Querido amigo: El Partido Socialista ha sido requerido muchas veces por elementos republicanos para embarcarle en sus conspiraciones, que eran dignas de ser representadas como espectáculo en un teatro de revistas.
El Partido contestó siempre de modo negativo, diciendo que no se comprometería en ninguna conspiración, en tanto no estuviese convencido de que se trataba de algo serio. Esta actitud se explotaba por los republicanos, propalando que no estaba destronado Alfonso XIII por culpa de los socialistas. No obstante, la Ejecutiva, el Comité Nacional y el Congreso, seguían imperturbables. No se dejaban conquistar.
En representación del Partido asistí al Congreso Socialista Internacional en Bruselas. A mi regreso y en reunión de la Comisión Ejecutiva de la Unión General, oí la lectura del Acta de la sesión anterior, según la cual había comparecido una Comisión de republicanos para invitar al Partido y a la Unión a adherirse al Comité revolucionario que estaba trabajando para instaurar el régimen republicano. Se decía también que la impresión causada había sido favorable porque se trataba de algo serio. «Siendo así —manifesté— ha llegado el momento de poner en acción el primer punto del Programa del Partido y ayudar al movimiento, moral y materialmente». Aquel mismo día se recibió la invitación para designar un representante para dicho Comité revolucionario, y, cambiadas impresiones, me designaron a mí.
En el Ateneo de Madrid, donde se reunía dicho Comité, conocí las personas que lo componían y que, si no recuerdo mal eran:
Niceto Alcalá Zamora, en calidad de Presidente.
Manuel Azaña, como Ministro de la Guerra.
Marcelino Domingo, como Ministro de Agricultura.
Álvaro de Albornoz, como Ministro de Justicia.
Miguel Maura, como Ministro de Gobernación.
Alejandro Lerroux, como Ministro de Estado.
Fernando de los Ríos, como Ministro de Instrucción Pública.
Indalecio Prieto, como Ministro de Obras Públicas.
A mí me adjudicaron el Ministerio del Trabajo.
Todavía no estaba destinado el de Hacienda. Naturalmente todo eso era en previsión de que el Comité llegara a ser Gobierno. El señor Sánchez Román asistía como asesor jurídico.
¿Quién había nombrado a de los Ríos y a Prieto? Nadie. Ellos, siguiendo su conducta de indisciplina y procediendo por su sola voluntad. ¿A quién representaban? A nadie. Era uno de tantos actos de indisciplina. Por mucho menos habían sido expulsados del Partido otros correligionarios. ¿Por qué se les toleraba esas indisciplinas? Porque, según algunos, expulsados podrían hacer más daño al Partido. ¡Buena teoría!
Me informaron de que a Lerroux no quisieron darle el Ministerio de Justicia por temor a que las sentencias se vendiesen en la calle de San Bernardo. Era el Ministerio que deseaba.
Como era la primera vez que yo asistía, Alcalá Zamora se creyó obligado a pronunciar un discurso informándome de la situación militar y de las personas comprometidas. Con esto estaba en posesión de los secretos de la conspiración.
Para ratificar en sus puestos a los tres presuntos ministros, se reunieron las dos Ejecutivas. Andrés Saborit, apoyado por Besteiro, propuso que se retirara a la representación del Comité revolucionario, ya que tratándose de proclamar una República burguesa la clase trabajadora nada tenía que hacer allí. Toda su argumentación era: «Los trabajadores no deben hacer otra revolución que la suya». Durante la discusión manifesté que no era ése el criterio del Partido, puesto que en su programa político consignaba como su primera aspiración la de implantar la República, sin especificarse fuera burguesa o social, pero establecida como estado transitorio, se sobreentendía que habría de ser la primera. Además, no era correcto separarse del Comité revolucionario estando ya enterados de los secretos de la conspiración, pues si se descubría algo se nos achacaría la responsabilidad. Entre los asistentes causó sorpresa aquella nueva actitud de Saborit y Besteiro.
