EN EL AYUNTAMIENTO DE MADRID

Querido amigo: La Constitución del Estado monárquico español y sus Leyes complementarias, no carecían de espíritu liberal: libertad de reunión, de asociación, de prensa, inviolabilidad del domicilio, sufragio universal, etcétera.

Ésta era la letra; la práctica era muy diferente. El mismo Código fundamental del Estado autorizaba a los gobiernos, en caso necesario, para suspender esas garantías constitucionales. Yo publiqué en «El Socialista» un trabajo estadístico que comprendía veinte años, del que resultaba que las garantías constitucionales habían estado suspendidas más de la mitad de ese tiempo. Los derechos individuales eran una ilusión. De ahí las frecuentes razias de obreros asociados.

En los pueblos, la guardia civil, al servicio del cacique, se encargaba de llevar al cuartel a los trabajadores que más se significaban en la defensa de los intereses del proletariado y, aquí con razones contundentes convencían a dichos obreros de la conveniencia de ser circunspectos y de no ocuparse de la sociología de unos cuantos vividores que desde Madrid les engañaban. En algunos casos, han infligido verdaderos martirios, comparables a los que la Inquisición imponía a los incrédulos para convertirlos al catolicismo. En las ciudades era la policía la encargada de esa misión civilizadora, que tanto nos ha desprestigiado ante el mundo civilizado.

En las elecciones, la democracia, la libertad eran tan amplias, que votaban hasta los muertos. En los pueblos rurales, a los obreros y agricultores, y a los pequeños propietarios, se les entregaba la candidatura apoyada por el cacique, y si no la votaban, los primeros, eran condenados a no trabajar ni un solo día, prefiriendo los patronos llamar a obreros forasteros —y no pocas veces extranjeros fronterizos de la región extremeña— y los segundos, terminado el plazo del contrato, en general el año agrícola, podían despedirse de la parcela de tierra que habían mejorado trabajando de sol a sol, la cual era cedida a otro más complaciente o más sumiso con el cacique. Como usted ve, el elector —según la ley— tenía derecho a votar libremente, pero esa libertad era ilusoria, porque si quería ser libre, estaba condenado a morirse de hambre con su familia.

Por esos motivos, siendo Ministro de Trabajo publiqué disposiciones prohibiendo ocupar obreros forasteros en las labores del campo, en tanto hubiera parados en la localidad. Estas disposiciones, que dieron en llamar «Ley de términos municipales», hirió de muerte al caciquismo rural, permitiendo, de hecho, que los trabajadores de la tierra dieran sus votos a los candidatos de su preferencia. Por eso fueron tan combatidas por los caciques y sus representantes en las Cortes, no por otros motivos.

En las grandes capitales como Madrid, se hacían las cosas de otra manera. Para inventiva de chanchullos electorales, el cacique español tuvo siempre el número uno.

En la capital de España, generalmente, los verdaderos centros electorales de las candidaturas ministeriales eran las Tenencias de Alcaldía de Distrito, al aproximarse las elecciones se cambiaban los Tenientes de Alcalde según fuera el carácter de la lucha, se tratase de elecciones municipales, provinciales o de Diputados a Cortes, y teniendo también en cuenta quienes fueran los candidatos de oposición.

Los candidatos oficiales no hacían más que entregar al Secretario los miles de pesetas calculados para gastos de la elección. Con eso tenían derecho a recibir el Acta.

De todos los «trabajos» se encargaba oficiosamente la Tenencia de Alcaldía. Se hacía el consabido manifiesto electoral, cuyo texto era lo de menos. Diatribas contra la oposición, con preferencia si aquélla era socialista; algunos ofrecimientos que no se cumplían, y, en cuanto a ideas… cero. Se escribían los sobres con el Censo a la vista; se repartían a domicilio con manifiestos y candidaturas, para el elector y sus amigos, etc., etcétera; pero lo importante no era lo que iba dentro del sobre sino el averiguar y tomar nota de los electores fallecidos y ausentes, para después hacer lo que se denominaba ilustrar el Censo. Se hacían listas de los que habían de ser suplantados, y que por la edad y otras circunstancias pudieran ser designados los suplantadores, esto es, los electores falsos. Los muñidores organizaban varios equipos de electores profesionales, casi toda gente presidiable; se entregaba a cada uno una lista con las señas y antecedentes del elector que iba a ser suplantado y… a votar a tanto el voto. Tales electores hacían varios recorridos de los colegios electorales, cambiándose algunas veces prendas del vestuario; daban ante el Presidente de Mesa los nombres, apellidos, edad, profesión y domicilio del muerto o del ausente con la sangre fría y desvergüenza adquiridas por la costumbre, y como complemento todo equipo tenía un jefe responsable del cumplimiento exacto del compromiso adquirido. Se consideraba como un deshonor engañar al candidato que pagaba.

