Los hijos de Francisco Largo Caballero me han concedido el honor de invitarme a hacer el prólogo de las diferentes cartas que con el título de Mis recuerdos dejó escritas su padre, unas a pluma y otras a lápiz.
Invitación tan honrosa, aparte del sentimiento de gratitud, despierta en mí una doble inquietud de alegría y de temor. Este trabajo va a permitirme revivir espiritualmente, y de aquí mi alegría, la mayor parte de mi vida reproduciendo y evocando hechos y acontecimientos en los que participé en unos como espectador, en otros, en la mayoría, como actor, y en todos ellos como compañero y amigo leal del hombre que —a continuación de Pablo Iglesias— gozó de más crédito, de más confianza, de más autoridad entre los trabajadores españoles organizados.
Al prologar y anotar esta obra quiero tener la ilusión de que de nuevo me he puesto a trabajar bajo la inspiración de aquel hombre con el que en el transcurso de medio siglo colaboré asiduamente, sin que jamás se suscitara entre nosotros discrepancia esencial alguna, y sin que en nuestras relaciones hubiese la más pequeña interrupción. Por añadidura creo honradamente haber sido el hombre que penetró más hondo en su intimidad y, aun corriendo el riesgo de que se atribuya a vanidad, el que mejor le ha comprendido.
¿A quién iban dirigidas estas cartas? Su autor no lo declaró nunca ni en la intimidad de la familia, y ésa es la razón principal por la cual jamás han llegado ni llegarán directamente al destinatario.
No obstante las prolongadas y frecuentes conversaciones con el autor, orales y escritas, antes y después de ser conducido a Alemania, también yo ignoro si existe una persona a la que estuvieran dedicadas estas misivas y cuál es esa persona. Mas, en el terreno de las suposiciones, podemos atrevernos a todo —a todo lo que sea honradamente permisible— y por ello me atrevo a creer dos cosas: que no me equivocaría al señalar cuál era la persona a la que las cartas estaban destinadas; que tampoco me equivocaría asegurando que dados los cambios operados en opiniones y conducías, viviendo el autor, tampoco las hubiera enviado al destino previsto.
Otra de las cosas que se ignoran es si esta correspondencia estaba o no destinada a la publicidad, aunque no está fuera de lógica pensar que si se enviaban a persona cuyas dotes de escritor y publicista le eran bien conocidas, seguramente no sería con la intención de que permanecieran secretas, sino con la más admisible de que corregidas y aun aumentadas, llegasen a conocimiento del gran público por el cual, el autor, hizo tantos y tan grandes sacrificios.
En fin de cuentas, él vivió —después de escritas— tiempo más que suficiente para haberlas enviado a destino, o encargar que se enviasen, y no lo hizo y, si nos apremiasen mucho, diríamos que a plena conciencia.
¿Por qué se publican ahora? Ante sus herederos, y ante las muy escasas personas que hemos sido consultadas, se ha presentado un verdadero caso de conciencia. Si el autor se propuso un día entregarlas a un publicista por el que sintió gran predilección, es incuestionable que abrigaba el propósito de que se hicieran públicas para que los trabajadores dedujeran de ellas las conclusiones que creyeran razonables. En tal caso conservarlas en el archivo familiar sería contrariar las intenciones que tuviera al escribirlas. De otra parte, los herederos no han recibido mandato directo y expreso de hacerlas públicas, pero tampoco recibieron indicaciones, órdenes o prohibiciones de no hacerlo.
Estas cartas son un verdadero documento histórico, tanto por la personalidad del autor como por los acontecimientos que relatan, y salvo si hubiese existido prohibición expresa del autor nadie tiene derecho a sustraerlas al conocimiento de la opinión pública, y en particular al público compuesto por los trabajadores españoles. Bastarían estas razones para estimar acertada la resolución de publicar este volumen. Pero hay otras consideraciones de más peso.
Estos recuerdos biográficos son, en realidad, una parte de otro libro que dejó escrito y preparado para su edición Francisco Largo Caballero. Y aquí sí se manifiesta insistentemente el deseo del autor de que se den a conocer sus informaciones, opiniones, y los documentos, copiados literalmente, que atestiguan su absoluta e incontrovertible veracidad histórica, sobre la guerra civil española de 1936-1939, la huelga general de 1934, la insurrección de 1930, y en general de todos los grandes acontecimientos de que fue actor principalísimo.
Los trabajadores juzgarán si esta publicación es un acierto o un error. De uno u otro modo, la conciencia de quienes podían resolverlo, nada tiene que reprocharse. Por lo que a mí se refiere asumo orgulloso la responsabilidad que me pueda caber por la edición de este epistolario.
Francisco Largo Caballero representa el tipo de hombre del cual se dice: ¡Es un autodidacta! y dicho esto se cree decirlo todo o tributarle el mayor elogio. No. Se puede ser un autodidacta y tener muy limitadas facultades. Se puede ser un autodidacta y carecer de dotes para intervenir con eficacia en la vida pública. Se puede ser autodidacta y ser un bandido o un sinvergüenza. Se puede ser un autodidacta y, a la vez, ser otras muchas cosas plausibles o censurables. El quid no está ahí.