La discusión fue larga y empeñada, causando cierta irritación ese cambio de frente inesperado, si se tiene presente la actitud mantenida al declarar la huelga de agosto del 17.
Con los votos en contra de Besteiro y Saborit —no recuerdo si hubo algún otro— se acordó ratificar los nombramientos de los tres.
Me interesa decir que nunca he creído que la República burguesa pudiera ser la panacea para curar todos los males del régimen capitalista; pero la consideraba como una necesidad histórica. Desgraciadamente muchos trabajadores la consideraban imprescindible, como paso ineludible para llegar al fin de sus ideales. «Es preciso subir el primer escalón de la escalera para alcanzar el último». Ésta era la expresión más generalizada. Una experiencia de la República burguesa, les convencería de que su puesto de lucha estaba en el Partido Socialista para la transformación del régimen económico. Que no me equivoqué lo han demostrado los hechos.
La discusión habida en las Ejecutivas llegó a conocimiento del Comité revolucionario, y el señor Alcalá Zamora solicitó una entrevista con dichas Ejecutivas. Se celebró en la casa de Besteiro.
Alcalá Zamora iba acompañado de algunos militares. Informaron detalladamente de cómo estaba la situación, y declararon que sin la cooperación del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores no se podría realizar el movimiento revolucionario.
Después de marcharse los informantes todos reconocieron que se trataba de una cosa seria. Besteiro y Saborit seguían muy reservados.
Por el Comité revolucionario se proseguían los trabajos con alguna rapidez. Lerroux se lamentó de que por su Partido no hubiera más representante que él en un ministerio sin importancia, y propuso para el de Hacienda a su amigo y correligionario señor Marraco. Prieto se opuso diciendo, con razón, que dicho señor era odiado por los trabajadores, y que éstos le verían con recelo en un ministerio, cualquiera que fuese. En compensación se aceptó, a propuesta de Lerroux, al republicano de Sevilla don Diego Martínez Barrio, creando para él el Ministerio de Comunicaciones. El más sorprendido por ese nombramiento fue el propio interesado.
El Presidente daba cuenta de entrevistas, acuerdos o proyectos con los elementos comprometidos. Se acercaba el momento decisivo.
Entre los militares estaba el General Queipo de Llano —traidor a la monarquía, luego traidor a la República, y si no ha sido traidor a Franco, sin duda obedece a que el caudillo le concedió la Cruz laureada de San Fernando y algunas otras gabelas como premio a… sus pintorescas charlas por Radio Sevilla.
Había otro general, cuyo nombre no recuerdo, que conocí en unas elecciones para diputados a Cortes, siendo yo candidato por el distrito de Lucena, frente al Duque de Almodóvar del Valle, véase en qué condiciones:
El Capitán General de Córdoba, general Primo de Rivera, tío del que fue dictador, declaró el estado de guerra en el distrito. El general que ahora era conspirador, estuvo en Puente Genil con fuerzas del ejército. Como medida previa, encarceló a todos mis apoderados e interventores; me llamó a su cuartel general, se encerró conmigo en una habitación, se descubrió los brazos y, enseñándomelos dijo: «¿Ve usted estas cicatrices? Son ganadas en Marruecos». Yo me encogí de hombros.
Me prohibió celebrar reuniones o hablar en conferencias, Con un cinismo inaudito me manifestó que estaba dispuesto a que las elecciones se verificasen con toda pureza, sin coacciones, y me preguntó: «¿Qué le parece?» Contesté que para que fuese efectivo lo que acababa de decir sería necesario retirar las fuerzas del ejército, poner en libertad a apoderados e interventores y no ejercer presión de ninguna clase. «¡Eso no lo puedo hacer!», contestó. Comprendí que era un loco.
El día de la elección, Lucena y Puente Genil estaban ocupados militarmente. El resultado no podía ser dudoso. Triunfó el Duque. En Córdoba protesté el Acta que pasó al Tribunal Supremo. Allí, en la vista pública defendí que se anulase el Acta del adversario y se me proclamase Diputado. El Tribunal estaba decidido a hacerlo, pero el Capitán General de Córdoba, que había declarado el estado de guerra sin haberse producido incidente alguno, se presentó en el Supremo, puso su espada sobre la Mesa y exigió que se proclamase al Duque.
