Querido amigo: Numerosas eran en Madrid las Sociedades para el servicio médico, farmacéutico y de enterramiento. Médicos sin clientela y empresas anónimas, se concertaban para fundar entidades de ese género como negocio lucrativo. Publicaban propaganda a granel encareciendo sus servicios, que luego se prestaban mal o nunca; se realizaba una explotación inicua de las familias obreras y de la clase media. Aun con esos defectos, las familias se inscribían por la imposibilidad de pedir los servicios de un médico particular. Pagar médico, farmacia y, en su caso, entierro de una sola vez, era demasiado; por eso las sociedades explotaban la miseria de muchos hogares.
Los trabajadores asociados en el Centro Obrero pensaron, y pensaron bien, que era una estupidez dejarse engañar por empresas sin conciencia pudiendo evitarlo, y crearon una Cooperativa dirigida y administrada por ellos mismos. La idea se puso en marcha en pocas semanas, reuniendo número suficiente para ello.
A esta labor ayudaron con entusiasmo y desinterés cuatro médicos de espíritu liberal.
No había transcurrido mucho tiempo cuando se pudo comprar una Farmacia, situada en la calle de Mesón de Paredes, y se formalizó un contrato con la Empresa de Pompas Fúnebres que monopolizaba ese negocio.
Surgieron muchas dificultades. El derecho para disfrutar de los servicios no se adquiría sino pasados dos meses, a contar desde el día del ingreso, y a muchos obreros les era imposible abonar simultáneamente dos cotizaciones: una en nuestra Cooperativa y otra en la sociedad en que estaban inscritos. A pesar de esto, la Cooperativa seguía marchando, aunque haciendo grandes esfuerzos. Se instaló un Consultorio en la calle de Atocha, a donde acudían las familias de los asociados a consulta médica venciendo el inconveniente de tener que andar varios kilómetros.
Un joven odontólogo, amigo de los trabajadores, Vicente Pérez Cano, ofreció desinteresadamente su Consultorio de la calle del Humilladero número 2 para evacuar consultas. Con la propaganda y el espíritu de sacrificio por las ideas, la Mutualidad Obrera —éste fue el nombre que pusimos a la Cooperativa— se defendía, pero sin ninguna perspectiva para el futuro. Circuló el rumor de su disolución, y en una asamblea en la que se creía que iba a extendérsele el acta de defunción, se me nombró Presidente. No era la primera vez que se me encargaba de resucitar entidades casi agonizantes, cuya vida era precaria, teniendo la fortuna de sacarlas del estado en que se hallaban.
La primera medida tomada fue la de elevar la cuota de 1,75 a dos pesetas. Todos sabían que esto podía ser su salvación, pero nadie se atrevía a proponerlo y defenderlo.
La Mutualidad Obrera revivió como si le hubiera aplicado un balón de oxígeno. Hice la reforma del reglamento, que ha estado rigiendo hasta la terminación de la guerra civil.
En seguida se sintió la necesidad de una reorganización completa.
Había introducido en el reglamento la creación de una Gerencia para dirigir y vigilar servicios técnicos y administrativos. Se procedió a implantar esta reforma y se me nombró Gerente. No hay que decir que puse al servicio de tan importante empresa toda mi actividad, toda mi inteligencia y todo mi entusiasmo. Para mí la Mutualidad era como una hija, a la que hubiera salvado la vida, y, efectivamente, así fue, pues La Mutualidad Obrera adquirió un desarrollo importantísimo; era la mejor y la de más crédito de su clase.
En un proyecto de reforma de servicios de las Casas de Socorro de Madrid, que dependen del Ayuntamiento, el ponente tomó como modelo la organización de La Mutualidad Obrera, y el proyecto de Seguro de Enfermedad, confeccionado por el Instituto Nacional de Previsión, se inspiró también en esa Cooperativa obrera de auxilios mutuos.
Se amplió el servicio de especialidades, incluido el antidiftérico, y se establecieron varios consultorios y farmacias propias en Madrid y pueblos limítrofes. Se construyó de nueva planta una clínica en la calle de Eloy Gonzalo —¡también el distrito de Chamberí!— en donde se practicaban toda clase de operaciones por muy importantes que fuesen; se hospitalizaba a los operados, cada uno en habitación separada, sin que por ello tuviesen que abonar cuotas suplementarias por asistencia completa, incluida alimentación.
El personal técnico, en general, era de primera clase; ingresaban por concurso y, los servicios prestados a la Mutualidad constituían un mérito para ingresar en otras entidades.
Fue mejorado el servicio de enterramiento, destinando coches especiales de cuatro caballos exclusivamente para la Mutualidad Obrera. Es bien sabido que en aquella época los coches fúnebres arrastrados por dos caballos eran considerados como de la última categoría, y es muy humano que hasta en el último trance los supervivientes se sientan picados por un poco de vanidad. Un coche con cuatro caballos, ya tenía alguna categoría.
