Querido amigo: Pocos o ninguno de los hombres que han desempeñado cargos públicos de responsabilidad, se han librado de la maledicencia y la calumnia. A Pablo Iglesias, antes de ser diputado, se le difamaba: se decía de él que vivía explotando a los obreros; cuando por escribir y dirigir «El Socialista» y mantener nutrida correspondencia con todo el Partido, se le gratificaba con treinta pesetas semanales, y se trataba de un buen tipógrafo que hubiera podido ganar más, con mayor descanso y con menos responsabilidad ejerciendo su profesión. Posteriormente, recibió hasta mil pesetas mensuales al final de su vida como dieta de diputado.
Las malas lenguas decían que gastaba gabán de pieles —naturalmente que puede vestirse gabán de pieles y ser honradísimo— pero lo decían con el propósito de desacreditarlo ante los obreros. Yo he convivido con él desde mi ingreso en el Partido hasta su muerte; muerte llorada por mí como si se hubiera tratado de un miembro de mi familia. A pesar de nuestras recomendaciones, nunca le pudimos convencer de que cambiase la capa por el gabán, no ya de pieles sino de los corrientes, que era prenda más usual. Primero, le conocí cuando usaba una bufanda o tapabocas; después, se compró la capa y me permití decirle que podía haberse comprado por el mismo precio un gabán que era más cómodo y de más abrigo, a lo que me contestó que lo mismo le decían en su casa, pero que no le gustaba. A pesar de su talento y de poseer un espíritu formidable, me pareció adivinar que le preocupaban las campañas difamatorias, y no quería dar el menor pretexto para que tuvieran base.
Los demás sin tener, ni mucho menos, su talla política, también hemos sido manchados con la baba de la calumnia. He aquí unos ejemplos:
Fui designado para tomar parte en un acto de propaganda en El Ferrol donde di una conferencia en el Teatro «Pérez Galdós» —creo que era éste su nombre—. Al día siguiente, bien temprano, bajé a desayunar al comedor del hotel, en el que había dos señores. Hablaban de la conferencia y uno preguntó:
«¿Asistió usted anoche a la conferencia en el teatro?» A lo que el otro contestó: «No. Conozco bien al conferenciante; le he oído en Madrid; es un vividor, como Pablo Iglesias».
Terminado el desayuno me dirigí al calumniador:
—¿Usted, me conoce? —le pregunté.
—No —me contestó—, no tengo el gusto.
—Entonces, ¿por qué acaba de decir a este señor que me conoce y que soy un vividor? Yo soy Francisco Largo Caballero, el conferenciante de anoche.
El individuo se quedó helado; me ofreció toda clase de excusas y los dos me acompañaron hasta la estación.
En otra ocasión viajaba en el tren hacia Ávila. En el mismo departamento estaban dos señores enredados en una discusión política. Censuraban a todos los partidos republicanos, y cuando llegó el turno al socialista se despacharon a su gusto. Se ensañaron con Iglesias, con Besteiro, con Saborit y también a mí me tocó mi parte. El tema era el mismo de siempre. Éramos unos vividores, engañábamos a los obreros… Le dejé despotricar, pero, antes de marcharme, cuando él descansaba de su buen trabajo, tranquilamente saqué del bolsillo mi carnet de diputado y se lo entregué.
—¿Qué es esto? —me pregunta.
—¡Véalo usted!
Lo examinó y cuando hubo terminado le dije:
—Es usted un embustero. ¿Es usted capaz de insistir en lo dicho?
Me miró bastante asombrado y se deshizo en solicitar perdones, manifestando que en realidad él hablaba por haberlo oído, pero que no tenía motivo alguno para censurar a los socialistas, a quienes no conocía.
Manuel Juncosa era un afiliado a la Agrupación Socialista Madrileña y poseía una librería modesta en la plaza de El Callao a la que yo iba casi todos los días. En uno de ellos le encontré furioso, y me explicó la causa. Un cliente le había hablado del municipio diciendo que los socialistas hacían negocios sucios; mi compañero le exigió que concretase los casos y las personas porque no lo podía creer. Entonces el cliente afirmó que Largo Caballero había recibido diez mil pesetas por uno de esos chanchullos.
—¡La prueba! —exclamó Juncosa.
—La prueba la tengo yo que he sido el portador de la cantidad y se la he entregado en mano en su propia casa.
Ante esta afirmación, mi correligionario quedó perplejo y enmudeció.
El cliente insistió:
—No lo dude. Juncosa, he sido yo mismo el que se las entregó.
Juncosa quedó dado a los mismos diablos, haciendo mil conjeturas.
Cuando me explicó el caso, procuré serenarle y quedamos de acuerdo en que, si algún día coincidíamos en la librería, que sacase a colación el tema y de esa forma aclararíamos la situación.
Continué yendo a la librería. Una tarde me dijo en voz baja: «Ése es».