Los socialistas arriesgaban su libertad y su vida oponiéndose a esas inmoralidades, pero los presidentes de Mesa y los interventores oficiales afirmaban seriamente que ellos garantizaban la pureza del voto… y a otra cosa.

A estas prácticas de buenas costumbres políticas, ayudaban las damas catequistas organizando a priori dos o tres días a la semana conferencias sobre «Doctrina Cristiana» a las que acudían las mujeres e hijos pequeños de obreros en mala situación económica. Después de rezar por la salvación del alma, tales damas ofrecían a las mujeres asistentes prendas de vestir para ella, para los hijos o para el marido, o algunas prendas de cama, siempre, naturalmente, que su hombre votase la candidatura que se le diera. También visitaban las casas de préstamos, panaderías y tiendas de comestibles, inquiriendo qué ropas tenían empeñadas o qué deudas tenían contraídas. Se entrevistaban con las mujeres de los obreros cuando éstos estaban en el trabajo o buscándolo; les prometían la liberación de todo, a condición de que su hombre votase la candidatura de la moralidad.

Muchos Tenientes de Alcalde acumulaban las denuncias presentadas por sus agentes contra comerciantes por contravenir las Ordenanzas Municipales. Con este arsenal, días antes de la votación eran citados los infractores y se les daba a entender que la suerte de las denuncias dependía de cómo se portasen en las elecciones. La indicación surtía resultados magníficos, y aún mejores si la candidatura de oposición era socialista.

No eran raros los casos en que el Presidente de la Mesa electoral «en un exceso de celo» introducía subrepticiamente en la urna un paquete de candidaturas favorables al candidato oficial, dando lo que en terminología electoral se llama el pucherazo. Los interventores de la oposición protestaban, se producía el incidente consabido, pero como los incidentes se resolvían al final a puerta cerrada y por votación entre los miembros de la Mesa, el Presidente siempre tenía mayoría. El interés del Presidente y demás compinches era demostrar que en su colegio hubo buena votación y, cuando ésta era floja, proponían repartir el resto del Censo no votado en proporción a los votos obtenidos por cada candidatura. Los demás aceptaban, y la única protesta era la de los socialistas. Así aparecía que «el cuerpo electoral había acudido como un solo hombre a cumplir los deberes de ciudadanía».

A todo esto hay que añadir la absurda campaña anarquista propagando la abstención; abstención solamente beneficiosa para los enemigos de la clase trabajadora, porque los votantes de los candidatos burgueses no se abstenían.

A la hora del escrutinio, la candidatura socialista había obtenido algunos centenares de votos. La resignación de los afiliados al Partido hacía competencia a la del personaje bíblico, y se contentaba con exclamar: «¡Hemos obtenido un triunfo moral! ¡El sacrificio hecho en defensa de la pureza del sufragio ya daría sus frutos! ¡No hay que desmayar! ¡Adelante en la lucha hasta triunfar!»