Comenzamos a organizar el dispensario La Gota de Leche para el servicio de los hijos de los asociados. Se adquirió e instaló la esterilizadora, pero el proyecto quedó truncado porque estalló la guerra del 14-18 y fue imposible adquirir muchas cosas necesarias, además de que, si alguna se encontraba, era a precios inabordables.
De las obras que más me enorgullecen de mi labor de medio siglo de actuación en la vida política y societaria, la da la Mutualidad Obrera la considero en primer término; por ser única en sus fines y en la que miles de familias obreras encontraron su tranquilidad y garantías en lo que respecta a verse atendidos con solicitud e interés en los casos desgraciados de enfermedad y defunción de cualquier miembro de la familia.
Esta entidad creada con tantos cuidados y sacrificios ha sido incautada por los elementos falangistas, y no sería extraño que se atribuyera su creación al funesto caudillo Francisco Franco.
La designación para otros cargos me obligó a dimitir la Gerencia, y los que la desempeñaron después pudieron actuar más descansadamente.
Cuando el Centro de Sociedades Obreras residía en la Calle de Relatores, 24, varios afiliados a la Agrupación Socialista y a otras entidades, creamos la Cooperativa Socialista Madrileña de artículos de consumo, con una escasez de medios que rayaba en la miseria. Las primeras existencias de que dispusimos no alcanzarían un valor de doscientas pesetas, y el encargado de distribuirlas entre los escasos cooperadores era el conserje del propio Centro, compañero Santiago Pérez Infante. ¡Algunos se reían de nosotros!
Al cabo de pocos años, la Cooperativa Socialista Madrileña disponía de varios establecimientos en Madrid y sus afueras y su movimiento alcanzaba cifras que lamento no tener a mi disposición en estos momentos.
También sintió esta entidad la comezón de renovarse, y la asamblea de cooperadores no encontró más fácil solución que la de nombrarme Presidente. Ya estaban instaladas las Sociedades Obreras en su propia Casa del Pueblo, Piamonte 2, y en el patio cubierto de cristales se instaló un Café que regía y administraba la Cooperativa, y que servía de lugar de tertulias, pero donde nunca se sirvieron bebidas alcohólicas ni se jugó a ninguna clase de juegos.
Imperaba entonces la costumbre de dar propinas. Tan pronto me posesioné del cargo las suprimí, mediante una compensación a los camareros. Establecimos el restaurante con toda clase de comidas, incluso el clásico cocido madrileño, a precios económicos y raciones abundantes, a fin de facilitar a los trabajadores alimentos sanos sin tener que acudir a la taberna, o que su compañera tuviese que llevárselos al taller o a la obra recorriendo grandes distancias.
Los camareros asociados se opusieron a la supresión de la propina y a la implantación de los nuevos servicios, y, ante lo absurdo de su actitud les manifesté que si ellos no proporcionaban personal, me vería obligado a servir yo mismo las comidas. Les pareció demasiado fuerte que el Presidente de la Cooperativa y de la Casa del Pueblo hiciese de esquirol, por negarse ellos a servir a sus propios compañeros a quienes tal servicio beneficiaba, y la cosa no pasó de ahí. A continuación se implantó el servicio a domicilio y se introdujeron otras reformas. Al vernos obligados a abandonar Madrid, la Cooperativa tenía una vida floreciente. ¿Qué habrán hecho de ella los franquistas?
Don Cesáreo del Cerro fue un comerciante del ramo de curtidos con cuyo comercio había realizado una fortunita. Este señor simpatizaba con las ideas socialistas y con las sociedades de trabajadores, y era un gran admirador de Pablo Iglesias. Sin embargo, apenas se le conocía por los trabajadores de la Casa del Pueblo, a cuyo café acudía muy frecuentemente a comer o a tomar café pasando desapercibido.
Al fallecer se vino en conocimiento de que en su testamento cedía su fortuna a la Casa del Pueblo. Tal fortuna consistía en una buena cantidad de acciones del Banco de España y una hermosa casa en la calle de Carranza, 20; ordenando que con la renta de estos bienes se habían de crear escuelas para niños de ambos sexos hijos de trabajadores asociados de la Casa del Pueblo, y con la condición expresa de que Pablo Iglesias, mientras viviese, le representase.
Admitido el legado, se constituyó una institución, a la que se puso el nombre del donante, Instituto Cesáreo del Cerro. Gozaba de absoluta independencia, pero estaba obligada a rendir cuentas periódicamente ante las representaciones de la Casa del Pueblo.
