LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1934

Querido amigo: El período electoral para elegir el segundo Parlamento de la República se puede representar como una verdadera cruzada contra republicanos sinceros y socialistas. Las derechas, capitaneadas por Gil Robles y ayudadas por el Presidente, estaban envalentonadas; se manifestaban groseras, cínicas, se creían ya en el Poder. La difamación era el programa de su propaganda. Afirmaban que los republicanos y socialistas eran ladrones, criminales, y había que eliminarlos de la vida política.

Gil Robles era el más agresivo y amenazaba al Gobierno y a don Niceto con la revolución si no le daban el Poder. En la Puerta del Sol, la fachada de la casa situada entre las calles Mayor y Arenal estaba cubierta por un inmenso cartel que decía «Vamos por los trescientos». La actitud de las derechas era realmente provocadora.

Los republicanos estaban divididos, como nunca lo estuvieron. El disfrute del Poder los tenía desmoralizados, y algunos llamados republicanos como lerrouxistas, mauristas, nicetistas, se coaligaron en las mismas candidaturas con Gil Robles, Calvo Sotelo, Alba y otros enemigos de la República.

Las derechas triunfaron. Los republicanos perdieron la mayor parte de sus puestos, y los únicos que se salvaron conservando una gran fuerza parlamentaria fueron los socialistas, no obstante haber luchado solos en las elecciones. El señor Azaña estuvo en peligro de quedarse sin acta por carecer de distrito con fuerza suficiente, y salió elegido gracias a los socialistas de Bilbao que, sacrificando a un correligionario, lo llevaron al Parlamento.

Si en el período electoral las derechas estuvieron insolentes, en las Cortes se comportaron como salvajes. Intentaron llevar al señor Azaña ante el Tribunal de Garantías queriendo eliminarle de la vida política, calificándole de monstruo al que había que eliminar para seguridad de la Humanidad.

La Guardia Civil comenzó en seguida a perseguir y maltratar a los trabajadores, incluso a diputados socialistas, y cuando éstos querían protestar en el salón de sesiones no se les permitía hablar.

Como Presidente de la Minoría socialista, presenté a ésta una proposición para enviar una nota a la prensa protestando de los atropellos que se cometían dentro y fuera del Parlamento con los trabajadores y diputados socialistas, y advirtiendo que si continuaban tales atropellos la minoría se vería obligada a adoptar una resolución extrema. La primera parte de la proposición fue aprobada, y la segunda se desechó a propuesta de Fernando de los Ríos. Por ello presenté la dimisión, que no fue aceptada, pero dejé de asistir a las reuniones de la Minoría e hice el propósito de llevar el asunto al Congreso del Partido. Lo que no pude hacer porque el Congreso no volvió a reunirse después del celebrado en 1932.

Entendía yo que si no nos permitían ejercitar nuestros derechos de diputados en el salón de sesiones, nuestro deber era dar cuenta a los representados para que decidieran si debíamos continuar en unos cargos que no podíamos ejercer dignamente, por prohibirlo los elementos derechistas con sus atropellos.

Don Santiago Alba, presidente de las Cortes, estaba entregado en cuerpo y alma a los enemigos de la República. No en balde había sido ministro de la monarquía.

También lo había sido Alcalá Zamora, que entregó el Poder a Lerroux, a pesar de todo lo acontecido anteriormente y de los recelos que había manifestado contra ese ciudadano.

Lo primero que hizo aquel Parlamento fue aprobar una amnistía a favor de todos los enemigos de la República, presos por conspiradores.

Con el triunfo de las derechas y el señor Lerroux en la Presidencia del Consejo de Ministros, la situación política se puso al rojo vivo. Los falsos republicanos se quitaron las caretas; la Guardia Civil reanudó sus hábitos de perseguir a todo lo que oliese a socialista o simplemente a asociado; los conspiradores amnistiados trabajaban descaradamente en contra del régimen republicano.