Se refería a un individuo que acababa de entrar, bien trajeado y con aspecto de persona decente. Juncosa inició la conversación diciendo al cliente que a pesar de lo que le había dicho, él no podía creerlo. El bien vestido, de mal humor, le interrumpió diciéndole:
—No sea niño. Juncosa, le afirmo por mi honor que le he entregado a Largo Caballero diez mil pesetas en propia mano.
Pálido de ira, pero conteniéndome como pude, me dirigí a él y lo saludé.
—¿Cómo está usted?
—No tengo el gusto de conocerle —me contestó.
—¿No acaba usted de decir que me ha entregado en propia mano diez mil pesetas? ¿Cómo afirma usted por su honor que me ha entregado esa cantidad si no me conoce?
—¿Pero, es usted Largo Caballero?
—El mismo de carne y hueso. Y haga el favor de largarse inmediatamente si no quiere que demos un espectáculo en la casa de este amigo.
El individuo escapó como perro apedreado.
Estando en la Secretaría de la Unión General, de la que era titular, un individuo de la policía me comunicó que su jefe quería hablarme. No me extrañó porque era frecuente que fuésemos llamados para asuntos de la organización. Fui allá, y me enseñó un requerimiento del juzgado municipal del distrito del Hospicio dirigido a la policía para que buscasen y entregasen a Francisco Largo Caballero, sin domicilio conocido. Yo era concejal y me extrañaba que no conocieran donde vivía. Además, me sorprendió que tuviera algún asunto pendiente en el juzgado municipal. No me hubiera extrañado, si se tratase del juzgado de instrucción.
Acompañado de un policía y del compañero Wenceslao Carrillo —por si procedían a mi detención— entré en el juzgado, vimos el expediente y, en efecto, se citaba a juicio a un individuo de mi mismo nombre y apellidos, por embriaguez y escándalo público. ¡Quedé estupefacto!
Buscados todos los antecedentes, tirando del hilo vino la madeja. Un individuo embriagado produjo un escándalo en la plaza de San Ildefonso; lo llevaron a la Comisaría donde dio mi nombre y apellidos y un domicilio falso. Le dieron el amoniaco; le libertaron a reserva de lo que resultase del juicio de faltas y, como había dado un domicilio cualquiera menos el suyo, no lo encontraron, pero me encontraron a mí.
Lo extraordinario del caso era que el Secretario del juzgado había sido concejal al mismo tiempo que yo, se apellidaba Caballero, y ni él, ni el juez, ni el personal de la Comisaría, cayeron en la cuenta de la existencia de un concejal apellidado Largo Caballero, que no podía ser el que buscaban.
¡Así estaba orientada la justicia municipal!
La difamación recaía hasta en los correligionarios de confianza.
Antonio García Quejido y Vicente Barrio, compraron al señor Jausas, propietario de terrenos colindantes con la Dehesa de la Villa, unas parcelas de terreno a diez céntimos el pie en la calle de los Pirineos. Una Sociedad constructora de casas baratas se encargó de construir una a cada uno, a pagar en veinte años o más. Me invitaron con insistencia a comprar otra parcela situada detrás de las suyas; la adquirí, y Luis Navarrete, amigo desde la infancia, constructor de obras, con grandes simpatías entre los obreros, me construyó una casa pequeña de una planta, a pagar cuando pudiera o quisiera. Por ese medio pude tener vivienda propia para mí y mis familiares. Todos los días tenía que andar varios kilómetros para ir a cumplir mis obligaciones a Madrid, pero me proporcioné una satisfacción.
Algunos periódicos utilizaban todos los procedimientos para desprestigiar a los socialistas, y emprendieron una campaña queriendo demostrar a la opinión que los terrenos donde estaban enclavadas las casas eran de propiedad del Ayuntamiento. Éste pidió informes a los arquitectos y no estaban de acuerdo. Debo decir que la Dehesa de la Villa es propiedad del Estado que la dio en arriendo al Municipio por un canon que no fue satisfecho nunca. No se tomó ningún acuerdo sobre el asunto; siempre lo dejaban sin resolver para que siguiera siendo pasto de la difamación. Fue necesario que la dictadura de Primo de Rivera hiciera una inspección en todos los municipios, incluso en el de Madrid, para que se declarase en un informe voluminoso que dichos terrenos no eran del Ayuntamiento; con lo que el asunto quedó resuelto.
Con motivo de las mencionadas inspecciones, tuve la satisfacción de oír de labios del Duque de Tetuán, Capitán General y Gobernador Civil de Madrid, un juicio de gran valor en aquellos tiempos de prurito investigador contra todo lo que fuese republicano o socialista.
En la Junta Provincial de Subsistencias, presidida por el citado Duque, y a la cual pertenecían representantes del comercio, figuraba yo como representante de la Casa del Pueblo. El Duque, delante de todos, de pie, antes de comenzar las sesiones dijo: «El Gobierno se complace en reconocer la honrada gestión de los socialistas en el Municipio de Madrid, y a mí me satisface hacerlo público». Esta manifestación fue el origen de la visita que posteriormente hizo a la Casa del Pueblo y a la Cooperativa Socialista, lo que pone de manifiesto la autoridad que los socialistas iban conquistando a favor de la clase trabajadora por sus rectas actuaciones.
