41

Si en algo estuvo todo el mundo de acuerdo fue en que no debía contárselo a Addie.

—Por nada del mundo —dijo Della, cuando Hugh se presentó ante su puerta—. No tiene que saberlo bajo ninguna circunstancia.

Y Hugh asintió con la cabeza. Su voluminosa cabeza pendía sobre su cuello y tenía los ojos clavados con desesperación en el rostro de Della. Della nunca antes lo había visto así. Estaba para el arrastre. Por primera vez en la vida, sintió lástima por él. Lo hizo entrar y le preparó una taza de té.

—No me puedo creer que se haya ahogado —dijo Della, pensando en voz alta—. No tiene sentido. Lola, la perra nadadora.

Hugh estaba sentado en el más absoluto silencio, con la cabeza gacha.

—Mira, Hugh —le dijo—, hay que ver las cosas como son. Solo era una perra.

Y él asintió con la cabeza lastimeramente.

—Si lo miramos en perspectiva, probablemente sea lo mejor. La perra habría echado muchísimo de menos a Addie, se habría sentido muy triste sin ella.

Hugh seguía sin decir nada. Tenía la cara gris y expresión de desolación. Se lo veía viejo y cansado.

—Addie está ya tan enferma que ni se va a dar cuenta de que Lola ya no está.

Hugh no apartaba la mirada de su taza de té. Ni siquiera le había dado un sorbo. Lentamente, alzó la cabeza para mirarla.

—Della —preguntó—: ¿cómo diablos nos las arreglaremos sin ella?

Las tardes se iban alargando, había luz hasta casi las nueve. Era primavera y el magnolio del jardín delantero de Della estaba en plena floración, sus flores rosas se abrían lentamente como grandes zarpas. Durante el resto de su vida, Della se dejaría guiar por el magnolio. En cuanto empezaran a desplegarse aquellas crueles garras rosadas, sabría que había llegado el momento de empezar la cuenta atrás de los días.

A Della cada día le costaba más sentarse junto a Addie. A Bruno también le resultaba difícil, Della lo sabía sin que él lo dijera, se daba cuenta de que se tomaba descansos. Hugh era el único que parecía poder estar con ella interminablemente. Parecía tener una capacidad infinita para permanecer sentado en aquel espacio de tristeza.

Della se encontraba a menudo yendo de aquí para allá en la cocina, sacando cosas de los armarios de la cocina y vaciando el lavaplatos. O saliendo al balcón con Bruno, a fumar cigarrillos, uno detrás de otro. Tenía que obligarse a volver a la habitación. Cuando entraba, se sentaba en el lado opuesto de la cama para no tener que ver el rostro de Addie.

—No vas a tener siempre en la cabeza esta imagen de ella —le dijo la enfermera—. Desaparecerá con el tiempo, te lo prometo. La recordarás como era antes.

Pero Della no la creyó. Sabía que nunca se quitaría de la cabeza la imagen de la cara demacrada de Addie. Le resultaba horrible. La horrorizaba lo mucho que estaba tardando. Nunca hubiera imaginado que tardaría tanto.

Había habido un día —¿hacía solo una semana?— en que había rezado para que aquello durara para siempre. Estaba sentada junto a la ventana del dormitorio de Addie, leyendo para ella mientras empezaba a oscurecer. Se había resistido a encender la lámpara por temor a romper el hechizo. No sabía si Addie estaba despierta o dormida, pero de todos modos seguía leyendo. Y entonces deseó, lo deseó con toda su alma, que aquel momento durara para siempre.

De aquello hacía solo una semana.

Ahora Della quería que terminara. Llegados a ese punto ya era un sinsentido. Era como un libro que ya sabes cómo acaba. Sintió ganas de saltarse las últimas páginas e ir directamente al final.

Cada cierto tiempo, la enfermera acercaba una silla a la cama de Addie. Se sentaba al borde de la silla, con los antebrazos apoyados en las rodillas y la cabeza ligeramente ladeada. Con una débil sonrisa, observaba el rostro de Addie, estudiaba su expresión en busca de cualquier indicio de dolor.

—Bruno —dijo Addie—, ¿estás aquí?

—Está despierta —anunció la enfermera, asomando la cabeza en la cocina—. Pregunta por usted.

Bruno se acercó y se sentó en la silla de la enfermera, se inclinó con los codos en el borde de la cama, dejó descansar la mano en las mantas sobre el muslo de Addie.