Las derechas reclamaban del gobierno Lerroux la entrada de representantes suyos en el Gobierno pues querían gobernar directamente y no por representantes indirectos. Todo hacía sospechar que se organizaba una razia de elementos de izquierda y que se preparaba un golpe de Estado.

Representaciones obreras de provincias acudían a Madrid, alarmadas por la actuación de los reaccionarios, y pedían a las Ejecutivas que organizasen una contraofensiva a fin de impedir que entrase en el Gobierno Gil Robles y compinches porque sería destruir la República implantada por el pueblo el 14 de abril.

En esto, y en la inevitable necesidad de promover un movimiento revolucionario si Gil Robles entraba en el Gobierno, estaban perfectamente de acuerdo todos los miembros de la Ejecutiva del Partido.

Cuando el ambiente estaba tan enrarecido, se presentó Fernando de los Ríos a la Ejecutiva del Partido siendo portador de una nota recibida de una alta personalidad del ejército, en la que se informaba de las reuniones celebradas en el domicilio de Calvo Sotelo y en la redacción del diario derechista «El Debate», en las que se hablaba de detener a Azaña, Prieto, De los Ríos, Largo Caballero y otros. Cambiamos impresiones y estuvimos de acuerdo en prepararnos para la defensa.

La Ejecutiva del Partido convocó a la de la Unión General para celebrar una reunión conjunta y examinar la situación.

Reunidos en el domicilio del Partido, se expuso la gravedad de la situación. De los Ríos acababa de hacer un viaje a Granada y contaba horrores del trato que recibían los trabajadores, y hasta las mujeres le pedían de rodillas que se pusiera fin a sus martirios. El mismo De los Ríos declaraba que si Gil Robles entraba en el Gobierno, sería inevitable ir a la revolución.

Besteiro, Saborit y Trifón Gómez en nombre de la Unión General, manifestaron que lo más prudente era dejar correr los acontecimientos y trabajar como se pudiese para conservar la organización, esperando tiempos mejores.

Yo como Presidente del Partido contesté diciendo que era incomprensible la actitud de la Ejecutiva de la Unión, cuando los mismos trabajadores reclamaban una acción rápida y enérgica a fin de impedir la ejecución de lo que las derechas tramaban. Que era ilusorio pensar en conservar la organización ni trabajar normalmente, porque realizado el golpe de Estado era de presumir que fueran disueltas las Sociedades obreras y Agrupaciones socialistas y encarcelados sus dirigentes, y el trabajo clandestino ocasionaría más víctimas que la actuación defensiva.

Prieto estuvo bastante reservado, pero al fin se puso al lado de los que defendíamos una acción defensiva. Hechas las consiguientes rectificaciones, nos separamos quedando en reunirnos de nuevo.

Los comentarios eran coincidentes en que la actitud de Besteiro, Saborit y Tritón Gómez era el principio de la segunda edición de lo acontecido en diciembre de 1930.

Las dos Ejecutivas celebraron varias reuniones sin llegar a un acuerdo. Los tres miembros ya nombrados no hacían más que obstaculizar toda solución, insistiendo siempre en pedir un programa. ¡Flagrante contradicción! pues si no debía organizarse la defensiva; si eran opuestos a un movimiento revolucionario contra los que eran realmente agresores, ¿para qué querían un programa? Lo fundamental para ellos era boicotear la única solución viable. Contesté que el mejor programa era la acción contra las derechas, impidiendo, si era posible, su entrada en el Gobierno con todos los medios de que se dispusiera.

Vista tal actitud propuse al Partido que actuase por su cuenta, y si la Unión quería adherirse que lo’ hiciera cuando le pareciese. Esto desconcertó un tanto a Besteiro, porque le impedía continuar entreteniendo el asunto y echaba sobre ellos la responsabilidad del fracaso al tratar de llegar a un acuerdo.