El único voto a mi favor fue el del Presidente, que no quiso someterse a la imposición del sable. El auxiliar de aquel Capitán General era ahora mi compañero de conspiración contra el régimen. ¡Qué contrastes nos ofrece la vida!
Al fin se fijó una fecha para el movimiento. A cada uno se le señaló el lugar donde debía actuar, pero se recibió la noticia de haberse publicado en la Gaceta un Decreto licenciando parte de los soldados en filas y llamando a un nuevo contingente, y como los militares vieran en esto una dificultad, la fecha quedó aplazada.
Dimos cuenta a las Ejecutivas del aplazamiento. Saborit y Besteiro volvieron a la carga para que se retirase la representación del Comité revolucionario. El argumento era que nos engañaban, que no había propósito de hacer la revolución; calificaban de comedia lo sucedido. Esto es, primero se opusieron al movimiento porque se trataba de hacer una revolución burguesa; después, según ellos, porque nos engañaban y no se hacía la revolución. ¿Qué espíritu maligno se paseaba por sus cuerpos?
El día 12 de diciembre. Galán y García Hernández, Capitanes del Ejército, impacientes, se anticiparon al movimiento que debía comenzar días después y sacrificaron sus vidas en aras del ideal. Si estos héroes fracasaron, su sangre no cayó en tierra estéril; sirvió para levantar el espíritu del pueblo y para que éste los vengase como lo hizo el 14 de abril de 1931, proclamando la República.
Llegó el momento de señalar definitivamente la fecha del movimiento. Fue ésta la del lunes 15 de diciembre de 1930.
El señor Lerroux redactó el Manifiesto, y a cada uno de los miembros del Comité se le asignó una misión.
Yo tenía que comunicar a las Ejecutivas del Partido y la Unión General, así como a las Sociedades de la Casa del Pueblo, el acuerdo de declarar la huelga general pacífica; único compromiso contraído por nuestra parte. Lo demás lo harían los militares.
El lugar en que debía situarme era la casa de un médico republicano. Las órdenes e indicaciones las daría durante el movimiento, por conducto de dos enlaces, de la Casa del Pueblo. La resolución se tomó el sábado por la noche y, para trasladarme, tenía que esperar al día siguiente domingo. Se dio la circunstancia de que ese día por la mañana se celebraba un festival en el Teatro Alcázar, de la calle de Alcalá frente a la de Peligros, para conmemorar el aniversario de una de las Sociedades Obreras; a él acudían las Juntas Directivas de las entidades de la Casa del Pueblo con sus respectivas banderas. Aproveché la oportunidad y fui temprano al teatro. Reuní a los dirigentes, les expuse el asunto y quedaron de acuerdo en imprimir unos manifiestos invitando a los trabajadores a la huelga total, pacífica y sin provocar incidentes. El Manifiesto se repartiría a las entradas de Madrid, a los obreros del extrarradio y de los pueblos inmediatos y asimismo en el centro de la capital.
Terminado mi cometido, me avisaron con urgencia que los señores Araquistain y Negrín querían hablarme. Éstos me dijeron que habían sido detenidos los señores Alcalá Zamora, Miguel Maura y Álvaro de Albornoz, y que buscaban a los demás firmantes del Manifiesto suscrito por el Comité. Me invitaron a salir con ellos; montamos en el auto de Negrín que esperaba en la puerta del escenario en la calle de Cedaceros y me llevaron al laboratorio de Negrín en la calle de Serrano. Allí me encontré con Álvarez del Vayo, que había pasado la noche en dicho laboratorio. Quedaron en volver por la tarde para llevarme en el mismo auto a la casa del médico. Impaciente, a la caída de la tarde, salí solo, y andando llegué a la casa citada. El médico republicano no estaba. Acomodado en un piso alto, esperé hasta las dos de la madrugada las noticias de los enlaces. A las diez de la mañana me dijeron que no había huelga ni indicios de que fuera declarada. Entonces di orden a los enlaces para que poniéndose al habla con las Ejecutivas y las Juntas Directivas, se cumplieran los acuerdos adoptados en el Teatro el día anterior.
