EL GOBIERNO NEGRÍN-PRIETO

Querido amigo: Mientras Negrín y sus ministros se entretenían en perseguir a los que no nos sometíamos a su política, España se desangraba en una guerra criminal por parte de los fascistas. Cada día aumentaban éstos sus medios de combate, facilitados por las naciones del Eje a pesar de la «No intervención», de la que aquéllos se burlaban.

Aunque después de mi salida del Gobierno aumentó el envío de material de guerra para la República, nunca era lo suficiente para igualarse con el que disponía el enemigo. Nuestros milicianos luchaban en unas condiciones de inferioridad aterradoras.

El Ministro de Defensa Nacional realizó ofensivas que más parecían perseguir efectos morales para distraer a la opinión, que interés por ganar la guerra o, al menos, posiciones; así sucedió con la toma de Teruel, que se perdió a los dos días por haber retirado fuerzas y no disponer de reservas y por obligar a los milicianos a luchar bajo una temperatura que produjo un número de bajas superior al producido por las balas enemigas.

Cosa parecida ocurrió en las operaciones de Brunete; operación nunca autorizada anteriormente por mí, porque carecíamos de fuerzas para cubrir los flancos y por eso era una temeridad; de ahí que después de sacrificar muchas vidas tuvieran que replegarse a las antiguas posiciones. Lo mismo aconteció en la ofensiva de La Granja, posición inferior a la del Puerto Alto de las dos Castillas que estaba en nuestro poder. También allí se sacrificaron vidas sin objetivo bien determinado.

Entre tanto, en los organismos obreros era visible el malestar por las cosas que ocurrían en el desarrollo de las operaciones y en las organizaciones mismas como consecuencia de los manejos caciquiles e impositivos. Hondo debía ser el malestar, cuando dos conocidos ministeriales, Amador Fernández y Belarmino Tomás —ambos asturianos— me visitaron en Valencia, al parecer por propia iniciativa, para lamentarse de la situación del Partido y de la Unión General. Según ellos, todo estaba desorganizado, abandonado; cada uno hacía lo que le parecía; los dos organismos obreros se desmoronaban, se iban de las manos. Dijeron que se imponía nombrar otras ejecutivas con hombres de responsabilidad y de prestigio, y me preguntaron si yo estaba dispuesto a cooperar en la obra de reorganización. Mi respuesta fue que estaba a disposición del Partido y de la Unión, a condición de que tal reorganización fuera el resultado de Congresos, pues de ninguna manera aceptaría los arreglos de camarillas hechos entre bastidores. Ambos quedaron en volver a verme, pero no les volví a oír hablar más de tal problema ni de tal proyecto. ¿Quién o quiénes los disuadió? ¡Siempre el misterio!

De otra parte, en las esferas gubernamentales todo eran intrigas y zancadillas. Prieto creyó manejar a Negrín a su antojo, y se equivocó, porque Negrín era prisionero del Partido Comunista. Éste pensó que Prieto se le sometería como Negrín, porque gracias a él era Ministro de Defensa Nacional; pero Prieto no se somete a nadie; por el contrario, su deseo es que todos se sometan a él. Su propia sombra le estorba. No se entendían. La traición de mayo del 37 no les sirvió de provecho. Se devoraban entre sí, mientras los milicianos perdían su vida en defensa de la libertad y la independencia.

En mi domicilio de Valencia recibí la visita de tres compañeros de Barcelona que venían a solicitar me fuera con ellos, pues en la capital catalana había fuerte marejada política y creían que yo debía estar allí donde quizá pudiera ser necesario. Llegué a la capital catalana, y me encontré con que habían puesto a Prieto en la disyuntiva de dimitir. La crisis estaba latente y ya era casi oficial. Un diputado se entrevistó con Prieto para preguntarle si había dimitido; éste contestó que no, pero que sabía que tenían ya preparado un sustituto. Más parecía una destitución que una dimisión.

A los amigos nos pareció que no convenía permitir que los comunistas triunfasen en esa maniobra y que debíamos ayudar a Prieto antes de que aquellos ganasen la partida.

Tanto a Prieto como al Presidente de la República señor Azaña, se les informó en detalle de lo que se tramaba. Pero éste último carecía de energías para resolver por sí los problemas difíciles con la resolución y rapidez que exigían y convocó a los representantes de los partidos para examinar la situación y aconsejarse. Los representantes de los partidos se inclinaron del lado de Negrín y de los comunistas. El más decidido contra Prieto fue González Peña, Presidente del Partido y de la Unión y Ministro de Justicia gracias a su protector Indalecio, ahora traicionado. ¡Oh! Los refranes castellanos son perfectamente aplicables a estos individuos. «Cría cuervos y te sacarán los ojos». «El que a hierro mata, a hierro muere».

