Querido amigo: Heme aquí llegado a una de las situaciones más difíciles de mi vida. ¿Qué hacer? ¿Negarme? Muchos motivos tenía para hacerlo; motivos que justificarían plenamente la negativa. Todavía manaban sangre las heridas que la Comisión Ejecutiva del Partido, especialmente Prieto, habían inferido a mi honradez política y societaria con sus campañas difamatorias en «El Socialista» —órgano central del Partido—, y en reuniones públicas importantes. Podía haber propuesto al Presidente la transferencia de poderes que me otorgaba a los que se habían erigido en directores del Partido Socialista, pero esto sería inútil; los trabajadores no los querían, desconfiaban de ellos como del Gobierno Giral, pues todo el mundo sabía que la dirección de la guerra la llevaban al alimón. Al hablar de los trabajadores, no me refiero tan sólo a los miembros del partido y de la U. G. T., sino a todos los que tomaban parte activa en la guerra, como los de la C. N. T., comunistas, anarquistas, etc. Podía negarme, porque los capitostes del republicanismo gobernante hacían ostentación pública de su preferencia por Prieto y compañía contra mí. ¡Que gobernasen ellos! Podía recordar al señor Azaña sus propias palabras: «La República para los republicanos». ¡Pues que gobiernen los republicanos! Le podía haber aconsejado que llamase a su amigo Casares Quiroga para que se lavase en el Jordán del sacrificio del pecado de lesa patria que había cometido. Pero nada de esto sería factible por la oposición de la opinión pública. Además, no parecería lícito exponer esas alegaciones en momentos de tan grave peligro para el país, cuando millares de españoles exponían su vida en las trincheras y la guerra se nos ofrecía adversa. Se hubiera atribuido a miedo y se hubiera calificado de defección.
Acepté, pues, el encargo a conciencia de lo difícil del cometido, mas con la condición de que el Gobierno no tendría matiz político determinado y que en él estarían representados los elementos que luchaban en los frentes defendiendo la República sin prejuzgar ninguna tendencia política o societaria.
Aceptada mi propuesta di principio a los trabajos de formación del Gobierno. Invité a la Ejecutiva del Partido para que designase tres personas para las carteras de Hacienda, Trabajo y Marina y Aire, y designaron a Negrín, Anastasio de Gracia y Prieto, respectivamente. Elegí a Ángel Galarza para Ministro de Gobernación porque había sido Director General de Seguridad. A Álvarez del Vayo para el Ministerio de Estado por su conocimiento de idiomas y por tener una experiencia extensa de vida internacional. Además de la Presidencia, yo me reservé la cartera de Guerra. Total: seis socialistas.
Al Partido Comunista le ofrecí dos carteras: Instrucción Pública y Agricultura, para Jesús Hernández y Uribe, respectivamente. El señor Martínez Barrio dio el nombre del señor Giner de los Ríos para la cartera de Comunicaciones. Nombré Ministro de Propaganda al republicano señor Espía. Esquerra de Cataluña me indicó al señor Aiguadé, al que designé como Ministro sin cartera, como asimismo al señor Giral, en consideración a que había sido Presidente del Gobierno anterior. El señor Aguirre, representante de los vascos, se negó a dar nombre alguno, alegando que era un Gobierno comunista. Le contesté demostrándole que eso no era cierto y enviándole la lista de los Ministros y su respectiva filiación política. Entonces alegó la conveniencia de que se concediera a Vasconia el Estatuto como se le había concedido a Cataluña. Llamé a Prieto, a la sazón Presidente de la Comisión Parlamentaria que se ocupaba de este asunto, rogándole diera dictamen lo más pronto posible. Una vez dictaminado lo llevé al Parlamento, siendo aprobado después de amplia discusión. Seguidamente, el señor Aguirre dio el nombre del señor Iranzo para Ministro sin cartera.
En la primera sesión celebrada por el Gobierno se aprobó la Nota Oficiosa en la que se hacía la declaración que yo reclamé del Presidente, esto es, que el Gobierno no tenía matiz político alguno concreto; los ministros no harían política partidista y todos trabajarían exclusivamente para ganar la guerra.
Se abrieron las Cortes, de las que el Gobierno recibió su aprobación y también se aprobó el Estatuto Vasco. Los comunistas pidieron que se hiciera todo lo posible para que en el Gobierno estuviese representada la Confederación Nacional del Trabajo y así lo prometí. Entre vivas y aclamaciones se suspendieron las sesiones de Cortes.
Firme en mi propósito de que formasen parte del Gobierno todos los sectores que participaban en la guerra, me dirigí a la Confederación Nacional del Trabajo; esta gestión me resultó la más difícil. Decían que no querían participar en un Gobierno de carácter burgués. Después de numerosas entrevistas, logré convencerles de que formaran parte del mío. La mayor dificultad consistió en un problema de cantidad, ya que me reclamaban seis puestos, reclamación a la que no accedí.
