INFANCIA E INICIACIÓN

Querido amigo: Sólo el gran afecto que le tengo, nacido en razón de una convivencia e identificación de ideas políticas y sociales y sin abrigar bastardos propósitos, me decide a cancelar con usted una deuda contraída hace mucho tiempo: la de facilitarle datos biográficos de mi vida.

No persigo al hacerlo proporcionarme la satisfacción pueril de popularizar mi figura. Por mi suerte o mi desgracia es ya bien conocida, como he podido comprobarlo en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, donde se hallaban individuos de más de cuarenta naciones.

Tampoco es la vanidad mi consejera. Soy ya bastante viejo para dejarme dominar por pasión tan deleznable. Pero, como usted dice muy bien, los que hemos vivido una vida política larga e intensa —la mía cuenta más de medio siglo— y hemos desempeñado cargos públicos de responsabilidad en la esfera administrativa y política, estamos expuestos a que, por mala fe unas veces y otras por ignorancia, se interpreten o juzguen nuestras acciones erróneamente o con malicia no exenta de interés, y con objeto de fijar los hechos como han sido y analizar acontecimientos cuyos detalles no llegaron a conocimiento de la opinión pública, me decido a dejar de ellos constancia.

Es seguro que encontrará en mis cartas lagunas y errores de fechas, y posiblemente de nombres. Esto se debe a que en estos momentos y situación carezco de muchas notas y datos escritos; algunos de ellos perdidos en los azares de la vida o requisados por la policía en la constante persecución sufrida desde hace tiempo. Sin embargo, tengo la seguridad —garantizada por mi respeto de siempre a la verdad, de lo cual es usted testigo excepcional— de la exactitud, en lo fundamental, de todo cuanto digan mis cartas, sin llevar a ellas animosidad ni rencor contra nadie.

Si de su contenido se desprenden alabanzas, críticas o censuras, no es mía la culpa sino de los hechos mismos. Todo le será posible comprobarlo con documentos oficiales, muchos de los cuales están incluidos en un libro —todavía inédito— titulado Datos para la historia de la guerra civil en España.

Surgí a la vida en vísperas de grandes acontecimientos mundiales: guerra franco-prusiana, Commune de París, proclamación de la Tercera República en Francia y de la primera en España.

Nací el 15 de octubre de 1869 en Madrid, en la Plaza Vieja de Chamberí, en cuyo terreno posteriormente se edificó la casa que en la actualidad ocupa la Tenencia de Alcaldía del distrito.

Mi padre, Ciriaco Largo, natural de Toledo, carpintero de oficio. Mi madre, Antonia Caballero Torija, natural de Brihuega, provincia de Guadalajara. Discordias en el matrimonio obligaron a los cónyuges a separarse, quedando yo con mi madre, a la edad de cuatro años. Mediante una recomendación para que mi madre pudiera trabajar en la Fonda «Los Cuatro Suelos» en las proximidades de la Alhambra de Granada, salimos de Madrid en una galera, carro de cuatro mulas dedicado a servir encargos en todo el trayecto, por cuya razón se daba el nombre de demandadero a su conductor. Entonces los trenes eran raros en España. ¿Cuántos días invertimos en el viaje? No lo recuerdo. Era obligado parar en muchas poblaciones para entregar y recoger los objetos y mercancías. Pasamos por Málaga, y ésa fue la primera vez que vi el mar.

Como mi madre tenía que trabajar, quedé al cuidado de un matrimonio granadino, del cual la mujer se llamaba María Vela, e ingresé en el colegio de los Escolapios donde pasaba el día jugando con otros niños de mi edad y me iniciaba en los primeros conocimientos escolares.

No puedo decir el tiempo que estuvimos en Granada, pero cuando regresamos a Madrid yo hablaba en andaluz, cosa que hacía mucha gracia a los madrileños.

Mi madre trabajaba de sirvienta. Yo vivía con un hermano suyo llamado Antonio, de oficio zapatero; era casado y tenía tres hijos, domiciliado en la Plaza de Chamberí en la casa medianera a la que yo nací. Mis primos, mayores que yo, me trataban como a un intruso que les comía su pan.

Desde mi regreso de Granada, asistía a las Escuelas Pías de San Antón, situadas en la calle de Hortaleza.

Para ganar el pan que comía y cuando tenía siete años de edad, mi madre y mis tíos decidieron ponerme a trabajar. Después no he vuelto a pisar una escuela para recibir instrucción.