Autodidacta es el que se adiestra o se instruye por sí mismo, sin auxilio o dirección de maestro. Bien. Pero lo mismo puede instruirse o adiestrarse en lo útil que en lo dañino; en las buenas o en las malas artes.
Tomemos la cosa por el lado bueno. Ser un autodidacta constituye un mérito. De acuerdo. Yo también lo soy, pero ¿a qué alturas tendría que encararme para ponerme al nivel —entre los socialistas españoles— de un Pablo Iglesias, un Matías Gómez, un Francisco de Diego, un Antonio García Quejido, un Francisco Largo Caballero, todos ellos autodidactas, para no referirme más que a los desaparecidos?
Ser autodidacta es un mérito, sí; pero lo interesante es saber por qué y para qué se ha sido autodidacta. Para saberlo, necesitamos conocer el medio en que nace y se desarrolla el individuo, las cualidades que le caracterizan, más los detalles del desarrollo de su vida, las exigencias de ésta y sus manifiestas inclinaciones.
Francisco Largo Caballero viene al mundo en un medio social donde reinan la escasez, la pobreza y la ignorancia; y los primeros años vividos presencian la separación de sus padres por causas que él no ignora pero que silencia discreta y delicadamente. Se da perfecta cuenta del sacrificio que su madre realiza para ganar el sustento de ambos, y desde muy temprana edad surge en él la resolución de entregarse al trabajo para aliviar la carga que pesa sobre los hombros de su progenitura y para evitar que sus parientes le echen en cara «que se come el pan que ellos ganan».
Madre e hijo concuerdan en que para mejor navegar en este turbulento mar social, es conveniente adquirir algunos conocimientos, los que su propia situación permite, y eso determina su ingreso en la escuela en la que a pesar de su atención sostenida y su interés, el breve tiempo de su permanencia solamente le permite adquirir nociones elementales de lectura, escritura y aritmética. Éste es todo el bagaje cultural que la sociedad le proporciona para que se defienda en la lucha por la vida y, eso, no gracias al Estado o al Municipio, sino a una institución de carácter privado y religioso. Con ese estupendo bagaje, ayuno de enseñanza profesional o técnica ¡a trabajar!, y a trabajar en lo que sea, allá donde le paguen un real diario y le regalen unos cuantos pescozones para que no se desconozca la autoridad de patronos y encargados.
Así, pues, Largo Caballero ha sido autodidacta porque la sociedad le ha privado de medios de instrucción; porque ha nacido en un medio de miseria, y porque para defenderse de esa misma sociedad siente la necesidad de acumular conocimientos por si mismo a costa de sus horas de recreo o de descanso, a costa de dejar de ser niño.
Para realizar esto que exige un esfuerzo que sólo pueden apreciar los que lo hayan realizado, se precisa poseer cualidades poco comunes, y Largo Caballero ha probado que las poseía, por ejemplo: gran capacidad cerebral; inteligencia ágil; concepción rápida; asimilación fácil; carácter firme servido por una voluntad indomable; sensibilidad exquisita; inclinación resuelta al bien.
De su gran capacidad cerebral da fe toda la obra de su vida fecunda aplicada a la organización y acción de la clase trabajadora como a la resolución de graves problemas de orden local o nacional y de carácter económico y politice. De esa inteligencia ágil, como de su concepción rápida de los problemas y su asimilación fácil, son testimonio las acciones de un hombre que apenas pudo aprender a leer, mal escribir y las cuatro reglas de aritmética, y a medida que iba avanzando en el camino de su vida, iba aumentando el caudal de sus conocimientos leyendo y estudiando hasta en los momentos dedicados a la comida. Como resultado de sus asimilaciones pudo ser un buen organizador, un buen administrador, orador, escritor, gobernante. Para eso puso empeño en ser autodidacta. Para eso, y para librar a su madre del penoso trabajo ganando él lo necesario para ella y para sí; para su madre por la que tenía veneración sin proclamarlo a gritos, sino probándolo con sus sacrificios de niño y de hombre.
La rapidez de su concepción como la agilidad de su inteligencia, fue muchas veces probada, lo mismo en el ejercicio de la profesión que en sus actuaciones sociales y políticas. Por poseer esas cualidades era un polemista temido en las asambleas obreras. Algunos que le querían y admiraban decían: «Este muchacho, cuando discute, parece un gato jugando con un ratón». Y era cierto: porque primero asimilaba perfectamente los argumentos contrarios sin alterarlos o desfigurarlos porque lo que perseguía no era el triunfo personal, sino el de la verdad y la razón y, después, se complacía en juguetear con ellos hasta destruirlos, aunque sin hacer gala de dominar las reglas de la retórica o de la elocuencia literaria que sabía muy bien que no poseía, pero con una lógica intuitiva aplastante, sin humillar al contrario. ¡Y cuidado que en las organizaciones madrileñas —y muy particularmente en la Agrupación Socialista— había polemistas de primera categoría! Los que tuvimos la suerte de presenciar aquellas asambleas de la Agrupación Socialista Madrileña en su domicilio de la calle de Relatores, 24, no las olvidaremos mientras vivamos.
