EL GOBIERNO DEL PRIMER BIENIO

Querido amigo: Desde la constitución legal del Gobierno provisional hasta la apertura de las Cortes Constituyentes, pocas cosas le puedo contar que tengan algún relieve. Decretos estableciendo los colores de la bandera; cambio del escudo nacional; himno nacional; geografía electoral; nombramiento de autoridades; elaboración de proyectos y disposiciones preparatorias de las Cortes Constituyentes, etc. Algunas veces se enfadó don Niceto Alcalá Zamora por cosas pueriles, pero se le convencía y… ¡a seguir trabajando!

Un día, el Presidente —Alcalá Zamora— me dijo muy confidencialmente: «Lerroux me ha pedido que le pase al Ministerio de Estado todo lo concerniente al protectorado de Marruecos, y me he negado a ello, porque allí se manejan muchos millones para suministro del ejército del Protectorado y es peligroso en manos de don Alejandro. ¿Qué le parece?» Contesté que me parecía muy bien que se tuviera al señor Lerroux en seco, donde no pudiera bañarse, y en lazareto, en cuarentena.

Don Niceto tenía de Lerroux un concepto deplorable. Le consideraba el hombre inmoral por excelencia. Estando nosotros en la cárcel él estaba escondido… en lugar de todos conocido. Solicitó autorización para hacer una suscripción en favor de los presos con motivo del movimiento, y se le autorizó, a sabiendas de que el único preso, para tales efectos, sería él. No hemos sabido nunca qué fue de aquella suscripción.

Lo más saliente de aquel período fue la quema de algunos conventos e iglesias. La sorpresa y disgusto del Gobierno fueron grandes; hizo lo posible por averiguar qué elementos lo habían realizado, porque eso no podía servir más que para desprestigiar la República. No pudo saberse nada; sólo se vislumbraba que lo hubieran hecho con aquel propósito elementos católicos reaccionarios, pero carecíamos de pruebas materiales. Debe tenerse en cuenta que los señores Alcalá-Zamora y Maura eran católicos practicantes. En la cárcel iban todos los domingos a misa. Puedo asegurar que ninguno de los elementos componentes del Gobierno tomó parte directa o indirecta en esos hechos. El Ministro de Gobernación, señor Maura, dimitió, pero se le convenció de la inoportunidad de una crisis ministerial y retiró la dimisión.

Lo ocurrido en las Cortes Constituyentes es más propio para ser relatado por los historiadores que para formar parte de estas cartas.

Hubo dos períodos: Discusión de la Constitución de la República y Leyes complementarias y de otro carácter. La primera fue aprobada relativamente pronto, pues la Comisión correspondiente trabajó sin descanso. Las derechas hicieron una tenaz oposición a todo su articulado, y no comparecieron a dar su voto, en pro o en contra, en el momento de la votación definitiva. A propuesta del diputado socialista don Luis Araquistain, se consignó que era una República de Trabajadores de todas clases. En el orden social consignaba grandes posibilidades para el mejoramiento de los trabajadores. Declaraba también su propósito de no resolver sus diferencias con otros países por medio de la guerra sino por la vía diplomática. Promesas platónicas, porque seguían muchos trabajadores españoles sin trabajar; el caciquismo monárquico provincial se transformó en republicano, y a los obreros que no se sometían a sus exigencias se les perseguía como anteriormente. Adalid de la Paz, la República fue asesinada por los Generales en una guerra civil provocada por ellos.

Al discutirse los artículos constitucionales concernientes a la cuestión religiosa, se aprobó una enmienda del señor Azaña, Ministro de la Guerra. Don Niceto Alcalá Zamora, Presidente del Gobierno provisional abandonó el banco azul —que era el del Gobierno— y pasó a los escaños del centro para combatir la propuesta de su Ministro de la Guerra. Don Miguel Maura, Ministro de Gobernación, siguió a don Niceto, no para unirse a él, sino para formar otra minoría con otros amigos diputados. Las consecuencias fueron: Crisis ministerial, y constitución de dos nuevos partidos y dos minorías parlamentarias más.

Producida la crisis total por la espantada del Presidente del Consejo y del Ministro de Gobernación, había que constituir otro Gobierno rápidamente. ¿A quién se encomendaría? Todavía no teníamos Presidente de la República. El de las Cortes lo era don Julián Besteiro. Previa una reunión de los ministros en el domicilio de Indalecio Prieto se acordó aconsejar que se nombrase Presidente del Consejo a don Manuel Azaña, y Besteiro hizo esa designación.