Caminando un día por la calle de Santa Engracia acompañado de Julián Besteiro, nos alcanzaron Saborit y otros compañeros de la Juventud Socialista. Al reunirse con nosotros, me comunicaron que habían acordado apoyar en la Agrupación Socialista mi candidatura para concejal siempre que renunciase a la propiedad de la pequeña casa, a la que me he referido anteriormente.
Yo había sido concejal y diputado provincial cuatro años en cada organismo oficial; tenía una destacada personalidad por mis campañas de moralización administrativa y estaba satisfecho de mi conducta. Otros lo hubieran hecho igual, mejor no.
Al oír a Saborit, apoyado por Besteiro y los otros compañeros de la Juventud, me indigné del aspecto de chantaje que aquello tenía. Contesté que la casa aún no era mía; la estaba pagando con cuentagotas. Dije que por nada ni nadie me desprendería de ella, porque la había adquirido por procedimientos honradísimos, como lo podía demostrar con documentos; que en tal caso habría de hacerse lo mismo con otros correligionarios propietarios de casas en los alrededores de Madrid, construidas por ellos mismos, ayudados por sus mujeres y sus hijos en sus horas libres; cosa que sería absurda, injusta y antisocialista. Que nunca había solicitado que se me designase —directa o indirectamente— para ningún cargo; que cuando los había desempeñado, lo hice siempre defendiendo el interés general, nunca el mío; que si creían que debían votarme lo hicieran y si no, seguiríamos siendo tan amigos como antes. Me despaché a mi gusto.
La Agrupación Socialista me eligió candidato por unanimidad. Por segunda vez volvía a los escaños concejiles.
Pasados algunos años, Saborit y Besteiro cambiaron de opinión, ya que cada uno adquirió un hotel para vivir con su familia.
Como tengo dicho, había desempeñado ya la función de Diputado Provincial. En aquella oportunidad se me eligió por dos distritos: Inclusa y Latina.
La diputación era un organismo artificial, muerto, sin ningún arraigo por la historia o por la tradición. Las provincias españolas son una ridícula copia de los departamentos franceses. La división geográfica administrativa natural de nuestro país, a juicio mío, es la regional. Son las regiones por su origen, costumbres, idiomas e historia las que dan carácter a la nacionalidad. Es posible que en otra carta le exponga con más detalles cuál es mi opinión concreta sobre este problema que considero fundamental para el porvenir de nuestro país.
Los presupuestos provinciales se nutren de unos mezquinos contingentes municipales, a pagar según la importancia de los municipios; contingentes muy difíciles de hacer efectivos en muchos casos. Dichos presupuestos no bastaban sino estrictamente para sostener el personal y hacer pequeñas obras de reparación de carreteras de la provincia. Su labor, fundamentalmente, era la de realizar inspecciones irritantes en las cuentas municipales; arma política de gran fuerza. A tal fin se enviaban delegados inspectores. Una transferencia de crédito mal hecha o un error en la aplicación del concepto presupuestario, era suficiente para procesar al Concejo; proceso que se sustanciaba o no, según la influencia política del Diputado por el distrito.
Los delegados eran una plaga que hacía temblar a los ayuntamientos, porque tenían que abordar —por añadidura— dietas de cincuenta o sesenta y cinco pesetas diarias durante el tiempo que duraba la inspección; tiempo dejado a la discreción del interesado. Además, dichos delegados eran agentes electorales, a los cuales se les daba el nombramiento en recompensa de los servicios prestados en las elecciones. Todo esto estaba ligado mecánicamente con el procedimiento electoral, de que ya le he hablado en otra carta. El tinglado estaba bien montado, y Maese Pedro tenía los hilos en el Ministerio de Gobernación.
Lo mejor de la Diputación era el Hospital Provincial, convertido en General porque se admitían enfermos de todas las provincias. El personal facultativo era excelente. Había lo mejor en todas las especialidades. Se sostenía económicamente con los ingresos del arriendo de la Plaza de Toros y la corrida de beneficencia. Recibía donaciones, incluso de los médicos tocólogos o cirujanos, que incluso reformaban salas pagándolo de su bolsillo.
La labor del Diputado socialista se limitaba a impedir o reparar alguna injusticia —lo que no era poco— porque llovían las denuncias y reclamaciones. Tenía, como Don Quijote, que dedicarse a enderezar entuertos.
Sería prolijo enumerar los casos en que he intervenido. La Casa del Pueblo era el lugar de reunión de las víctimas pidiendo nuestro apoyo. Me agradaba enderezar entuertos. Los socialistas tenemos mucho de quijotes.
Es innegable el buen efecto que se producía en los pueblos cuando se impedía o reparaba una injusticia, y eso contribuía a fortalecer la organización obrera.
En la Diputación me encontré con un Diputado de la familia de los Soria, creadores y caciques de la Ciudad Lineal. Esta familia, por su conducta despótica con los obreros, daban trabajo suficiente para una minoría socialista.
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 22 de mayo de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.