Por ser hombre de cerebro capaz, de inteligencia ágil, de rapidez asimiladora, pudo laborar con éxito en el Municipio madrileño en donde el que más y el que menos de sus concejales sabía más de lo que le habían enseñado. Por poseer las cualidades enumeradas pudo actuar brillantemente en los Ministerios, en la Presidencia del Consejo y acertadamente en las Cortes; y por eso pudo también ser autoridad en los medios internacionales de la organización obrera y socialista.
El autodidactismo, en este caso, ha servido cumplidamente a las cualidades naturales de todo orden que adornan al individuo y ha desempeñado una función de enormes proporciones.
A Largo Caballero —como a Pablo Iglesias— juzgándolo a la ligera y tan sólo teniendo en cuenta algunas manifestaciones externas de tipo psicológico, no permanentes, se le ha considerado como hombre de carácter duro, agrio, esquinado, casi insociable y, estando seguros de lo injusto de la apreciación, nos hemos preguntado muchas veces: ¿por qué?
El carácter no lo define el momento de mal humor que nos produce una contrariedad; ni la respuesta dura a una impertinencia: ni la frase tajante aplicada al falso o al hipócrita.
El carácter es la Índole, la condición, el conjunto de rasgos o circunstancias con que se de a conocer una persona distinguiéndose de las demás, particularmente por sus cualidades morales.
Un carácter de la calidad de aquel que le atribuían a Caballero, corresponde a una persona poco accesible, tanto a la sociabilidad como a los afectos, a una persona incorrecta y poco sensible a las cuitas y a los dolores ajenos; y nuestro hombre era perfectamente sociable, profundamente afectivo para los familiares, para los amigos ciertos, para los compañeros leales, y aun para los enemigos, siempre correcto incluso dentro de la mayor severidad. Ciertamente que si para ser juzgado hombre de buen carácter hubiera tenido que ser zalamero, hipócrita o cómico, hubiera renunciado desde el primer momento a tal calificativo.
Cualesquiera que fueren, recibía a las personas con sencillez, con afabilidad, pero con la seriedad propia de quien necesita todos sus minutos e invita con esa seriedad y con la parquedad en la expresión a que no se los roben ni el visitante los pierda.
Cierto. Le hemos oído expresarse con dureza tanto en público como en privado. ¿Cuándo? En público, cuando era obligado condenar actos reñidos con la observancia de la lealtad o la decencia política, o bien contra atropellos infligidos a los trabajadores; y cuando —en el caso de las víctimas del hundimiento del Tercer Depósito— se hallaba imposibilitado de exteriorizar su indignación y su dolor, le hemos sorprendido haciendo esfuerzos inauditos para contener las lágrimas, seguramente para que no las interpretasen como signo de debilidad. En privado cuando los principios de justicia y de razón han exigido salir por los fueros de la verdad, o bien en defensa de un compañero injustamente acusado, o para reprender descuidos o abandonos que pudieran dañar a la comunidad o bien para condenar excesos o para recriminar cara a cara a embusteros o a falsarios. En el propio locutorio de la Cárcel Modelo de Madrid le hemos visto y oído tratar con dureza y con desprecio a un sujeto que se había permitido calumniarle y difamarte y, no obstante, tuvo la cara dura de acudir a visitarle queriendo estrechar su mano. El fulano tuvo que salir más que aprisa con la cabeza baja por entre la masa de visitantes que oyeron claramente la admonición de Caballero. Naturalmente, que para este sujeto Caballero era de un carácter endiablado.
En cambio, repetimos, le vimos conmoverse hasta las lágrimas ante cuadros de miseria y de dolor en las barriadas extremas de Madrid, ante los cuerpos de compañeros que fueron víctimas en la guerra civil; le hemos visto impertérrito, pero impresionado, arriesgando su propia posición en defensa de un hombre acusado injustamente como lo fue el general Asensio.
Nada de eso es propio de un hombre duro, agrio, insensible.
Pero, además, aunque las continuas vicisitudes de la vida nos endurezcan, ¿pueden constituir la dureza y la acritud las características de un hombre que se ha revelado como hijo ejemplar, como esposo amante y fiel, como padre más dominado por los afectos que por la inclinación a hacerse temer y a imponer duras disciplinas; cuando en las relaciones con los compañeros se es siempre un camarada cordial y comunicativo? ¿Existe persona alguna que le haya oído sin un motivo muy serio tratar a alguien con dureza tan sólo por proporcionar un escape a su mal humor o a su genio endiablado? No. Hemos convivido meses y meses en lugar tan incómodo como la prisión, y no le hemos sorprendido ninguno de esos escapes. A muchos hombres públicos se les aplican calificativos en relación con el carácter supuesto que, la mayoría de las veces, son impropios o injustos.
El carácter firme, franco, leal de Largo Caballero, reflejo de sus sentimientos, se ha manifestado, no a través de los grandes episodios de su vida solamente, sino desde su niñez.
