HUELGA REVOLUCIONARIA DE 1917

Querido amigo: Reanudemos la historia.

Otro hecho glorioso de los trabajadores españoles ha caído en el olvido sin justificación alguna: la huelga de agosto de 1917.

Si fracasó, el sacrificio, la sangre vertida y las prisiones sufridas no fueron estériles. Nunca había sido más fructífero el esfuerzo de la clase trabajadora. Jamás he comprendido las causas influyentes en ese olvido, ya que el progreso en la acción política de los trabajadores es un hecho debido, principalmente, a ese movimiento revolucionario. Lo cierto es que ni la prensa socialista ni la sindical se han ocupado mucho en darlo a conocer a los luchadores de hoy, como si les denigrase recordarlo. Sin embargo, son celebrados y conmemorados otros movimientos sin tanta importancia y trascendencia.

Voy a relatárselo y grabarlo para siempre en esta correspondencia, esperando de usted que lo hará anotar en los trabajos que proyecta.

El verano de 1916, creo que en julio, se celebró en Madrid un Congreso Nacional de la Unión General de Trabajadores de España. En ese Congreso, la representación de Asturias propuso y se aprobó una resolución cuya síntesis puede enunciarse así: Primero, hacer una campaña de propaganda oral y escrita por todo el país, reclamando del Gobierno medidas para el abaratamiento de las subsistencias. Segundo, si ello no daba resultado, declarar la huelga general durante veinticuatro horas en toda España. Tercero, en el caso de seguir indiferente el Gobierno, organizar y realizar la huelga general revolucionaria.

La casualidad hizo coincidir en el mismo mes otro Congreso de la Confederación Nacional de Zaragoza, tomándose parecidas resoluciones. Los sindicalistas pidieron tener representación en el organismo encargado de llevar a cabo los acuerdos.

Dicho organismo lo componían las Comisiones Ejecutivas del Partido Socialista y de la Unión General. Aceptada la petición de los sindicalistas, se unieron a las Ejecutivas: Ángel Pestaña y el Noy del Sucre en representación de la Confederación.

Toda la España obrera se movilizó celebrando mítines, conferencias, publicando folletos y artículos periodísticos, etc., etc., sin que el Gobierno diera señales de vida. Vista esa actitud de indiferencia, se declaró en diciembre la huelga general de veinticuatro horas, que fue un éxito rotundo como paro. No se recordaba otro igual. A ella se adhirieron elementos de la clase media, cerrando cafés y otros establecimientos. El paro fue imponente como protesta contra la conducta del Gobierno.

El Conde de Romanones, Presidente del Consejo de Ministros, llamó a la Junta Directiva de la Casa del Pueblo, ya domiciliada en la calle de Piamonte, n.° 2. Muy preocupado al comprobar la fuerza que la huelga representaba, nos ofreció que el Gobierno tomaría medidas conducentes al abaratamiento de las subsistencias, rogándonos que se desarrollase el movimiento con tranquilidad.

Pasaron las veinticuatro horas. El paro terminó sin incidentes, y, en lugar de las disposiciones ofrecidas por el Gobierno, surgió la crisis ministerial total. Se hicieron cargo del poder los conservadores, con don Eduardo Dato en la Presidencia.

En este caso se cumplió una vez más el Pacto llamado de El Pardo concertado entre don Antonio Cánovas del Castillo y don Práxedes Mateo Sagasta para sustituirse recíprocamente, en el poder, conservadores y liberales, siempre que cualquiera de los dos partidos encontrase dificultades para gobernar.

Las cosas continuaron como si nada hubiera ocurrido. El partido conservador no tenía compromiso alguno contraído y no se consideraba obligado a cumplir las promesas del Conde de Romanones.

Ante esta situación, las Ejecutivas y la Confederación consideraron llegado el momento de cumplir el tercer punto del programa, o sea, declarar la huelga general revolucionaria. La mayoría de los trabajadores organizados aceptaban tácitamente la resolución.

Inmediatamente comenzaron a manifestarse las impaciencias y los requerimientos para proceder. Los que teníamos la responsabilidad nos oponíamos tenazmente a declarar el movimiento sin preparación alguna.

Llegó a las Ejecutivas la noticia del propósito de la Confederación Nacional de celebrar una asamblea a fin de acordar la huelga revolucionaria en Cataluña, en vista de la tardanza en declararla en toda España por la Unión General. Me encargaron de ir a Barcelona para entrevistarme con la Confederación y evitarlo. En el viaje se me ocurrió algo que, por su rareza, merece que usted lo conozca, sin que yo le haya dado otra importancia que la de una simple coincidencia.

