VÍSPERAS DE LA GUERRA CIVIL

Querido amigo: Algunas veces me han preguntado: ¿Pudo evitarse la guerra civil de España? A lo que he contestado que sí; pudo evitarse. Con menos desdén por parte de los señores Azaña y Casares Quiroga para las denuncias que les hice, la sedición militar hubiera sido abortada y nos hubiera salvado de la catástrofe que hoy tiene sumida a España en la miseria moral y material y esclavizados a sus habitantes.

Siendo aún el señor Azaña Presidente del Consejo de Ministros, en una tarde en que ocupaba el banco azul en la Cámara me acerqué a él y le dije: «En Marruecos se ha celebrado un banquete de jefes y oficiales del Ejército en el que se han pronunciado discursos muy violentos contra la República. Un oficial que habló para defenderla estuvo a punto de ser linchado». «¡Hombre! —me contestó— me extraña mucho, porque el Comisario no me ha dicho nada; estoy seguro de que me hubiera informado».

Posteriormente no he tenido noticia de que se hubiera hecho nada para averiguar lo ocurrido y aplicar la sanción oportuna.

Un fiel amigo, jefe del Ejército, me visitaba con frecuencia para informarme de lo que se tramaba por algunos generales realizando visitas a las guarniciones de Madrid y provincias, donde conversaban con otros jefes de las fuerzas preparando la sublevación. En Madrid no obtuvieron el resultado satisfactorio que esperaban. Lo que se me decía tenía tantos visos de verdad que creí de mi deber dar cuenta de ello a la Minoría Parlamentaria Socialista muy discretamente y pedir autorización para hablar del asunto al señor Casares Quiroga, Presidente del Consejo y Ministro de la Guerra, a fin de que se adoptasen las medidas adecuadas.

Como Presidente de nuestra Minoría convoqué a los Presidentes de las de los otros partidos y les propuse celebrar una entrevista con el Jefe del Gobierno para enterarle de lo que se tramaba. Mi propuesta fue aceptada, y se designaron dos diputados de cada Minoría; conmigo fue el diputado socialista por Alicante, Rodolfo Llopis.

Expuse al señor Casares cuanto sabía sin dar nombres, y con gran énfasis me contestó: «¡Ésos son cuentos de miedo!» Afirmó que los temores eran infundados. Que él tenía amigos, en los regimientos, que le informaban de todo lo contrario. «El Ejército —decía— está con la República y pueden ustedes vivir tranquilos».

Salí de la reunión lleno de preocupaciones. ¿Sería falso lo dicho por mi informador? ¿Lo sería la declaración del Ministro? Di cuenta a mi informante de la entrevista con el Jefe del Gobierno. Al oírme se llevó las manos a la cabeza, exclamando:

«¡Estamos perdidos! Si el Ministro tiene ese criterio, no hay remedio; la catástrofe se producirá; la rebelión será un hecho». Me propuso reunir algunos hombres armados y adelantarnos, saliendo al encuentro de los sediciosos; él creía en la inminencia del movimiento militar. Pude disuadirle, no con poca dificultad.

Volví a reunir a los representantes de las Minorías. No quería hacer gestión alguna sin testigos. Hablamos de nuevo con Casares Quiroga, con el mismo resultado negativo. «El ejército —repetía— está con la República». Algunos diputados comenzaron a sospechar que fuese yo víctima de un engaño.

Pocos días después se organizaron y llevaron a efecto atentados contra oficiales republicanos de los Guardias de Asalto, de cuyos oficiales, dos resultaron muertos. Al amparo de tal situación se organizó la U.M.E. —Unión Militar Española— cuyos propósitos no eran otros que derribar la República.

En aquellos días debía yo salir para Londres en compañía de varios Secretarios de Federaciones obreras para asistir al Congreso de la Federación Sindical Internacional, pero no quise marcharme sin intentar otra vez llevar al ánimo del Jefe del Gobierno el convencimiento de la verdad de mi información. Temiendo que no quisiera ser explícito delante de otros diputados, solicité de Luis Araquistain autorización para citarle en su casa para hablar solos. Araquistain lo autorizó con gusto. Dos días antes de salir de España, un sábado —yo habría de marchar el lunes— me entrevisté con Casares Quiroga. Se repitió la misma escena; la réplica fue la misma: «¡El Ejército está con la República!» Le propuse que, por lo menos, hiciese traslados de jefes y de material para desconcertar a los organizadores. ¡Ni eso lo consideraba necesario!