La criatura que se enfrenta con su patrón rechazando la moneda falsa que se entrega a sabiendas como parte de su mísero jornal, abandonando al propio tiempo el taller cuyo dueño así se conduce, revela una entereza de carácter y una dignidad poco comunes. El muchacho que ha visto diariamente al hermano de su madre realizar todas las operaciones propias del oficio de zapatero, es cosa natural que no siendo torpe, se haya dado cuenta de cómo se efectúan, por lo menos, las más simples. Pues a este muchacho, otro zapatero similar de quien solicita trabajo, le interroga si conoce algo del oficio, y este chico que ni sabe ni aprenderá nunca a mentir, le responde que no. Hubiera sido una pequeña mentira disculpable en quien busca trabajo y conoce, aunque sea superficialmente, algunas de las operaciones del oficio. ¡Ah! Pero ese carácter duro, esquinado, inflexible, ni por vanidad le permite decir lo que no siente, porque para él sería una gran vergüenza que un buen día le dijera el patrón: «Me has engañado, tú no conocías el oficio, me has robado el real o los dos reales que te he pagado de jornal». A él no hay quien pueda echarle en cara una falta de ese género porque su carácter, su moral no le permite cometerla. Y precisamente a su carácter firme y a su conducta leal se debe que en el tenderete mismo del zapatero remendón, encontrase a quien había de introducirle en el oficio que luego ejerció durante su vida de trabajador profesional. Suele decirse que ciertas manifestaciones del carácter solamente se ponen de manifiesto ante los iguales o ante los inferiores. Eso es cierto en los que son capaces de ductilidad y de acomodamiento. En Largo Caballero, como en Iglesias, se daba el caso contrario: con los más elevados empleaban mayor rigidez porque hay derecho a exigir más de su posición y de su educación. De ahí la entereza ante la actitud amenazadora del Conde de San Luis, Gobernador de Madrid. De ahí la firme y digna actitud ante el aristócrata (creo que se trataba del Marqués de Villamejor) que pretendía que los trabajadores no utilizasen la escalera para llegar al lugar de su trabajo, aun con peligro de su vida. De ahí su entereza ante el Presidente Alcalá Zamora. De ahí su actitud firme y resuelta ante tribunales tan altos como el Supremo de Guerra y Marina y ante cualesquiera otros. De ahí su magnífica actitud ante el Embajador ruso como ante cualquier otra personalidad que no le guardase las consideraciones debidas.
Siendo parte de su carácter su sensibilidad, tenía necesariamente que manifestarse en el exilio. A él nos encaminamos juntos y, ambos, tan escasos de numerario como sobrados de necesidades. Él logra, sin pedirlo, que se le auxilie internacionalmente y empieza a hacer partícipes de este auxilio a aquellos compañeros cuya situación angustiosa le es conocida. Sufre persecuciones y calamidades y rechaza ofrecimientos de traslado a América, no sólo porque han quedado dos hijos suyos en España, sino porque entiende que mientras haya refugiados en Francia que puedan necesitar del apoyo de quienes han ejercido cargos de representación y responsabilidad, el deber de éstos es estar a su lado. Las autoridades francesas lo traen a mal traer y no obstante se preocupa del trato que los emigrados sufren en distintas regiones, y con su correspondencia les instruye y los conforta. Cae bajo las garras de los alemanes y, no obstante su situación de evidente peligro, se preocupa del trato de que son objeto los españoles que sufren también cautiverio.
Hace falta poseer el conjunto de cualidades humanas que \ aquel hombre poseía para poder salir con bien de tan duras y repetidas pruebas. Ese conjunto de cualidades humanas es el verdadero carácter.
Si por hombre culto ha de tomarse exclusivamente a aquel que ha cursado todos los grados de la enseñanza logrando abstener un título académico como patente de su sabiduría. Largo ‘Caballero no era un hombre culto.
Mas, si por hombre culto ha de entenderse al que, con o sin asistencia a las aulas, se preocupa de adquirir y adquiere directamente de la vida, de los libros y de los hombres, conocimientos generales y particulares de Historia, de Ciencias, de Filosofía, de Economía, de Literatura y de Arte, asimilando lo fundamental y muchas veces el detalle de estas disciplinas, el que lo logra puede decirse que es un hombre culto, aunque no alcance la categoría de sabio.
Entre estos hombres cultos figuraba Largo Caballero. Figuraba porque en su casita de Madrid, a fuerza de economías, consiguió formar una biblioteca de materias muy bien seleccionadas. Libros que no se compraba para adorno sino que eran leídos con sostenida atención y anotados para aprovechar sus enseñanzas. Esa biblioteca la robaron los franquistas y ellos sabrán si la han destruido o la han repartido, para aminorar su ignorancia. Lo que sabemos positivamente es que de ella salió un gran caudal de conocimientos aprovechados por Largo Caballero, que a veces encargaba a los amigos adquirir ciertas fibras interesantes en casas editoriales de Francia cuando no tas hallaba en España. Yo adquirí algunas por su encargo con ocasión de asistir a un Congreso en París. Destruida su biblioteca, continuó adquiriendo y leyendo nuevos libros de carácter político, literario o histórico.