El cargo de Jefe del Gobierno lo desempeñaba a contrapelo. Puestos tan elevados le separan a uno de la familia, de los correligionarios y amigos, de aquellos con quienes se ha convivido y luchado muchos años. Además, imponen costumbres y nuevas convivencias incompatibles con el carácter expansivo y cordial al que se está habituado. Debe tenerse constantemente la cara seria, aun contra la voluntad, si se quiere conservar la autoridad del cargo, se sacrifican las cosas más apreciables del hombre: la libertad de expansionarse, y hasta la de decir la verdad. Hay que ser discreto. Así llaman al ocultar la verdad de los hechos que debe conocer el país. Por otra parte me parecía ridículo que amigos antiguos se vieran obligados a darme el tratamiento de ordenanza por no faltar a las conveniencias sociales u oficiales. Todo lo artificioso, lo simulado en esos cargos es lo normal, y esto me ponía de mal humor. Pero la guerra imponía sacrificios mayores.
Poco podía hacer el Gobierno en vanos aspectos de la gobernación del Estado; la guerra absorbía todas las atenciones y todas las energías. Para encauzar el reclutamiento y la formación de unidades de guerrilleros redacté un Decreto creando la Junta Nacional de Milicias, en la que también estaban representados todos los sectores políticos y sindicales. Esta Junta organizó los primeros batallones de milicianos, dotándolos de uniforme —el clásico mono— y otras prendas, requisó algún armamento y distribuyó en el Ministerio de la Guerra inmediatamente de su llegada los primeros fusiles recibidos de México; canalizó y contabilizó el uso de los Vales para la adquisición de vestuario y efectos, acabando con los abusos individuales, y con los medios económicos de que le proveyó el Ministerio de la Guerra, liquidó el importe de dichos Vales con gran satisfacción del comercio madrileño.
Posteriormente, y también por Decreto Presidencial, a propuesta del Comandante de Intendencia, compañero Rodríguez Sastre, se creó la Junta de Compras del Ministerio de la Guerra a cuya Presidencia trasladé al compañero Enrique de Francisco. A esta Junta se asimiló una buena cantidad de profesores mercantiles, y se organizó un sistema de compra de vestuario y materiales, modelo de organización y contabilidad, que economizó al Estado buena cantidad de millones y evitó en absoluto los abusos de los abastecedores. Tuvo importantes almacenes en Madrid y Valencia, y abastecía a las Brigadas militares.
Los comisionados enviados al extranjero daban noticias optimistas sobre la adquisición de material de guerra. Las gestiones resultaban lentas en relación con la urgencia. Se tropezaba con muchas y grandes dificultades. Había que arreglarse con aquello de que se disponía, lo que era muy poco. Se hicieron registros en los Centros oficiales donde se sospechaba que había armas: sótanos de Gobernación, cuarteles de la Guardia Civil, etc. y los resultados fueron nulos. Los nuevos milicianos necesitaban armas y municiones, ya que los voluntarios afluían sin cesar, y todos nos preguntábamos: ¿dónde encontrarlas? Era una desesperación. Algunos extranjeros ofrecían su ayuda y se aceptaba, sin tiempo para comprobar sus intenciones, su calidad, su filiación política. Así se organizaron Brigadas internacionales. Del mismo modo se aceptó la ayuda de Rusia creyendo en su desinterés y lealtad. A los rebeldes les ayudaba Alemania e Italia, ¿debíamos rechazar cualquier cooperación por muy interesada que fuese?
En Madrid se crearon tres zonas de defensa con sus atrincheramientos y nidos de ametralladoras, utilizando el trabajo de voluntarios, si bien, como a los milicianos, pagándoles un jornal de diez pesetas diarias. Se movilizaron hombres y mujeres para los trabajos de fortificaciones, pero faltaban herramientas: picos, palas, azadones, camiones de transporte y primeras materias para la construcción. Todo había que importarlo del extranjero. Me encontré en la guerra con cuatro frentes independientes y autónomos. El de Cataluña era dirigido por la Generalidad y la Confederación Nacional del Trabajo. Teruel por la Confederación de Valencia. El del Norte por el Gobierno Vasco. El del Centro por el Gobierno Central. Cada uno tenía su Estado Mayor, y hacían los nombramientos de los mandos. Catalanes y vascos enviaban al extranjero sus respectivas Comisiones a comprar armas, que luego había de pagar el Gobierno Central. Todos creían cumplir un deber supliendo con sus actividades la falta de medios de que se privó al Gobierno por los facciosos. Pero tal independencia y autonomía eran un gran obstáculo para la defensa. Se imponía la necesidad de unificar la dirección de la guerra para hacer más eficaz el esfuerzo que se realizaba. Esto no era fácil de lograr; cada uno defendía con obstinación lo que creía que eran sus derechos. Sin embargo, la unificación era indispensable. A esa tarea dedicó gran parte de sus energías el Ministerio de la Guerra.
Teniendo en cuenta las condiciones de inteligencia y lealtad del Coronel Asensio, le ascendí a General al poco tiempo de iniciarse la gestión del Gobierno.