Al anochecer se me presentaron Araquistain y Negrín indignados, para decirme que la huelga había sido boicoteada y que debía trasladarme a la calle de Carranza 20, donde estaban reunidas las Ejecutivas. Inmediatamente nos fuimos allá. Cuando llegué había terminado la reunión. Pregunté a los que allí quedaban por qué no se había declarado la huelga y, en vez de darme una explicación, me contestaron que Besteiro estaba encargado de comunicarme lo acordado.
Araquistain, Negrín y yo nos trasladamos a la casa de Besteiro. Al llegar quedé yo en el coche, y los otros subieron a avisarle; bajó y, en el auto, los cuatro nos dirigimos al Paseo de la Castellana que estaba completamente a oscuras. En el camino le hice a Besteiro las consideraciones del caso, recordándole el compromiso contraído y la manifestación de los militares hecha en su propia casa de que si nosotros los trabajadores no cooperábamos, no sería posible el movimiento. Le hice observar que si no cumplíamos con nuestro deber, ello constituiría un descrédito para la clase obrera organizada y que, en el porvenir, pagaríamos cara la deserción. Besteiro a todo decía que sí, pero sin poderle sacar la declaración del porqué no habían declarado la huelga. Al fin prometió que comunicaría que se declarase al día siguiente, martes.
Nos separamos, y volví a mi escondite.
El martes vinieron a verme los enlaces y me dijeron que no había huelga; esperé hasta la tarde, y lo mismo. No había duda; la huelga estaba saboteada; consumada la traición por los enemigos de formar parte del Comité revolucionario.
Decidido a salir con objeto de informarme y a adoptar la resolución exigida por las circunstancias, me disponía a hacerlo cuando llegaron Araquistain y Negrín para comunicarme que Fernando de los Ríos me esperaba en el domicilio de don Francisco Giner. Allí los encontré, acompañados del señor Sánchez Román. Cambiamos impresiones sobre lo sucedido, y acordamos presentarnos espontáneamente al día siguiente ante el General Juez Instructor de la causa, haciéndonos responsables solidarios del Manifiesto y del movimiento.
Antes de ir al cuartel del Pacífico donde se hallaba el juzgado, pasé por la Casa del Pueblo. Vi a Besteiro y a Saborit, les di cuenta de lo resuelto por De los Ríos, Sánchez Román y yo, esto es, presentarnos ante el Juez de instrucción… y se encogieron de hombros, sin decir una sola palabra.
La indignación que esto me produjo fue tan grande, que no pude evitar que se me saltasen las lágrimas.
Nunca creí que los odios y los rencores de los hombres, por rivalidades de ideas o de apreciación, llegasen a tal extremo.
Acompañado de Wenceslao Carrillo llegué al Juzgado, en donde esperaban Sánchez Román y De los Ríos.
Al Juez le sorprendió nuestra presencia. Tomó la declaración a los tres y dijo que por la tarde, su ayudante nos diría la resolución adoptada con De los Ríos y conmigo. Sánchez Román se hizo responsable del Manifiesto, pero no figuraba su firma, por lo que el Juez no le encartó en el proceso.
Aquella tarde, el ayudante del General se presentó vestido de paisano, en la Casa del Pueblo, donde le esperábamos, y muy cortésmente nos condujo en su auto a la Cárcel Modelo, en la que ingresamos.
En el departamento de políticos de la Cárcel Modelo nos encontrábamos del Comité revolucionario: El Presidente, el Ministro de Gobernación, el de Justicia, el de Instrucción Pública y el de Trabajo; esto es, se hallaba preso la mitad del futuro Gobierno provisional de la República. Lerroux, Martínez Barrio, Marcelino Domingo, Manuel Azaña e Indalecio Prieto, burlaron las pesquisas de la policía. El último, como en otras ocasiones, había pasado la frontera y se había internado en Francia.