Pensaba en la manera de ponerme al habla con los sindicalistas y se me fijó la idea, sin saber por qué, de que si bajaba en el apeadero de Gracia, en Barcelona, encontraría a los compañeros Comaposada y Escorza, idea sin fundamento porque nadie sabía de mi viaje a la capital de Cataluña. Lo cierto es que subiendo la escalera del apeadero me encontré a Escorza y a Comaposada. Mi sorpresa fue grande, pero llegó al colmo cuando al preguntarles por qué me esperaban me contestaron que sabiendo había de reunirse la Confederación al día siguiente, se dijeron: «Hoy viene Caballero. Vamos a esperarle». ¿Telepatía? ¿Coincidencia? ¡Es igual! Pero el caso no deja de ser curioso.

Hablamos del asunto que me llevaba a Barcelona y quedamos en ir al otro día al local de la Confederación.

Por la mañana me presenté en el Centro Sindicalista y no encontré a ninguno de los dirigentes. Me informaron que se reunían en Vallvidrera. Recibí la contraseña-salvoconducto para poder llegar al punto de reunión y fui solo, con la esperanza de cumplir mi cometido.

En el monte salieron a mi encuentro dos individuos a quienes mostré la contraseña y, enterados del motivo de mi llegada, me dejaron pasar. Seguí el camino hasta un merendero donde comí y esperé la hora de la asamblea. Allí había algunos anarquistas vegetarianos que arreglaron su menú con pimientos y tomates crudos. A uno le oí con espanto que a su compañera cuando estaba parturienta la alimentaba con iguales hortalizas.

A las dos nos internamos, y en una mesa rodeada de pinos se formó un círculo de delegados representantes de las Sociedades confederadas. Todos estábamos en pie.

El Secretario, llamado Miranda, yerno de Anselmo Lorenzo, hizo uso de la palabra exponiendo el objeto de la reunión. Manifestó que en vista de no declararse todavía la huelga general revolucionaria en toda España, el Comité opinaba que debía verificarse en Cataluña por la Confederación, y solicitar el apoyo de la Unión General. Los delegados dieron su opinión favorable a la propuesta del Comité. Miranda, en su discurso, censuró a las Ejecutivas del Partido y de la U. G. de T. por haberse puesto de acuerdo con políticos burgueses. Preguntó si quería hablar, y le contesté diciendo que a eso había ido.

Comencé diciendo que si las Ejecutivas se habían puesto en relación con políticos burgueses había sido a propuesta de los representantes de la Confederación. Hablé extensamente, demostrando la inoportunidad e inconveniencia de declarar la huelga revolucionaria sin una preparación suficiente; afirmé que si pedían la ayuda de la Unión General ésta se la negaría y aconsejaría a sus Secciones que no secundaran el paro.

Volvieron a hablar los delegados diciendo todos que había que declarar la huelga, pero con la Unión General. Resolvieron ir de acuerdo con ésta y estar a su disposición. Cuando habló Pestaña confirmó que él y Noy del Sucre habían propuesto ponernos en inteligencia con Alejandro Lerroux y Melquíades Álvarez, pero lo hicieron de acuerdo con el Comité de la Confederación.

Terminada la reunión regresamos a Barcelona. En el camino, dentro del monte, los sindicalistas se dedicaban a disparar las pistolas al aire.

En su autobiografía Ángel Pestaña menciona este hecho y supone que yo creería que me asesinarían. En ningún momento pensé semejante cosa. Lo que pensaba era en lo absurdo de tomar tantas precauciones para celebrar la reunión, en contraste con los disparos para llamar la atención de la policía.

Di cuenta de la solución a los compañeros de Barcelona y Madrid, quedando todos satisfechos por haber hecho fracasar la locura proyectada.

En la época en que sucedían los hechos relatados últimamente, existía gran efervescencia política en España. Se habían constituido las Juntas Militares de Defensa; se anunciaba la asamblea de Diputados en Barcelona para fecha muy próxima; las Agrupaciones socialistas y Sociedades obreras se impacientaban; querían ir al movimiento revolucionario sin reflexionar si estaba o no preparado; todos esperaban algo extraordinario. Este conjunto de cosas creaba un ambiente que hacía difícil sustraerse al contagio de las irreflexiones. Sin embargo, las Ejecutivas se mantuvieron firmes, sin dejarse arrastrar al precipicio.