Entre la casa donde vivía con mis tíos y el convento de las «Siervas de María» existía una fábrica de cajas de cartón; allí comencé a trabajar ganando un real —veinticinco céntimos— todos los días que trabajaba. Mi obligación consistía en dar engrudo al papel para forrar las cajas, y llevarlas a los comercios de Madrid, esto es, a los clientes. Este trabajo no era muy agradable porque se me cubrían las manos de sabañones ulcerados. Servir las cajas a la clientela me resultaba penoso, pues tenía que hacerlo lloviese o nevase, con frío o con calor, calzando alpargatas, casi siempre rotas aunque mi tío era zapatero. Se podía decir en mi caso el refrán: «En casa del herrero, cuchillo de palo».

El oficio no prometía mucho; el jornal máximo a que podía aspirar era de ocho reales (dos pesetas) y, ante esta perspectiva, abandoné oficio tan lucrativo y entré de aprendiz de encuadernador en un taller situado en la calle de la Aduana, donde no entraba más luz ni ventilación que la que permitía la puerta de entrada.

Ser encuadernador me parecía algo extraordinario. ¡Manejar libros de ciencia! ¡Yo, que no había tenido en mis manos otros que la Cartilla, el Catón y el Fleury! Ésta era la ilusión, pero la realidad era otra. No hacía más que plegar papel, calentar los hierros para grabar las letras en las tapas de los libros y acompañar a la hija del maestro al mercado. Por esta labor recibía un jornal de dos reales (cincuenta céntimos) a la semana y todavía tenía que estar agradecido, pues en aquellos tiempos se consideraba como un favor que le enseñaran a uno el oficio. ¡Residuos de la época gremial!

Un domingo, después de «recoger», esto es, dejarlo todo en orden para reanudar el trabajo el lunes, recibí el salario y me pareció que la moneda de dos reales tenía más cobre que plata. Hice la reclamación y una lluvia de improperios cayó sobre mí. ¡Cómo!, exclamó el patrón, ¿soy yo un monedero falso? ¿Un canalla o un granuja? ¡Eso lo serás tú, mocoso! Cansado de oír despropósitos y sandeces arrojé la moneda por la rejilla de la cueva y me marché para no volver.

Después entré en un taller de fabricar cuerdas en el barrio de las Peñuelas, barrio famoso entonces, porque en él se albergaba la gente maleante de Madrid.

En el taller mis funciones eran: dar vueltas a la rueda para hilar y retorcer los cordeles; como yo era muy pequeño y no alcanzaba a la manivela, fue necesario colocarme bajo los pies un cajón de madera. Como adición a ese trabajo llevaba los gallos al reñidero (el maestro era muy aficionado a tales peleas); también conducía al abrevadero caballos, mulas y burros de su propiedad. En una ocasión un burro me hizo apear por sus orejas y me produjo una herida en la frente cuya señal conservo todavía.

No recuerdo el jornal que me daban. Lo inolvidable para mí ha sido el trato bestial y grosero que recibía de palabra y de obra, al igual que otros aprendices… El ambiente canallesco respirado en el taller me asfixiaba. Aunque era un muchacho, ya se me había desarrollado un fuerte sentimiento de dignidad y de protesta; se sublevaba mi conciencia ante el atropello y la injusticia. Me marché sin despedirme, yendo a otro taller de la carretera de Extremadura. Allí estaba mejor, pero también se me hacía insoportable y abandoné el oficio para siempre.

Tenía nueve años y estaba decidido a buscar y encontrar trabajo en cualquier oficio a fin de ayudar a mi madre a salvar las dificultades que se presentaban en nuestra vida. ¿Cómo? ¿Dónde? No lo sabía. No tenía la más pequeña idea de la manera de dar solución a un problema del cual podía depender mi porvenir. Tenía voluntad de acero, pero nada más.

Sin orientación alguna, al azar, caminaba por las calles de Madrid; entraba en los talleres de carpintería, ebanistería, marmolistas, cerrajería, pintura y decoración, etc. Me miraban de arriba a abajo, se sonreían algunos, y las contestaciones eran todas iguales: «No hace falta, eres muy pequeño». Por la noche llegaba a mi casa cansado, entristecido. ¡Que era muy pequeño! ¿Es que podía aguardar a ser mayor? Tenía nueve años; dos de experiencia de lo que era trabajar. Me parecían suficientes méritos para ser recibido en el trabajo. Los fracasos enervaban mi espíritu, pero pensaba que algún día la suerte me sería más propicia.