—Bruno —dijo ella, volviendo la cabeza sobre la almohada para verlo—, estaba pensando…

Hizo una pausa. Le empezaba a costar mucho articular las palabras. Bruno tuvo que acercarse para oír lo que estaba diciendo.

—Estaba pensando —repitió.

Su voz se iba apagando. Por un momento a Bruno le pareció que había olvidado lo que quería decir. Pero entonces volvió a empezar. Le costaba tanto esfuerzo hablar. Las palabras se mezclaban con su respiración fatigosa. Costaba escucharla.

—Estaba pensando —dijo— que qué maleducado por mi parte.

Addie frunció el ceño.

—Abandonarte aquí. ¡Con mi familia!

Sacudió la cabeza reprochándose a sí misma.

—Imperdonablemente descortés.

Su pecho se hundió con el alivio de haberlo dicho. Cerró los ojos. Bruno bajó la cabeza, apoyando la mejilla en la barriga de Addie, que movió el brazo para acariciarle la nuca. Cuando la enfermera volvió a entrar, parecía que fuera Addie quien lo consolaba a él.

Addie no dejaba de despertarse inquieta. Siempre tenía la misma idea en la cabeza, siempre la misma ansiedad.

Tenía que hacer las maletas, tenía que dejar sus cosas en orden. Lo que se llevaría consigo y lo que dejaría atrás. Tendría que limpiar a fondo su apartamento, tendría que cambiar las sábanas. ¿Se acordaría de sacar la basura? Tenía que acordarse de sacar el cubo verde.

Tenía que resolverlo todo mentalmente. Reconstruirlo todo en su cabeza era una tarea ardua. La morfina la hacía pensar más lentamente, de eso era consciente. Le estaba costando mucho resolver las dudas.

Hugh se inclinó hacia ella y le dio unas palmaditas tiernas en la mano. Su voz sonaba extraña.

—No seas tonta, Addie —le dijo—, no hay ninguna necesidad de hacer las maletas.

Y ella sonrió cuando cayó en la cuenta. Era un alivio enorme. Ella no tenía que hacer nada, eso era algo que tenía que recordarse continuamente. Ya no le quedaba nada por hacer.

Bruno le había regalado un estuche con varios DVD de El planeta azul por Navidad, que había puesto en el televisor de pantalla grande colocado para ella en un rincón del dormitorio. Lo tenía sin volumen. Lo único que se oía eran los jadeos del colchón inflable, como el oleaje del mar. Las cortinas estaban cerradas y la habitación estaba bañada en una luz azul cambiante. Era como si todo el mundo estuviera bajo el agua.

Addie estaba allí tumbada, rodeada por todos aquellos encantadores peces silenciosos.

—¿Te acuerdas de la sirena? —dijo de repente, con una voz sorprendentemente clara.

Hugh se acercó a ella, con un pequeño resoplido.

—La maldita sirena —respondió—. ¿Cómo iba a olvidarme?

Bruno estaba en el balcón, mirando al cielo. Fumándose un cigarrillo. Sabía que no debía hacerlo, pero qué diablos.

El cielo estaba oscuro como boca de lobo, aquella noche parecía más oscuro de lo habitual. Bruno inclinó la cabeza atrás para ver si encontraba la luna, pero no había ni rastro de ella por ninguna parte. Tampoco había estrellas en el cielo.

Buscaba algo ahí arriba, algún tipo de respuesta.

—Ahí arriba hay un hombre —eso era lo que le había dicho su padre.

Hacía cuarenta años, ya debía de hacer cuarenta años, su padre lo había despertado y le había hecho salir al jardín. Era una noche de verano bochornosa, Bruno todavía recuerda que se echó de espaldas sobre la hierba húmeda. Todavía siente la corpulencia de su padre echado a su lado.

—Mira —le había dicho su padre señalando directamente a la luna—. Esta noche, por primera vez en la historia, hay un hombre allí arriba.

Y Bruno había tratado de imaginárselo, pero no había podido. Recuerda estar tumbado sobre la hierba tratando de imaginárselo una y otra y otra vez sin lograrlo.

El tiempo parecía transcurrir tan lentamente.

Como cuando ves una película y no puedes evitar dormirte continuamente. Cada vez que abres los ojos ves la misma escena.

Hugh seguía sentado en la silla a su lado, con el libro abierto sobre el regazo y la mano apoyada entre las páginas. La puerta estaba abierta de par en par, dejando ver el pasillo bañado por una luz amarillenta. Addie podía oír un murmullo de voces, que luego se alejaron.