Para el caso en que surgiese la necesidad de producir el movimiento nacional la Ejecutiva del Partido nombró una Comisión especial organizadora de la acción. La Comisión había de componerse de representaciones del Partido, de la Unión (si se adhería) y de las Juventudes Socialistas. La Comisión me designó como su Presidente, y como Secretario encargado de todo el movimiento de correspondencia y documentación, al que lo era del Partido, Enrique de Francisco.

Los acontecimientos se precipitaron. Las derechas, cada día más agresivas, impacientaban a las organizaciones obreras y socialistas. De provincias —principalmente de Asturias— apremiaban para que se declarase el movimiento, porque si se presentaban las nieves, los asturianos tropezarían con graves inconvenientes para la acción. Era obligado comenzar antes del invierno.

Algunos días después de suspender las reuniones conjuntas de las Ejecutivas como consecuencia de mi proposición, Prieto me abordó en los pasillos del Congreso de Diputados para comunicarme que Besteiro le había manifestado que no tenía inconveniente en que nos reuniéramos de nuevo, siempre que se elaborase un programa como bandera del movimiento, a desarrollar si éste triunfaba. Prieto estaba de acuerdo con esto. Mi respuesta fue que no tenía inconveniente en acceder, en aras de la importancia del problema que teníamos planteado, aunque la experiencia me había demostrado la inutilidad de programas en esos casos, porque las circunstancias eran las que imponían cómo debía precederse.

Celebramos otra reunión, y Besteiro leyó un escrito en el que el punto más importante y radical era la constitución de una Cámara Corporativa Consultiva. La cosa no era nueva. El general Primo de Rivera fue su iniciador.

Sin conocer la opinión de los demás. Prieto propuso verbalmente una serie de reformas radicales. Como otras veces, las opiniones no coincidieron, y se resolvió que Besteiro y Prieto se reunieran y redactasen un solo escrito que pudiera ser aceptado por todos, pero… no fue posible que llegasen a un acuerdo. En vista de lo cual, la Ejecutiva del Partido aprobó la proposición de Prieto. Entre otras cosas que no recuerdo, proponía: libertad religiosa, socialización de la tierra, disolución de la Guardia Civil y algunas otras medidas que completaban los principios constitucionales. Este programa se remitió al Comité Nacional de la Unión General de Trabajadores.

Las Secciones de la Unión General se manifestaron contra la Ejecutiva, y el Comité Nacional, tras de empeñada discusión, aprobó el documento enviado por el Partido, produciéndose por este hecho, las dimisiones de Besteiro, Trifón Gómez y Saborit. El Comité Nacional nombró los representantes para la Comisión especial, y ésta a su vez nombró Comisiones en todas las capitales de provincia. Llamó a éstas a Madrid para recoger su opinión sobre la conveniencia y posibilidad de realizar el movimiento. Todas informaron favorablemente, e insistieron en que debía hacerse con rapidez. También se nombraron corresponsales en todos los pueblos donde había organización para enviar y recibir la correspondencia en una forma convenida, y esta organización funcionó de una manera completamente normal. Se compraron y repartieron armas, algunas de las cuales se entregaron a la comisión de Madrid y fueron descubiertas en una casa de los Cuatro Caminos. Una imprevisión de Prieto, que entregó a un individuo una tarjeta con direcciones, ocasionó la detención de algunos compañeros en la Ciudad Jardín, la Ciudad Universitaria y la Ciudad Lineal, con depósitos de armas.

El asunto del barco «Turquesa» que tanto ruido produjo, estaba relacionado con el movimiento y transportaba importante cantidad de armas. Merecería la pena hablar detalladamente de este asunto, pero en la situación en que me encuentro me faltan datos precisos para exponerlo y enjuiciarlo.