El señor Azaña ratificó en sus puestos a todos los ministros, quedándose él con la cartera de Guerra, además de la Presidencia. ¿Sería en esta ocasión cuando fue designado Casares Quiroga para el Ministerio de Gobernación sustituyendo a Maura? Es posible. Sinceramente no lo recuerdo y en la situación en que me encuentro ni poseo archivo ni tengo posibilidades de consultarlo.[3]

No quiero pasar adelante sin hacer notar una cosa muy curiosa.

Besteiro, enemigo de que se formase parte del Comité revolucionario porque se trataba de proclamar una república burguesa; boicoteador de la huelga general de diciembre de 1930 que tenía por objeto ayudar a la revolución a fin de cambiar el régimen monárquico por el republicano, aceptó presidir las Cortes Constituyentes, y por un azar del destino hace de Poder moderador para nombrar al Jefe del Gobierno de la República. ¿Verdad que la inconsecuencia política de los hombres produce monstruosidades históricas?

Mi labor ministerial fue intensa. Aparte de reformar para mejorarlas, algunas leyes sociales ya en vigor, obtuve del Parlamento que aprobase otras nuevas e importantes que formaban un conjunto de Código de Trabajo, tan avanzado y completo como el de cualquier otro país. Lo único que dejé sin presentar para formar parte del conjunto de mi proyecto, fue la ley de Control Obrero; ley condenada por un Parlamento de mayoría socialista y republicana.

De esa colección de leyes quiero señalar solamente dos: La nueva ley de Asociaciones Obreras y la de Inspección del Trabajo. La primera, mal comprendida por la Confederación Nacional, sustraía todo el derecho de asociación a la jurisdicción de Gobernación, de gobernadores civiles y de la policía, entregando su inspección y vigilancia al Ministerio del Trabajo, por mediación de los inspectores. La innovación era importantísima para la clase trabajadora, y ya estaba rigiendo en otros países. La segunda creaba un Cuerpo de Inspectores reclutados por oposición; con sueldos decorosos para preservarlos de la influencia o del soborno, encargados de la vigilancia y cumplimiento de la legislación social.

Los lerrouxistas la combatieron, a pretexto de que se aumentaba la burocracia y el presupuesto. Cuando vieron la partida perdida trataron de modificarla suprimiendo la oposición para el ingreso, dejando al Ministro en libertad de hacer los nombramientos. Sin duda pensaban entonces, que algún día serían poder, y así podrían dar satisfacción a su clientela política.

Mi entrenamiento en el Instituto de Reformas Sociales y en la Oficina Internacional del Trabajo me sirvió para poner al servicio de la clase trabajadora y en su beneficio los conocimientos adquiridos en dichos cargos. Para eso me habían elegido, no para satisfacer vanidades, como generalmente ocurre.

Aprobada la Constitución, llegó el momento de elegir Presidente de la República. El candidato que sumaba más probabilidades era don Niceto Alcalá Zamora, a pesar de la espanta. Se habló del gran intelectual señor Cosío, pero éste se hallaba enfermo; no podía levantarse de la cama y, por lo tanto, imposibilitado de desempeñar función de tal importancia, particularmente en aquellos momentos.

Don Niceto tenía a su favor haber sido el promotor del movimiento revolucionario. Era exministro de la monarquía. Dio una conferencia en Valencia propugnando la República. Los republicanos, siempre desunidos y diseminados, se acogieron a él como a tabla de salvación, y de ahí vino lo demás.

Antes de la elección, reunidos los Ministros con el jefe del Gobierno, acordaron que el despacho ordinario con el Presidente de la República no lo hicieran los Ministros separadamente, para evitar los vicios e intrigas tradicionales. Los decretos los llevaría el Jefe de Gobierno a la firma. Se quería evitar que en lo sucesivo los Presidentes hicieran política de división entre los Ministros. Se comunicó el acuerdo a Alcalá Zamora, a quien le pareció bien, añadiendo que él había sido víctima de esas intrigas en el régimen anterior.