En esa situación y con ese ambiente acertó a pasar por Valencia el diputado catalán por Tortosa don Marcelino Domingo, que iba a la asamblea anunciada. En conversación con los ferroviarios, les dijo que la asamblea era la señal para la declaración de la huelga revolucionaria. Dando fe a esas palabras, los obreros declararon el paro general en los ferrocarriles de Valencia a Barcelona. La noticia produjo la natural indignación en las Ejecutivas. Se telegrafió aconsejando la vuelta al trabajo y así lo hicieron, pero la Compañía aprovechó la ocasión para seleccionar el personal dejando cesantes a los empleados más significados en la organización.

El Comité Central de la organización ferroviaria residía en Madrid y de él era secretario Daniel Anguiano, como también de la Ejecutiva del Partido Socialista, por cuya razón estaba enterado del criterio sustentado hasta entonces de no promover ningún conflicto que pudiera interpretarse como la iniciación del movimiento en preparación. Dicho Comité Central fue a Valencia a solucionar el conflicto ferroviario, gestionando la admisión de los empleados despedidos. Teniendo en cuenta que iba Anguiano, las Ejecutivas esperaban una solución en armonía con el criterio establecido. La Compañía no transigió y, en vez de esperar otro momento más propicio, oportuno y favorable, el mencionado Comité Central ferroviario acordó presentar los oficios de huelga, con sujeción a lo establecido por la ley, si no eran admitidos los obreros seleccionados. El disgusto producido por tal proceder fue grande. Preguntado Anguiano por qué habían tomado semejante acuerdo, contestó que estaba seguro de que el Gobierno se apresuraría a buscar la solución antes de que expirara el plazo legal. Las Ejecutivas opinaban lo contrario, temiendo que el Gobierno aprovechase la circunstancia para infligir una derrota a la clase obrera con la que él se fortalecería.

Transcurrido el plazo legal sin que la Compañía ni el Gobierno hubieran intentado solucionar el conflicto, se reunió el Comité Nacional ferroviario a fin de adoptar resoluciones definitivas. Después de varias horas de discusión, acordó declarar la huelga general en todo el país desde el lunes inmediato. (Estábamos en jueves). La Ejecutiva de la U. G. de T. celebraba su sesión semanal cuando le comunicaron verbalmente la decisión. Se hicieron muchas gestiones para obtener el desistimiento de lo resuelto, pero fue inútil; no había remedio. Los delegados de provincias se fueron a dar cuenta de lo acordado a sus respectivas Secciones.

Acuerdo tan descabellado colocó a la Unión General en situación muy difícil. Si se abstenía, no podía evitar que se uniesen a la huelga ferroviaria los trabajadores de otros oficios en la creencia de que éste era el pretexto para la huelga revolucionaria, no obstante no haber una dirección ni quién asumiera la responsabilidad, y tal abstención se podría interpretar como una deserción de la Unión General y, especialmente, de las Ejecutivas. Si se aconsejaba no secundar a los ferroviarios, se podía suponer lógicamente que era la desautorización de éstos; debilitaría el movimiento, y si perdían la huelga, caería la responsabilidad sobre la Unión. Todo eso sin contar con la actitud que adoptaría la Confederación Nacional del Trabajo a la que habíamos convencido para el desistimiento de la huelga de Cataluña.

Ante situación tan dificilísima se acordó lo más grave: la huelga general revolucionaria para el lunes, cargando así con la responsabilidad de un movimiento que ninguno queríamos, por no dejar abandonados a los trabajadores en momentos tan difíciles y críticos, y, además, para orientarla e imprimirle un carácter político social.

Se nombró una Comisión de huelga designando al efecto a Julián Besteiro, Daniel Anguiano, Andrés Saborit y yo. Aquella misma noche, sin ir antes a nuestras casas, desde la Secretaría nos fuimos al domicilio de Ortega, antiguo correligionario. Se redactó, imprimió y se dio a repartir un Manifiesto. La compañera Virginia González se unió espontáneamente al Comité de huelga para ayudar a los trabajos de organización.

A la noche siguiente salimos Besteiro y yo para entrevistarnos con Melquíades Álvarez a fin de darle cuenta de lo sucedido y de cuáles eran nuestros propósitos. Mucha fue nuestra suerte cuando pudimos volver a casa de Ortega sin que nadie nos conociese ni detuviese a pesar de que Madrid estaba ocupado militarmente.