La Comisión envió instrucciones escritas y muy detalladas de cómo habían de hacerse los trabajos de preparación del movimiento revolucionario y la conducta a seguir después de la lucha. Se organizó también con minuciosidad el aparato para comunicar la orden de comenzar el movimiento. Orden que por medio de telegramas convenidos y redactados previamente habían de ser transmitidos en un mismo día a todas las Comisiones y corresponsales. Cada telegrama tenía una redacción diferente; unas veces de carácter familiar como, por ejemplo: Mamá operada sin novedad; otros de carácter comercial: Precio aceptado, etc., etc. Todos los telegramas fueron expedidos el mismo día en que se acordó dar la orden de movilización, siendo depositados por distintos compañeros en las diferentes Estafetas postales de la capital.

Lo que prueba el acierto y la meticulosidad con que trabajó la Secretaría de la Comisión, es que ninguna circular, carta, ni telegrama, que entre todos sumaban muchos centenares, cayó en manos de la policía, y en ningún momento, ni antes ni después del movimiento, conoció ésta los detalles de la organización ni la forma en que se transmitió la orden rapidísimamente a todas las provincias de España.

Aunque en las discusiones habían intervenido muchos afiliados, nada de lo tratado se exteriorizó. Ni los acuerdos de las Ejecutivas, ni los trabajos de la Comisión especial.

El descubrimiento de depósitos de armas se consideró por todos como hechos aislados sin conexión entre sí. Lo que predominaba en el ánimo de las gentes, era que si Gil Robles entraba en el Gobierno, la clase trabajadora formularía una enérgica protesta.

Esto último lo conocía el Presidente de la República por conducto del jefe de prensa de la Presidencia, Emilio Herrero. Esperábamos con ansiedad la salida de los periódicos para conocer la información política. El dos o tres de octubre apareció el fatídico decreto nombrando a don José María Gil Robles Ministro de la Guerra. La suerte estaba echada. Había que jugar la partida.

Se reunieron las dos Ejecutivas, y a continuación del cambio de impresiones se llegó a la conclusión de que había llegado el momento de actuar. Se acordó declarar la huelga general en toda España.

La Comisión especial dio orden de que se remitieran los telegramas antes citados, ordenando que se iniciase el movimiento. Después se comprobó que absolutamente todos habían llegado a sus respectivos destinos.

Las Ejecutivas determinaron los lugares en donde sus componentes debían estar por si fuera necesario reunirlos. También resolvió que en el caso de ser detenidos, para salvar a la organización obrera y al Partido Socialista se declarase que el movimiento había sido espontáneo como protesta contra la entrada en el Gobierno de la República de los enemigos de ésta.

Prieto y yo nos quedamos en la redacción de «El Socialista», en la calle de Carranza, 20, a donde acudían compañeros de provincias y de Madrid solicitando informes o misiones que cumplir. Se imprimieron hojas y manifiestos excitando a la huelga y se dieron instrucciones a las Sociedades de la Casa del Pueblo. Los diputados salieron a provincias a fin de ponerse al frente del movimiento. La primera noche dormí en el domicilio de Prieto, que estaba en la misma casa. Al día siguiente salimos de ésta, y nos llevaron a la casa llamada de las Flores en la calle de la Princesa, frente a la cárcel. Entramos en un cuarto habitado por una señora de unos treinta años, de color cetrino, muy dispuesta y con traza de inteligente. Al cuarto de hora de estar allí le dije a Prieto que aquél no me parecía sitio seguro. Sospechaba que era poco conveniente el albergue. Después supe que aquella señora mantenía relaciones íntimas con el doctor Negrín, como antes las había sostenido con el Capitán Santiago, jefe de la Policía.

De nuevo regresamos a casa de Prieto, donde dormimos aquella noche. Al otro día, éste se marchó a sitio desconocido por mí. Yo fui llevado a la casa de un médico socialista en el barrio de Salamanca. Allí recibía al enlace, una joven socialista que recogía las informaciones de la marcha de la huelga y transmitía las indicaciones de lo que debía hacerse.