Andaba sin saber dónde dirigirme. Sin darme cuenta llegué a la calle de la Magdalena; entré en la del Olivar y me dirigí hacia la plaza del Avapiés. En un portal vi a un anciano trabajando de zapatero que me recordó a mi tío que siempre renegaba del oficio, lo que no impedía que dijera que era muy socorrido «por la facilidad de ejercerlo en cualquier parte y cualesquiera que fueran las circunstancias».

Quedé parado ante el cuchitril que al anciano le servía de taller y le hice la misma pregunta: «¿Le hace falta un aprendiz?» El anciano me contestó con otra: «¿Sabes algo?» «No», contesté. Entonces me dijo con acento de bondad: «Lo siento mucho, pero no puedo recibirte». Creí ver en él cierta simpatía, que no había observado en las otras personas a quien me había dirigido y me quedé mirando como trabajaba. Me hizo varias preguntas sobre las causas de buscar trabajo siendo tan joven. Estando en este coloquio, llegó un señor, le saludó muy afectuosamente —después supe que eran tío y sobrino—, y le preguntó qué deseaba yo. Informado dicho señor me dijo:

«¿Quieres ser estuquista?» Nunca había oído esa palabra, ni sabía por tanto su significación, pero mi contestación fue rápida y terminante:

—Sí, señor.

¡La necesidad acompañada de la inconsciencia, impulsa a la osadía!

—Mañana —me dijo—, a las seis, preséntate en la calle de Jesús del Valle, 17, principal, pregunta por Agustín Pérez, ya te diré dónde debes ir a trabajar.

Llegué a casa contentísimo; di a mi madre la noticia con una alegría enorme; me parecía haber crecido en edad y en estatura, ¡creía ser ya un hombre! Mi madre lloraba de emoción, como si nos hubiéramos salvado de un gran peligro y nos preguntábamos:

¿Qué será eso de estuquista?

Antes de las seis de la mañana del día siguiente estaba yo en el domicilio de don Agustín Pérez provisto de un panecillo y una tortilla para la comida. Esto debió ser en mayo de 1878. Fui a trabajar al Hospital de los Franceses, entonces en reconstrucción en el barrio de Salamanca. Había varias cuadrillas estucando las salas destinadas a hospitalizar enfermos y, según me habían ordenado, me uní a la cuadrilla del que llevaba por apodo el «Trabas». Se trabajaba desde las seis de la mañana hasta que encendían los faroles de la vía pública, con una hora de interrupción para comer.

A todos les extrañaba que siendo de tan corta edad fuese a trabajar en un oficio que exigía un esfuerzo físico superior al que yo podía desarrollar. Era el primer aprendiz de estuquista.

Todos habían empezado siendo ya hombres, por la categoría de peones.

El «Trabas», gallego, quería obligarme a cargar como si fuera un hombre, lo cual era imposible. Me maltrató de obra, cosa muy corriente entonces en talleres y obras en el trato a los aprendices. Yo no podía sufrir ese trato y cambié de tajo yéndome con otro oficial, también gallego, apodado «El Tachuelas».

Desde el primer día, el oficio me fue simpático. Se le consideraba como la aristocracia del ramo de Edificación. El estuco era un lujo; se estucaba sólo en las casas de los ricos. El obrero estuquista disfrutaba de consideraciones no tenidas con otros. La brillantez del paramento, las incrustaciones de adornos de diferentes colores e imitaciones a mármoles de todas clases me agradaban, dándome la sensación de que no era un oficio como otro cualquiera, sino un arte.

En las horas de descanso me dedicaba —aprovechando material sobrante— a hacer muestras de diferentes clases: fileteados, incrustaciones, imitaciones, etc. De esa forma, de aprendiz ascendí a ayudante de primera categoría sin pasar por la de peón de mano, como era costumbre. De ayudante he trabajado con los oficiales más calificados. A los diecisiete años de edad era oficial con dos ayudantes, circunstancia exclusiva que sólo tenían los de capacidad de trabajo elevada.

He trabajado de estuquista treinta y dos años; muchos de ellos, simultaneando con el desempeño gratuito de cargos de responsabilidad en la organización obrera y en el Partido Socialista. Cuando comenzaba a emanciparme de trabajar por cuenta ajena, fui elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid, por el distrito de Chamberí, en unión de Pablo Iglesias y de Rafael García Ormaechea, y como tenía que dedicar todo el tiempo a la concejalía, me fue imposible continuar trabajando en el oficio, recibiendo como compensación, de la Agrupación Socialista Madrileña, un subsidio de cincuenta pesetas semanales.