Otro problema difícil, desagradable, que heredé del Gobierno Giral, fue el del Alcázar de Toledo. En la primera visita que hice a aquel lugar acompañado del Jefe del Ejército del Centro General Asensio, no oculté mi disgusto por la forma de atacar el Alcázar. Los que conocían el edificio debían saber lo estéril de la destrucción de la parte superior del mismo, pues los rebeldes podrían guarecerse en los sótanos, que eran muy espaciosos y a los que no llegaban los efectos de la artillería. En seguida di orden de suspender los bombardeos por aire y tierra. Pensé que era mejor un ataque decidido al asalto, aun a costa de muchas bajas. Había que acabar con aquella situación embarazosa para el Gobierno. Mas existía una dificultad para la realización del plan: el Coronel Moscardó había encerrado con él, además de guardias civiles y hombres de la población, a muchas mujeres y niños familiares de aquéllos, los cuales podían perecer en el asalto, cosa que repugnaba a mis sentimientos de hombre, de español y de socialista. Esas mujeres y esos niños no eran beligerantes, y no era justo hacerles responsables y víctimas de la traición de sus maridos, de sus padres y del jefe que allí los había encerrado Un sacerdote, el Padre Camarasa, enviado por mí, penetró en el Alcázar para tratar de convencer a Moscardó a que cesara en la resistencia, o, por lo menos, accediera a evacuar a las mujeres y los niños; pero Moscardó, comprendiendo que si accedía a esta propuesta debilitaba su situación, se negó. El Embajador de Chile, decano del cuerpo diplomático, solicitó mi autorización para hablar con altavoces al coronel jefe y aconsejarle que salieran las mujeres y los niños, pero recibió del jefe de los facciosos la misma negativa. Aquellos infelices eran el escudo con que se protegía.
Se ha hablado mucho de las heroicidades del Coronel Moscardó. Sin negar el valor personal que dicho señor pudiera tener, el oponerse a evacuar mujeres y niños para servirse de ellos como escudo, disminuye considerablemente el carácter heroico del episodio, y lo acusa, a pesar de su catolicismo, de no ser un buen cristiano. Moscardó debía comprender que los niños y las mujeres eran un parapeto de carne humana inocente detrás del cual podía defenderse con cierta impunidad, pero ello le descalificaba como hombre de valor y de conciencia. Eso no es heroico, ni es cristiano. Lo heroico hubiera sido que se quedaran solos los hombres y resistieran cuanto pudiesen.
Esto me recuerda que en un tiempo no muy lejano, elementos que se llamaban revolucionarios, cuando se veían en situación comprometida, en lucha contra la fuerza pública, colocaban en primera línea a las mujeres y niños formando así una trinchera que les protegiera de las armas del contrario; esto tampoco era heroico ni revolucionario. A su consideración queda si ambos casos deben considerarse dignos de perpetuarse en mármoles.
Entre las muchas infamias propaladas por los falangistas, se cuenta que al hijo de Moscardó se le amenazó de muerte si su padre no se rendía; que padre e hijo hablarían por teléfono, y si aquél se negaba, el hijo sería sacrificado. Una reproducción modificada del pasaje bíblico, o el histórico de Guzmán el Bueno. La fábula está urdida de manera absurda. Puedo asegurarle muy formalmente que durante mi época de gobierno no sucedió tal cosa, ni tengo noticia de que ocurriera durante el Gobierno anterior.
Los facciosos, que ya hacía tiempo habían ocupado Talavera de la Reina, entraron en Toledo con las fuerzas del Tercio a la cabeza, después que los leales libraron una lucha tenaz para rendir la fortaleza.
Reanudé las conversaciones con la Confederación Nacional del Trabajo, y la discusión giraba sobre si habían de ser seis o cuatro los ministros que tuvieran en el Gobierno. Entre tanto, los sublevados se aproximaban a Madrid. Los milicianos no podían hacer nada con sus armas elementales frente a la aviación enemiga y retrocedían constantemente. Los comunistas culpaban al General Asensio de que retrocediesen, cuando lo cierto era que éste, con riesgo de su vida, se colocaba en las avanzadas para estimular con el ejemplo a nuestros soldados. Muy contra mi deseo, tuve que nombrar Jefe del ejército del centro al General Pozas, y al General Asensio, Subsecretario de Guerra. Consideré injusto lo que se decía de Asensio, como lo estimé también cuando actuaba el Gobierno del doctor Giral. Ahora los comunistas no combatían al Gobierno en consideración a que en él había dos ministros de su partido, pero la emprendieron contra Asensio, que era un modo de combatirlo indirectamente. Lo cierto es que los milicianos retrocedían porque carecían de armas eficaces para la defensa y el ataque, como ocurre en las mismas condiciones a todos los ejércitos.
Siempre que iba a despachar con el Presidente de la Reír pública en situación tan grave, aprovechaba aquél la oportunidad para preguntarme: «¿Cuándo se marcha de Madrid el Gobierno? ¿Es que va a esperar a la última hora, cuando ya no tenga salida? Le advierto —decía— que yo no tengo ningún deseo de ser arrastrado por las calles con una cuerda al cuello».
El Gobierno se había ocupado del asunto y resolvió no salir de Madrid en tanto tuviese la salida libre para Levante. El señor Azaña estaba intranquilo, y llegué a temer que se marchase con el pretexto de girar una visita a Valencia o Barcelona.