A los tres días, el médico me anunció que el portero estaba enterado de mi estancia en su casa e inmediatamente, por la tarde en pleno sol, acompañado de la señora de un periodista, pasé por delante del portero. No quería comprometer a nadie. Aquella noche, a instancias del periodista dormí en su casa, y como no tenía otro lugar a donde ir, al día siguiente me marché a mi casa, con la cual había estado en comunicación por teléfono. Otro médico muy conocido en España y en el extranjero, me llevó en su automóvil que llevaba la indicación de servicio médico.

Subimos por el paseo de Ronda, cruzamos la Glorieta de los Cuatro Caminos, ocupada por las fuerzas del ejército con las ametralladoras preparadas para hacer fuego a la primera señal de los jefes situados en el centro. Muy serios pasamos sin que nadie nos preguntase quiénes éramos y a dónde íbamos. Parecía cosa de milagro pasar entre aquéllas sin ser molestados, y entré en mi casa, a donde siguió acudiendo el enlace.

A los cuatro días, de madrugada, llegaron unos cuantos camiones con policías y guardias de asalto. Rodearon la casa y entraron en la habitación donde dormía. Tuve que expulsar a un policía espontáneo que, pistola en mano, se quedó donde estaba yo con mi esposa.

Escoltado por un verdadero ejército de guardias de asalto y policías fui conducido a la Cárcel Modelo donde, después de los requisitos de rigor, quedé incomunicado.

Como a consecuencia de las dimisiones de Besteiro, Saborit y Tritón Gómez me había reintegrado al cargo de Secretario General de la U.G.T., desempeñaba en el momento de la huelga general los cargos de Presidente del Partido y Secretario de la Unión.

El Juez Instructor militar —un coronel— se presentó con el Fiscal en la cárcel para tomarme declaración y sostuvimos este diálogo:

—¿Es usted el jefe de este movimiento revolucionario?

—No, señor.

—¿Cómo es eso posible, siendo Presidente del Partido Socialista y Secretario de la Unión General de Trabajadores?

—¡Pues ya ve usted que todo es posible!

—¿Qué participación ha tenido usted en la organización de la huelga?

—Ninguna.

—¿Qué opinión tiene usted de la revolución?

—Señor juez, yo comparezco a responder de mis actos, y no de mis pensamientos. El Fiscal:

—¡Usted está obligado a contestar por mandato de la ley a las preguntas del señor juez!

—En efecto, y por eso las contesto, que de otro modo no lo haría.

Me mostraron unas notas escritas a máquina encontradas en un registro hecho en las oficinas de la Unión General.

—¿Son de usted estas notas?

—Sí, señor.

—¿Quién se las ha entregado?

—El cartero. Las recibía por correo; pero si supiera quién las enviaba tampoco lo diría. El Fiscal:

—Le repito que está obligado a contestar la verdad a lo que se le pregunta.

—Eso es lo que hago. Ahora bien, si el capitán Santiago, que ha hecho el registro, pretende saber quién me remitía esas notas será pretensión inútil. Por nada ni por nadie pronunciaré nombre de persona alguna, a sabiendas de la responsabilidad que asumo.

Dichas notas, efectivamente, las recibía de la Dirección General de Seguridad, informándome de lo que se hacía y se pensaba hacer contra nosotros. Al capitán Santiago le interesaba saber quién era el remitente para castigarle con severidad. El asunto de las notas le tenía fuera de sí. El juez siguió preguntando:

—¿Quiénes son los organizadores de la revolución?

—No hay organizadores. El pueblo se ha sublevado en protesta de haber entrado en el Gobierno los enemigos de la República.

A las otras declaraciones no asistió el Fiscal.

Al traerme la ropa limpia de casa se equivocaron y me entregaron las de mi hijo Paco. Por eso me enteré de que estaca detenido. ¿Qué había hecho? Yo ignoraba que hubiera intervenido en el movimiento.

Mi proceso pasó al Tribunal Supremo por haber sido ministro. Como abogado defensor nombré el señor Jiménez de Asúa.

