Querido amigo: No es muy cómodo escribir en las condiciones que lo hago, pero, no obstante, continúo mi relato.
Como consecuencia lógica del desempeño de los cargos enumerados, siempre me he hallado complicado en los grandes acontecimientos políticos y sociales del país. Unas veces por ser esto cierto, y otras porque se sospechaba, cuando no estaba en la cárcel se me buscaban las vueltas para llevarme. Cualquier anuncio de huelga era suficiente para que la policía hiciera una razia y me encerrase en la cárcel hasta que el Gobierno consideraba pasado el peligro. En los juzgados de instrucción era bien conocido y transcurría poco tiempo sin ser procesado, ya por la jurisdicción civil, ya por la militar. Esta situación me molestaba, más que por mí, por mi familia. Siempre estaba ésta intranquila ante la idea de que se me detuviera cualquier hora, de día o de noche. Le referiré algunos de los casos que recuerdo.
Cuando la revolución de Barcelona contra la guerra de Marruecos, en 1909, me sacó la policía de mi casa a las dos de la madrugada, estando en cama y con fiebre de cuarenta grados. Aún existe quien lo puede atestiguar. Al entrar en la cárcel, y por indicación de Pablo Iglesias, también enfermo y detenido, pasé a la enfermería. Sufría de fiebre tifoidea. Sin darme cuenta de donde estaba pasé los días en la prisión. Intentaron llevarme al hospital de tíficos, donde seguramente habría muerto, pero Iglesias, Quejido y demás compañeros no lo permitieron. Al recibirse la orden de libertad no podía salir por mi pie, me sacaron en brazos y, en un coche, me trasladaron a mi domicilio, calle de Eloy Gonzalo, número 10. Estuve gravemente enfermo más de tres meses. Aún no había salido a la calle y recibí una papeleta de citación del juzgado con la amenaza de ser detenido si no comparecía en el mismo día. Me llevaron en coche al juzgado, pues todavía no podía andar, y me encontré con un proceso contra mí por delitos cometidos por otros. El título de la carpeta era éste: «Proceso contra don Francisco Largo Caballero por delitos cometidos por otros». El primer efecto que me produjo fue de risa, pero no era broma sino realidad.
Se había celebrado un mitin contra la guerra de Marruecos, que yo presidí. Hablaron en él Pablo Iglesias, Jaime Vera y otros. Los oradores emitieron conceptos delictivos a juicio de la autoridad y, por no haberles llamado la atención incoaron proceso contra el Presidente. Lo chistoso del caso era que el delegado de la autoridad —que es a quien corresponde tal obligación— estuvo sentado a mi lado todo el tiempo que duró el mitin y no me hizo observación ni advertencia alguna.
En 1910 continuaba la campaña contra la guerra. Los mítines se sucedían con frecuencia, organizados por la Agrupación Socialista y la Casa del Pueblo, y como yo era Presidente de las dos organizaciones, redactaba los carteles convocatorios. Por el texto de uno de ellos me procesaron por la jurisdicción militar. No dije nada a mi familia ni a los compañeros. El juez instructor era republicano y temía el resultado del proceso. Simpatizaba con los socialistas. Su deseo era el sobreseimiento. Al nombrar el abogado defensor me indicó el nombre de un capitán que vivía en la calle de Sagasta, 1, entresuelo. Lo difícil será, dijo el juez, que acepte, pero si dice sí, es segura la absolución; es muy buen abogado y con gran autoridad entre los militares. Con estas referencias fui a ver al capitán a su casa. Me recibió acostado en la cama. Le expuse el objeto de mi visita y, después de oírme con mucha atención, contestó que CON MUCHO GUSTO HARÍA DE FISCAL, PERO NO DE DEFENSOR. Pronunció un discurso contra los socialistas calificándolos de antipatriotas por su campaña contra la guerra de Marruecos. Comprenderá usted el efecto que hubo de producir en mi ánimo tal actitud. Nombré otro defensor; se celebró el Consejo de guerra y fui condenado a seis años y un día de prisión. La causa pasó al Consejo Supremo de Guerra y Marina, y éste anuló la sentencia. Si hubiera tenido que cumplir la condena, los primeros sorprendidos hubieran sido mis familiares y las Sociedades obreras de la Casa del Pueblo, a quienes había ocultado todo para no deprimir el espíritu de lucha.