Ahora era Hugh quien hablaba, su voz flotaba en el aire.

—Lo siento, Addie —decía—. Lo siento muchísimo.

Y Addie se sintió confundida, no entendía por qué le pedía disculpas.

Sabía que debería tratar de preguntárselo. Pero no podía. Era como si estuviera en un sueño. No conseguía hablar por mucho que lo intentara.

Cuando llegaron Della y las niñas se encontraron a Bruno echado en el suelo del balcón, mirando al cielo.

—Cielo santo, Bruno, ¿estás bien?

Bruno volvió bruscamente la cabeza. Allí estaban todas en fila, Della y las cuatro niñas, mirándolo con cara de asombro.

—Rápido —dijo él—, os lo estáis perdiendo. —Y volvió a apoyar la cabeza en el suelo.

Las niñas salieron corriendo al balcón, inclinaron la cabeza atrás para poder ver el cielo.

Un rayo de luz verde fantasmagórica atravesaba la oscuridad, describiendo un arco en el cielo.

—¡Hala!

—¡Dios mío!

—Es precioso.

La voz de Bruno ascendió desde el suelo, con un sonido extrañamente plano.

—Desde aquí abajo se ve mejor.

Las cuatro se apresuraron a echarse en el suelo. No había demasiado espacio en el balcón y tuvieron que apretarse como sardinas.

—Vamos, Della, inténtalo.

—Desde aquí lo veo de primera.

—Vamos, mamá, es fantástico.

Así que Della también se echó en el suelo, se apretó junto a Tess y utilizó los brazos como almohada.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Es precioso!

—¿Qué es?

—Una especie de espectáculo de luces —contestó Della—. Parece salido de algún teatro.

—Pero ¿para qué sirve?

—No sirve para nada, cariño, solo para que nosotros lo disfrutemos.

Se quedaron los seis tumbados en el suelo de madera, alineados como si estuvieran pescando. A través de las grietas del suelo de madera se veía el agua quieta y oscura de la cuenca debajo de ellos. Y encima de ellos, el cielo bullía de luces verdes intermitentes cuya magia se reflejaba en sus ojos.

Addie los oía ahí fuera, podía oír claramente sus voces por la ventana.

La aurora boreal, oyó que decía alguien. Era una de las niñas, por la voz pareció que era Stella. O sea que eso era lo que estaban mirando, estaban mirando la aurora boreal. Addie se alegró sobremanera de que Bruno hubiera podido hacer realidad finalmente su deseo.

Dentro de la habitación había silencio, aunque ella sabía que Hugh estaba allí. Estaba sentado entre ella y la ventana. La habitación estaba tan oscura que no podía verlo, pero sabía que estaba allí.

Addie podía oír la respiración de Lola, tenía la sensación de que estaba en el suelo junto a la cama. Solo tenía que alargar la mano y podría tocarla. Ni siquiera hacía falta que alargara la mano, sabía que Lola sabía que ella estaba allí.

En su cabeza sonaba una canción, y observó con interés que era una canción que ni siquiera le había gustado jamás. No recordaba toda la letra, solo una frase que se repetía constantemente en su cabeza.

Brother Louie, Louie, Louie.

No podía recordar cómo continuaba.

Una discoteca en Mallorca. Alpargatas de suela de esparto sobre la dura pista de baile. Hombros bronceados.

Brother Louie, Louie, Louie.

Una canción absurda. Addie no quería tener aquella canción en la cabeza. Trató de volver a escuchar los sonidos de la habitación. Oyó a Hugh, que se movía en la silla. Oyó el libro, que caía al suelo. Oyó a la perra respirar por la nariz, larga y profundamente y hacer una prolongada pausa antes de volver a respirar.

Tenía la sensación de estar viendo imágenes por la ventana de un coche en movimiento. Un cielo claro. Nidos de pájaros en árboles pelados. Una pequeña mano abrigada con un guante dentro de una mano más grande también con guante.

Sensaciones.

Un estremecimiento de agua fría. Espirar burbujas. Un bañador rojo cereza.

Fuera, oyó que Bruno decía algo, aunque no pudo distinguir qué era. Oyó que las niñas se reían.

Y entonces se le ocurrió la cosa más extraordinaria. Un instante de absoluta claridad, lo supo sin ninguna sombra de duda.

Así termina todo.