El que se ha borrado de mi memoria como individuo actuante en esos momentos, es don Santiago Casares Quiroga; no me es posible recordar si estaba implicado en el Comité revolucionario y preso por tal motivo. La persona de Casares Quiroga no toma forma en mi memoria hasta que fue Ministro de Gobernación en el Gobierno presidido por don Manuel Azaña. Sirva esto de explicación por la omisión, si la hubiere.[1]
Éramos visitados diariamente por centenares de socialistas y republicanos, que nos llevaban las impresiones políticas de la calle siempre optimistas. En todos los lugares donde se hablaba de la situación, se decía que el Gobierno efectivo de España se hallaba en la cárcel, y que al nombrado por el rey se le consideraba como un cadáver.
Besteiro fue a visitar a Fernando de los Ríos. No me visitó a mí, ni tampoco Saborit lo hizo. Los socialistas y republicanos se declararon contra ellos; el ambiente les asfixiaba.
Don Niceto Alcalá Zamora y yo estábamos en la misma galería. Una noche, a las dos, oí llamar en su celda; me extrañó que le llamaran a esa hora y me levanté. Le dijeron que le llamaban al teléfono. Le acompañé al Centro, donde se hallaba el aparato, pero no pudimos saber quién ni de dónde le llamaban. Alcalá Zamora y su familia sospecharon que le habían preparado un atentado y creyeron que mi presencia lo había impedido. Según ellos, le salvé la vida. De ahí su amistad conmigo.
El incidente se supo en Madrid y contribuyó a aumentar el interés y la simpatía por los presos, con el consiguiente aumento del número de los visitantes.
En las primeras semanas de febrero se produjo la crisis del gobierno de Berenguer. El rey, encargó de formar gobierno al señor Sánchez Guerra. Una noche, este señor se presentó a visitarnos en la cárcel vestido de frac y sombrero de copa. A la cárcel se había trasladado desde el palacio real, y su visita tenía por objeto solicitar del Comité revolucionario designase un representante a fin de que formase parte del Gobierno que se le había encargado constituir. La contestación fue negativa. Se veía que en las alturas perdían la cabeza.
El proceso lo instruyó el Tribunal Supremo de Guerra y Marina, del que era presidente el General Hurguete. La causa de que interviniese este Tribunal era el haber sido Ministro el señor Alcalá Zamora.[2]
El día en que se celebró la vista, existía una expectación enorme. La prensa extranjera estaba representada por varios corresponsales; el público llenaba el salón de actos y los pasillos. Al entrar los miembros del Comité todo el público se levantó; y esto desconcertó a los magistrados.
Mi defensor era el señor Sánchez Román. A los demás los defendían los señores Bergamín, Osorio y Gallardo y otros.
El interés del juicio estaba, no en lo que dijeran los abogados defensores, sino en los discursos de los acusados. El acto se convirtió verdaderamente en un mitin de propaganda.
Cuando me correspondió el turno, en síntesis dije:
«La clase trabajadora se ha adherido y yo, en su nombre, he firmado el Manifiesto, porque en España están anuladas de hecho las garantías constitucionales; no existe prácticamente el derecho de reunión, de asociación, de prensa, de pensamiento, ni existe inviolabilidad de domicilio. En esta situación, a la organización obrera y socialista no le quedaba otro recurso para defender sus derechos, que el de formar parte de los que defienden las libertades individuales. Si los trabajadores se volviesen a encontrar en la misma situación, se conducirían del mismo modo».
Se nos condenó a unos meses de prisión, condena que permitía que se obtuviera la libertad condicional. Salimos a la calle, y poco después estuvimos comprendidos en una amnistía. El ambiente político se enrarecía para el régimen monárquico.
Durante una visita que posteriormente me hizo el general Burguete en el Ministerio de Trabajo, cuando yo era el titular, me manifestó que mi discurso ante el Supremo había influido para imponernos pena tan leve. ¿Es que quería halagarme? Pues ni tenía por qué, ni ganaba nada con ello. De sus intenciones, él sólo podría hablar.