La Unión General de Trabajadores nos designó a Julián Besteiro, a Vicente Barrio y a mí para realizar una campaña de propaganda en Cataluña. Nos detuvimos en Zaragoza, donde habían organizado un acto en el Centro Obrero con el deseo de escuchar nuestras peroraciones. Estando Besteiro en el uso de la palabra se produjo un movimiento tumultuoso en el salón, en el que había penetrado un grupo de ferroviarios dando vivas a la huelga; ignorábamos de qué huelga se trataba y ésta fue la primera noticia que tuvimos de que, en efecto, se había declarado un paro en los ferrocarriles catalanes. Partimos al siguiente día para Cataluña, e inmediatamente de llegar a Barcelona visitamos el Centro de ferroviarios y, en nombre de la Unión General, nos pusimos a su disposición. Cuando salimos a la calle fuimos detenidos por la policía. Se nos condujo a la comisaría y después a la cárcel, entre policías con pistola en mano.
El Noy del Sucre, (Salvador Seguí), miembro de la Confederación Nacional del Trabajo, estaba también detenido y en celda común; solicitamos del director que fuera trasladado a celda de políticos con nosotros, y tuvimos la satisfacción de que así se hiciera. A los cuatro días me llamaron al locutorio, donde esperaba el jefe de policía señor Riquelme que quería hablarme; este jefe de policía era el mismo que nos había llevado a la cárcel. Dicho señor, con gran sorpresa mía, se expresó en estos términos:
—Vengo en nombre del Gobierno a rogarle salga esta noche en el rápido de Madrid y se presente en cuanto llegue en el Instituto de Reformas Sociales, del que es Presidente el señor Azcárate.
He de recordar que yo era vocal obrero de dicho organismo. ¿Qué había ocurrido?
Únicamente esto: El Gobierno había encargado al Instituto de Reformas Sociales su intervención para solucionar la huelga ferroviaria, y el Presidente del Instituto con los demás vocales obreros exigieron mi libertad, puesto que no había cometido delito alguno y, además, para que pudiera intervenir en la solución del movimiento huelguístico. Naturalmente, que Barrio y Besteiro fueron igualmente puestos en libertad, pero se quedaron en Barcelona.
La prensa hizo campaña contra el Gobierno y contra mí; a aquél le tildaba de débil y entregado a los obreros; a mí me calificaban de dictador porque, decían, imponía mi voluntad.
Ésa es la situación ridícula a que llega un Gobierno y su policía en virtud de su arbitrario proceder con los trabajadores. Siendo Presidente del Centro de Sociedades Obreras de la calle de Relatores, 24, tenía yo mi trabajo en la de Atocha, lugar próximo. Un día al salir de la obra a comer, llevando la ropa del trabajo y un taleguillo con la tartera y el pan, me dirigí al local social por si ocurría alguna cosa. Estando comiendo se presentó el policía señor Marín, que prestaba servicio permanente en el Centro, y manifestó que el gobernador me llamaba para hablarme de la huelga de panaderos. Le hice observar mi indumentaria; contestó que era urgente porque el gobernador iba a salir en seguida y no podía esperar a que fuera a cambiarme de ropa y, así, vestido de blanco, manchado de cal, yeso y escayola, me presenté en el Gobierno Civil en el despacho del que me llamaba. Comenzó el gobernador diciendo con tono amenazador, que era necesario dar término a la huelga porque se hacía intolerable ese conflicto; me conminó a darlo por terminado o, en caso contrario, que me atuviera a las consecuencias. Contesté que tenía entendido que me llamaba para buscarle una solución, pero, en vista de lo que oía, nada tenía yo que hacer allí, ya que la Sociedad de Panaderos tenía su Junta Directiva, su asamblea, su independencia para acordar lo que mejor le pareciera. Hice ademán de salir, pero el gobernador, cambiando de tono, me rogó hiciera saber a la citada Sociedad la conveniencia de solucionar la huelga; así se lo prometí y me marché. Luego me enteré por el policía citado, que el gobernador, después de mi salida, le preguntó: Pero ¿trabaja ése? Al contestarle que sí, quedó sorprendido. No le cabía en la cabeza que se pudiera ser Presidente del Centro Obrero y al propio tiempo trabajar para ganar un salario. Para él todos éramos unos vividores que explotábamos a los trabajadores sin ningún escrúpulo.
Lo grave de esta anécdota está en que dicho gobernador era considerado en las esferas oficiales como uno de los sociólogos más eminentes del país. Tan cierto era esto, que a consecuencia de la sentida muerte del señor Azcárate, Presidente del Consejo de Trabajo, fue nombrado por R.O. para ocupar la vacante.
Por esa muestra se puede deducir cómo estaba España de sociólogos y de sociología en aquella época.