Respecto de doctrina filosófica y económica marxista, seguramente ha sido uno de los hombres que, entre los trabajadores de España, con más atención han estudiado esos textos que a tanta gente se les atraviesan. La cultura provenía de los libros pero, muy particularmente, de la observación directa de los hechos y de los hombres para lo que poseía un fino instinto analítico. ¡Qué pocas veces fallaba en sus juicios!
La cultura de estos hombres como Iglesias, como Caballero y como algunos otros, es una cultura positiva, porque de ella arrancan las iniciativas, las innovaciones hijas de la experiencia, que aplican directamente a la resolución de los problemas de la vida real.
Así se explica que algunos señores, con sobra de títulos y falta de meollo, se sorprendieran ante la agudeza de estos INCULTOS.
Hay un hecho que no admite discusión: en las páginas de la Historia de España, Francisco Largo Caballero tiene conquistado un lugar de relieve, y el hecho necesariamente habrá de ser reconocido y proclamado cuando el solar hispano se vea libre de la langosta nazi-falangista que lo tiene asolado.
Ese lugar no lo ha conquistado el ilustre madrileño merced al brillo de una sola faceta de su multifacética personalidad. Su acceso a la Historia no lo obtiene como escritor brillante, como orador elocuente, como político sagaz o como gobernante capaz, ni como legislador social, ni siquiera por su cualidad de organizador, ni por su rectitud ejemplar, ni por su positivo valor revolucionario. POR NADA DE ESO EN PARTICULAR Y POR TODO ELLO JUNTO.
Su puesto en la Historia, sin proponérselo, lo ha conquistado —habida cuenta de sus dotes y capacidades— POR SU CALIDAD DE HOMBRE DE ACCIÓN.
Un hombre de acción cuyas actividades se han encaminado siempre a servir el bien común prestando servicios personales y estimulando con el ejemplo a que otros muchos ciudadanos rindan servicios a la colectividad.
Apenas cuenta veinte años cuando llegan a él reflejos de un discurso de Pablo Iglesias, a quien no conoce, que descubre ante su vista un amplio horizonte en cuya dirección, en adelante, ha de encaminar sus pasos. Desde ese momento se convierte en paladín de la justicia social y su actuación no conoce tregua. Su primera creación es la Sociedad de Estuquistas; a continuación el desarrollo de la de Oficios Varios; inmediatamente el de la acción política con su ingreso en la Agrupación Socialista Madrileña.
El impulso adquirido al penetrar en el mundo de los trabajadores organizados va acelerándose de día en día, y ya no se detiene hasta el momento de su muerte. Es un activista, es un creador, es un sembrador; activista que dedica todos los instantes a la misión que se ha impuesto; creador de nuevas fuerzas organizadas; sembrador, por medio de la palabra, el escrito y el ejemplo, de las doctrinas libertadoras de la Humanidad. Ya es la Mutualidad Obrera que adquiere un gran desarrollo bajo su dirección; o bien la Unión General de Trabajadores desde cuya Secretaría General la estructura y coordina de tal modo que logra para ella la mayor robustez, la mayor personalidad, la máxima autoridad moral. Es la Presidencia de la Casa del Pueblo de Madrid, unida a la de la Institución Cesáreo del Cerro en las que acredita, además de su dinamismo, su certera visión de los problemas. Con la Presidencia de la Institución Cesáreo del Cerro, su incorporación al Consejo de Administración del Banco de España. No hay en este Consejo gran labor a desarrollar; pero hay que hacer buen papel entre gentes que se consideran superiores y hay también que aprender. Y logra ambas cosas.
El que no ha sido arrastrado por el torbellino de las fuerzas obreras organizadas, que cada día exige más de los hombres que elige como sus gestores, no puede darse cuenta de las energías que son necesarias para dar satisfacción a las exigencias de aquellas fuerzas.
Ahora se impone una nueva actividad —¡y qué actividad!— de carácter administrativo. Henos aquí ya en el Ayuntamiento de Madrid, en el que ha habido que penetrar forzando la guardia que aquellos señores tenían montada para impedir la entrada de personas decentes en aquel feudo de la picardía y los negocios sucios.
En esta fortaleza conquistada merced a una idea ingeniosa del propio Largo Caballero, Rafael García Ormaechea —durante su breve permanencia— es el consultor jurídico-administrativo de la minoría socialista; Iglesias el guía y consejero experimentado de alta autoridad; Largo Caballero el que lleva sobre sus hombros la tarea más ingrata y la que exige más dinamismo, estudiar expedientes, fiscalizar obras, descubrir gatuperios y denunciarlos con valentía. Hay que sanear aquella ladronera y desinfectar aquel estercolero para que Madrid sea administrado como merece y es de razón, y se saneó y se desinfectó gran parte dejando preparado el terreno a los nuevos consejeros socialistas que en lo sucesivo continuarán manteniendo ^la bandera de la moral y la honradez en la administración municipal.