Un día en la calle de Viriato, donde estaba situado mi domicilio, dispararon unos tiros hacia los balcones de mis habitaciones; los proyectiles rompieron los cristales, y cuatro de ellos se incrustaron en la pared al lado del teléfono. Una de mis hijas corrió el peligro de ser alcanzada, de lo que se libró por pura casualidad. Detuvieron a los autores de los disparos. El Juzgado llevó a efecto una investigación en mi casa, comprobando el atentado. La policía declaró que eran unos muchachos de Falange, a quienes, jugando, se les dispararon las pistolas y ¡qué casualidad! los proyectiles fueron todos a parar a mi habitación. El asunto quedó enterrado.

Yo sabía que eran todos falangistas, mas por espíritu de delicadeza no hice nada para que castigaran a los criminales, pero saqué la impresión de que existía una infiltración del falangismo en los órganos del Estado.

Salí para Londres convencido de la proximidad de la rebelión militar.

Lo grave era que el Jefe del Gobierno y Ministro de la Guerra interpretaba el criterio del Presidente de la República, porque no era admisible que Casares Quiroga no le informase de nuestras conversaciones. Esa conducta de menosprecio a la opinión de los demás respondía al criterio sustentado desde el triunfo electoral: «No podemos ni debemos gobernar bajo la presión moral o material de nadie».

Asistí al Congreso dicho donde pronuncié un discurso defendiendo a la Unión General de Trabajadores por su actitud en la huelga general de octubre. La Sindical Internacional vio ese movimiento con gran prevención fiada en las informaciones de la prensa burguesa. En dicho discurso afirmé que la clase trabajadora española pronto se vería obligada a salir con las armas a la calle para defender sus libertades y la República. Estas mismas manifestaciones hice en un mitin celebrado en Londres, en el que hablaron Citrini, Jouhaux, Mertens y Schevenels. González Peña, Belarmino Tomás y Amador Fernández, representantes de la Federación de Mineros de España, calificaron mis palabras de una exageración.

Al regreso, en París, me enteré del atentado contra Calvo Sotelo.

Me invitaron a quedarme en París algunos días y me negué, porque quería llegar pronto a Madrid. Cuando entré en él ya había estallado la rebelión militar en Marruecos.

Si no recuerdo mal, el 17 de julio llegué a Madrid. En la estación de Villalba me esperaron Carlos de Baraibar y varios individuos de las Juventudes Socialistas, que me enteraron de lo que ocurría: que había estallado la rebelión en Marruecos;

lo que confirmaba mis temores, la exactitud de lo que había dicho a Casares Quiroga varias veces y la falsedad de las manifestaciones del Jefe del Gobierno y Ministro de la Guerra de que «el Ejército estaba con la República».

¿Qué dirían entonces los dos Presidentes? El orgullo o el amor propio les hizo responsables, tanto a Azaña como a Casares Quiroga, de lo sucedido. Los dos tenían conocimiento de lo que se preparaba y no se prestaron a prevenir y evitar la guerra civil. Desdeñaron todos los avisos que llegaban a ellos por conductos que no fuesen de su comunión política; se creyeron poseedores de la verdad.

¡Cuántos daños ha ocasionado la torpeza o la terquedad de dos hombres!

Otra de las cosas de que me informaron en Villalba fue de la constitución del Frente Popular propuesto por el Partido Comunista y aceptado por el Partido Socialista, es decir, por su Ejecutiva. La Unión General no estuvo conforme.

He sido refractario a las coaliciones permanentes; las creía aceptables para casos concretos bien determinados, y, logrado el objetivo, cada uno a sus tiendas a luchar por sus ideales. Un marxista no debe cooperar a asumir a su partido en el anónimo, sino a ponerle siempre de relieve para que la clase obrera sepa diferenciarle de los otros.

La tercera información fue la unificación de las Juventudes.