Para el acto de promesa del Presidente, los Ministros debían vestir frac. Prieto y yo dudábamos si imitar a los demás o vestir de americana. El día de la víspera me enteré que Indalecio Prieto tenía ya el frac y el sombrero de copa y no me advirtió nada. ¡Siempre tan compañero! Me encontré algo corrido en la Presidencia; todos de frac, menos yo. Salí del compromiso a medias vistiendo chaqué. Posteriormente tuve que pasar por el aro vistiendo frac y sombrero de copa, pues había que asistir a recepciones, banquetes oficiales, recepciones y visitas de Embajadas. No era posible sustraerse, y, quisiera o no, el estuquista, contra su deseo, su carácter y sus costumbres, tenía que vestir de etiqueta. Algo me consolaba el oír las bromas que se gastaban a cuenta de Prieto; les parecía un apeador de pellejos vestido de máscara. La verdad es que esa ropa destinada para la asistencia a solemnidades políticas, gastronómicas o sociales, hacía reír a mucha gente.

El Presidente, que estuvo conforme en despachar sólo con el Jefe del Gobierno, pronto se arrepintió de tal compromiso, y comenzó a hacer observaciones, luego protestas, en los Consejos presididos por él. Quería ver a todos y conversar con todos, en fin, seguir el procedimiento monárquico. Decía que estaba aislado. Se le recordó que había prestado su conformidad con el sistema de despachar con el Jefe del Gobierno, pero no se convenció, o no quiso convencerse.

Esto, que a primera vista tiene un aspecto pueril, tuvo grandes y graves consecuencias para la República.

El secreto de esa actitud era que don Niceto no podía ver a Azaña desde el día de la espanta. Era de Priego, tenía sangre africana en sus venas. Por cosas parecidas debió salir del redil monárquico.

Para resarcirse de ese aislamiento, decidió recibir en audiencia uno o dos días a la semana a los diputados. En esas audiencias flagelaba a algunos ministros con indirectas de mal gusto, cuando no atendían sus recomendaciones; criticaba actos del Gobierno delante de algunos diputados de derecha, para dar a entender su disconformidad con aquél y particularmente con el Presidente del Consejo. Esta conducta desleal producía entre Presidente y Gobierno efectos verdaderamente disolventes.

El proceder de Alcalá Zamora hizo escuela. El general Queipo de Llano, Jefe del Cuarto Militar del Presidente, se permitió hablar mal del Gobierno en los pasillos del Congreso de los Diputados, por cuya causa fue destituido. Ése fue el punto de partida de su marcha hacia la traición, hasta llegar al falangismo.

Durante el período en que ejercí el cargo de Ministro de Trabajo fui víctima de un atentado.

Estando celebrándose sesión de Cortes, un individuo, desde la tribuna pública, arrojó una piedra de buen volumen al banco azul que ocupaba el Gobierno; la piedra dio en el respaldo, al lado de mi cabeza y rebotó, yendo a parar a la mampara de entrada de la que rompió el cristal. Detenido el agresor declaró que había arrojado la piedra contra mí… no sé por qué. Se le detuvo y se le procesó, pero los médicos certificaron que «estaba loco» y se sobreseyó la causa.

Llegaban al Gobierno referencias de lo que contra él manifestaba el Presidente de la República en sus entrevistas con los diputados, y esto tenía disgustados a todos los ministros. En los Consejos del Palacio Nacional, la actitud era de una gran reserva. Teníamos la preocupación de que por alguna intemperancia de Alcalá Zamora se produciría la crisis ministerial. Las relaciones con él eran de prevención y desconfianza.

Sin dejar a los ministros informar sobre los asuntos de sus respectivos departamentos, pronunciaba discursos extensos para lamentarse de lo publicado por algún periódico o de disposiciones de cualquier ministro que no eran del agrado de sus amigos políticos. Invertía casi todo el tiempo en bagatelas, sin dejar tratar los asuntos con la tranquilidad necesaria. Esto nos desesperaba. Don Niceto no estaba en su centro. Creía estar en el Municipio de Priego. ¡Nos habíamos equivocado al elevarle a la primera magistratura!

Un día estuvo más de una hora hablando en son de queja contra el Consejo de Trabajo de Córdoba, porque había señalado a los obreros de Priego un salario como si fuesen del llano, siendo —según él— de la montaña. El asunto era bien sencillo, y le contesté: «Si los patronos de su pueblo se consideran perjudicados pueden recurrir, según autoriza la ley, contra el acuerdo, y como el recurso habría de resolverlo el Ministro, éste procedería como fuera justo y legal».

En relación con este incidente de política de campanario, ocurrió algo digno de contar.

El domingo siguiente a dicho Consejo de Ministros se inauguraban oficialmente algunos grupos escolares en Madrid, con la asistencia del Presidente de la República. Uno de los grupos era llamado «Pablo Iglesias», construido en el solar donde estuvo el Hospicio en el que Pablo Iglesias fue pupilo.