Llegó a Barcelona la noticia de que los rebeldes estaban próximos a llegar al Mediterráneo con lo que se aislaría a Cataluña del resto de España. Como mis hijas habían quedado en Valencia, decidí ir a buscarlas en un auto, aunque corriera el peligro de ser cogido por los falangistas. ¿Cómo iba yo a dejarlas en Valencia y quedarme en Barcelona? Prieto se enteró y dio orden de poner a mi disposición un avión para la ida y la vuelta. Salí aquel mismo día, y al siguiente estaba de regreso en Barcelona con mis hijas.

No sería noble silenciar este rasgo de Prieto, y seguramente ésta sería la última orden que dio como Ministro. Este favor que siempre he recordado y agradecido, puede absolverle de todas las malas acciones que ha realizado contra mí, y tal absolución nunca me pesará. Pero de lo que no podrá ser absuelto jamás, es del mal que ha ocasionado al Partido Socialista, a la Unión General y a España.

Tal fue la causa de fijar mi residencia en Barcelona. Solicité casa o habitación de la Generalidad, visitando al efecto a su Presidente y no me la proporcionó. Gracias a unos amigos no catalanes encontré donde albergarme con mis hijas y mi cuñada.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: los rebeldes llegaron a Vinaroz, y esto me imposibilitó ir a Madrid a las reuniones del Comité de la Agrupación. Mi ocupación era asistir a las reuniones del Consejo del Banco de España, trasladado a Barcelona. No fue fácil tomar posesión del cargo de Consejero. Negrín se oponía, no sé con qué fundamentos. Supongo que sería la persistencia en la conducta que siguieron conmigo en otros casos, esto es, la de echarme de todos los cargos. Gracias al Gobernador del Banco, señor Nicolau D’Olwer, que demostró que a la Institución Cesáreo del Cerro no se la podía dejar sin representación en el Consejo, pude tomar posesión.

Los asuntos a tratar no eran de importancia; casi siempre cuestiones de personal. Los relacionados con la emisión de billetes y entrega de fondos al Gobierno eran resueltos por el Gobernador y el Subgobernador. Como no se daba cuenta de la situación de Caja, reclamé que se informara a los Consejeros de los balances trimestrales; por ellos supe la importancia de la circulación del papel moneda; ascendía a más del doscientos por ciento de lo legal, pero era consecuencia inevitable de la guerra. En el Consejo me encontré con un comunista que decía ser representante del personal. A mí no me parecía mal que el personal tuviera un representante en el Consejo, pero la Ley del Banco no lo autorizaba, y Negrín no se opuso como lo hizo conmigo aunque ostentaba un derecho indiscutible. El dato es interesante.

Los comunistas de Barcelona preparaban grandes festejos con abundancia de banderas y gallardetes para conmemorar el aniversario del día de la sublevación de los militares, con el pretexto de rendir homenaje al pueblo español por su resistencia a los rebeldes. Esto me parecía un absurdo, digno de la mentalidad de un cretino. El homenaje podía hacerse en otra fecha cualquiera, por ejemplo: la de la batalla de Guadalajara, la de la toma del cuartel de la Montaña, etc.; pero era inadmisible que cuando Franco llenaba la zona ocupada por ellos de colgaduras como el día del Corpus, nosotros inundáramos la zona republicana de banderas y gallardetes confundiéndonos con los sublevados.

El comunista del Consejo se sintió inspirado por las musas revolucionarias y propuso que dicho día fuera festivo para el Banco, y al propio tiempo se enviase un mensaje de adhesión al señor Negrín, haciéndole saber por una visita del Consejo esta resolución. Ese disparate me sirvió de motivo para combatir los proyectos de festejos comunistas y su prurito de iniciativas vacuas. Dije que el Banco no podía adherirse a ninguna personalidad política; que era un organismo en el que podían convivir personas de diferentes partidos, sin causas de incompatibilidad, y que la adhesión a la persona del señor Negrín significaría la adhesión a un partido determinado, y eso estaba fuera de sus normas y de sus funciones. Otra cosa sería la adhesión a la República, porque esto no mortificaría las ideas políticas de nadie y, al fin y al cabo, la República era la representación de España. Una discreta intervención del señor Nicolau D’Olwer cortó el incidente, y se pasó a resolver los asuntos del Orden del día.