Al Gobierno no se le ocurrió cosa mejor que convocar a elecciones municipales; en ellas iba a jugarse la última carta. Si la ganaba era indudable que los revolucionarios perderían fuerza moral, y si la perdía el régimen quedaría sepultado.
El período electoral fue muy movido. Nunca se vio en elecciones municipales un entusiasmo parecido. Los miembros del Comité revolucionario que habían estado presos fueron designados candidatos.
El día de la votación nos constituimos en sesión permanente en la Casa del Pueblo, en la Secretaría de la Unión General. Los telegramas llegados de toda España nos daban cuenta de un gran triunfo. En Madrid fuimos elegidos los miembros del Comité revolucionario; yo por el distrito de Chamberí. El entusiasmo se contagiaba de unos a otros, con una celeridad pasmosa. Nos retiramos a nuestras casas, convencidos y satisfechos del éxito, en tanto que en el Gobierno y en Palacio era grande la consternación.
Por la tarde, el Comité revolucionario estuvo en sesión permanente en casa de don Miguel Maura. El Conde de Romanones le había dicho a Alcalá Zamora que, lo mejor para acabar pacíficamente con el problema político, era entregar los poderes al Comité revolucionario, y al despedirse prometió volver por la tarde.
Pasaron las horas y el Conde no volvía, cuando llegó a nosotros la noticia de que el Rey se había marchado en automóvil a Cartagena. ¿Qué hacer? No convenía esperar más tiempo. Montamos en varios autos, y nos dirigimos al Ministerio de Gobernación para hacernos cargo del Poder de la manera a que hubiera lugar. La marcha durante el trayecto era difícil; las calles de Alcalá, la Puerta del Sol y las adyacentes estaban invadidas por una muchedumbre imponente. Hombres, mujeres, ancianos y jóvenes, subidos en coches, autos, camiones, tranvías, hasta sobre el techo de éstos, a pie con banderas republicanas y las rojas simbólicas, estaban verdaderamente ebrios de entusiasmo; se abrazaban, se besaban, se consideraban ya libres para siempre de la monarquía borbónica.
«¡Viva la República! ¡Viva el Comité revolucionario!» Eran los gritos que todos lanzaban, ante cuyo espectáculo se emocionaba el corazón más frío.
Nuestros autos no podían avanzar; no servían de nada los ruegos, las súplicas, las amenazas. La gente se subía a los coches para abrazarnos y besarnos. Creímos que era el fin de nuestra existencia, porque hay cariños que matan.
A duras penas pudimos entrar en el Ministerio de Gobernación. En el patio estaba la Guardia Civil y presentó armas al pasar el Comité revolucionario. Por lo bajo dije a Alcalá Zamora: «La República es un hecho».
En el piso principal nos encontramos al secretario particular del ministro recogiendo papeles; le invitamos cortésmente a abandonar el Ministerio y lo hizo sin ninguna oposición.
En seguida fue llamado el general Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil, y una vez que se hubo presentado, el Presidente le interrogó: «¿Qué actitud es la de vuestros subordinados?» El general contestó con voz de borracho: «La Guardia Civil está con el pueblo». «Muy bien, pues a cumplir con el deber».
En aquella ocasión se podía decir, sin hipérbole, que si se hubiera tirado un alfiler sobre la Puerta del Sol, no hubiera caído en el suelo. Tal era la masa de personas de todas las clases, edades y condición.
Se supo que al marcharse don Alfonso a Cartagena, había dejado a la familia en Palacio. El Comité revolucionario ordenó a las Juventudes socialistas y republicanas que se colocasen brazaletes, como distintivos de agentes de orden, y que formasen un cordón para aislar el Palacio, con objeto de que nadie pudiese molestar a aquella familia. Al día siguiente, saliendo por la Casa de Campo en automóviles, marcharon hasta el apeadero de El Plantío, donde esperaba el Conde de Romanones para despedirlos.