La noche del 15 de agosto nos disponíamos a cenar cuando llamaron a la puerta. Abrió la mujer de Ortega. Eran el comisario y varios agentes. Como la habitación era pequeña nos vieron en seguida y el comisario, dirigiéndose a mí, dijo:

—¿Están ustedes aquí?

—¡Ya lo ve usted! —contesté yo.

—Tengo orden de detenerlos, vénganse conmigo.

—¿Nos permite usted cenar? —pregunté. Dudó un momento y contestó:

—¡Bueno!

Se marchó, dejando con nosotros a los agentes. Estando comiendo observé que uno de ellos se sonreía. No pude contenerme y le pregunté:

—¿Por qué se ríe usted?

—Me río —me contestó— porque comen ustedes como si no ocurriera nada.

—¡No hemos cometido ningún crimen! —le repliqué.

Los periódicos afirmaron que nos encontraron debajo de las camas, y a Virginia, metida en una tinaja.

El comisario debió ir a dar cuenta del hallazgo a sus superiores, y al volver nos invitó a seguirle. Al bajar la escalera observamos que estaba ocupada por soldados armados de fusil y con bayoneta calada. Salimos a la calle, donde nos esperaba un camión y guardia civil a pie y a caballo; las entradas de las calles estaban ocupadas por tropas. Subimos los cuatro al camión, yendo custodiados por guardia civil de a caballo hasta Prisiones Militares.

Pasado el viaducto vimos los bailes de la verbena de la Paloma, y le dije a Besteiro: «¡Qué contraste!»

Al descender del camión a la puerta de Prisiones Militares, el jefe de la prisión —un coronel— nos recibió lanzándonos una sarta de injurias: «¡Canallas! ¡Granujas! ¡Bandidos! ¡Criminales!…», y algo más que no puede transcribirse. Nos encerró separadamente en celdas de soldados, sucias, mal olientes, con centinelas a la puerta y en la ventana del patio con orden de disparar al menor movimiento que se hiciese. La impresión que me producía tanto aparato de fuerza armada era que aquella noche tratarían de liquidarnos.

Pasada una hora, aproximadamente, abrieron la puerta de la celda, y el coronel en tono imperioso me ordenó que le siguiera. Creí que me llevaba a declarar en juicio sumarísimo, pero no fue así. Me cambiaron a una celda de oficiales en el piso principal. La noche la pasé sin dormir, oyendo un ruido como si en la prisión trabajasen en un taller de carpintería en plena actividad. Después nos informaron. Los ruidos eran producidos por trabajos de instalación de la Capilla. ¡La intención no podía estar más clara!

El Capitán General de Madrid, señor Echagüe —si no recuerdo mal—, estaba decidido a proceder en juicio sumarísimo, con objeto de eliminarnos al amanecer. Una feliz intervención de don Rafael García Ormaechea cerca del señor Dato, jefe del Gobierno, lo impidió, y se inició el procedimiento de juicio ordinario.

A los tres días me llamó el juez de instrucción para declarar. Le conocía ya de otros procesos y sabía que era republicano. Nos saludamos y comprendí que no estaba muy satisfecho de la misión que le habían encomendado. Me preguntó si era mía la firma del Manifiesto; le contesté que sí, y no fue necesario más.

Estuvimos veinticinco días incomunicados. Al ponernos en relación salimos a la galería los cuatro. El encuentro y el cambio de impresiones fue emocionante, pues no creíamos volvernos a ver hasta el momento de conducirnos ante el pelotón en el momento final.

El mismo día de levantarnos la incomunicación, otro juez me participó que tenía que encerrarme nuevamente incomunicado, y me pidió permiso para verificar un registro en mi casa en la Dehesa de la Villa. Me extrañó tanta cortesía, pero me quedé sin saber a qué atribuirla.

La segunda incomunicación duró tres días. El registro de mi casa fue algo extraordinario. Veinte soldados y una Sección de Bomberos hicieron excavaciones buscando armas con resultado infructuoso.

Durante mi incomunicación pedí libros para leer y me trajeron de mi casa el primer tomo de la Historia General de España de Lafuente. A los tres días, el coronel, me recogió el libro sin decirme las causas. Insistía en el deseo de leer y el Jefe de la prisión me facilitó cuatro o cinco folletos, entre ellos uno de Víctor Hugo titulado: Las últimas veinticuatro horas de un condenado a muerte. ¿Verdad que el obsequio era propio de una persona fina, delicada, culta y humanitaria?