Con bastante repugnancia he expuesto lo que antecede, que, a primera vista, le parecerá una manifestación de inmodestia. Le ruego no lo interprete así, sino como una respuesta anticipada en mi defensa a los que dicen fue una incapacidad para la práctica de mi oficio el motivo determinante para desempeñar cargos sindicales y políticos retribuidos.

El oficio de estuquista, de tantos atractivos para mí, tenía sus quiebras. Era oficio de temporada; se trabajaba en primavera y el verano y el invierno se pasaba en paro forzoso. Para suplir, en parte, esa falta de salario, tenía que buscar otras ocupaciones suplementarias. Mi madre había dejado ya el oficio de sirvienta y se dedicaba a vender cosas que no exigían la inversión inmediata de mucho dinero y que eran de fácil colocación. Durante el invierno, la ayudaba en este comercio y no era raro encontrarme en algún mercado como el de San Ildefonso, ofreciendo tímidamente a las criadas de servir, pimientos, tomates o cusas semejantes. También iba por los campos recogiendo cardillos para venderlos al día siguiente.

Pero el recurso al cual acudía con preferencia, era trabajar en la «Villa», esto es, al servicio del Ayuntamiento de Madrid o al de la Diputación Provincial. Muchas cunetas de las carreteras de la provincia y muchos de los hoyos para plantar pinos en la Dehesa de la Villa, los he regado con mi sudor. El Municipio daba un jornal de una peseta y cincuenta céntimos por día, y la Diputación veinticinco céntimos más.

Fue trabajando en la carretera de Tetuán de las Victorias a Fuencarral donde oí por primera vez hablar de la Fiesta del Trabajo, del Primero de Mayo y de su significación. Era el año de 1890 y se había celebrado en Madrid un mitin y una manifestación. En el primero hablaron Pablo Iglesias y otros, y el objeto de los discursos fue exponer el programa de reivindicaciones obreras acordado en el Congreso Internacional celebrado en París el año anterior y, muy particularmente, de la jornada de trabajo de ocho horas. Los oradores habían recomendado la unión de todos los obreros en sociedades de resistencia, con objeto de presionar a los gobiernos y obtener de los poderes públicos una ley implantando dicha jornada.

Todo eso lo escuchamos a los trabajadores de Fuencarral cuando regresaban de asistir a los actos citados. Nosotros habíamos trabajado. La Diputación no permitió hacer fiesta ese día, que además era de pago de la última decena del mes de abril y el pagador no volvía hasta el siguiente 10 u 11; por consiguiente, los que faltasen a la lista, no cobraban y no podían pagar sus deudas a los suministradores de artículos de consumo.

El día 2, después de liquidar mis cuentas, con los acreedores, regresé a mi casa con la obsesión de cumplir lo recomendado por los oradores del 1.° de mayo: asociarme. Lo que oí se me grabó con tal fuerza en mi espíritu, que consideré un deber inaplazable su realización. Teniendo en cuenta la inexistencia de una sociedad de mi oficio solicité el ingreso en la de Albañiles «El Trabajo» domiciliada en la calle de Jardines, 32, donde la Sociedad «El Arte de Imprimir» tenía alquilado un piso y cedía local a otras entidades como «Carpinteros de Taller», «Obreros en Hierro», «Marmolistas», etc. Desde ese día quedé afiliado a la Unión General de Trabajadores de España, a la cual pertenecía «El Trabajo»; desde ese momento estaba unido a millares de obreros españoles; desde ese instante consideré que había contraído deberes y obligaciones incompatibles con la indiferencia sobre cuestiones sociales. Había firmado voluntariamente el compromiso de defender y trabajar por unas ideas: por la emancipación de mi clase, la trabajadora, y me dispuse a cumplirlo.

En la sociedad de albañiles «El Trabajo» había cuatro o cinco estuquistas asociados; inmediatamente nos reunimos, cambiamos impresiones y empezamos la propaganda. A los pocos días se habían inscrito cerca de la mitad de los obreros del oficio. La asamblea de constitución de la Sociedad de Estuquistas se celebró en el local cedido por las Escuelas Pías de San Antón, en un aula donde yo comencé a deletrear el Catón. Pablo Iglesias pronunció un discurso exponiendo las ventajas de la organización obrera. Era la primera vez que oía al fundador del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. Excuso decir con el interés y atención que escuché la palabra sencilla, pero de una lógica y una dialéctica irresistibles del apóstol de las ideas marxistas en nuestro país. Sus palabras produjeron en mi inteligencia el mismo efecto que la luz en las tinieblas. Me parecía increíble que los trabajadores consintiéramos en seguir siendo víctimas de la explotación capitalista, cuando nuestra unión podía dar al traste con esa ignominia; después comprendí lo difícil que es esa unión donde el capitalismo directa o indirectamente usufructúa el poder político y económico, y el obrero, sea intelectual o manual, se ve obligado a vender su fuerza de trabajo por lo que le quieran dar.