Yo no quise asistir, aun siendo diputado por la capital, pues estaba molesto por la sesión del Consejo y no me encontraba con humor para formar parte del cortejo presidencial.

El Presidente preguntó por mí; me buscaron, llamaron por teléfono; en suma, no me encontraron. Al día siguiente los otros ministros que habían acompañado al Presidente, me dijeron que había hecho bien en no ir porque sucedió algo que, si yo hubiera estado presente, acaso hubiera tenido consecuencias desagradables.

En una de las aulas del colegio figuraba en la pizarra la lección de Geografía explicada por el profesor el sábado anterior, en cuya lección se clasificaba a Priego como población del llano y no de la montaña como había dicho Alcalá Zamora. Si yo me hubiera hallado presente. Su Excelencia, dada su suspicacia enfermiza, hubiera creído que era cosa preparada por mí, y acaso se hubiera producido una escena impropia del momento y del lugar. Pero estoy seguro de que don Niceto no lo echaría en saco roto.

En otra sesión de Consejo pronunció otro discurso kilométrico para decir que el socialista Wenceslao Carrillo había dado en Priego una conferencia, en la cual le calificaba de explotador de los obreros, y además le había remitido una carta que, por consideración al Partido Socialista, no la mandó al fiscal.

Como no conocíamos lo hechos callamos.

Terminado el Consejo hablé con Carrillo, resultando que lo dicho por él en Priego no se refería al Presidente sino a los patronos, de quienes dijo que con su conducta desprestigiaban al presidente, pues dado su proceder con los trabajadores, la gente creería que procedían así porque contaban con su aprobación y su amparo. En cuanto a la carta, se limitaba a rogar al señor Alcalá Zamora, como jefe político del distrito de Priego, que aconsejase a los patronos que fuesen más moderados en el trato a los trabajadores. Esto podría interpretarse como una incorrección o impertinencia de Carrillo, pero nunca como un delito merecedor de ser denunciado al fiscal.

En otra ocasión empleó casi todo el tiempo del Consejo para lamentarse de que un periódico de izquierda —sin citar el nombre— le llamaba cacique, viéndose él obligado por su cargo a guardar silencio, y sufriendo que no hubiera nadie que impidiese el hecho o que saliera en su defensa personal.

Casares Quiroga, Ministro de Gobernación, manifestó que no tenía conocimiento del hecho, pues de haberlo tenido se hubiera impuesto el correctivo adecuado. Yo estaba nervioso, pues suponía que se refería a «El Socialista».

Levantada la sesión, me dirigí al Presidente rogándole dijera si el periódico aludido era «El Socialista», a lo que contestó que sí. Le repliqué con energía que no era cierto: «“El Socialista” —dije— no ha dicho tal cosa y yo lo sé positivamente». A lo que contestó que si no lo había dicho lo daba a entender. De tal rectificación puse como testigos a los ministros y nos marchamos con gran malestar por la repetición de tales escenas.

Todas las reuniones eran espectáculos parecidos. En todas se enfrentaba con algún ministro. Debía constituir en él como una segunda naturaleza.

La conducta perturbadora del Presidente, que tendía a boicotear la actuación del Gobierno, acabó por dar sus frutos. El señor Azaña presentó la dimisión.

El Presidente llamó a Indalecio Prieto y le encargó de formar gobierno, con la condición de que formasen parte de él elementos lerrouxistas. Prieto dio cuenta a la minoría socialista, y ésta no estuvo conforme por los motivos que en otra carta diré. Prieto declinó los poderes, y fue llamado Marcelino Domingo. Éste tampoco aceptó y Alcalá Zamora, agarrándole por las solapas de la americana y con voz irritada le dijo:

«¿Quieren ustedes que trague a ese hombre? ¡Lo tragaré! ¡Lo tragaré! ¡Lo tragaré! ¡Dígale que venga!»

Se refería al señor Azaña, a quien encargó nuevamente de formar gobierno y confirmó a todos los ministros en sus carteras.

Se comprenderá el estado de espíritu creado con esta lucha intestina. Así se iban minando los cimientos de la República.

Por si lo dicho fuese poco, una organización obrera se levantó en armas contra la República, tratando de implantar sus ideales en un pueblo de la región andaluza: Casas Viejas.

Al tratar de reprimir el movimiento un oficial de Guardias de Asalto perdió la cabeza, resultando de la lucha varios obreros muertos y heridos.