Al fin, averigüé el motivo que determinó la recogida de mi libro y fue que Anguiano pidió libros y le llevaron, como a mí, el primer tomo de igual Historia, y el coronel, con su clara inteligencia, vio en ello una maniobra para organizar un complot.

El proceso se instruyó con relativa rapidez. El Juez y el Secretario se portaron correctamente. Para nombrar los abogados defensores, nos ayudaron el Juez, el Secretario y el Vicepresidente de la Junta Militar de Defensa de Madrid. Para los cuatro miembros del Comité de huelga no hubo dificultad, mas para Ortega, también procesado, la cosa no fue tan fácil. Rebuscando en el escalafón, encontraron al capitán Mangada; lo designaron advirtiendo que la defensa le costaría, seguramente, enviarlo arrestado a un castillo.

Cuando los defensores nos leyeron sus escritos de defensa, a los cuatro nos parecieron bien; en cuanto a Mangada le hicimos la observación de que un párrafo de su escrito defendiendo a Ortega censuraba al Ministro de Gobernación, señor Sánchez Guerra; este párrafo no podía favorecer al acusado y podía perjudicarle a él. Se negó a suprimirlo antes de consultarlo con su amigo don José Nakens; el cual, cuando fue consultado, dio la misma opinión que nosotros, y lo suprimió, pero como ya había entregado una copia a los periódicos, «El Imparcial» la publicó íntegra. El capitán Mangada fue castigado a un mes de arresto en un castillo.

No quiero dejar de consignar un incidente, para mí interesante y doloroso. El cartero fue a entregar una carta a mi esposa y, sin saber quién era, en su afán informativo le preguntó: «¿Sabe usted la noticia?» «¿Cuál?», preguntó mi esposa. «Que esta mañana han fusilado en el Campamento a los cuatro del Comité de huelga». Mi esposa sufrió un accidente, y tuvieron que transportarla en brazos a la cama.

El Consejo de Guerra se celebró en una cuadra del Cuartel de San Francisco, calle del Rosario. Al introducirnos en aquel recinto tan poco apropiado para Sala de Justicia, tuvimos que pasar entre cuatro filas de soldados armados. La cuadra estaba plena de público y se autorizó la entrada a nuestras familias. Las paredes cubiertas con tapices, los jueces con el uniforme, condecoraciones, espuelas y sables, parecía todo organizado para meter miedo. Al final de su requisitoria, el fiscal solicitó la última pena; los defensores, la absolución. El Presidente preguntó a los cuatro acusados si teníamos algo que decir. En nombre de todos manifesté: «Lo que hemos hecho ha sido en cumplimiento de un deber patriótico».

—¡Concluso para sentencia! —dijo el Presidente. Y levantó la sesión.

Regresamos a nuestras celdas tranquilos. Teníamos la convicción de que nuestra conducta era aprobada por casi la totalidad del país.

Los momentos por que pasamos, me convencieron de que cuando se lucha por un ideal con la honradez con que nosotros lo hicimos, surge en el hombre algo misterioso, escondido en su subconsciente, que le hace posible afrontar con serenidad los instantes más graves y peligrosos de su vida.

Debo decirle que en el Manifiesto, que figuraba como cuerpo del delito de rebelión, además de censurar al Gobierno por no haber hecho nada para el abaratamiento de las subsistencias, se afirmaba que el movimiento tenía por finalidad sustituir el régimen monárquico por el republicano. Era la primera vez que la clase obrera organizada, oficial y públicamente, hacía una declaración eminentemente republicana.

Esto despertó en el pueblo —en todas las clases sociales— una gran simpatía hacia nosotros y lo que representábamos. Por eso le tengo dicho que ese movimiento había fracasado en el orden material, pero contribuyó como ningún otro, al progreso en la acción política del proletariado español.

A los pocos días, se presentaron en prisiones militares el Juez y el Secretario, con aspecto de gran tristeza. «¿Pena de muerte?», les pregunté y con la cabeza, hicieron signos negativos. «Si no hay pena de muerte, hay vida, y habiendo vida habrá libertad». Nos habían condenado a presidio.

Nos trasladaron a la Cárcel Modelo, donde estuvimos tres días. Me despedí de mi esposa y de mis hijos, y allí recibimos muchas visitas.