Todo llega, y llegó el momento de tener que salir de la capital. El enemigo había concentrado muchas fuerzas, y cualquier noche podía dar una sorpresa y entrar en Madrid. Estaba convenido con el Presidente que nos trasladaríamos a Valencia, ya que en Barcelona estaba el Gobierno de la Generalidad y convenía evitar dualismos. Primero salió el señor Azaña, acompañado de los dos Ministros sin cartera señores Giral e Iranzo. En vez de quedarse en Valencia, según lo convenido, se fue a Barcelona; era la manera de estar más próximo a la frontera. No consultó ni dijo una palabra a nadie. En otras circunstancias, o bien hubiera regresado a Valencia a requerimientos del Gobierno, o hubiese tenido que designar Otro Jefe de Gobierno. El momento no se prestaba a duelos de esta especie, y hube de esperar a que se presentase mejor oportunidad.
El regateo con la Confederación Nacional del Trabajo terminó cediendo ésta. Serían cuatro los Ministros: Peyró en Industria, Juan López en Comercio, García Oliver en Justicia y la Montseny en Sanidad. El Presidente se negó a firmar los decretos porque le repugnaba tener en el Gobierno cuatro anarquistas; no veía más que lo personal y no lo político. Cualquier gobernante vería en ese hecho su importancia política e histórica; Azaña no vio sino que don Manuel Azaña autorizaba con su firma el nombramiento de cuatro personas cuyas ideas eran condenadas por él y por muchas gentes; elementos que habían empleado tácticas con las que no se hallaba de acuerdo, pero no veía la rectificación que el acto político significaba y el alcance que en el futuro tendría la conversión del anarquismo español, que del terrorismo y de la acción directa pasaba a la colaboración y a compartir las responsabilidades del Poder formando parte de un Gobierno donde estaban representados todos los matices políticos, incluso los católicos vascos. Es indudable que ese acto tendría su repercusión en la política del país. Era un caso único en el mundo y no sería estéril. Le anuncié la dimisión si no firmaba los decretos, y, aunque con reservas, los firmó. El hecho estaba consumado. El anarquismo español dejaba de ser antipolítico y renunciaba a la acción directa.
Cuando yo me encargué del Poder, el General Miaja mandaba el ejército de Andalucía. El frente de Córdoba había avanzado hasta cerca de la capital, pero se estabilizó sin saber las causas. Comisiones del frente me visitaron para quejarse del General y le acusaban de traición porque se negaba a un nuevo avance; sospechando que esto obedecía a que su familia estaba en la zona de los rebeldes y no quería hacerla correr el peligro de una represalia. La situación para él era muy delicada y yo temía que los milicianos tramaran un atentado contra el General. Para evitarlo, le conferí el cargo de Capitán General de Madrid; función puramente administrativa cuando estaba allí el Gobierno. Tal era la situación de Miaja al salir de Madrid el Gobierno.
A los cuatro ministros de la Confederación no les acompañó la suerte al inaugurar sus tareas gubernamentales. En el primer Consejo a que asistían, se trató y acordó salir de Madrid, y el asunto no era agradable. Ellos y los dos comunistas se opusieron en los primeros momentos, pues tenían miedo de que se produjese en el pueblo el desaliento, y se diese motivo a algún trastorno. Podría ocurrir lo que temían, pero era nías grave que el Presidente de la República y el Gobierno pudieran caer en poder de los facciosos, pues entonces podía darse por terminada la guerra, la cual, por otra parte, no se hacía sólo en Madrid, sino en toda España. Desde otra capital se podría atender a las necesidades de los frentes. Al fin se convencieron, y el acuerdo fue unánime.
Según las ordenanzas militares, en este caso debe encargarse de la defensa de la plaza sitiada el Capitán General, por cuya razón, y por un azar, el General Miaja, pasaba de un cargo administrativo a dirigir la defensa de la capital de España. Le llamé a mi despacho y le pregunté si creía llegado el momento de que el Gobierno saliese de Madrid; contestó que ya debía haberlo hecho. Le comuniqué el acuerdo del Gobierno, y que, según la Ley, quedaba encargado de defender la plaza, misión que se había resuelto encomendarle, a cuyo efecto recibiría las instrucciones pertinentes.
El efecto producido en Miaja por mis palabras, no se puede comprender, sino viéndolo. Se puso blanco, tartamudeó algunas palabras para decir que estaba a la disposición del Gobierno y del Ministro, pero debía tenerse en cuenta que su familia estaba en la zona enemiga, que él tenía allí propiedades, intereses, etc. Le interrumpí para decirle que no le había llamado para oír eso, sino para algo más importante.
Los Ministros salieron de la capital separadamente. Algunos encontraron dificultades en Tarancón, donde una brigada integrada por elementos de la Confederación, los detuvo y quisieron fusilarlos. El Subsecretario General Asensio se quedó en Madrid aquella noche para entregar al General Miaja las instrucciones escritas. Éstas le ordenaban defender Madrid hasta el último extremo y, en caso de verse forzado a abandonarlo, se señalaba por dónde habría de salir y las etapas a seguir. Debía constituir una Junta de Defensa presidida por él, en la que habría representaciones de los partidos políticos y asociaciones obreras como reflejo de la composición del Gobierno. Dicha Junta no tendría otras funciones que las administrativas; las militares eran de la exclusiva competencia suya y de su Estado Mayor. La Junta y él quedaban bajo las ordeñes del Ministro de la Guerra.