Cuando Carrillo hijo. Secretario de las Juventudes Socialistas, a su vuelta de Rusia me habló de la unificación, en la que podrían estar socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos, católicos, etc., dije que consideraba muertas las Juventudes Socialistas. Eso era peor que el Frente Popular. Éste es la amalgama de entidades con sus disciplinas internas separadas, independientes. Lo otro era la amalgama de individuos con ideas heterogéneas, pero con una disciplina interna idéntica, con las mismas normas, tácticas y procedimientos, cosa difícil de armonizar.

Al día siguiente estuve en El Pardo a ver a mi hijo Paco. Hacía tres días que había ingresado en el ejército en la Compañía de Transmisiones. Le pregunté si existía novedad en su regimiento, y me contestó que no. Después he sabido que el Coronel y demás jefes, dando vivas a la República, se llevaron el regimiento a Segovia, haciendo prisionero a mi hijo. Se lo llevaron a Sevilla y lo encerraron en la cárcel, donde ha estado siete años sin procesarle ni tomarle declaración alguna. ¡Siete años preso por el delito de ser hijo mío! Ésos son los sentimientos cristianos de los que se titulaban salvadores de la patria.

La tarde de ese mismo día fui llamado por el Jefe del Gobierno Casares Quiroga al Ministerio de la Guerra. Estaba reunido el Consejo de Ministros con la presencia de Indalecio Prieto.

El Presidente del Consejo me preguntó si la Unión General declararía la huelga y contesté que estaba seguro de ello, pero que sería conveniente hacerlo solamente donde dominasen los rebeldes. Dijo también que los obreros reclamaban del Gobierno que se les entregasen armas y preguntó qué me parecía. A mi vez pregunté si el Gobierno disponía de suficientes elementos y medios para hacer frente a la rebelión, y me respondió que no. «Entonces —contesté— no queda otro recurso que el de dar armas al pueblo».

Esta opinión ya la había expresado en Consejo siendo Ministro del Trabajo, cuando se rumoreaba acerca de la sublevación del general Sanjurjo. Propuse entonces una organización de milicias nacionales a fin de contrarrestar lo que hiciesen los enemigos del régimen republicano. Todos los Ministros, incluso los socialista, De los Ríos y Prieto, se opusieron a ello por considerarlo peligroso. ¡Más peligrosa ha sido la guerra civil!

Aquella noche la Ejecutiva de la Unión General dio la orden de huelga por radio, utilizando una estación emisora que tenía en su Secretaría.

En el local social organizó la Unión General un servicio de información para el Gobierno, información que, según él, era la mejor que recibía.

De acuerdo con los compañeros y compañeras de la Compañía de Teléfonos nos poníamos en comunicación con las organizaciones obreras de provincias. Éstas nos informaban de donde estaban los sublevados, de los pueblos que resistían, de lo necesario para la lucha, etc., etc. De todas las noticias se redactaban dos ejemplares, uno de día y otro de noche, y en forma de informes se entregaban al Gobierno. Esta labor la realizaba Carlos de Baraibar, sentado al lado del teléfono desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, sin levantarse ni para comer, auxiliado por el personal de la Secretaría en aquello que podían hacerlo.

Todos los días, en unión de otros compañeros de la Unión General, iba yo a la Sierra, al frente comprendido entre Somosierra y El Escorial. Visitábamos a los milicianos, nos enterábamos de sus necesidades y les suministrábamos las cosas más urgentes. Allí conocí al Comandante Asensio, enviado a Guadarrama por el Gobierno en avión desde Málaga para defender ese frente en peligro de ser roto por los militares facciosos.

Como los falangistas tenían organizado el espionaje en todos los pueblos, se enteraban de nuestras visitas en el Alto del León, y algunas veces las baterías que allí tenían emplazadas ponían en peligro nuestras vidas.

En el Alto del León, durante la estancia de Gil Robles en el Ministerio de la Guerra, los cadetes de Segovia, con el pretexto de hacer maniobras, hicieron fortificaciones inexpugnables para los milicianos, y allí murieron muchos buenos correligionarios.

Aunque parezca mentira, esta labor llevada a cabo por la Unión General no era del agrado de los miembros de la Ejecutiva del Partido.