Con gran precipitación, una noche, nos metieron en el coche celular y nos condujeron a la estación del Mediodía custodiados por doce guardias civiles: seis a caballo en el exterior, y seis de infantería en el interior del coche.

En el trayecto se produjeron escenas interesantes y conmovedoras. Un cabo, con lágrimas en los ojos, nos dijo: «No se apuren ustedes, que pronto estarán en libertad». Cogió las manos a Anguiano y se las besó. ¿Qué significaba esto? Evidentemente, los fines de la huelga habían abierto camino, incluso en el corazón de los elementos hasta entonces enemigos.

En el tren íbamos encerrados en el vagón destinado a la conducción de presos, con grillos de hierro en pies y manos. Nos acompañaban seis guardias civiles y un sargento. Un oficial iba en el departamento de viajeros. De vez en cuando se asomaba y gritaba: «¡Sargento, mucho cuidado!» El sargento fue muy amable con nosotros; nos compró lo que nos hizo falta para comer y beber. Por él supimos que íbamos a Cartagena. Nos recomendaba que cuando estuviésemos en el presidio, eligiéramos un oficio para ganarnos la vida.

Al distinguir desde lejos Cartagena, cantamos la Internacional. ¿Entusiasmo? ¿Inconsciencia?

En la estación subimos a un coche jardinera, como los que en Madrid llevaban al público desde las Ventas al Cementerio del Este. Seguía al carruaje un joven llorando como un niño; después nos visitó en el penal; era sastre y supimos que ingresó en el Partido Socialista. Posteriormente fue Alcalde de Cartagena y Diputado a Cortes en las Constituyentes. Era el compañero Zafra.

El recibimiento en el penal fue más correcto que en Prisiones Militares. Nos destinaron a una sala de la planta baja, con cuatro camas y una mesa. Se nos cortó el pelo al rape, afeitaron la larga barba a Besteiro y a Anguiano, a mí el bigote; Saborit no tenía ni lo uno ni lo otro. Y por último, vestimos el traje pardo de presidiario.

Con gran sorpresa nuestra, un fotógrafo impresionó varias placas, y las fotografías fueron publicadas en el diario «A.B.C.», sin duda para satisfacción y tranquilidad de sus lectores, pero el efecto causado en la opinión pública fue de indignación. Muy contrario al que se proponían.

El presidio estaba dividido en tres partes: Primera, para oficinas, cantina, panadería y cocina. En el principal, enfermería, gran salón para escuela o conferencias. La segunda, dormitorios y talleres, con un patio muy espacioso. La tercera, planta baja y principal para celdas de castigo donde, amarrados en blanca, estaban los penados el tiempo que al director le venía en gana. Los días de su aniversario o de alguno de su familia indultaba al que bien le parecía. Allí no podían fumar, leer ni escribir; el paseo de media hora lo hacían en rueda sin permitirles hablar con nadie. Al bajar al patio, los vigilantes formaban cordón en toda la barandilla de la escalera con objeto de evitar los suicidios que, por lo demás, eran frecuentes.

El director suprimió los cabos de vara, pero organizó un espionaje, cuyo resultado era que ningún penado pudiera confiarse a otro ante el peligro de ser enviado a la celda de castigo.

La vida la pasamos leyendo y contestando cartas —que eran muchas las recibidas a diario— y recibiendo Comisiones de todas las provincias de España.

Besteiro se cansó pronto de recibir Comisiones. Le molestaba tener que contestar a las innumerables preguntas que nos hacían inquiriendo hasta nuestros pensamientos para el porvenir. Para algunos, resultábamos unos seres extraordinarios. Cuando hablaba Besteiro, lo hacía siempre en primera persona del singular; para él los demás no existían. Anguiano se unió a Besteiro en el retraimiento; se subían a la tercera terraza en las horas de visita. Saborit y yo los disculpábamos, diciendo a los visitantes cualquier mentira. La conducta de Besteiro nos disgustaba, particularmente a Saborit, que algunas veces exclamaba: «¿Pero es éste el que será jefe del Partido cuando muera Iglesias? No seré yo el que le siga».

Luego hemos visto con qué sumisión le ha seguido en sus errores políticos. La consecuencia es una virtud de difícil práctica, muy particularmente en política.