Él Gobierno se instaló en Valencia. El Presidente de la República en Barcelona. En una guerra como la nuestra en la que surgían infinidad de problemas de urgencia, esa separación era perniciosa. El Presidente del Consejo debía asumir la responsabilidad de muchas decisiones, que en buena práctica constitucional requerían ser consultadas con el presidente. Los acuerdos del Consejo se remitían a la firma por ferrocarril, y no era posible dar de viva voz las explicaciones o informaciones en cada caso o exponer las dudas e interpretaciones; había que resolverlas por correo, lo que dificultaba la acción del Gobierno.
Con gran trabajo y gasto de paciencia se iban resolviendo las intransigencias de vascos, catalanes y confederados. La Generalidad y la Confederación aceptaron una representación del Estado Mayor Central para dirigir las operaciones, pero respetando los mandos que tenían. Los vascos aceptaron al general que les designó el Ministro de la Guerra, pero siguiendo los mandos y el Estado Mayor del Norte independientes. Teruel se sometió a la autoridad del Ministro de la Guerra, pero conservando también sus mandos. ¡Siempre los intereses creados!
En tales condiciones un plan de conjunto era imposible. Estas contrariedades se compensaban, en parte, con la llegada de algún material de guerra.
México mandó un barco con algunos millones de cartuchos del 12, calibre de los fusiles españoles, y algunos millares de fusiles. También se recibieron ametralladoras, tanques y aviones de Rusia.
El Centro de clasificación y reparto de material de guerra estaba en Albacete, a cargo de don Diego Martínez Barrio que, sujetándose a las órdenes del Ministro, hacía las entregas con gran escrupulosidad.
En la Subsecretaría se hacía el balance diario de toda clase de efectos de que se disponía, tanto de armas y municiones como del vestuario existente en el depósito de Albacete y en la Junta de Compras de Madrid y Valencia.
Pero los tanques necesitaban tanquistas y los aviones pilotos y había que crearlos. Al efecto se organizaron escuelas especiales para aviación, tanques, artillería antiaérea e infantería.
¡Crear esto en plena lucha, cuando los Estados necesitan años y años para crearlo! ¿Qué nombre se le puede dar a esta obra?
Con la mayor rapidez que se pudo aparecieron en el frente de Madrid tanques, aviones y ametralladoras. Simultáneamente con la aparición de estas armas comenzaron a combatir las Brigadas Internacionales. Madrid podía defenderse. El Ministro de la Guerra procuraba enviar material a todos los frentes, según las disponibilidades; con preferencia a Madrid, y era lógico que así fuera. Sin embargo, nunca se tenía el armamento y municiones indispensables; las necesidades aumentaban; la situación era siempre angustiosa.
Como el material llegaba de distintas procedencias era una amalgama de tipos y calibres, que en muchos casos no coincidían con los de las armas que ya tenían los milicianos, y esto producía una complicación al acoplar en los frentes y brigadas material tan heterogéneo.
Otro trabajo urgente que el Ministerio emprendió fue la organización de un ejército regular. Se anularon los títulos de amigos y correligionarios en las unidades; se constituyeron cuerpos de Ejército, Divisiones, Brigadas, Regimientos, Batallones y Compañías con su número de orden. A los milicianos se les consideró como movilizados y sujetos a la disciplina militar, Código, Reglamento y Ordenanzas, y periódicamente se hicieron movilizaciones con arreglo a la Ley de Reclutamiento. Los milicianos no tenían confianza en los pocos militares que fueron fieles a la República, y ello fue causa de que se creara el Comisariado de Guerra para todas las unidades. Los Comisarios habían de ser nombrados por el Ministro, designándolos de los partidos y organizaciones que combatían en los frentes. El Comisario debía ser el vigilante, el tutor, el padrino de todos los combatientes sin distinción de tendencias políticas o sindicales, esto es, como defensores de la República. Como era mi deseo que la guerra se hiciera en las mejores condiciones posibles de humanidad y justicia, publiqué un decreto prohibiendo que se fusilase a los prisioneros, o se les procesase sin previa autorización del Gobierno.
La Junta de Defensa de Madrid se constituyó en franca oposición al Gobierno, no obstante las órdenes dadas.