A las siete de la mañana del día 19 de julio me avisaron por teléfono que don Diego Martínez Barrio me esperaba a las ocho en el Ministerio de Marina. ¿Martínez Barrio en el Ministerio de Marina? ¿Qué pasará y para qué me querrá? Subí en el tranvía de la Dehesa de la Villa, y en el camino me enteré por las conversaciones que oí que, durante la noche, se habían celebrado manifestaciones en contra de dicho señor. El pueblo no había olvidado que él fue el autor de la disolución de las Cortes Constituyentes para satisfacer en sus pasiones al señor Alcalá Zamora.

En el Ministerio me encontré a Marcelino Domingo, que también había sido llamado. Esperamos más de una hora, sin que llegara nadie. Dijimos a un ordenanza que buscasen a don Diego, y al cabo nos dijeron que estaba esperándonos en el Palacio Nacional.

En Palacio estaban, que yo recuerde, el Presidente de la República, Sánchez Román, Indalecio Prieto, Martínez Barrio y un diputado lerrouxista, cuyo nombre no recuerdo.

Don Diego nos manifestó que el Presidente le había encargado de formar Gobierno por haber dimitido Casares Quiroga, pero habiéndose producido manifestaciones públicas contra su designación declinaba los poderes por no creer prudente ponerse frente a la opinión manifestada. Agregó que había conferenciado con el Capitán General de Zaragoza por telégrafo a fin de buscar una solución al conflicto armado, habiendo recibido como respuesta: «No hay nada que hacer». También manifestó que, de cualquier modo, no estaba dispuesto a dar armas al pueblo.

Prieto expresó su opinión diciendo que no creía fuera un obstáculo insuperable para constituir Gobierno lo de la manifestación —refiriéndose a don Diego—, porque una vez formado y en funciones la opinión pública se calmaría ante el hecho consumado.

Yo dije que no había lugar a discusión después de la declinación de poderes, pero de todos modos, un deber de lealtad me obligaba a declarar que cualquiera que fuese el Gobierno, si se negaba a dar armas al pueblo, estaba seguro de que no sería apoyado por la Unión General de Trabajadores.

A una pregunta del Presidente, Prieto indicó que podría constituir Gobierno el señor Ruiz Funes, de Izquierda Republicana. Este señor fue llamado, y se negó rotundamente a aceptar semejante misión.

El Presidente, un poco nervioso, exclamó: «¡Bueno, señores, el país no puede seguir más tiempo sin Gobierno!» Llamó a su amigo y correligionario señor Giral, y le dio el encargo de formar el equipo ministerial. Dicho señor se puso incondicionalmente a disposición del Presidente, el cual le preguntó si estaba dispuesto a entregar armas al pueblo, contestando el interpelado afirmativamente. España estuvo sin Gobierno la noche del 17 y la mañana del 18.

¿Y Casares Quiroga, dónde estaba? ¿Qué había hecho de las fanfarronadas gallegas expelidas en el Parlamento cuando alguien le insinuaba los manejos de los militares? Con ademanes de actor, entonces trágico, decía: «El que quiera puede salir a la calle; el Gobierno tiene fuerzas y medios suficientes para aplastarlo». ¿Dónde estaba? Iniciada la revolución, el que decía enfáticamente: «El Ejército está con la República», se derrumbó física y moralmente. Le faltó valor para hacer frente a una situación creada por su incapacidad, negligencia y falta de celo en el cumplimiento de un deber superior a sus fuerzas. Había procedido como un inconsciente e insensato. La Historia no le perdonará su falta de comprensión para la defensa de los intereses nacionales que se le habían encomendado. Por su culpa, España cayó en el abismo.

Sin eximir, no obstante, de ella a quienes estuvieron tan ciegos como él, y como él tan sordos a las informaciones veraces.

Cualquier hombre de mediano sentido político habría comprendido que el momento grave por que pasaba el país exigía que se concentrasen todas las fuerzas políticas para formar un bloque de contención a la sedición criminal de los generales. El Presidente de la República y el señor Giral, en su concepción mezquina del problema, y fieles a su lema «La República debe ser para los republicanos» constituyeron un Gobierno de republicanos solos, el cual no podía tener el apoyo del pueblo.

¡Cómo ciega la pasión política!

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 10 de junio de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Permítame una digresión.