En dicha asamblea se eligieron los cargos directivos y, en esa elección fui elegido Vocal; después he desempeñado los cargos de Secretario y Presidente. Se acordó ingresar en la Unión General de Trabajadores de España, cuyo Comité nacional residía en Barcelona, siendo su Secretario Antonio García Quejido.

Como el número de estuquistas era relativamente reducido, en poco tiempo estuvimos asociados casi todos.

La Sociedad de Obreros Estuquistas ha estado siempre al lado de las demás sociedades hermanas de Madrid. Desde la calle de Jardines, 32, se trasladó con las demás al nuevo Centro Obrero del número 20 de la misma calle, luego a la plaza de la Bolsa, después a Relatores, 24, un antiguo templo masónico y, por último a la calle del Piamonte, número 2, cuyo edificio fue adquirido por las organizaciones y se le dio el nombre de Casa del Pueblo.

Una huelga declarada por la Sociedad de Estuquistas, fue la primera que la U. G. de T. declaró reglamentaria. Se reclamaba la jornada de ocho horas y se obtuvo un triunfo completo. Las consecuencias del éxito fueron importantísimas. Todos los estuquistas se asociaron; se constituyeron nuevas sociedades obreras e ingresaron en la U. G. de T. Constituyó además un triunfo de la táctica defendida por los socialistas, frente a la preconizada por los anarquistas, enemigos, entonces, de las cajas de resistencia con cotización permanente. Los anarquistas defendían la lucha espontánea contra la clase capitalista, sin organización previa y con ayuda económica voluntaria y, en todo caso, la acción directa. Después rectificaron creando la Confederación Nacional del Trabajo para contrarrestar la influencia sobre la clase trabajadora de la U. G. de T.

La lucha entre las dos organizaciones nacionales fue encarnizada. Ha sido necesario el transcurso de mucho tiempo para llegar a un desarme relativo de los odios. Con Iglesias y Quejido fui blanco de esos odios, hasta el punto de ser amenazado de muerte varias veces. Últimamente los acontecimientos obligaron a socialistas y anarquistas a luchar en un mismo terreno político contra el enemigo común: el falangismo. Conocidos y tratados personalmente, se ha lamentado el error cometido con las luchas sostenidas entre las dos grandes organizaciones obreras, de cuya lucha se aprovecha la clase burguesa para apretar con más fuerza los tornillos de su explotación.

Berlín. Cuartel general de la Comandancia del Ejército ruso de ocupación a 12 de mayo de 1945. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Exceptuado del servicio militar por excedente de cupo, quedé libre para dedicar todas mis actividades al trabajo y a la organización obrera.

Se produjo un cambio radical en mi vida. Abandoné toda diversión y distracción que no tuviera un objetivo cultural o instructivo. Entregué todas las energías físicas e intelectuales de que podía disponer a la defensa y propaganda del ideal voluntariamente abrazado. El bagaje intelectual que llevaba al entrar en la liza social era bien pequeño; no podía ser otro que el obtenido en tres años de escuela primaria, desde los cuatro a los siete de edad; casi el tiempo que se está en párvulos; en una palabra, tenía que hacerme yo mismo, siéndome necesaria voluntad de acero para triunfar y salir del campo de los indiferentes.

El deseo de saber me obligó a estudiar en folletos, libros, periódicos, etc., especialmente en EL SOCIALISTA, el problema de la lucha de clases.

Asistía a mítines y conferencias, donde hablaban Pablo Iglesias y los principales jefes del republicanismo español; no faltaba a las controversias sostenidas en el Ateneo y la Academia de Jurisprudencia. Del examen de lo leído y oído saqué el convencimiento de que los trabajadores debíamos actuar activamente en la lucha política si queríamos consolidar lo conquistado en la lucha económica contra la clase patronal y abrir brecha en las fortificaciones del Poder capitalista, a fin de llegar a la completa emancipación económica del proletariado. No fue menos firme la convicción de que esa actuación política debíamos desarrollarla, no en los partidos republicanos, que no tenían en sus programas ningún contenido social, sino en el Partido Socialista que trabajaba por el mejoramiento moral y material del proletariado. Además, se distinguía de los otros partidos por su moralidad política y su lealtad a los trabajadores.