No estaba a las órdenes de Miaja, sino éste a las órdenes de ella. Cuando el Ministro de la Guerra le llamaba la atención sobre algo, se escudaba con que era acuerdo de la Junta. En la primera sesión comenzó Miaja a informar tendenciosamente diciendo que las instrucciones recibidas no estaban claras; que se encontraba en situación difícil, dando a entender que para él no había más autoridad que la de la Junta. En vez de pedir aclaraciones, si no las había entendido, censuraba al Ministro. Algunos Consejeros injuriaban al Gobierno, y especialmente al Subsecretario General Asensio; se calumniaba a uno y a otro, y el General Miaja que presidía, lo toleraba todo en silencio, sin respeto al Gobierno de quien dependía, ni al compañero de armas, general como él. ¿Qué idea tenía Miaja de sus deberes de lealtad al Gobierno de la República y del compañerismo? No podía sufrir el recibir las órdenes del Ministro, por conducto de un general más joven y de menos antigüedad que él. Creía ser víctima de maniobras de Asensio. En esa actitud estuvo siempre la Junta de Defensa de Madrid. Tenían en cuenta al Gobierno sólo para hacerle reclamaciones y peticiones de dinero: Brigadas, materiales, víveres, vestuario, etc. La prensa de la capital —más señaladamente la comunista— creó un ambiente favorable a Miaja y a los miembros de la Junta que les hacía inmunes a todos sus errores. Les colocó a tanta altura que el Gobierno parecía una miniatura a su lado, con la autoridad coartada. Atenuaban los fracasos de la Casa de Campo, de Brúñete y de la Granja y los elevaba a héroes por la derrota de los italianos en Guadalajara, en cuya batalla ni habían estado presentes, ni tuvieron intervención alguna directa o indirecta. Había que crear un mito frente al Gobierno, y lo crearon. Los actos de organización, de defensa, de valor y de sacrificio —y fueron muchos— no se llevaron a efecto por la Junta, sino a pesar de la Junta. Lo que no era obstáculo para que se organizaran suculentos banquetes en honor de Miaja en los sótanos del Ministerio de Hacienda, donde se gozaba de más segura protección contra los obuses. ¡Heroísmo indiscutible del Partido Comunista, del que tanto en los frentes como en la población tenían que defenderse los socialistas, ugetistas y Genetistas!
En ese ambiente, ¿quién podía poner correctivo a la indisciplina de Miaja y de la Junta? ¡Imposible! Como los papas, eran infalibles y hubiera significado un delito de lesa patria imponerles alguna sanción.
Durante un viaje que hice a Madrid para visitar hospitales y frentes, a Miaja no se le caía de los labios este estribillo: «¡Soy la vedette de Madrid!» Todo esto tuvo sus consecuencias: la vedette ingresó en el Partido Comunista, oficial o extraoficialmente.
La campaña emprendida por el Partido Comunista contra el general Asensio no tiene nombre. No tiene otra explicación que el haberse negado a pasar el Rubicón como la vedette de Madrid. Y tuve que relevarle del mando del Ejército del Centro sustituyéndolo por el general Pozas, y nombrarle Subsecretario. Ahora se obstinaban en echarlo del Ministerio. «¿Por qué?», le preguntaba. «Porque es un traidor». ¡Pruebas! ¡Indicios! «Tenemos muchas —contestaban—, las traeremos». Esta escena se repetía constantemente con el Comité del Partido Comunista, con sus ministros, con su embajador… pero nunca las traían. Los ministros, en todos los Consejos, planteaban la misma cuestión: tenía que echar al Subsecretario, era un peligro en el Ministerio. Les pedía pruebas y ofrecían llevarlas, pero nunca lo hacían. ¡Inocentes olvidos!
El Comité Comunista se presentó una vez más en mi despacho a reclamar oficialmente la destitución de Asensio. Les contesté que no estaba dispuesto a cometer una injusticia a sabiendas, y que por lo tanto les pedía nuevamente pruebas o indicios que justificaran su acusación. No poseían nada. Cuando se convencieron de que acusándole de traidor no conseguirían nada, le acusaron de borracho y mujeriego. Les contesté que nunca le había visto embriagado, y que me extrañaba que repudiasen a un general español porque le gustasen las mujeres, cuando me constaba que habían dado ingreso en su partido a invertidos. Esto les debió sentar como un sinapismo y se marcharon descontentos.
Otro día, nada menos que el Embajador de Rusia señor Rosemberg, acompañado de Álvarez del Vayo, me visitó para pedir lo mismo que el Comité del Partido. Esto me pareció demasiado. Me levanté de la silla, y en tono nada diplomático le rogué que saliera y no volviera a hablarme más de tal asunto. Quedé solo con Álvarez del Vayo. Le increpé por estar haciendo el juego a los comunistas en un momento y era un asunto tan grave como acusar a un general de traidor sin pruebas, ni siquiera indicios, y además yo tenía la prueba de todo lo contrario, esto es, de su lealtad y honradez. Sólo se le ocurrió contestar que cuando la gente lo decía, aún siendo injusto, debía echársele. ¡Buena teoría! ¿Pero qué gente lo decía? Los comunistas, y nadie más.
El capitán Cuartero se unió a varios elementos que decían ser masones, influenciados por los comunistas, y discutieron la manera de lograr la eliminación de Asensio asesinándole dentro del Ministerio. Afortunadamente al ir a designar las personas que habían de llevarlo a cabo nadie se encontraba en disposición: hasta este extremo llegaban sus odios.
Yo tenía la prueba evidente de la lealtad del general Asensio.
Estuvimos más de dos meses sin cartuchos del 12; munición la más corriente y necesaria por ser la mayoría de los fusiles de ese calibre. Los milicianos no tenían con qué disparar si el enemigo atacaba. El Ministerio entretenía los frentes con unos pocos millares que producíamos en Valencia. No podíamos comunicar lo que ocurría. El secreto debía ser absoluto si no quería provocarse un cataclismo. Yo pasé muchas noches en vela aguardando la terrible noticia de que los sediciosos hubieran atacado y sufrido nosotros un descalabro por causa de la falta de municiones. Esto no lo sabíamos nadie más que el Presidente de la República, el general Asensio, el coronel que llevaba la estadística del material y yo. Si Asensio hubiera sido un traidor, como lo proclamaban los comunistas, ¡qué magnífica ocasión para servir al enemigo y proporcionarle una victoria decisiva o poco menos! ¿Podía yo desconfiar de un hombre que así se conducía en todas las ocasiones?