Los triunfos morales del Partido Socialista en las elecciones, tenían un tanto molestos a gran parte de sus afiliados. Nadie negaba que habían tenido su influencia en el crédito y prestigio conquistados entre muchas personas de la política española y ante la opinión pública en general. Se aplaudía su conducta, mientras no pusiese en peligro los privilegios de los eternos mangoneadores de los bienes nacionales. Todo lo que fuesen triunfos morales lo toleraban hasta con gusto; era conveniente una oposición honrada que diera prestigio al sistema, pero hacían lo inimaginable para que no pasase de ahí: de los triunfos morales. Un triunfo material, positivo, lo consideraban como el comienzo de la ruina moral, espiritual y material de España. Muchos creíamos que el Partido, por su labor moralizadora y por su prestigio, merecía intervenir lo más pronto posible en la administración municipal, provincial, y en la legislación nacional. Si continuaba con sus triunfos morales, se gastaría en luchas estériles, sin tener ocasión de establecer el contraste entre su modo de actuar y el de los partidos enemigos. Era necesario demostrar con hechos la capacidad administrativa y política de sus hombres. Había que romper el hielo. Si ello exigía un golpe de audacia, había que darlo; todo menos mantener al Partido en la inercia. Pero ¿quién ponía el cascabel al gato? Existía el temor de que creyesen las gentes que quería arrastrarse al Partido a practicar costumbres y vicios que fueron siempre combatidos por él con violencia.

Siendo yo Presidente de la Agrupación Socialista Madrileña, me creí obligado a arriesgar en la empresa toda mi autoridad y prestigio afrontando el problema en toda su desnudez. Lo hice confidencialmente, hablando con los afiliados más veteranos y caracterizados; los más difíciles de conquistar. No faltaron oposiciones serias con argumentos difíciles de refutar. Fue necesario desarrollar la elocuencia y dialéctica que puede proporcionar la convicción profunda de que no va a producirse ningún mal al Partido, sino un gran bien, y, además, tener una fe completa en la victoria. Se allanaron las dificultades con el ofrecimiento sincero de no reincidir, fuésemos vencedores o derrotados; si lo primero, la conducta de nuestros representantes sería suficiente para obtener nuevos triunfos sin mixtificaciones de ninguna clase; si lo segundo, el hecho mismo nos inutilizaba para repetir el procedimiento.

Obtenida la aprobación extraoficial de la mayoría de los consultados, se realizaron los trabajos que el caso exigía.

Las papeletas de votación se confeccionaron con doble candidatura, a saber: en la parte superior con tipo de imprenta pequeño, pero muy legible, los nombres de los tres candidatos socialistas designados por la Agrupación. En la parte inferior, con letras gruesas pero machacadas, que hacían imposible su lectura, la imitación de los nombres de los tres candidatos ministeriales. El papel era un tanto transparente y dejaba adivinar el apellido Mazantini —el torero famoso—, que era uno de los candidatos oficiales.

Los socialistas trabajaron con gran entusiasmo y decisión. Como se trabaja por la defensa de un ideal. Algunos interventores —cuando conocían a la persona— hacían oposición a los votos de los socialistas, alegando infinidad de pretextos, pero los presidentes apoyaban a los electores, ignorando su filiación, y en la creencia de que votaban la candidatura ministerial.

Al verificarse los escrutinios en los colegios electorales del distrito de Chamberí, único donde luchábamos, y en el que yo nací, a fin de concentrar allí todas las fuerzas de que disponíamos, la sorpresa de los presidentes e interventores ministeriales no puede describirse. Resultaba ridículo y cómico ver cómo los presidentes leían los tres nombres de los socialistas, y se les trababa la lengua para intentar pronunciar los de los otros. Los socialistas obtuvieron la mayoría en casi todos los colegios. Hubo que invadir los locales para evitar que se marchasen los presidentes con las actas en blanco para falsificar los resultados, como acostumbraban a hacerlo.

Con las certificaciones en nuestro poder llegamos al Centro de Sociedades Obreras de Relatores, 24, donde la Agrupación Socialista tenía su domicilio. El entusiasmo era indescriptible.

A las dos de la madrugada fui llamado por Rafael García Ormaechea, uno de nuestros candidatos, avisándome del propósito de la Junta Provincial del Censo. Nos querían escamotear el triunfo. Fuimos a la Diputación y comprobamos que efectivamente, trataban de anular los votos obtenidos con las candidaturas complicadas. Demostramos con la ley en la mano la imposibilidad de hacerlo, porque los nombres socialistas figuraban los primeros y eran los únicos valederos por tal circunstancia, y eran, además, perfectamente legibles; en tanto que los otros, además de ser imposible descifrar los nombres, carecían de validez por figurar los últimos, ya que el distrito no podía elegir más que cuatro. En la Junta Municipal, sucedió lo mismo y al fin tuvieron que rendirse a la evidencia.