En tren especial marcharon la reina y sus hijos para Francia, sin sufrir el menor contratiempo.
Los que les abandonaron fueron aquellos que a diario les habían hecho objeto de toda clase de halagos y reverencias para obtener mercedes.
En aquella ocasión la grandeza no tuvo nada de grande.
El señor Alcalá Zamora desde un balcón del Ministerio de Gobernación, pronunció un discurso y proclamó la República, siendo vitoreado por la muchedumbre. Dio lectura de los nombres de los ministros del Gobierno provisional y todos fueron aclamados, excepto el del señor Maura que fue protestado ruidosamente. Subieron Comisiones para exigir su destitución, y costó gran trabajo hacerles desistir de su reclamación. Al señor Azaña se le dijo que fuera inmediatamente a tomar posesión del Ministerio de la Guerra, haciéndolo sin dificultad.
Toda la noche la pasamos redactando los decretos para legalizar la revolución y el Gobierno provisional.
Al día siguiente nos posesionamos de nuestros respectivos cargos. Yo me encontré en el Ministerio de Trabajo con muchas personas que me eran conocidas por haber trabajado juntos bastantes años en el Consejo de Trabajo.
Así se proclamó la República Española; pacífica y legalmente, sin que se derramase sangre, sin cortar la cabeza al monarca, protegiendo a su familia —que él abandonó— para poder marchar con plena seguridad al exilio.
Yo me consideraba como uno de los principales constructores de esa República, porque si no hubiera procedido con la tenacidad que lo hice, la representación del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores se hubiera retirado del Comité revolucionario, y no hubiera sido posible la revolución sin su concurso. Las elecciones fueron el complemento de aquel movimiento revolucionario.
¿Qué pensarían Besteiro y Saborit?
El Partido, en su próximo Congreso, juzgaría la conducta de todos.
El año 1932 se celebró el Congreso Nacional del Partido Socialista Obrero Español. En él se discutieron detenidamente todos los hechos ocurridos con motivo de la participación en el Comité revolucionario y la conducta de Saborit y Besteiro en la huelga boicoteada en diciembre del año anterior. Expuse amplia y detalladamente los hechos. El Congreso se mostró hostil hacia los boicoteadores del movimiento revolucionario. Éstos contestaron como les fue posible, sin poder refutar nada de lo dicho por mí, ni justificar su conducta.
Al final del Congreso se verificó la elección de la Comisión Ejecutiva del Partido. Ninguno de ellos fue reelegido.
La Comisión Ejecutiva elegida fue ésta:
Francisco Largo Caballero: Presidente y Delegado al Consejo de la Internacional Socialista.
Remigio Cabello: Vicepresidente
Enrique de Francisco: Secretario General
Pascual Tomás: Secretario de Actas
Juan Simeón Vidarte: Vicesecretario
Fernando de los Ríos: Vocal
Indalecio Prieto: Vocal
Manuel Cordero: Vocal
Vicepresidente. Secretario General. Secretario de Actas. Vicesecretario.
Vocales.
A continuación del Congreso del Partido se celebró el de la Unión General. No pude asistir por encontrarme enfermo. Lucio Martínez Gil, de la Federación de Agricultores, maniobró libre e impunemente para no discutir la conducta de Besteiro y Saborit y para que fuesen reelegidos, pues él y otros decían a los delegados de provincias que aquél era el Congreso de la reconciliación y de la paz.
Fui reelegido por unanimidad Secretario General y no acepté el cargo, pero no se aprobó mi renuncia. Ésta la fundé en que continuaban en la Ejecutiva de la Unión los repudiados por el Congreso del Partido. Dejaron mi cargo sin cubrir, conviniendo en que Trifón Gómez, elegido Vicesecretario, desempeñaría las funciones de Secretario General eventualmente.
Así quedaron organizadas las Comisiones Ejecutivas de los dos organismos obreros nacionales cuando no iba a tardar en crearse el ambiente que condujo a la huelga de octubre de 1934.
Berlín. Cuartel General del Ejército ruso de ocupación. 28 de mayo de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.