Ese trabajo intenso no excluye el que por su parte exige la organización obrera, y el que reclaman los intereses nacionales lo mismo en el orden político que en el administrativo y en el de la propaganda de ideas y procedimientos. Campaña por la tornada de ocho horas. Los albañiles son los primeros en lograrla, y a esta Sociedad pertenece ahora Largo Caballero. Campaña contra el impuesto de consumos tan odiado por el pueblo de Madrid y que los socialistas hicieron desaparecer. Campaña contra la guerra en Marruecos. Campaña por el abaratamiento de las subsistencias y, todo ello, con su cortejo de procesos y encarcelamiento que Caballero no rehuyó, aunque tampoco podían serle gratos. Procesos y encarcelamientos que no provocó demagógicamente, pero que tampoco rehuyó por sentimiento personal de conservación. Los grandes conductores de multitudes son como los jefes de ejército que si en un momento de gravedad y peligro rehuyen afrontar éste no poniéndose a la cabeza, pierden el prestigio, la autoridad y la confianza de las fuerzas.
La huelga de 1917 fue la primera conmoción de gran volumen con un fondo revolucionario imposible de disimular. Largo Caballero tuvo sobre sí el mayor trabajo de organización y preparación y el mayor peso en las responsabilidades como Secretario General de la U.G.T. Cierto es que nadie rehuyó las suyas y la entereza para afrontarlas les abrió las puertas del presidio.
El presidio de Cartagena fue la antesala de las Cortes, y Largo Caballero, con sus compañeros de condena, fue a las Cortes a enfrentarse con los políticos de un régimen que no hallaba solución para los graves problemas nacionales y quería subsistir sobre ellos.
Ahora es el régimen el que está en litigio. Alfonso XIII en complicidad con el general Silvestre ha echado leña en la hoguera de Marruecos, han ampliado la hoguera; la conflagración se ha convertido en el desastre de Anual… y los incendiarios se han quemado las manos.
La minoría socialista inicia la campaña para exigir responsabilidades en el Parlamento. ¡Responsabilidades! Esa cosa que como los créditos contra los malos pagadores, no se hacen nunca efectivas. Aquí no falla la regla general y para que no se vuelva a hablar de responsabilidades surge la dictadura de Primo de Rivera en la que éste es el dictador aparente, y el dictador real… el Rey.
El dictador aparente con anuencia del real reforma el procedimiento para designar los miembros del Alto Cuerpo llamado Consejo de Estado y Largo Caballero pasa a ser Consejero, no por graciosa designación, como entonces se propaló con tan mala intención como poca fortuna, sino por derecho reconocido a la Unión General de Trabajadores para designar libremente —como en otros organismos— sus propios representantes y, en consecuencia, designado por ésta.
La dictadura disolvió Cortes, Diputaciones y Municipios, organismos todos de elección popular, pero no pudo o no se atrevió a disolver las organizaciones obreras y los partidos políticos lanzándolos a la clandestinidad, segura de que tal medida sería contraproducente. Así, organizaciones y partidos siguieron laborando tenaz y constantemente contra el régimen. Se preparaba su derrocamiento y en esta preparación tomaba parte el elemento militar exigiendo como garantía la participación directa del Partido Socialista y de la U.G.T.
Largo Caballero fue el más resuelto defensor de tal participación y por ello tuvo que librar batallas con sus propios compañeros de Ejecutivas, pero su tenacidad triunfó acreditando una vez más su clara visión de los problemas. Cierto es que en Jaca, se sufrió un descalabro a consecuencia de impaciencias no contenidas, pero eso no debilita ni su convicción ni sus actividades conspirativas. Reconociendo su valía, su nombre fue incluido en la lista del futuro Gobierno de la República. Gobierno que al fin —después de haber estado encerrado en la Cárcel de Madrid— toma posesión del poder como consecuencia del glorioso triunfo electoral para la renovación de Municipios el 14 de abril de 1931.
Otra dura prueba a la que se ha visto sometido Largo Caballero, es el movimiento revolucionario de 1934. En las Comisiones Ejecutivas de los dos organismos proletarios de signo socialista había hombres decididamente resueltos a organizar y ^provocar el movimiento como única solución contra la ola reaccionaría desencadenada por Gil Robles y Alejandro Lerroux contra los avances del proletariado, pero también los había contrarios a tal movimiento, sin que hayamos podido saber: nunca de dónde esperaban una solución para la pavorosa situación que se palpaba en las medidas y propósitos del Gobierno. 1934 fue Largo Caballero. Y lo fue porque al fin y a la postre acabó por conseguir que la U.G.T. se solidarizase oficialmente con el movimiento. Lo fue porque él asumió la dirección, y organización del movimiento con un tacto y un sigilo propios de quien tuviera por oficio tal clase de trabajos. Lo fue porque arriesgó su libertad y su vida por ese movimiento. Lo es porque ha sido el único que no solamente no ha renegado de aquel movimiento, sino que hasta sus últimos días se ha lamentado de que por la clase trabajadora y la mayoría de sus dirigentes no se le haya dado todo el relieve, toda la significación que para nuestra clase social tenía.