Por tal convicción solicité el ingreso en el Partido Socialista Obrero Español, y no por sentimentalismo o simple simpatía. Mi alta en la Agrupación Socialista Madrileña tiene fecha de 14 de marzo de 1894. En el año de 1932 figuraba en el registro de dicha Agrupación con el número diez. Hoy, seguramente, figuraría con el número uno o dos. La cotización la tengo abonada hasta el mes de diciembre de 1938 inclusive, habiendo salido al mes siguiente para la emigración a causa del vencimiento de la República por el franquismo con la ayuda de Italia, Alemania y Portugal y la implícita complicidad de las naciones llamadas democráticas.

La tarjeta de afiliado y otros documentos que guardaba como oro en paño, cayeron en poder de la Gestapo alemana.

Tenía veinticinco años cuando ingresé en el Partido y contaba con una antigüedad de cuatro años en la U. G. de T. y en la sociedad de mi oficio.

Para muchos, pertenecer a las entidades dichas era un episodio sin importancia en su vida, igual a otro cualquiera, o como si ingresaran en una sociedad de recreo. No cambiaban ni modificaban su vida, sus costumbres, ni su manera de ser se limitaban a cotizar creyendo toda obligación enojosa o comprometedora. Dejaban a los demás que les dieran la labor hecha. Yo lo tomé muy en serio, a pesar de mi juventud; acaso más en serio de lo que convenía a mi edad. Mi preocupación constante era no consentir ninguna negligencia en el cumplimiento de mis obligaciones societarias y políticas, lo mismo que en el trabajo. Esto me revestía de una autoridad considerable ante compañeros y patronos, acaso desproporcionada a mis pocos años; pero ésa era la realidad.

En el oficio existían vicios tradicionales, y me consideré obligado a trabajar todo lo posible hasta extirparlos. Los principales eran trabajar a destajo; pagar los salarios en las tabernas, y no trabajar los lunes para irse a divertir a las afueras de Madrid.

El primero pretendían justificarlo con la falta de brazos, de mano de obra en la primavera y verano; pero el trabajo a destajo era peligrosísimo en mi oficio; agotaba a los hombres rápidamente. A los cuarenta y cinco años de edad había que buscar otra ocupación menos penosa, so pena de morir prematuramente. La labor no era fácil; los más refractarios a la supresión de los destajos eran los mismos obreros en su afán de ganar más salario sin darse cuenta de su miseria física; mas, a pesar de esto, el trabajo a destajo o tarea desapareció.

El segundo punto era una conveniencia particular de los patronos; les convenía o les era más cómodo reunir todos sus obreros el sábado en la taberna. Esto procuraba a los taberneros una clientela numerosa y solvente, sirviéndole al patrono para exigirle una reciprocidad, y en algunos casos ayuda económica para sus negocios. En cambio, al obrero le ocasionaba grandes perjuicios. Se veía en la disyuntiva de entrar en el establecimiento y dejarse parte del salario en vino, o estar en la calle esperando turno, lloviese o nevase. Logré que el patrono con quien yo trabajaba pagase los jornales en la obra. Los demás continuaron con la misma costumbre, que al cabo del tiempo desapareció.

El tercero querían explicarlo diciendo que el resto de la semana trabajaban a destajo apretando un poco más y, con ello, recuperaban el jornal perdido el lunes. Esto, naturalmente, empeoraba más las condiciones del trabajo en lo que respecta a la jornada, fatiga, etc. Lo sorprendente era trabajar los domingos, y pasarse los lunes comiendo y bebiendo en el Puente de Vallecas, Ventas del Espíritu Santo, Tetuán de las Victorias o la Puerta de Hierro, puntos de reunión esos días, de zapateros, estuquistas y otros. Esta costumbre desapareció como el destajo, negándonos algunos a tomar parte en tales cuchipandas; lo cual nos valía la crítica de los más recalcitrantes; pero el buen ejemplo se impuso.

A propósito de esas excursiones de los lunes, me sucedió un accidente muy desagradable; accidente que no quiero ocultar porque, quiera o no, forma parte de mi vida.