Ocurrió el hundimiento del Tercer Depósito de las Aguas del Lozoya, en construcción, quedando sepultados en sus escombros varios centenares de obreros, entre los que hubo muchos muertos y heridos. Cuando la noticia se extendió por Madrid, produjo una emoción enorme. Dejaron de trabajar en muchas obras y talleres; las cigarreras también cesaron en su trabajo; millares de personas acudieron al lugar de la catástrofe, unas para satisfacer su curiosidad y comprobar la importancia de lo ocurrido; otras, las más, para informarse de si entre las víctimas había algún pariente o amigo. Las obras por su extensión e importancia ocupaban gran número de trabajadores no especializados; eran el refugio a donde se dirigían los obreros sin ocupación. Tan grande fue el número de las personas que acudieron al lugar en que se hallaban las víctimas sepultadas en los escombros, que las autoridades se vieron en la necesidad de acordonar con la fuerza pública todo el recinto del Depósito, a fin de impedir la invasión y poder realizar los trabajos de salvamento.
En la prensa, en todo Madrid, durante muchos días, no se habló de otra cosa. Todos preguntaban: ¿Cómo ha podido ocurrir tan tremenda catástrofe? Se publicaron varios informes técnicos para explicar el hecho; hasta don José Echegaray, dramaturgo e ingeniero, fue consultado y, su informe, atribuía la responsabilidad al sol, al calor. Todos procuraban salvar a la empresa constructora. Pero los trabajadores madrileños, especialmente los del ramo de la construcción, conocíamos cómo se ejecutaban las obras, todos los trabajos, por informaciones recibidas de los mismos obreros que trabajaban en el Depósito, y se había denunciado varias veces sin que nadie hiciera caso.
Sólo la ambición, la avaricia y el desmesurado afán de lucro, fueron la causa del hundimiento. La empresa concesionaria, daba los trabajos en contratos parciales a otros contratistas sin responsabilidad legal y sin escrúpulos. No hacían las mezclas de arena y cemento en las proporciones ordenadas por los técnicos; los niveles y perpendiculares no eran realizados con el cuidado exigido por esa clase de construcciones; los materiales no fraguaban por falta de riegos, y la vigilancia de los trabajos era nula. En estas condiciones, el hundimiento era inevitable. Falló un pilarete y arrastró tras él toda la parte enlazada por varillas de hierro que lo constituía, y a un gran sector de lo construido, casualmente donde mayor número de obreros había.
Las Sociedades Obreras domiciliadas en el Centro de la calle de Relatores, 24, se reunieron y acordaron protestar contra la conducta de la empresa y rendir el último homenaje a los compañeros muertos paralizando el trabajo un día y yendo en manifestación pacífica al entierro hasta el mismo cementerio del Este, donde se compró sepultura perpetua para cada uno de los cadáveres. También se acordó ayudar a las familias de las víctimas con auxilios económicos.
Para impedir la manifestación proyectada, el Gobierno, procediendo con torpeza —puesto que no tenía una responsabilidad directa en la catástrofe—, ordenó que se trasladaran los cadáveres de noche al cementerio sin dar conocimiento a las familias ni a las organizaciones obreras. La indignación que esto produjo fue enorme. En vista de ello, las sociedades se reunieron otra vez y acordaron hacer la manifestación, ya decidida, para llevar coronas de flores y dar sepultura a los muertos que todavía estaban en el Depósito de cadáveres. Se solicitó —por ser precepto legal— la autorización del Gobierno, y éste, por conducto del Gobernador Civil señor Conde de San Luis, la negó.
La Junta Directiva del Centro de Sociedades Obreras, presidida por mí, se presentó en el Gobierno Civil; comunicó al Conde de San Luis la protesta por el traslado de los cadáveres subrepticiamente y el propósito nuestro de verificar la manifestación para llevar las coronas, ya fuera con autorización o sin ella. La situación del gobernador fue realmente dramática. Acababa de regresar de la estación del Norte, a la que acudió para despedir a la familia real que había salido para San Sebastián, y vestía de uniforme. Era tan grande su agitación y su azoramiento por la noticia que acabábamos de comunicarle, que, en el momento en que estaba increpándonos, y por lo desordenado de sus movimientos, se le desprendieron las charreteras de los hombros.
Nos amenazó con la cárcel; dijo que saldrían las tropas a la calle para impedir la manifestación, aunque hubiera de producirse derramamiento de sangre. Parecía atacado de enajenación mental. Terminó exigiéndonos que aconsejásemos a los trabajadores que desistieran de su acuerdo.