En el extranjero no comprendieron las causas del porqué los militares habían provocado la guerra civil. Desorientados por la prensa enemiga y por los tendenciosos informes de los diplomáticos, se tragaron como pan bendito todas las mentiras propagadas para desprestigiar al régimen republicano que, por otra parte, no se había preocupado mucho de establecer fuertes lazos internacionales.

La República —se decía— ha asesinado a los sacerdotes, ha violado a las monjas, ha robado las iglesias ha destruido el arte español, y ¡naturalmente! los generales civilizados, católico-apostólico-romanos y, sobre todo, buenos cristianos, no podían tolerar semejantes salvajadas y, por eso, se decidieron a salvar a España de los horrores que la asolaban.

Usted sabe perfectamente que todo eso es absolutamente falso. La República no ha cometido tales crímenes, ni los podía cometer.

Los creadores de una República que surge sin una sola mancha de sangre; los que en lugar de descargar sus odios sobre los que simbolizaban el régimen monárquico, como habían hecho en otros países, los protegió y permitió salir tranquilamente al exilio; los que se habían conducido con tanta magnanimidad con sus principales enemigos no iban a desacreditar su obra con crímenes como los propalados por los facciosos y su prensa. Si algún exceso se cometió en los primeros días de lucha, cosa inevitable en todas las revoluciones, pero que no tiene relación con el desarrollo de la vida del régimen y sus verdaderas características, no puede imputársele a la República, sino a los que haciendo uso de las armas que les entregaron para defender la Patria, traicionaron a ésta declarando la guerra al régimen legal y democráticamente constituido. ¡Error tremendo de los países democráticos es el reconocer a los gobiernos nacidos de un movimiento faccioso que incita a los generales a la insubordinación!

En cuanto al bolchevismo, aparté de ignorar los facciosos el verdadero significado de la palabra, hay que declarar, por ser cierto, que el Partido Comunista en España no tenía ninguna importancia. En las Cortes Constituyentes, en las que había socialistas, republicanos, monárquicos, regionalistas, sacerdotes y militares, no tenía ni un solo Diputado ya que el señor Balbontín, Diputado por Sevilla, elegido como social revolucionario, se declaró comunista después de estar en las Cortes. En la siguiente legislatura, la minoría comunista estaba formada por un solo Diputado, el doctor Bolívar. En las últimas Cortes, de 1936, resultó elegida, merced a la coalición del Frente Popular una pequeña minoría. Además, en el Gobierno, todos eran anticomunistas. ¿Dónde estaba el bolchevismo?

En la guerra civil, el pueblo simpatizó con Rusia porque fue el único país —con la excepción de México— que ayudó a la República a defenderse de los militares traidores, de los falangistas y de Alemania e Italia que les ayudaban eficazmente. España no era por eso comunista. Aunque parezca sorprendente, los gobiernos burgueses por su incomprensión y su torpe proceder son los que hacen surgir más comunistas.

Una de las mentiras más grandes propaladas fue la de que la muerte de Calvo Sotelo había sido la causa de la guerra civil. Falso de toda falsedad. La sublevación se estaba preparando hacía mucho tiempo, como lo prueba la sanjurjada de agosto de 1932, y las gestiones realizadas por representantes de las derechas en Italia, que ya son del dominio público. La muerte de Calvo Sotelo fue un incidente más en la lucha de los militares afiliados a la U.M.E. y los afiliados republicanos de los Guardias de Asalto. Algunos de éstos habían sido asesinados en plena calle por los militares monárquicos de la U.M.E. de la que. Calvo Sotelo, creían los Guardias de Asalto que era el inspirador y, en revancha, le mataron a él; no por otros motivos, como se ha dicho.

¿Por qué entonces se ha declarado la guerra civil? preguntan los que miran las cosas desde lejos. Dos palabras sobre esto.

La República heredó una organización del Ejército que no respondía ni a sus necesidades ni a sus posibilidades. Había muchas unidades, muchos jefes y, relativamente, pocos soldados en activo. Era indispensable reducir las unidades y el número de jefes con arreglo al número verdad de los soldados en servicio activo.

El señor Azaña, como Ministro de la Guerra, publicó unas disposiciones pasando a la reserva con sueldo íntegro a aquellos que voluntariamente lo solicitasen, si no querían servir al nuevo régimen. ¿Era, acaso, esto una salvajada? En ningún país se les hubiera guardado las mismas consideraciones. Se hubieran reducido las plantillas por decreto o por un acuerdo de Parlamento, y asunto terminado.