Un día de invierno, que parecía de primavera —tan frecuentes en Madrid—, fuimos como de ordinario a casa de] maestro por si había donde ir a trabajar en alguna chapuza, que era lo único que se hacía en esos meses. La contestación fue negativa. A la salida alguien propuso ir a Tetuán de las Victorias; se reunieron algunas pesetas, no muchas, y allá nos fuimos. Éramos cuatro estuquistas y nos encontramos con otros obreros pintores que habían ido con el mismo objeto que nosotros. No habiendo obtenido lo que buscábamos, nos dirigimos todos a la Puerta de Hierro. Dos pintores jóvenes como yo, me invitaron a ir por el atajo, atravesando el monte de El Pardo. Acepte, y a la mitad del camino surgió un guarda, nos registró y, a pesar de no encontrarnos nada de que pudiera recelar, nos condujo en un carro al Juzgado Municipal de dicho pueblo, y nos entregó al Juez diciéndole que habíamos colocado unos lazos para cazar conejos. Protestamos de tal falsedad; enseñamos los callos de las manos para demostrar que éramos trabajadores, les invitamos a llamar a los otros compañeros que ya estaban aguardándonos en la Puerta de Hierro y podían testimoniar la veracidad de nuestras manifestaciones; les expusimos el por qué habíamos penetrado en el monte… de nada nos sirvió. Desde el Pardo fuimos conducidos por la Guardia Civil a la cárcel de Colmenar Viejo, y, prestadas nuevas declaraciones, se nos puso en libertad.

La causa pasó a Madrid. Dos veces declaré en un juzgado de la «Casa de Canónigos». Se me comunicó que estaba procesado invitándome a nombrar abogado defensor, a lo que renuncié y lo hicieron de oficio. Propuse como testigo para acreditar mi buena conducta al maestro con quien trabajé desde la edad de nueve años, don Agustín Pérez.

Pasaron muchos meses sin que yo hiciera caso ni me preocupase de tal proceso, pues lo creí enterrado. Un buen día el abogado llamó a mi madre y le dijo que me imponían la pena del pago de una multa de ciento y pico de pesetas; que el asunto no tenía importancia, pero que le aconsejaba diéramos la conformidad a fin de evitar que lo trasladaran a Colmenar Viejo, donde, en el juicio, podrían aumentar la pena. Accedimos, sin sospechar que los consejos no tenían otro fin que el de evitarse él la molestia de acudir a la vista por la que no obtendría ningún beneficio.

Esperé a ser llamado para pagar la multa, y tenía el propósito de pedir el dinero adelantado al maestro, pero una noche, a la vuelta del trabajo, recibí una citación del alcalde de barrio ordenándome acudiese a la alcaldía inmediatamente. Comparecí, y me comunicó que estaba declarado en rebeldía por no haber pagado la multa y que acto seguido ingresaría en la Cárcel Modelo de Madrid, donde estuve tres días. Conducido por la Guardia Civil, a pie y esposado, me llevaron a la Cárcel de Colmenar Viejo, allí viviendo entre criminales —uno estaba condenado a muerte—, cumplí el resto de la condena. Una de las parejas de guardias que, en un relevo, le tocó conducirnos, al enterarse de lo hecho con nosotros dijo que no era la primera vez que el tal guarda había realizado tamaña faena para ganarse las simpatías de sus superiores.

He ahí, por un motivo baladí, un hecho que en los innumerables procesos que se me han incoado por cuestiones políticas, siempre ha figurado como antecedente penal, con la suerte de que nadie le ha dado importancia ni tenido en cuenta para perjudicarme.

La fe en los ideales socialistas, la seriedad en la conducta y la lealtad en el proceder, me hicieron conquistar rápidamente la confianza de los compañeros y, muy especialmente, la de Pablo Iglesias, tan exigente en el cumplimiento del deber. Sin perjuicio de volver sobre cada caso, he aquí la relación de los cargos que recuerdo haber desempeñado en las organizaciones sindical y política:

Vocal, Secretario y Presidente de la sociedad de mi oficio. Presidente de la Sociedad de Profesiones y Oficios Varios. Esta entidad tenía la misión de constituir legalmente sociedades obreras en el momento en que se reuniera el número de inscritos exigidos por la ley y que pertenecieran a una misma profesión.

Presidente de la Cooperativa Socialista de Consumo. Secretario primero, y después Presidente del Centro de Sociedades Obreras en Relatores, 24, y Piamonte, 2, Casa del Pueblo, habiendo estado a mi caigo todo lo referente al traslado de la primera a la segunda.

Presidente dos veces, y luego Gerente, de la Mutualidad Obrera, la Sociedad más importante de España de servicios médico-farmacéuticos y de enterramiento constituida por obreros asociados.

Presidente de la Institución Cesáreo del Cerro. Su fin era la creación de escuelas para niños de ambos sexos, hijos de trabajadores asociados, facilitándoles alimentación y vestido, además de la enseñanza. Se sostenía económicamente con la renta de una importante donación hecha por la persona cuyo nombre se dio a la Institución.

Vocal de la Junta de Aduanas y Valoraciones.