El jueves inmediato se hizo el escrutinio general, y fueron proclamados concejales por el distrito de Chamberí: Pablo Iglesias Pose, Rafael García Ormaechea y Francisco Largo Caballero, socialistas, y don Luis Mazantini, ministerial.

El golpe de audacia se había dado. El hielo estaba roto. Por primera vez entraban concejales socialistas en el Ayuntamiento de Madrid.

Parecía un sueño.

Entramos en el Ayuntamiento como gallinas en corral ajeno. Concejales, empleados y periodistas nos miraban por encima del hombro. Parecía que había entrado la peste en la Casa de la Villa. Nos temían como los gitanos temen a la Guardia Civil. Comprendieron que se había terminado la vida plácida y la impunidad para los chanchullos. No nos desagradó esa actitud; se iniciaba una lucha que había de tener consecuencias importantes para el pueblo de Madrid.

El discurso de toma de posesión lo pronunció Iglesias; mesurado, pero enérgico. Manifestó que los socialistas no llevaban pretensiones de ninguna clase y sabían las dificultades que encontrarían para realizar su labor, pero de ninguna manera se confundirían con nadie. Sin hacer alusiones personales, dijo que emplearíamos todas nuestras facultades para que la administración municipal fuese correcta.

Entramos cada uno en varias Comisiones. El primer acto de éstas era establecer el tumo para el reparto de los empleos que vacasen, o de nuevo nombramiento. En un sombrero echaron tantas papelotes numeradas como concejales había en la Comisión. Cada concejal sacaba un papel, cuyo número le correspondía en el reparto según se iban produciendo las vacantes o se creaban nuevas plazas de empleados de los servicios correspondientes a cada Comisión. Los conocedores del sistema, lucharon como titanes para pertenecer a las Comisiones donde mayores empleos pudieran repartirse y mayores fueran los sueldos. ¡La iniciación de funciones de los representantes del pueblo de Madrid no podía ser más picaresca! Nos negamos a participar en aquella merienda, y por tanto a sacar la suerte del sombrero, en virtud de lo cual se adjudicó a los socialistas la última papeleta que quedaba. ¿Será necesario decir que no hicimos uso de ella?

Éste era el procedimiento empleado para nombrar el personal que, de hecho, administraba los intereses de la capital de España.

Las plazas las daban a los familiares, a la clientela política o las vendían al mejor postor.

Iglesias tenía que atender a «El Socialista», a la dirección del Partido y a la Unión General de Trabajadores. García Ormaechea no podía abandonar el bufete donde trabajaba, y sólo asistía a las Comisiones y reuniones plenarias. Yo debía estudiar los expedientes, hacer inspecciones, asistir a recepciones de materiales, obras, etc. La Agrupación Socialista acordó que me dedicase exclusivamente a la concejalía, y me vi obligado a abandonar el oficio. Por tal motivo la Agrupación Socialista acordó indemnizarme con cincuenta pesetas semanales; primera retribución que percibía de la organización obrera.

El problema de nombramiento de personal lo consideramos como fundamental para una buena administración. Sin personal apto y honrado, resultaba inútil toda labor. Lo afrontamos con tenacidad, y aprovechábamos la propuesta de cualquier nombramiento para denunciar y combatir el procedimiento que hasta entonces se seguía. Lo hacíamos en las Comisiones, en las sesiones del pleno, y en reuniones públicas organizadas al efecto. La Agrupación Socialista y la Casa del Pueblo organizaban mítines para dar cuenta de nuestra gestión y denunciar las inmoralidades administrativas. Esto nos ocasionaba serios disgustos con concejales y personal, pero la insistencia dio sus frutos, e incluso se unieron algunos concejales independientes.

Presentamos un reglamento para los ingresos por oposición o concurso, según los casos. La discusión duró varias sesiones, en las que se pronunciaron discursos violentísimos, pero abrumados por las razones y presionados por el ambiente creado en la campaña de mítines, se vieron obligados a aprobarlo.