A la muerte de Iglesias, fue nombrado Presidente de la Institución don Julián Besteiro, catedrático de la Universidad Central y Presidente de la Unión General de Trabajadores.
Al renovarse los cargos, la asamblea de la Casa del Pueblo no lo reeligió por disconformidad con su política, siendo yo elegido Presidente de la Casa del Pueblo y representante de la Institución Cesáreo del Cerro en el Consejo de Administración del Banco de España. He aquí la razón por la cual se daba el caso paradójico de que sin que yo tuviese depositada una sola peseta en el primer Banco de España fuera miembro de su Consejo de Administración.
«El Socialista», órgano oficial del Partido Socialista Obrero Español, se publicaba semanalmente y se imprimía en un establecimiento particular.
Los socialistas mostraban gran interés porque el periódico, fuese diario y dispusiese de imprenta propia.
Enrique de Francisco, que a la sazón residía en Tolosa (Guipúzcoa), remitió un artículo que se publicó en «El Socialista» iniciando una suscripción, cuyo importe se depositaba en un Banco de San Sebastián bajo las firmas de Besteiro, de Francisco y no recuerdo quién más, con la expresa condición que de esa cuenta no se retiraría ninguna cantidad que no fuese con destino a la imprenta de «El Socialista». Lentamente fueron ingresando cantidades y el mismo Iglesias calificó de sueño bien intencionado el plan. Pero lo cierto es que se presentó una oportunidad para adquirir en buenas condiciones una imprenta en la calle de San Bernardo, y el propósito tomó cuerpo.
Siendo yo Presidente del Partido propuse, y se aprobó, dirigirse a las Sociedades Obreras interesándolas para que suscribieran cantidades de sus cajas a fin de completar la suma que era precisa para adquirir la imprenta dicha y publicar diariamente «El Socialista». Nació así una nueva entidad denominada Gráfica Socialista, entidad que debía ser administrada y dirigida por las entidades que hicieron aportaciones, pero cediendo al Partido la mayoría de las acciones liberadas a fin de que tuviera siempre mayoría en las votaciones, reservándose las Sociedades la misión de fiscalizar todo lo referente a su funcionamiento.
En la Gráfica Socialista habrían de editarse periódicos, manifiestos, y toda clase de impresos necesarios a las Sociedades de la Casa del Pueblo, más el órgano oficial del Partido. Así comenzó a funcionar y siguió funcionando durante algunos años.
Luego surgieron nuevas necesidades: una buena rotativa con su instalación de estereotipia, local propio adecuado, etc. Sobre todo éste último problema era difícil de resolver.
La Sociedad de Albañiles El Trabajo, de la que yo era socio, por haberse fusionado con ella la de estuquistas, había fundado hacía tiempo una institución con el nombre de Pablo Iglesias, a fin de construir edificios para escuelas y una Casa del Pueblo. La empresa era de una envergadura tal que, a pesar de haber reunido varios miles de pesetas, no se empezaba a construir ninguna escuela, esperando poderlo hacer con sujeción a un plan de conjunto.
Me pareció que debía aprovecharse la cantidad disponible para construir el edificio para la Gráfica Socialista, y confeccionar en ella el diario del Partido, cosa que si viviera Iglesias aprobaría. La idea fue aceptada, y en un solar de la calle de Trafalgar, mediante proyecto de dos arquitectos del Partido, Gabriel Pradal y Francisco Azorín, se inició la construcción de una casa de cuatro pisos, con sótanos; edificándose por el momento hasta el principal inclusive, e instalando la Gráfica Socialista. De la construcción se encargó la Sociedad de Albañiles El Trabajo.
Así fue, en síntesis, cómo el Partido Socialista Obrero Español llegó a tener casa e imprenta propia para su periódico.
Aunque parezca inmodestia en lo que a mí respecta, puedo afirmar que gracias a tales iniciativas y gestiones y —¿por qué no decirlo?— gracias a la confianza que yo inspiraba en la Presidencia del Partido, se realizó esa gran obra. Los hechos son como son, y no deben desfigurarse ni ocultarlos por temor al qué dirán. ¡Bastante tiempo he guardado silencio!
Con gran sentimiento no asistí a la inauguración de la imprenta. Ya había dimitido la presidencia del Partido por culpa de Indalecio Prieto, y no tuvieron la atención de invitarme al acto, como tampoco a Enrique de Francisco.
Al final de la guerra, los falangistas se han apoderado de la Gráfica Socialista y la siguen explotando; así como —según me han informado— las damas de Falange se han apoderado de la Mutualidad Obrera, con lo cual, sin esfuerzo ni estipendio, se encuentran con dos entidades importantísimas. ¡Al fin y al cabo es la misión del régimen: los holgazanes, aprovechándose del esfuerzo de los trabajadores!
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 26 de marzo de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.