A tal invitación respondieron muy pocos, y éstos, fueron principalmente los de espíritu liberal y republicano para dar así ejemplo y servir a la República. Los demás se quedaron para servir a la sublevación. Los generales que, en general, no son muy largos de vista política, vieron un peligro en las disposiciones de Azaña, pero el poco número de las bajas voluntarias les tranquilizó. La magnanimidad del Gobierno tenía a sueldo a los que conspiraban contra su vida. De otra parte, es tradicional en el ejército español oponerse a todo régimen democrático. Ahí están los ejemplos de Narváez, Pavía, Martínez Campos, Primo de Rivera, etc. Los sables fueron siempre, en España, enemigos de la República.

Las Constituyentes acordaron la separación de la Iglesia y el Estado; la secularización de éste en todas sus ramas; la disolución de la Compañía de Jesús y confiscación de sus bienes, que eran muchos en todas las formas de la propiedad, teniendo detrás de ella a testaferros, hombres de paja influyentes en la política monárquica. Esto podría perjudicar a los intereses económicos de la Iglesia, pero no era una salvajada como la noche de San Bartolomé en Francia, donde los católicos apostólicos romanos asesinaron a millares de protestantes sin reparar en sexos ni edades. He ahí por qué Roma y sus servidores eran enemigos de la República.

Asimismo, las Cortes aprobaron una Ley agraria para terminar con el latifundismo y dar tierra a los que la trabajaban… cuando podían. Esta Ley se estaba poniendo en vigor muy tímidamente y, sin embargo, los terratenientes poderosos y la nobleza adinerada, eran enemigos de la República. Tal reforma, que se ha llevado a cabo en otros países, estimo que no puede tampoco considerarse como una salvajada, y no obstante creó a la República no pocos enemigos.

Fue obra también del Parlamento, en consecuencia obra democrática, la aprobación de una legislación social complemento de lo dispuesto por la Constitución y los compromisos contraídos en las Conferencias Internacionales del Trabajo, a fin de procurar a los obreros un nivel de vida propio de un país civilizado. Los patronos vieron en ello una restricción a su derecho de explotación inhumana. En tal disposición legal ¿hay alguna manifestación de salvajismo? Creo que no, pero los patronos se declararon enemigos del régimen, y no sólo de la legislación social.

Esto confirma lo que tantas veces hemos dicho, a saber: que el capitalismo es afecto al régimen que favorece sus intereses, no a aquel que favorece a los intereses generales del país.

Por todo eso, militares, clero, grandes terratenientes y patrones se pusieron frente al régimen republicano. Agreguemos a éstos sus naturales enemigos políticos, los monárquicos, y así se formó un conjunto de elementos que se concertaron para salvar al país del peligro bolchevique.

Según ellos, en vista de tal anarquía, de tal disolución de la patria, los generales no encontraron otra solución que rebelarse contra el Gobierno y el régimen que tenía en ellos depositada su confianza para su salvaguardia y promover una guerra, cuanto más cruenta mejor (Franco había declarado que era necesario suprimir dos millones de españoles) para extirpar de raíz el peligro y la anarquía (la anarquía no es bolchevismo) y exterminar a los españoles que se opusieran a su obra de salvación de España, trayendo moros de Marruecos, y solicitando la ayuda del Eje, Alemania e Italia. Todo; todo, antes que la República.

Añádase a todo esto un exceso de confianza de la República en sí misma, dejando maniobrar libremente a sus enemigos.

La noche del 14 de abril de 1931, el Gobierno provisional había llamado al General Sanjurjo para preguntarle cuál era la actitud de la Guardia Civil de la que era Director General, y el General contestó: «La Guardia Civil está con el pueblo».