A propósito de esto, creo haber comprendido el porqué de la táctica conformista y conservadora que después han mantenido. En la huelga de agosto del 17, estuvieron firmes, enteros y decididos, pero cuando fuimos libertados, debieron reflexionar sobre el peligro que corrimos, pues salvamos la vida por una casualidad. Como Saborit se casó, esto le hizo ser más cauto; avivó en él el instinto de conservación. Besteiro debió oír alguna filípica amistosa en la Institución Libre de Enseñanza donde debieron decirle: «Una y no más Santo Tomás».

Al principio, en el penal, se ejercía la censura en nuestra correspondencia; mas pronto se convencieron de la imposibilidad de seguir ejerciéndola porque eran centenares las cartas que llegaban. El director dejó a nuestra discreción el que no se cometiera alguna imprudencia comprometedora para él.

Cuando leyeron algunas cartas —particularmente de obreros y agricultores— no salían de su asombro al leer las despedidas con estas palabras: «Salud y Revolución Social». Hubo que explicarle el sentido real de ellas; no tenían otra significación que la de adhesión y afecto para el correligionario.

Tuvimos la alegría de que permitieran a nuestras familias que durante varios días permanecieran en Cartagena visitandonos.

Una vez que entramos en el patio grande, se me ocurrió decir: «¡Qué hermoso patio!» Un preso se me acercó y me dijo al oído: «Cuando lleve usted aquí un mes, verá qué pequeño le parece». Efectivamente, pronto me pareció todo pequeño y odioso.

Vimos casos que conmovían al espíritu más firme. Había varios individuos verdaderamente inocentes; otros llevaban en el presidio más de veinte años y no sabían lo que era un automóvil o un avión; desconocían todo lo que fuera progreso, adelantos modernos. La mayor parte estaban condenados por homicidio; bastantes de ellos en la fiesta de su pueblo, embriagados, habían reñido y, en la riña, matado a un vecino. El alcohol les empujó al delito. Eran obreros honrados, que un momento de locura les perdió para siempre. Algunos de ellos, los primeros meses, recibieron cartas de sus mujeres con regularidad; luego, con intermitencias; después las cartas no llegaban. Pasado algún tiempo, un amigo les escribía anunciándoles que su esposa y sus hijos vivían con otro hombre. Las mujeres habían perdido la esperanza de volverlos a ver; los convecinos las miraban mal; no tenían que comer y, la necesidad, las condujo a buscar un apoyo. El penado que recibía esta noticia se desesperaba. Generalmente entraban en la enfermería, deseando morir. ¿Para qué vivir? Cuando algunos salían en libertad por haber cumplido su condena, los que quedaban, en su mayoría, sentían pena y tristeza porque ellos no salían y aumentaba el número de enfermos.

Se nos propuso indirectamente el indulto y lo rechazamos.

Verificadas elecciones municipales, los cuatro fuimos elegidos por varios distritos de Madrid.

En las elecciones de diputados a Cortes fuimos elegidos: Julián Besteiro, por Madrid; Saborit, por Oviedo; Anguiano, por Valencia; y yo, por Barcelona. Ya no era posible retenernos más tiempo. El Parlamento se constituyó y acordó una amnistía. Salimos en libertad y en todo el trayecto, hasta Madrid, fuimos aclamados con delirio y recibidos con música. En Madrid, al llegar a la estación de Mediodía, nos recibió una manifestación enorme.

Nuestra primera visita fue a la Casa del Pueblo, donde pronunciamos discursos agradeciendo todo lo hecho en nuestro favor y ratificando nuestra fe en las ideas socialistas, prometiendo continuar trabajando sin descanso por su triunfo.

Vueltos a nuestros hogares, al día siguiente tomamos posesión de nuestros puestos de lucha.

Ésta es una síntesis de la historia del movimiento revolucionario de agosto de 1917; la del Comité de huelga; la de cuatro hombres, que siendo contrarios a ese movimiento por falta de preparación, por disciplina y para no dejar sin dirección a la clase trabajadora española en situación tan comprometida, aceptaron las responsabilidades contraídas por otros; responsabilidades que podían haberles costado la vida; a pesar de todo, nunca me he arrepentido de lo que hice en aquel movimiento que tantas ideas sembró entre la clase obrera.

Ya en libertad, me encontré con el sargento que nos condujo a Cartagena; me regaló los grillos con los cuales fui esposado, que los guardo como recuerdo histórico y como una reliquia.

Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 18 de mayo de 1945. Le abraza. Francisco Largo Caballero.