesario amar las ideas, sentirlas, sacrificarse por ellas, no de palabra, sino con hechos; ellos no las amaban, no las sentían, ni se sacrificaban. Son aventureros políticos que procuran pescar a río revuelto.
Querido amigo: Le he escrito esta carta sin propósito de vanagloriarme de nada. Soy muy viejo para pensar en esas miserias. Pero he querido decirle la verdad y expresar lo que sentía, porque es necesario que en la verdad y en el ejemplo aprendan los que ignoran. Y si en este relato verídico hay algo que pueda parecer inmodestia o producto del mal humor, culpe a los hechos mismos que no sería justo ni conveniente silenciar. Además, al llevar al papel estos recuerdos se enciende mi indignación pensando en los daños inferidos a nuestras organizaciones.
La era de las persecuciones no ha hecho más que empezar en las próximas cartas le enteraré de cosas que considero interesantes.
París. Enero de 1946. Le abraza, Francisco Largo Caballero.