Estando en la cárcel sufrí una de mis mayores desgracias. Mi esposa cayó enferma. Me dijeron que era necesario practicar una operación en la vesícula biliar, y rogué al señor Jiménez de Asúa solicitase permiso del Tribunal Supremo para presenciar la operación; permiso que fue otorgado.

La operación se practicó con acierto y de ella salió bien, pero el corazón falló y la enferma falleció a las veinticuatro horas.

Me pareció que se me había caído el mundo encima. En la cárcel, encartado en un proceso de indudable gravedad, mis hijos sin madre y separados de mí… las energías materiales y espirituales se debilitaron y creí que no podría resistir golpe tan rudo. Pasadas algunas horas de descanso volvió la reflexión, pude examinar el caso con más serenidad, y recuperé alientos para hacer frente a mi situación.

Sin saber cómo, la noticia del fallecimiento de mi esposa se difundió por todo Madrid. Espontáneamente acudieron a la clínica de la Mutualidad Obrera infinidad de personas portando coronas de flores, y una multitud desfiló durante varias horas por delante del cadáver. A la conducción de éste hasta el cementerio acudieron miles de personas, número comparable a la gran manifestación celebrada para llevar las coronas a las víctimas del hundimiento del tercer depósito de agua. La manifestación pasó por delante de la casa del Presidente de la República, al que dirigieron demostraciones hostiles.

Ingresé nuevamente en la cárcel, después del doloroso suceso.

La vista se celebró y el fiscal solicitó la pena más severa. No cabían términos medios: o la muerte o la libertad.

La sala estaba llena de gente. Se hallaban presentes mis hijas. La prensa extranjera acudió para informar de tan sensacional proceso.

Todos los testigos me fueron favorables, incluso los presentados por el fiscal. Mi defensor pronuncio un admirable discurso tanto por la forma como por el fondo, digno de tan eminente jurisconsulto.

—Concluso para sentencia —dijo el Presidente.

A los cuatro días me pusieron en libertad.

¿Hice bien o mal al proceder como lo hice? ¿Debía entregar a la voracidad de la justicia burguesa a un defensor del proletariado? Mi conciencia está tranquila. Estoy convencido de haber cumplido con mi deber, pues ofrecerme como víctima sin beneficio alguno para la causa del proletariado hubiera sido tan inocente como inútil.

La huelga de octubre de 1934 es la que llevó mayor número de obreros a prisión, de la que resultaron más condenas graves, algunas de las cuales se cumplieron.

En Madrid ocurrieron cosas curiosas. Algunos jueces militares preguntaban a los procesados: «¿Es usted de Besteiro o de Largo Caballero?» Si decían del primero, salían en libertad provisional; si del segundo, continuaban en la cárcel.

Al Parlamento asistía Besteiro. El Jefe del Gobierno —Lerroux— en un discurso pronunciado desde el banco azul condenó la huelga y, extendiendo el brazo en dirección a Besteiro, dijo: «Ése es el genuino representante del socialismo y de la clase obrera. Los otros —se refería a los encarcelados— son los perturbadores profesionales de la paz social». No hay que olvidar que Besteiro había sido en lejanos tiempos concejal lerrouxista en el Ayuntamiento de Toledo.

¡Lerroux! El excroupier de las casas de juego de Caleña. El hombre de paja de «El País» en sus primeros tiempos; el servidor a sueldo del jefe monárquico don Segismundo Moret en Cataluña para combatir el catalanismo; el exemperador de El Paralelo de Barcelona; el demagogo de la tribuna tronando contra curas y monjas… ¡Condenando el generoso movimiento de octubre que trataba de salvar una República, cuyo manifiesto revolucionario para implantarla había redactado él!

¡Qué monstruos produce la política!

«El Socialista» estaba suspendido; en cambio se publicaba «Democracia», órgano periodístico de Saborit, Besteiro y Trifón Gómez, en franca rebeldía contra la Ejecutiva que estaba en la cárcel y a la que se dirigían ataques difamatorios.