A este propósito hemos de registrar que es falsa la versión según la cual entraba en los planes de Largo Caballero hacer de aquel movimiento el principio de la revolución social para implantar en España el socialismo. El movimiento iba dirigido a derribar un Gobierno reaccionario y sustituirlo con uno francamente democrático dentro de la República de este carácter que habíamos implantado, aunque ¡naturalmente! procurando obtener las mayores ventajas para la clase trabajadora, y quien mejor puede testificar de tales propósitos soy yo que recibía todas sus impresiones y participaba en sus planes.
El movimiento propiamente dicho fracasó, ¿pero fue inútil? De ello hablan elocuentemente los hechos posteriores. Gracias al movimiento se obtuvo un triunfo resonante en las elecciones legislativas inmediatas.
Gracias al movimiento «fracasado» desapareció el Gobierno reaccionario y se constituyó el Gobierno democrático de Azaña. Gracias al «fracasado» movimiento nos libramos de cárceles, del presidio y de la muerte, millares de trabajadores. Gracias a ese movimiento «fracasado» el Partido Socialista y la U.G.T. fortalecieron una autoridad que hubieran perdido si mostrando Largo Caballero la misma debilidad y «sensatez» de que dieron pruebas algunos ejecutivos, se hubiera prescindido de provocar la revolución esperando —como el cosechero del cuento— mejor ocasión.
Repitámoslo, 1934 fue Largo Caballero y lo fue en el epílogo del movimiento por su movilidad en la preparación de las elecciones después de su gran triunfo obteniendo la absolución del Tribunal Supremo de Guerra y Marina que era equivalente a obtener la absolución del movimiento revolucionario que se obtuvo, en la práctica, en las elecciones generales.
Nuestro hombre ha subido un peldaño más y ha echado sobre si una nueva y abrumadora carga. Es Ministro de Trabajo, pero su modo de conducirse y su género de vida no denuncian al alto personaje; su lenguaje, su presentación, su trato personal, especialmente con sus compañeros los trabajadores sigue siendo el mismo, su vida en la humilde casita de la Dehesa de la Villa, en nada se ha modificado: calor de hogar, trabajo, estudio, elaboración de proyectos que eran enunciados de aspiraciones en sus discursos a los trabajadores; su fiebre de trabajo aumentada en algunos grados. Nueva legislación obrera discutida y combatida por los burgueses. Nuevas preocupaciones de Gobierno, de Cortes, de Minoría parlamentaria, y también de organización internacional obrera.
Ya es bastante para probar —como se diría en lenguaje industrial— la capacidad de producción de un hombre. ¿No? Pues aún han de aportarse otras muchas pruebas para acreditar la de este hombre tan admirado por unos, tan combatido por otros, tan discutido, al fin, como todo hombre de positiva valía.
El lector debe darse cuenta de que para recoger los hechos y rasgos más salientes tenemos que saltar por muchos episodios. De otro modo tendríamos que escribir un volumen pura y sencillamente biográfico.
La República Española y algunos de sus rectores procedieron con ingenuidad. Desde la elaboración de la Constitución hasta las más simples medidas de gobierno, rompía tradiciones, hería intereses privados para favorecer al interés de la comunidad; pretendía respetar la libertad para todos sin privilegios para nadie; se cuidaba poco del pasado y preveía para el futuro y, en su ingenuidad, llegó a creer que todo esto, revelador de grandes ambiciones colectivas y nobles y patrióticas aspiraciones, había de ser acogido por tirios y troyanos con la y benevolencia de quienes atribuyen buena fe, desinterés y deseos de acierto, a los hombres de gobierno.
Y así, un mal día nos encontramos conque una gran parte del generalato y la oficialidad del ejército, confabulados con los propietarios de la tierra y del cielo, se sublevan contra la República que les paga y confía en ellos creyendo que son hombres de honor; le roban una parte de sus bienes y se dedican a matar a los defensores de aquello que ellos estaban en la obligación de defender.
En situación verdaderamente grave, el Gobierno que preside el doctor Giral dimite y a Francisco Largo Caballero se le confía la misión de formar nuevo Gobierno. Ahora tiene sobre sí, además de la responsabilidad de gobernar, la de aplastar a los sublevados, la de ganar la guerra. Además de la Presidencia, se reserva la cartera de Guerra. Ha de ser gobernante y estratega. ¿Pero qué sabe este hombre de estrategia ni del arte, la ciencia o lo que sea de las armas, si ni siquiera formó en las filas del ejército por haberse librado de la incorporación I’ como hijo de viuda a la que tenía que mantener? ¡Ni siquiera conoce la instrucción elemental del soldado! Pues ahora es el Jefe superior del ejército y la nación le dice que tiene que derrotar a los militares profesionales. ¡Formidable regalo de la suerte!
En el momento de hacerse cargo del poder, no hay ni una sola unidad militar organizada. Los elementos que luchan contra los facciosos, son elementos civiles incorporados voluntariamente en grupos, sin obedecer a organización ni plan alguno, proveyéndose de armas donde pueden y como pueden y marchando directamente a los lugares donde saben que pueden encontrar al enemigo para cerrarle el paso. Es el impulso popular el que gana la primera batalla impidiendo el triunfo fulminante con que contaban los facciosos.