Sin duda amargado por campaña tan ruin y persistente, y acaso considerando que su permanencia en la Subsecretaría pudiera perjudicar la causa que defendíamos el propio general Asensio me rogó que le dejara en situación de disponible, y así lo hice bien a pesar mío pues sabía que me desprendía de un valioso auxiliar. Para sustituirle nombré a Carlos de Baraibar.
Con objeto de no restar tiempo al Consejo de Ministros para tratar los asuntos correspondientes a cada Ministerio, constituí el Consejo de la Guerra limitado, en el que se discutía todo lo relacionado con la marcha de las operaciones. De él formaban parte: Prieto, Álvarez del Vayo, Iranzo, Uribe y Oliver, reuniéndose una o dos veces por semana bajo mi presidencia. Se nombraron Delegados para algunos servicios: Prieto, para producción de materiales; cuando se produjo la crisis de mayo, aún no me había entregado ni un fusil ni un cartucho. Pasó el tiempo haciendo proyectos, pero nada práctico. Álvarez del Vayo siguió con el Comisariado, pues le había nombrado Comisario General hacía tiempo. García Oliver se encargó de organizar las escuelas militares. Puso en ello mucha inteligencia y celo. Uribe se encargó de la Intendencia y, como Prieto, no hizo nada, salvo presentar a la Junta de Compras a unos extranjeros a quienes a todo trance quería que se les comprase uniformes, aunque no presentaban ninguna garantía de entrega con la rapidez necesaria. Algunas veces llamaba al Jefe del Estado Mayor para que nos informase de algunos particulares.
Realmente el Consejo de la Guerra no dio resultados positivos.
Algunas veces el Presidente —ya de regreso a Valencia— y yo nos entrevistábamos en el albergue de Benicarló para cambiar impresiones e informarle de asuntos de importancia, sin que ocurriera nada digno de mención.
Los comunistas, no satisfechos con la salida de Asensio, la emprendieron contra el Jefe de Estado Mayor sin alegar razón alguna. Yo sabía que era inteligente y cumplidor de su deber. En vista de tal campaña me suplicó —como Asensio— que lo dejase en situación de disponible, pero lo envié de Inspector del Ejército del Norte.
¿Qué propósito se perseguía con la táctica de separar de mi lado a las personas que, en el Ministerio de la Guerra, podían ayudarme? 1.° Porque se negaban a entrar por el aro, es decir, en el Partido Comunista, como había hecho Miaja. 2.° Que ocupase la vacante algún correligionario suyo para conocer en detalle lo que se hiciese en el Ministerio. 3.° Que yo me aburriese y dejase la cartera de Guerra.
Planteé el problema en el Consejo de la Guerra y Uribe propuso para cubrir la vacante al coronel Rojo, comunista Jefe del Estado Mayor de Miaja. Hice el nombramiento reservándome observar detenidamente los acontecimientos, pero el interesado y su jefe Miaja dijeron que no era conveniente que saliera de Madrid. Fracasada la maniobra, no propusieron a ningún otro. Entonces decidí despachar directamente con los jefes de Sección, y en los problemas de carácter general reunirlos a todos en consulta. Así dejé vacante la Jefatura del Estado Mayor.
Entre tantas miserias, se produjo un hecho que había de satisfacer no sólo al Gobierno, sino a toda la España republicana y socialista.
En el puerto de Valencia ancló el buque Almirante inglés. El señor Embajador me anunció la visita en la Presidencia del Consejo de Ministros del Almirante acompañado de algunos oficiales. Se llevó a cabo la recepción, invitándoles a un vino de amistad. El Embajador me manifestó que podía devolver la visita aquella misma tarde, autorizándome a ir acompañado de otro Ministro e indiqué a Prieto por ser Ministro de Marina. En el buque se nos rindieron todos los honores; a los acordes de los himnos nacionales, los marinos presentaron armas. Conversamos un rato, teniendo como intérprete al Embajador que sabía hablar perfectamente en español; nos obsequiaron con una copa de champagne y fuimos despedidos con los mismos honores.
Una representación bien calificada de la Marina inglesa había fraternizado unas horas con el Gobierno rojo de Valencia.
Tengo la impresión de que una de las cosas más perjudiciales para la República Española ha sido su modestia, su hombría de bien. En la sociedad actual, uno de los inconvenientes —y no de los más pequeños— para la convivencia social es distinguirse por la bondad, por las buenas intenciones, por la sinceridad y la blandura. Cuando entramos los primeros socialistas en el Ayuntamiento de Madrid, todos, concejales y funcionarios, se pusieron en veinte uñas contra nosotros, no precisamente por ser socialistas que tienen aspiraciones de las más elevadas, aspiraciones a realizar a largo plazo, sino, principalmente, porque éramos un obstáculo para sus latrocinios; por nuestra austeridad y honradez política y personal. Éramos unos intrusos que íbamos a perturbar la tranquilidad de la Corte de los Milagros. Así sucede en la escuela, en la Universidad, en el taller, en la casa donde se vive. Al hombre rectilíneo se le tacha de orgulloso, de soberbio, de raro, de intratable, hasta de peligroso. Se le toma por extravagante que pretende ser más que los demás y que va a romper la armonía reinante. A lo sumo, se encontrará una minoría que comprenda a esos hombres y se una a ellos; los demás, tarde o temprano, se separan porque se sienten cohibidos para continuar urdiendo sus combinaciones de todo género.