Posteriormente no hubo ningún rozamiento con él; al contrario, el Gobierno le otorgó una condecoración a las que los militares son tan inclinados. Pero Sanjurjo era un hombre de costumbres incompatibles con su posición económica, y su contextura moral estaba en armonía con sus costumbres. Era materia fácilmente sobornable. Los enemigos de la República se fijaron en él y se concertaron para nombrarle Jefe de la rebelión. En agosto de 1932 se sublevó en Sevilla, saliendo a la calle con algunas fuerzas del ejército. En Madrid intentaron el asalto del Ministerio de la Guerra. La rebelión fue dominada inmediatamente. Al General Sanjurjo lo detuvo la policía cuando intentaba pasar la frontera de Portugal. Un Consejo de Guerra le condenó a muerte. El Gobierno, enemigo de la última pena, aconsejó la conmutación por la inmediata y, concedido el indulto, ingresó en el penal del Dueso, en vez de seguir la misma suerte de Galán y García Hernández en Huesca por igual delito de rebelión. La República no quería fusilar a nadie, a pesar de su salvajismo atribuido. La opinión pública realmente quedó descontenta con la generosidad del Gobierno, porque esperaba un castigo ejemplar para los conspiradores. Éstos no agradecieron el rasgo, pero quedaron satisfechos de que se salvase su jefe. ¡Qué República tan inhumana!

El Gobierno, siempre ingenuo, permitió que en el penal recibiese las visitas de sus empresarios, y allí concertaron el plan de la nueva sublevación.

Las Cortes fueron disueltas por don Diego Martínez Barrio. Las derechas triunfaron en las elecciones llevando al Parlamento una gran mayoría. Aprobaron una amnistía restringida, y Sanjurjo salió en libertad, marchando a Estoril (Portugal), playa donde no pueden vivir más que capitalistas, siendo visitado frecuentemente por los conspiradores de España, ya que el Gobierno portugués hacía la vista gorda. ¡Naturalmente! La República Española era vecina peligrosa para la dictadura de Salazar.

Llegado el momento de empezar la sublevación, Sanjurjo salió de Portugal en avión; éste capotó por causas que aún no se conocen, y el jefe de la sedición desapareció de entre los vivos al estrellarse el avión que le transportaba. Los generales sediciosos, sin jefe por esta causa, constituyeron un Directorio, pero los presuntos jefes, generales Goded y Mola murieron también: El primero. Capitán General de las Baleares se trasladó a Barcelona a ponerse al frente de las tropas, pero los agentes de la Generalidad le detuvieron, se le formó Consejo de Guerra y fue condenado a muerte. La sentencia se cumplió. Fue menos afortunado que Sanjurjo. El segundo. Mola, el más popular de todos, corrió la misma suerte que Sanjurjo, estrellándose.

El Directorio, consternado o atemorizado, debió acordarse de las ranas de la fábula pidiendo un rey o, por lo menos, un Jefe, y se acordó de Franco, con pocas simpatías entonces por sus rápidos ascensos logrados con la cooperación de intrigas palatinas (por algo se le llamaba el general bonito) al que designó como Caudillo y, después, Jefe del Estado.

La prensa enemiga, los reaccionarios y los abundantes corifeos a sueldo le han jaleado mucho. Había que crear un mito. Y lo crearon.

Aparte de ser un fervoroso enemigo de la República, que procuraba catequizar en su contra a los oficiales, incluso a su hermano Ramón, semicomunista al servicio entonces del Ministerio de la Guerra, ¿qué ha hecho el General Franco que le hiciera merecedor de pasar a la Historia? Vencer a unos milicianos sin armas, ni preparación militar, con ayuda de ejércitos alemanes e italianos y mehalas marroquíes, más el acuerdo estúpido de la No Intervención, siendo necesario no obstante, para lograrlo, un período de tres años de lucha durante el cual la suerte estuvo indecisa. Como general, no puede pasar a los anales históricos.

Como político ha destrozado moral y materialmente a España. No ha reconstruido nada de lo que destruyó. No ha organizado la producción. Ha mantenido y mantiene a su pueblo en la miseria y la esclavitud; pero ha llenado de cadáveres los cementerios, las cárceles y campos de concentración, de ciudadanos más honrados y decentes que él. En la política exterior ha dejado a España en un completo aislamiento. Se puso al lado de Alemania e Italia creyendo que ganarían la guerra y le darían colonias y Gibraltar para reconstruir —como decía— el Imperio español. ¡Qué iluso!

He ahí una síntesis del porqué se declaró la guerra civil en España.

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 12 de junio de 1945. Le abraza, Francisco Largo Caballero.