Inmediatamente Largo Caballero crea la Junta Nacional de Milicias en la que están representadas todas las organizaciones y partidos, y se da comienzo a la organización de batallones de milicianos con sus mandos respectivos. Se les provee de vestuario y armamento. El primer reparto de importancia hecho por la Junta en el Ministerio de la Guerra fue el de los fusiles y municiones llegados de México. El Ministro visitaba a diario los frentes, costumbre adquirida antes de llegar al Ministerio; del mismo modo que antes de ser ministro creó la estación emisora y receptora de Radio en la U.G.T. que resultó ser el mejor medio informativo nacional al servicio del Gobierno.
Después siguió la creación de Regimientos, Divisiones y Brigadas; la creación del Cuerpo de Comisarios de guerra, y el Consejo de Guerra como organismo superior al que someter los planes y pedir consejo.
Pero hay algo que tiene un valor poco conocido y una importancia no apreciada en todo su valor. La iniciativa fue del Comandante de Intendencia Militar don Antonio Rodríguez Sastre —correligionario del Ministro— y captada y puesta en ejecución por éste inmediatamente. Se trataba de crear la Junta de Compras del Ministerio de la Guerra que había de sustituir con gran ventaja al cuerpo de Intendencia Militar.
La organización era un modelo de minuciosidad. Nada podía escapar a la fiscalización. Era imposible realizar operaciones en las que pudiera penetrar el abuso y se hacían imposibles los fraudes. A diario se podía seguir en detalle la marcha de este organismo y a diario se pasaban a la Subsecretaría de Guerra desempeñada por el general Asensio partes detallados y gráficos que en un instante daban a conocer el número y cuantía de las compras y suministros diarios. En los almacenes montados en Madrid y Valencia un sistema de fichas daba a conocer en cualquier momento las entradas y salidas. También se montaron talleres de confección. Imposible dar a conocer aquí en detalle toda la organización de esta Junta que era un organismo original y más civil que militar; pero podemos y queremos afirmar que durante la guerra economizó al Estado muchos millones de pesetas y fue un factor de no escasa eficiencia.
En lo que respecta a planes y operaciones militares, él no habrá discutido técnicamente, científicamente, los que se han sometido a su conocimiento, pero no ha dejado ni uno sólo sin examinar y hacer muchas veces observaciones y enmiendas muy acertadas. El último plan en el que intervino directamente fue el de las operaciones a realizar por Extremadura para cortar las comunicaciones del enemigo y que, de haberse llevado a feliz término, hubiera cambiado totalmente el aspecto de la guerra. He aquí, pues, a un modesto obrero estuquista convertido en estratega militar y que, de no haberle fallado los concursos más indispensables y obligados, hubiera podido vencer a los militares profesionales levantados contra la República.
Yo sé algo de las deslealtades y desafueros cometidos por los elementos comunistas en las trincheras, en los batallones, en los talleres, en la retaguardia. Hechos observados desde la Junta Nacional de Milicias, desde la Secretaría de la Agrupación Socialista Madrileña y desde la Junta de Compras del Ministerio, pero ninguna comparable a las que esos elementos llevaron a cabo en el seno mismo del Gobierno al convencerse de que Largo Caballero no era un material maleable para darle la forma y la aplicación que a sus aspiraciones conviniera y, si alguna duda tuvieron, quedó perfectamente desvanecida cuando vieron que el Embajador de su país de adopción política era arrojado violentamente del despacho del Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra por atreverse a insinuar imposiciones a un hombre para el que la dignidad de su país representaba tanto como la propia.
A Largo Caballero lo arrojaron del poder la Comisión Ejecutiva socialista y los comunistas concertados; pero ha de hacerse constar que lo arrojaron del poder porque él consintió en dejarse arrojar. Largo Caballero en momento tan grave contaba con la confianza del Presidente de la República; contaba con la confianza plena del proletariado que desfiló en imponente manifestación de adhesión bajo los balcones del palacio de Benicarló, en Valencia, sede del Gobierno; contaba con la confianza plena de lo más destacado y sano del ejército republicano en vísperas de unas operaciones decisivas para ese ejército y para España. En ese momento Francisco Largo Caballero —y no faltaron amigos que se lo insinuaron— pudo por su sola decisión y contando con tales asistencias, convertirse en Dictador español hasta dar fin al conflicto armado. No quiso serlo por su fidelidad a la democracia; por su alto concepto de la disciplina de partido; por no dejar marcado en su vida un hecho contradictorio con sus predicaciones, con su actuación de siempre y por poderosas razones internacionales que no es del caso citar. Así, pues. Largo Caballero no fue arrojado: dejó dignamente el puesto a los equivocados y a los traidores. Esa victoria de los comunistas, marcó el camino hacia la ruina de España.
Por la excesiva extensión dada a este prólogo, a pesar de habernos constreñido a lo indispensable, nos vemos forzados a ponerle fin.
Francisco Largo Caballero ha conquistado un preeminente lugar en la Historia de España. Si hubiera de erigirse un monumento a su memoria y fuera yo el encargado de ponerle una leyenda, diría:
FRANCISCO LARGO CABALLERO
Prototipo del hombre de acción por la Patria
y por la humanidad.
Enrique de Francisco