No se empleó solamente el ejército regular para ahogar en sangre el movimiento salvador; en Asturias actuaron las fuerzas del Tercio de Regulares —trasladadas desde África— con una ferocidad salvaje y, naturalmente, ello revela las órdenes que debieron recibir.

Entre los revolucionarios y emigrados de todas las épocas, se entromete ese pernicioso personaje denominado cisma.

Durante la represión de octubre, no podía escribir o hablar públicamente nadie más que los conformistas con el gobierno Lerroux-Gil Robles o los anodinos enemigos declarados de la huelga. Pero la Federación de Juventudes Socialistas publicó clandestinamente un folleto informando de su gestión pasada y dando normas para el futuro. En ese documento, dedicaba unas líneas aplaudiendo mi conducta, y diciendo que era yo el guía espiritual de las Juventudes. Esto me molestó, pues se había hecho sin mi consentimiento. Además no era verdad, porque dichos organismos actuaban como les venía en gana, sin consultar a nadie. Por consecuencia, hice constar mi disconformidad con lo manifestado en el documento; especialmente ante Santiago Carrillo que era su Secretario.

Por entonces, la Federación de Juventudes mantenía una polémica con los jóvenes de Asturias. Éstos debieron creer que yo asesoraba a aquélla —cosa absurda—, pero lo cierto es que me mezclaron en sus disputas diciendo en sus cartas un cúmulo de mentiras sobre mi actuación. Esto se contagió a los asturianos emigrados en Francia y Bélgica, que, inspirados políticamente por Prieto, también me calumniaban en cartas dirigidas a la cárcel de Oviedo, diciendo que había dimitido la Presidencia del Partido la víspera de la huelga general por miedo a las consecuencias.

Belarmino Tomás escribió a compañeros que estaban en aquella cárcel diciéndoles que yo me proponía llevar la Unión General de Trabajadores a la Confederación Nacional del Trabajo. ¿De dónde habría sacado tal disparate?

Prieto publicó en «El Liberal» de Bilbao, del cual era propietario y director, con ocasión de las elecciones de diputados que siguieron a aquel movimiento, unos artículos defendiendo el criterio de acudir a esas elecciones unidos a los republicanos, pero sin reclamar para las candidaturas la proporción numérica a que tenía derecho la fuerza obrera y socialista, porque —decía— la hora política es de los republicanos, no de los socialistas. Es decir, que aquéllos debían tener una mayoría para gobernar, ganada, no por sus propias fuerzas, sino a expensas de la socialista, cuando ésta estaba más en auge y contaba con mayor autoridad.

La Comisión Ejecutiva del Partido estaba en la cárcel. Sus miembros no podíamos hablar para dirigirnos a la opinión, ni la Ejecutiva tenía tomado ningún acuerdo sobre el particular, porque era prematuro hacerlo. Pero Prieto, como de costumbre, quería dirigir el Partido a su antojo, sin contar con nadie, aun siendo miembro de la Ejecutiva.

Esto produjo muy mal efecto entre los socialistas, pues les pareció que se aprovechaba de las circunstancias para hacer una política personal arrimando el ascua a la sardina de los republicanos. Lo cierto es que nadie había dado su opinión públicamente, aguardando a que pudieran reunirse los organismos que tenían autoridad para hacerlo.

Prieto ha manejado siempre el truco de atribuir a los demás actitudes por él imaginadas para darse el gusto de combatirlas; y cuando los problemas se resolvían de acuerdo con la opinión general y como la mayoría lo reclamaba desde el primer momento, se apuntaba el triunfo diciendo que gracias a él se habían hecho bien las cosas.