Se anunciaron oposiciones; se nombró el tribunal con aquellos concejales que ofrecían más garantías; pero todavía inventaron procedimientos para obtener beneficios del acuerdo. Algunos concejales crearon una Agencia para facilitar plazas a los opositores que en ella depositaban dos mil pesetas, a condición de devolverlas si no obtenían plaza. Algunos creyeron que lo hacían de acuerdo con los miembros del tribunal, y cayeron en la trampa. Los aprobados por sus méritos perdieron las dos mil pesetas, y a los otros les fueron devueltas. Parecía increíble, que pudieran cometerse tales inmoralidades, pero se cometían y lo sabían todos los de la Casa y nunca ingresó en la cárcel un concejal. ¡Eran cosas de la política!

Otro medio de burlar el acuerdo fue el de nombrar empleados eventuales por el consabido turno, y, pasado algún tiempo los confirmaban en sus puestos, incluyéndolos en el escalafón. Así quedaba desvirtuado un acuerdo que tanto había de favorecer al pueblo de Madrid.

¡Era cuestión de cara dura y de conciencia impermeable! Rafael García Ormaechea dimitió del cargo de concejal, y se dio de baja en el Partido y en la Unión General. Considero conveniente informarle de cómo se produjo este hecho desagradable para todos, porque privaba a los dos organismos nacionales de un afiliado inteligente y honesto.

Ingresó en la Agrupación Socialista cuando era abogado pasante en el estudio de don Eduardo Dato, en ocasión de que éste actuaba como Jefe del Gobierno, que era el que le ofrecía el cargo de que vamos a hablar.

Hizo la traducción del Manifiesto Comunista y de la Organización de los Iguales. Conocía el marxismo a fondo y escribía bien. Era modesto y elocuente. Le ofrecieron el cargo de abogado del Instituto de Previsión, del cual era vocal obrero. Antes de aceptarlo consultó con las Ejecutivas del Partido y de la Unión. Éstas entendieron que un afiliado y representante obrero no podía ser designado así para tal cargo y podía provocar comentarios desagradables. En dichos organismos se atravesaba entonces por la época del puritanismo; actitud que se abandonó posteriormente para otros casos.

Ormaechea manifestó que, sintiéndolo mucho, se veía obligado a abandonar las filas de las organizaciones a consecuencia de su acuerdo que, sin reserva alguna consideraba justo, pero que él era abogado y tenía necesidad de trabajar para vivir. Sin embargo, dijo, estoy siempre a la disposición del Partido y de la Unión para cuanto pueda serles útil.

Así lo ha demostrado en varias ocasiones.

Este acontecimiento nos dejó a Iglesias y a mí solos en el Ayuntamiento. Ormaechea era un colaborador admirable. Su asesoramiento en las cuestiones de derecho era irreemplazable y tenía en todos los asuntos un juicio claro y sereno.

La actuación municipal era difícil para quienes, como nosotros, íbamos a defender los intereses generales de Madrid. A los que iban a defender lo suyo, les era cómodo y sin complicaciones. El estudio de expedientes tan numerosos y de tan diversas naturalezas; el buscar los antecedentes; el desentrañar el aspecto moral o inmoral de los asuntos, requerían un tacto y cuidado especiales; ocupaba muchas horas del día y de la noche. La minoría socialista no podía ir a las sesiones de Comisiones o del pleno sin conocer al detalle los problemas que se iban a discutir. Esto producía un cansancio físico e intelectual considerable. Salíamos todos los días asqueados de los debates, por el cinismo con que se resolvían negocios nada limpios. Además, había que asistir a recepciones de obras terminadas y materiales de las mismas, con objeto de comprobar si se cumplían las condiciones de los pliegos de contrata que, previamente había también que estudiar. Se vivía en constante intranquilidad por el temor de firmar o votar algún expediente que encerrase un negocio sucio, aunque estuviera bien vestido y bien presentado.

Por otra parte, nuestra campaña producía el fenómeno de aumentar el valor de las primas y beneficios que algunos concejales y empleados recibían de los contratistas por sus informes, su silencio o su voto, porque nuestra fiscalización dificultaba la misión suya. ¡La oposición socialista aumentaba el precio de la inmoralidad! ¡El colmo!