A consecuencia de los sucesos del mes de mayo en Barcelona, aunque hubo muertos y heridos, no se incoó ningún proceso a la Confederación Nacional del Trabajo, ni al Partido Socialista Unificado, ni a ninguno de sus individuos; solamente a los trotskistas, pero no por rebelión, sino por la publicación y reparto de impresos clandestinos. Se me citó como testigo y, el Fiscal, comunista, me hizo preguntas como éstas:

—¿Conoce usted los ataques que estos señores le dirigen?

—Sí —contesté.

—¿Qué le parecen?

—¡Una tontería!

—¿Qué juicio tiene usted formado de los procesados?

—Que son unos ilusos.

Y así, por el estilo, todo lo demás. Incluso me preguntó un Magistrado si tenía conocimiento de que se hubiera incoado algún proceso por los sucesos de mayo. Aun tratándose de que el testigo era un exjefe de Gobierno, la pregunta revelaba que no sabían por donde acometer.

La asistencia a este juicio me facilitó la ocasión de conocer el resultado del proceso por el complot de Madrid, del cual le tengo hablado en otra carta. Todos los encartados habían sido fusilados, menos el capitán Secretario del General Miaja que fue condenado a diez años de prisión, a pesar de ser el jefe de los conspiradores y el que facilitaba al enemigo los documentos secretos. Pronto se uniría a los rebeldes y sería recompensado por su traición a la República.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.

Querido amigo: Presionado de mil maneras por los comunistas, Prieto decretó la constitución del S.I.M., acto que constituyó una mancha en su historia política, que no podrá limpiar nunca, y autorizó el procesamiento de los Generales Asensio, Martínez Monje y algún otro. ¡Bonita ocasión para haber llevado al proceso las cacareadas pruebas! Tal proceso se incoaba por la pérdida de Málaga. El Juez instructor era un señor Magistrado del Supremo. Yo declaré varias veces. Por las preguntas que se me hacían comprendí que no se habían presentado las célebres pruebas tantas veces reclamadas por mí. La dirección que se imprimía al proceso iba encaminada a averiguar si los generales cumplieron o no las órdenes del Ministro de la Guerra mandando material a Málaga. Se demostró que las cumplieron y si hubiera existido alguna negligencia no sería de ellos sino mía. Entregué un telegrama del Ayuntamiento de dicha capital dándole las gracias por la ayuda que el Gobierno había prestado. Dije que en todo caso el proceso debía incoarse contra mí y no contra mis subordinados, que no habían hecho más que cumplir mis órdenes, porque era yo el que ordenaba el envío de material a todos los frentes. Por lo tanto, si querían procesarme conocían el camino a seguir. El Magistrado quiso averiguar si en el Consejo de Ministros me habían denunciado los comunistas que Asensio era mujeriego y borracho, y la contestación que les había dado. A lo que le repliqué que de mis actos como Jefe de Gobierno no tenía que dar cuenta más que al Parlamento, y no a él. No insistió.

La vista de la causa se iba a celebrar muy pronto y creí conveniente visitar al Presidente de las Cortes para prevenirle y comunicarle que si me citaban como testigo acudiría, y si el abogado defensor tenía valor para hacerme ciertas preguntas, yo contestaría con entera claridad, sin preocuparme de las consecuencias. Al señor Martínez Barrio le pareció el proceso un error.

Al día siguiente fue sobreseída la causa y los generales puestos en libertad. Los promotores e instigadores de este proceso no se dieron cuenta de que en España no era fácil hacer lo que en otros países, porque aún quedaban sentimientos de justicia, de humanidad y de independencia.

Las autoridades judiciales pidieron autorización a las Cortes para procesar al diputado por Málaga señor Bolívar, de filiación comunista. La Comisión Permanente de las Cortes denegó la autorización, quitando así a dicho señor la oportunidad de probar que era inocente de la pérdida de la capital que representaba en Cortes. ¡Hay resoluciones salvadoras! Lo único que observamos fue que desde la caída de Málaga, el señor Bolívar desapareció del escenario político. ¡Menos mal, algo es algo!

En los mismos días se vio el juicio contra el Coronel Jefe militar de Málaga que estaba al frente de las fuerzas cuando entraron los falangistas. El Tribunal no encontró motivo ni prueba de acusación y lo absolvió.

Así terminó el tan manoseado caso de la pérdida de Málaga, por el que los comunistas parecía que iban a derribar el templo caballerista.

París. Enero de 1946. Le abraza. Francisco Largo Caballero.