El asunto se planteó en el Parlamento. Todos los enemigos del Gobierno se concertaron para combatirle con toda violencia, en lugar de buscar el medio adecuado para que el régimen no se perjudicase en beneficio de la reacción.

Miguel Maura, Calvo Sotelo, Sánchez Román, Balbontín y Martínez Barrio pronunciaron discursos violentísimos. El último de los enumerados pronunció esta frase: «El Gobierno está hasta el cuello de sangre y barro».

El Presidente del Consejo reunió a éste, y habló de dimisión, a lo que me opuse con todas mis fuerzas. Ello sería aceptar implícitamente la responsabilidad de lo hecho en Casas Viejas. Había que concluir con la tradicional costumbre de hacerse solidarios y responsables los gobiernos de los errores o crímenes cometidos por sus subordinados, produciéndose así crisis políticas no por causa de una mala gestión ministerial, sino por hechos realizados por otras personas. El Gobierno estaba obligado a depurar los hechos, y sin debilidad o negligencia, a castigar a los responsables materiales y morales de lo acontecido; por lo tanto, había que afrontar la situación con valentía.

La campaña parlamentaria era promovida por motivos políticos más que por sentimiento de justicia.

El Gobierno se presentó en el banco azul. El señor Azaña pronunció el mejor discurso que le he oído en defensa de la gestión ministerial. El oficial culpable fue procesado.

Pero la campaña de oposición violenta no cesó. Lerrouxistas, mauristas, los del servicio de la República, monárquicos y el pseudocomunista Balbontín, aunque parezca absurdo, hicieron un bloque para provocar la crisis. Consideraban al Gobierno que había hecho la Reforma Agraria, las leyes sociales, la separación de la Iglesia del Estado, la secularización de los cementerios, la disolución de la Compañía de Jesús y la confiscación de sus bienes y la reforma militar como un gobierno peligroso.

¡España estaba al borde del abismo! ¡Hay que abrir paso a otro Gobierno más moderado!… A quien abrían camino era a la reacción y a la guerra civil.

Otro choque entre Azaña y Alcalá Zamora produjo la crisis total.

Fue designado para sustituirle el equipo encabezado por Alejandro Lerroux, el inmoral por excelencia; el que quería llevarse al Ministerio de Estado todo lo concerniente al Protectorado de Marruecos para hacer negocios sucios, según manifestaciones del Presidente de la República, quien, por odio a Azaña, le encargaba ahora de formar Gobierno.

El señor Lerroux formó un Gobierno de concentración republicana y clausuró el Parlamento. Fue entonces cuando realizó el sucio negocio denominado extraperlo, por intermedio de su ministro de Gobernación Salazar Alonso, y que consistía en una nueva ruleta con cierto preparativo que constituía un verdadero timo para los jugadores. Autorizado este juego, se le estuvo explotando con autorización de Salazar Alonso hasta que se produjo el escándalo… que hizo época.

Al abrirse las Cortes, en su primera sesión los jefes de los partidos republicanos pronunciaron discursos para justificar la retirada del Gobierno de sus respectivos ministros. El Partido Socialista no tenía ninguno. Se presento una proposición de censura al Gobierno, siendo aprobada en medio de un gran tumulto. El señor Lerroux para librarse del chubasco quiso abandonar el banco azul antes de votarse la proposición, pero el Presidente de las Cortes —Besteiro— haciendo uso de su autoridad presidencial le obligó a continuar en su puesto.

Producida la crisis ministerial, Alcalá Zamora, infringiendo la Constitución que prohibía que figurasen en el Gobierno ministros censurados, encargó de nuevo a Lerroux de formar Gobierno; éste encontró serias dificultades y tuvo que declinar los poderes. Fueron designados otros, que también fracasaron, hasta que recibió el encargo el señor Martínez Barrio que aceptó, formando otro Gobierno de concentración republicana, en el que los socialistas se negaron a participar por considerarlo anticonstitucional, puesto que estaba presidido por uno de los ministros censurados.

El flamante Gobierno disolvió las Cortes Constituyentes, sin estar aprobadas las leyes complementarias de la Constitución convocó nuevas elecciones a diputados a Cortes, que era precisamente lo que perseguía Alcalá Zamora, no pudiendo soportar las Constituyentes con una gran mayoría socialista-republicana. El señor Martínez Barrio se prestó a complacer al Judas de la República.

Era el comienzo de la agonía del régimen.

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 30 de mayo de 1945. Le abraza, Francisco Largo Caballero.