Me fue más penosa la función de concejal, que el desempeño del cargo de Ministro de Trabajo.

Fueron necesarios varios meses para imponernos de los complicados problemas municipales madrileños. Posteriormente, cuando los asuntos no les interesaban personalmente o cuando veían nuestras firmas al pie de los expedientes, muchos concejales ponían la suya, seguros de que allí no había gato encerrado.

Era alcalde don Alberto Aguilera, hombre complaciente con sus amigos y compañeros, los cuales acudían a él para que les facilitase sus negocios, aunque no le dijera claramente cuáles eran. Vista la escrupulosidad con que nosotros fiscalizábamos todo y dada la circunstancia de que Iglesias y yo siempre íbamos juntos, un buen día hubo de declararles:

—Señores, hay que sacrificar ciertas costumbres, porque ha entrado en la Casa ¡la pareja de la guardia civil!

Recordará usted que con ocasión del matrimonio de Alfonso XIII y doña Victoria se cometió un atentado. El anarquista Morral arrojó una bomba desde el último piso de una casa de la calle Mayor al paso de la comitiva —precisamente al paso de la carroza real— que causó muchas víctimas. Los recién casados salieron ilesos. En la sesión ordinaria del pleno del Ayuntamiento, el Presidente propuso constara en Acta la satisfacción del Concejo por haber resultado ilesas Sus Majestades y que una comisión acudiera a Palacio a comunicárselo a don Alfonso. No hubo discursos. Al preguntar si se aprobaba. Iglesias se levantó y con voz clara y firme contestó: «Con nuestro voto en contra». Esto produjo un escándalo mayúsculo. Los concejales, de pie, nos increpaban, injuriándonos con los gritos de «¡Asesinos! ¡Criminales!», etc. Algunos se dirigieron a nosotros para agredirnos. El alcalde abandonó la presidencia, poniéndose a nuestro lado y ordenó que todos ocupasen sus escaños. «Espero —dijo— que el señor Iglesias explicará satisfactoriamente las palabras que han herido los sentimientos de sus señorías». Se hizo el silencio profundo que sigue siempre a los tumultos parlamentarios. Iglesias habló tranquilamente para decir: «Somos los primeros en protestar contra todos los atentados personales, y lamentamos como el que más las víctimas habidas en la calle Mayor; pero vosotros no os acordáis de éstas y sí de felicitar al monarca, lo que interpretamos como un acto político, y a esto, no otorgamos nuestro voto». El alcalde comprendió que era peligroso que continuase discutiéndose el incidente, y dio por terminado el asunto, pasando al Orden del Día.

La tribuna pública exteriorizó manifestaciones de simpatía a la minoría socialista.

En visitas de inspección pude comprobar que en ciertas obras el contratista, en vez de colocar piedra nueva, empleaba piedra vieja procedente del derribo del cuartel de San Gil. Denuncié el hecho; lo trató la Comisión de Ensanche; se formó expediente, y los informes técnicos con gran desparpajo declararon que la piedra vieja era mejor que la nueva.

Se hizo un presupuesto para el rebacheo de las calles del Ensanche con piedra nueva; vi que el contratista no había suministrado piedra alguna; el rebacheo se hizo con material viejo sobrante acumulado en las casillas propiedad del Municipio, pero se presentaron las certificaciones de material nuevo que no había sido suministrado. Denuncié el hecho al alcalde Conde de Peñalver. Él, Iglesias y yo nos presentamos en el lugar donde los obreros pasaban lista; les pregunté y confirmaron que el contratista no había suministrado la piedra que pretendía se le abonase. Se formó expediente del que resultó que nadie sabía a dónde se había llevado la piedra, pero que no existía defraudación de los intereses municipales… puesto que no se había hecho efectivo el pago.

¡Admirable jurisprudencia administrativa! Otro presupuesto muy importante se aprobó para el desmonte y urbanización de la calle del General Lacy, y al final se pidió un suplemento al presupuesto para terminar las obras. Me extrañó, fui a verlas y resultó que el desmonte se había hecho en un solar de propiedad particular, por cuya razón el presupuesto inicial fue insuficiente. Lo planteé en sesión municipal; se acordó formar expediente, pero el ingeniero y el sobrestante se escaparon al extranjero, y se silenció el asunto.