Nosotros íbamos dispuestos a todo y así se lo dijimos. Yo hablaba como Presidente, con serenidad y sangre fría, y manifesté que no aconsejaríamos lo que se nos exigía sino que, por el contrario, confirmaríamos la resolución de mantener nuestro acuerdo. Que podía meternos en la cárcel y hacer uso del ejército, pero que a pesar de ello mantendríamos nuestra firme resolución. Declaramos que si después de la desgracia ocurrida, la soberbia del Gobierno provocaba otro día de luto para Madrid y para toda España, el Gobierno sería el único responsable por oponerse a un deseo tan legítimo y humano de los trabajadores. El Gobernador nos despidió amenazándonos con todos los castigos imaginables. Dimos cuenta de lo sucedido a nuestros representados, siendo aprobado lo hecho con gran entusiasmo y por unanimidad.
La clase obrera había sido herida en lo más sensible de su ser: en sus sentimientos humanitarios; no podía ni debía retroceder.
Inmediatamente empezaron a afluir al Centro coronas ofrendadas por las Sociedades del mismo y de fuera de él, incluso de provincias. Las obreras cigarreras, que siempre dieron muestras de una fina sensibilidad, establecieron competencia entre las Secciones de la Fábrica para enviar la mejor corona. Tan grande fue su número que, sin pretenderlo, se organizó una exposición, teniendo necesidad de habilitar para su colocación, además del salón de actos, las otras dependencias del Centro. Todas las coronas eran de flores naturales y del mejor gusto.
Una gran parte del pueblo de Madrid acudió a ver la exposición, teniendo que organizar la entrada y salida del Centro con Delegados de orden designados por las mismas Sociedades. La cola llegó, dando la vuelta a la plaza del Progreso y la calle de la Magdalena, hasta la plaza de Antón Martín.
La situación del Gobierno no podía ser más difícil. Si insistía en la negativa, la hecatombe era segura y toda la responsabilidad caería sobre él; si cedía al llamado principio de autoridad quedaba verdaderamente malparado; se encontraba fronterizo a lo trágico y lo ridículo. Era la consecuencia de la falsa interpretación de los derechos y deberes del gobernante.
La Junta Directiva fue llamada al Ministerio de Gobernación. Nos presentamos los mismos compañeros que estuvimos en el Gobierno Civil. Don Antonio Maura, en nombre del Gobierno, dijo que éste no tenía propósito de contrariar los justos deseos de los obreros; solamente quería evitar incidentes fáciles de producirse en las grandes aglomeraciones, pero si nosotros nos hacíamos responsables de los incidentes que ocurrieran y garantizábamos el orden, él no tenía inconveniente en autorizar la manifestación. Le contestamos que no podíamos responder de nada que fuera ajeno a nuestros propios actos. Después de este escarceo, la manifestación fue autorizada.
La organización del gran acto que iba a celebrarse no era cosa fácil por el gran número de elementos tan heterogéneos que en él tomarían parte. Se hicieron impresos, señalando los sitios y el orden destinado a cada entidad de Madrid o provincias que acudirían con sus banderas; para estas últimas se designó la plaza del Progreso y calles adyacentes. Esta organización sirvió de modelo para organizar posteriormente las manifestaciones de la Fiesta del Trabajo.
La multitud partió del Centro de Sociedades Obreras recorriendo las calles de Relatores, Atocha, Trajineros, paseo del Prado y calle de Alcalá hasta el cementerio. Resultó un acto grandioso, superando con mucho a los cálculos hechos y sin que, como era de esperar, se produjera el menor incidente. En cuanto al número de manifestantes no fue posible calcular los miles que asistieron. Muchos jefes del republicanismo figuraron a la cabeza del cortejo; entre ellos don Gumersindo Azcárate. Cuando las primeras banderas entraban en el Cementerio del Este, las últimas estaban todavía en la Puerta de Alcalá. Los coches transportando las coronas eran numerosísimos. Los delegados de orden, nombrados por los mismos obreros, trabajaron admirablemente.
Al día siguiente los obreros se reintegraron al trabajo, satisfechos de haber cumplido su deber, habiendo demostrado una gran capacidad política, cultural, de organización poco común, reconocido así y declarado por sus propios enemigos de clase. Al mismo tiempo conquistaron gran autoridad entre los gobernantes y la opinión pública, que les sirvió para que en lo sucesivo ejercieran libremente el derecho de manifestación en la vía pública.
Dispénseme la extensión que he dado a este asunto, pero he considerado necesario y conveniente hacerlo así, con objeto de recordar un acto que honra a los trabajadores madrileños y a los españoles en general y que, sin explicarnos el porqué, ha sido, como otros, relegado al olvido.
Berlín. Cuartel General de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación. 16 de mayo de 1945. Francisco Largo Caballero.