La República nació sin violencias, sin verter sangre. El pueblo la hizo surgir ejerciendo un derecho, que bien aplicado, podría hacerle soberano de sus destinos, el sufragio, la papeleta electoral, con la que puede expresar todos sus anhelos y aspiraciones. ¡Cómo!, dijeron los impenitentes mangoneadores de la vida de los pueblos —los que afirman despreciativamente que África empieza en los Pirineos; los que para denigrar a España, la presentan siempre como analfabeta, como el país de los toreros, de las castañuelas, de la guitarra y la pandereta, creyéndonos un pueblo sanguinario, sin recordar sus grandes hombres ni sus grandes obras y hechos históricos, sino los que pueden hacerla desmerecer—, ¿pretendes ahora presentarte ante el mundo como un país civilizado, superior a nosotros porque tenemos un régimen implantado a sangre y fuego? Por él momento te aplaudimos y te toleramos, ya que no podemos públicamente condenarte; ello sería desvergüenza, pero en la primera ocasión te haremos pagar cara tu petulancia. Tú serás siempre para nosotros menor de edad.
La República en su Constitución hizo declaraciones de pacifismo, de querer vivir en paz con los demás pueblos; afirmó su propósito de no soñar con imperialismos sino arreglar su casa y dejar tranquilos a los demás; pero, al mismo tiempo, afirmó su propósito de proteger a sus trabajadores; trató de emanciparse de aquellos que por sí mismos se erigieron en guías espirituales, del ejército negro romano: el clero. Eso no es tolerable. España —dicen— pretende presentarnos ante el mundo —mediante su ejemplo— como opresores de los pueblos y de los hombres, a los que queremos hacer esclavos de un poder ultranacional. ¡Habrá presumida! Acaba de nacer, y ya pretende damos lecciones de humanismo y de independencia. ¡Ya sufrirás las consecuencias de tu romanticismo, de tu estúpida insensatez!
A España le ha perjudicado su quijotismo; su afán de enderezar entuertos. Le hubiera ido mejor en el papel de Sancho Panza internacional.
Cuando España se hallaba envuelta en un ambiente mezclado de la admiración de los pueblos y del desdén receloso y despreciativo de los magnates de la política mundial; cuando se encontraba en lucha desigual con los traidores que se sublevaron con las armas que España les había entregado para que la salvaguardasen y defendieran; cuando la clase trabajadora española derramaba generosamente su sangre para defender sus libertades y las libertades del mundo… un socialista. Jefe del Gobierno francés. Presidente del Partido Socialista Francés (S.F.I.O.) y miembro calificado de la Internacional Socialista, tuvo la genialidad de lanzar a todos los vientos la iniciativa de crear un organismo intitulado de No Intervención ¡naturalmente! para que no interviniera en favor de la España socialista y republicana.
Tal idea no podía nacer más que de un espíritu tímido, débil, como el de León Blum; idea que fue aceptada con gusto por los Gobiernos de Italia y Alemania, que apoyaban a los traidores con tropas y armamento. También lo aceptó Rusia, pero con otras intenciones más generosas, por lo menos en la apariencia. Si ayudó a la República, fue después de comprobar la criminal cooperación que el Eje prestaba a los facciosos,
¿Qué temía Blum? ¿Una conflagración europea? A León Blum le ocurrió lo que al ciego, que huyendo del abismo se precipitó en él. No vio lo que cualquier campesino analfabeto veía.
Italia y Alemania tenían pensado y formado el plan de provocar una guerra general; querían sacarse la espina de la guerra del 14-18 y de las sanciones por la guerra de Abisinia, y uno de los objetivos habría de ser Francia. Cualquiera, por muy torpe que fuese, tenía que apreciar el interés del Eje por disponer en el otro lado de los Pirineos de un régimen político semejante al suyo y que fuese una amenaza constante para Francia, y en consecuencia, una ayuda preciosa cuando estallase la conflagración que preparaban. De ahí la ayuda a Franco a fin de ocupar esa posición estratégica a la espalda del país que gobernaba Blum. Lo que no vio él, lo habían visto y denunciado muchos españoles y franceses. El miedo hace perder algunas veces la cabeza, y cuando se pierde el control de sí mismo no se puede ser gobernante sin peligro para el país que se gobierna.
Resultado positivo de la «No Intervención»: restringir a la República las posibilidades de armarse para su defensa y ampliarlas a los traidores para que la vencieran.
No sé si será acariciar una ilusión el esperar que algún día los responsables de tal felonía den cuenta de su conducta al pueblo francés, a los socialistas y republicanos españoles, y a la Internacional Socialista. Si esto no se hace habrá de reconocerse que la solidaridad internacional entre los partidos socialistas y los organismos obreros son simples palabras para engañar a los trabajadores.
Hay errores políticos que por su trascendencia no pueden ser perdonados.
De regreso en Francia. París, 30 de diciembre de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.