Con la sospecha sembrada por Prieto de que se quería ir a la abstención electoral —¡qué disparate!— cuando era en realidad todo lo contrario por la necesidad de un triunfo electoral para sacar de la cárcel a millares de presos, se pretendió también desacreditarnos. ¿Quién podía pensar en una abstención electoral en tales circunstancias? ¿Quién había hecho manifestaciones en tal sentido? Nadie. Pero él manejaba el truco. Amador Fernández, el más sensato de los socialistas asturianos, me remitió una carta llena de despropósitos combatiendo la abstención, por nadie defendida, y defendiendo a su vez la coalición en los términos en que lo hacía Prieto, esto es, dando la preponderancia a los republicanos, y haciendo unos cálculos aritméticos que no se le asemejaban ni las cuentas de la lechera de la fábula. Según él, después de darles la mayoría parlamentaria a los republicanos, era inevitable que fracasasen en el Gobierno por no poder cumplir las promesas hechas a la opinión, y entonces se verían obligados a entregarnos el Poder a los socialistas. ¡Qué intuición política! Era evidente que la emigración tenía trastornados los cerebros asturianos; sin olvidar ¡eh! que Prieto lo es.

No contestaba las cartas injuriosas que llegaban a mi poder, pues no quería echar leña al fuego. Las conservaba para, en su día, hacerlo públicamente y con libertad.

Lo que colmó la medida del cinismo y produjo gran indignación fueron las manifestaciones de Prieto diciendo: «Que era una vergüenza que nadie se hiciera responsable del movimiento», sabiendo, como sabía, cuál era el acuerdo de la Ejecutiva votado por él. Nadie con menos autoridad podía pronunciar tales palabras. ¡Él, a quien en la huelga de agosto del 17 le faltó tiempo para cruzar la frontera dejándonos a los demás en la brecha! ¡Él, que en diciembre del 30 se apresuró a salir al extranjero, dejándonos a los demás miembros del Comité revolucionario para que respondiéramos de lo hecho por todos! ¡Él, que habiendo aprobado quedarse en Madrid para el caso en que fuera necesario reunirse, sin decir nada ni consultar con nadie, en octubre del 34 se escapa a Francia dejándonos a los demás en las astas del toro! ¡Él censuraba a los que estábamos bajo la amenaza de sufrir penas gravísimas!… Era el máximo de la frescura.

Lo cierto era que en los momentos de peligro, desaparecía como por encanto. No conozco ni un solo caso en que haya estado en la cárcel por defender las ideas socialistas o los intereses sindicales de los trabajadores. Para él no existía policía, ni gendarmes en la frontera francesa; se hacía invisible, a pesar de su físico voluminoso. Aunque era fanfarrón no tenía valor para sufrir en su cuerpo una molestia por causa de las ideas. Desde París censuraba a los que estábamos en la cárcel sin poder defendernos. ¿Por qué se marchó? ¿Por qué no regresaba y se presentaba al juez haciéndose responsable, lavando de este modo la vergüenza de que hablaba? Porque no sentía las ideas socialistas y tenía un miedo cerval a la prisión. Todos sus gritos, manoteos y golpes de pecho, eran pura comedia ensayada. A esa conducta, algunos la llamaban habilidad política. Los socialistas estábamos cansados de tanta habilidad.

Ramón González Peña era uno de los elementos destacados de Asturias. Se le detuvo y se le incoó un grave proceso en Oviedo. Para todos los miembros del Comité revolucionario que estábamos presos en Madrid se solicitaba la última pena, pero sin reparo alguno se hizo una intensa propaganda a fin de crear ambiente favorable a aquél. Había que salvarlo del pelotón. Celebrado el Consejo de Guerra, fue condenado a muerte. Con tal motivo se realizó otro esfuerzo con objeto de obtener la conmutación de la pena y se obtuvo un éxito; fue indultado, y su indulto —como era natural— produjo en todos gran alegría. Le felicité y, en respuesta recibí una carta en la que me decía que se alegraba de que le hubiese escrito para tener ocasión de decirme que se había inspirado siempre en mi conducta para actuar en el Partido, y que podía contar con su adhesión incondicional. Algunos días después remitió otra a Prieto en los mismos términos, que fue publicada en «El Socialista». Sobre este caso de Peña volveré a hablar.

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 2 de junio de 1945. Le abraza, Francisco Largo Caballero.