Estaban clausurados los cementerios llamados «Las Sacramentales» y no se podían realizar reformas ni construir nuevos patios en razón de tal clausura. Descubrí que se estaban verificando obras de ampliación —cosa prohibida— y no se habían enterado ni los guardas ni el Teniente Alcalde del Distrito. Nos presentamos en el lugar el Alcalde señor Aguilera y yo; se comprueba el hecho y se incoa nuevo expediente, pero como los directores de «Las Sacramentales» eran concejales, los munícipes se limitaron a suspender las obras… y a incitar a los obreros contra mí por haberse quedado sin trabajo.

¿Qué razones obligaban a tales ampliaciones? Pues santamente, el propósito de comerciar con las nuevas sepulturas que se construyeran.

Se hicieron grandes obras de alcantarillado. Como ni el alcalde, ni los concejales, ni el público veían los trabajos, se podían hacer las más indecentes chapuzas impunemente.

Bajé a visitar todas las alcantarillas de Madrid y observé que en las obras nuevas no se habían empleado los materiales ni se habían realizado los trabajos con sujeción al pliego de condiciones; que algunas alcantarillas estaban ya en ruinas y otras tenían algunas deficiencias. Hice la denuncia en sesión; se discutió y el alcalde negó los hechos. Le invité a ver las obras, bajamos los dos y comprobó la exactitud de mi denuncia, pero como faltaban seis meses para la recepción definitiva de las obras, ahogaron el asunto. De nada sirvió que anunciase que al cabo de seis meses las obras estarían en peor estado. Entonces —decían— ya veremos cómo están. Esto es, no le concedieron importancia.

Visité las obras que se ejecutaban en el cementerio del Este. El ladrillo que se empleaba era pardo en vez de recocho, que era lo contratado; las mezclas se hacían con cal y arena de miga en lugar de hacerse con cemento y arena de río lavada; los tendeles se dejaban con un ancho doble del permitido, a fin de economizar las hiladas de ladrillo; los nichos recién construidos se desmoronaban; las sepulturas hacían agua antes de ser ocupadas; en fin, un desastre. La Comisión de cementerios comprueba todo lo denunciado por mí, pero como saben que el verdadero contratista es el concejal delegado de cementerios y figura en su puesto un testaferro, se limitaron a excitar el celo del arquitecto para que no ocurrieran irregularidades en lo sucesivo. Esto es, se reconoce que han existido irregularidades, y las dejan sin sanción.

Lo grave era que todos conocían los nombres de los concejales y empleados que se beneficiaban de las gratificaciones de los contratistas y al concejal cincuenta y uno. Éste era un individuo encargado de tramitar los chanchullos, el cual estaba siempre en el llamado patio de cristales y hasta en el salón de sesiones, mas para denunciarlos ¡faltaban las pruebas materiales!

Un día, el Secretario del Municipio se enteró de que en un escaparate de una casa de préstamos, estaba puesta a la venta la medalla de un concejal; medalla de las usadas en las grandes solemnidades. La medalla era de oro y plata, esmaltada, y había de ser devuelta al terminar el tiempo del desempeño del cargo para ser entregada a otro concejal entrante. La había empeñado un concejal para satisfacer una deuda contraída en el juego; no se preocupó de recuperarla antes de caducar el plazo del empeño y la perdió.

Podría continuar relatando hechos semejantes a los referidos en cantidad considerable, pero se haría pesada la exposición.

Con lo expuesto basta para formarse idea del medio y del ambiente en que tenía que luchar aquella minoría socialista.

El señor Navarro Reverter, siendo Ministro de Hacienda, suprimió el impuesto de consumos. Impuesto odiado por todos los españoles. El Ayuntamiento de Madrid, so pretexto de inspección sanitaria, creó una especie de aduana en el extrarradio. La prensa hizo una gran campaña contra ciertas inmoralidades realizadas en este servicio. La opinión pública reclamaba el castigo de los defraudadores. Era alcalde don Eduardo Dato, exministro. Me llamó y me nombró Juez Instructor de un expediente sobre el espinoso asunto de los consumos del extrarradio. Consulté con Iglesias y acepté, con la condición de que se me facilitasen todos los documentos que solicitase y así me lo prometió el alcalde. Nombró Secretario a un empleado municipal, y me decidí a trabajar jugándome el buen nombre de que afortunadamente disfrutaba.