Consejero del Banco de España, en representación de la Institución Cesáreo del Cerro que poseía más de cien acciones.

Vocal obrero del Instituto de Reformas Sociales —después transformado en Consejo de Trabajo— desde su constitución en 1904 hasta 1932 que cesé por haber sido nombrado Ministro de Trabajo. El cargo de Vocal del Instituto, después Consejo, me ha permitido intervenir en la discusión y elaboración de toda la legislación social de España en el período citado. Al discutirse la reforma del Reglamento de la Ley de descanso en domingo, propuse y fue aprobada la supresión de las corridas de toros los domingos y el cierre de las tabernas en el mismo día. Intrigas políticas, de las que no estuvo ausente el rey Alfonso XIII, hicieron desaparecer tan importantes reformas.

Vicecontador del Comité Nacional de la Unión General de Trabajadores de España. En el Congreso de 1918 fui nombrado Secretario General, cargo desempeñado durante veinte años. En el último Congreso fui elegido por unanimidad.

Consejero de Estado, designado por los vocales obreros del Consejo de Trabajo, previa autorización de los Comités de la U. G. de T. y del Partido.

Presidente de la Agrupación Socialista Madrileña, tres veces. La primera más de doce años. La segunda, para discutir las veintiuna condiciones impuestas por Moscú para el ingreso en la Tercera Internacional, y la tercera cuando dimití de la presidencia del Partido. Al salir de España para la emigración en 1939, desempeñaba todavía dicho cargo.

Vocal primeramente, después Vicepresidente y, por último, Presidente del Partido Socialista Obrero Español, elegido en el Congreso de 1932. Dimití en 1935 a causa de intrigas de Indalecio Prieto.

He tomado parte en los Congresos del Partido Socialista y de la U.G.T. desde 1898.

Los mítines y conferencias en que he tomado parte en toda España son innumerables y muchos de gran importancia.

En 1919 asistí a la Conferencia Internacional celebrada en Berna, en representación de la Unión General, para la preparación del Congreso constituyente de la Federación Sindical Internacional. En el mismo año concurrí a dicho Congreso en Amsterdam, donde se aprobó la organización definitiva de la Federación dicha. He sido miembro de su Consejo Internacional y he asistido a todas sus conferencias y congresos, incluso al de la Paz celebrado en La Haya.

En el Congreso Nacional del Partido Socialista Obrero Español celebrado en Madrid en 1932, se me designó miembro del Consejo General de la Internacional Socialista, siéndolo todavía al terminar la guerra civil, y habiendo intervenido en sus Conferencias y Congresos.

He participado como delegado obrero de España en la Conferencia Internacional celebrada en Washington en 1919 para la constitución de la Oficina Internacional del Trabajo en cumplimiento de la Parte XIII del Tratado de Versalles; habiendo asistido posteriormente a todas las Conferencias Internacionales celebradas en Ginebra.

Como miembro del Consejo de Administración de la Oficina Internacional del Trabajo he actuado durante doce años. Lo era al comenzar la guerra de 1939-1945. He asistido a las reuniones que ha celebrado en diferentes capitales de Europa. Esto me ha dado la posibilidad de estudiar e intervenir en las discusiones de la legislación social internacional.

El pueblo de Madrid me ha elegido cinco veces concejal de su Ayuntamiento y una vez diputado provincial.

En 1918 fui elegido diputado a Cortes por Barcelona. Posteriormente —menos en una elección— lo fui por Madrid, y lo era al terminar la guerra civil.

Desempeñé durante bastante tiempo la Presidencia de la Minoría Parlamentaria Socialista.

Formé parte del Comité revolucionario que el 14 de abril de 1932 se apoderó del poder político proclamando la República. Fui Ministro de Trabajo durante dos años y medio.

Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra desde el 5 de septiembre de 1936 hasta el 15 de mayo de 1937. Estos cargos los acepté para evitar un movimiento contra el Gobierno del señor Giral, por patriotismo, en plena guerra civil, en el momento en que los rebeldes habían tomado Talavera de la Reina y se dirigían a Toledo y Madrid.

No hago comentario alguno; sólo le recuerdo, mi buen amigo, que asistí a la escuela solamente tres años, desde los cuatro a los siete de edad; no tuve mentor ninguno; me he tenido que formar yo mismo; no se me ha aplicado ningún acuerdo de censura por el desempeño de esas funciones que ni directa ni indirectamente solicité, y que fui siempre enemigo de cábalas e intrigas.

Berlín. Cuartel General del Ejército ruso de ocupación, 14 de mayo de 1945. Francisco Largo Caballero.