Fuimos al Puente de Vallecas donde existía uno de esos puestos de aduana. Un examen rápido llevó a mi ánimo el convencimiento de que, efectivamente, había defraudación. Volvimos al ayuntamiento el Secretario y yo, dispuestos a inquirir lo que hubiera, procediendo rápida y enérgicamente.

Solicité que se me entregasen las papeletas de introducción de carbón en la fábrica industrial titulada «El Cerro de la Plata». La Compañía me las facilitó. La documentación principal era el talonario dividido en tres partes: dos iguales paralelas y el talón matriz. A la administración municipal pedí que me facilitase el archivo, la matriz y una de las papeletas; documentos que se enviaban al Ayuntamiento para su examen.

De la confrontación de la hoja entregada a la Compañía, con la conservada en el archivo y la matriz, resultó el descubrimiento de una defraudación considerable. Al introductor —en este caso la compañía «Cerro de la Plata»— se le entregaba la hoja donde constaba con exactitud el número de toneladas de carbón introducidas y la cantidad abonada, pero, en la hoja segunda y en la matriz que se enviaba al ayuntamiento, se insertaban éstas o parecidas palabras: «Por una botella de cerveza de Pepa 0,10 pesetas». La letra y las firmas en todas las papeletas y matrices eran de la misma persona, perfectamente identificables al unir las hojas y el talonario matriz donde ponían el sello de la dependencia. Llamados los empleados del puesto declararon de plano, reconociendo la letra y las firmas como suyas. Preguntados por qué cometían aquella falsedad, contestaron que por orden de los jefes. En seguida firmaron las declaraciones sin hacer ninguna reserva.

Consideré que para muestra bastaba un botón, y que no eran necesarias nuevas investigaciones.

En el dictamen señalé con tinta roja las diferencias entre lo abonado por la Compañía y lo ingresado en las cajas municipales, resultando una defraudación de más de diez mil pesetas solamente en la cuenta de la Compañía «Cerro de la Plata».

Se discutió el dictamen en sesión pública, en la que expuse los detalles de las operaciones, y propuse la cesantía de los incursos en responsabilidad y que se trasladara el asunto a los Tribunales de Justicia. La proposición fue aprobada.

Puede imaginarse la tremolina que se armó. Era la primera vez que se iba a imponer un castigo y poner a las puertas de la cárcel a los malversadores de bienes comunes del pueblo. Muchos, seguramente, pensarían: «Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar».

Todos los encartados quedaron cesantes e ingresaron en la cárcel hasta la celebración de juicio por jurados, excepto el jefe, hombre de muchas influencias, que quedó en libertad provisional mediante el depósito de una fianza de diez mil pesetas.

Se celebró el juicio. El defensor había visitado a los jurados y los convenció de que no era conveniente facilitar un triunfo a los socialistas; la mayoría de aquellos jurados pertenecían a la clase media, enemiga nuestra e ignorante de cuál es su puesto en este régimen social, y dieron un veredicto de inculpabilidad.

Los pasillos y la sala estaban llenos de familiares y amigos de los procesados; puede figurarse cómo me miraban y las cosas que tuve que oír al pasar. En el acto estuve completamente solo; ningún amigo me acompañó, nadie; y la prensa, que antes vociferó tanto, no dijo una palabra condenando el veredicto.

Libertados, el jefe y los demás empleados, fueron reintegrados a sus puestos. ¡Legalmente, eran inocentes!

¿Qué juicio le merecería este fallo de los tribunales al Excelentísimo señor exministro, ilustre abogado y Alcalde de Madrid don Eduardo Dato, que espontáneamente me designó juez instructor? Nunca he podido saberlo. Me he contentado con registrar este caso típico de la moral del régimen en que vivimos.

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 30 de mayo de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.