40

Cuando Addie cayó enferma, fue Bruno quien la cuidó. Della se pasaba horas sentada junto a su hermana y leía para ella. Simon se encargó de la atención médica. Actuaba de enlace con los médicos. Puso en práctica un plan de cuidados y encargó una serie de siniestros artilugios que serían necesarios más adelante. Aparecieron cojines de formas extrañas, y una especie de cabrestante. Un colchón inflable eléctrico. Los demás observaban la llegada de aquellas cosas en un silencio horrorizado. Para sorpresa de todos, Hugh delegó en Simon sin siquiera un murmullo. Ahora era solo un soldado raso, e incluso parecía aliviado de que fuera otra persona quien estuviera al mando.

La misión de Hugh era pasear a la perra.

—Mi justo castigo —la llamaba—. Mi justo castigo y yo nos vamos a dar un paseo.

Eran compañeros a regañadientes, Hugh y Lola, ambos igual de reacios. Todas las mañanas Hugh pasaba a recogerla. Y todas las mañanas tenía que sacar a Lola a la fuerza por la puerta, la perra arrastraba las patas traseras detrás de ella y tenía la mandíbula rígida con la determinación de no ir a ninguna parte. Nadie sabía decir si era que no quería dejar a Addie o si era que no quería irse con Hugh.

—No te preocupes —gruñía él en cuanto ya estaban en la calle—. Tú a mí tampoco me gustas demasiado.

Los demás dueños de perros no dejaban de preguntar por Addie.

—¡Ah!, está bien —había dicho Hugh la primera vez que se lo habían preguntado—. Solo es que se ha marchado unos días.

Y mientras lo decía se daba cuenta de lo raro que era mentir sobre la cuestión. Era consciente de que se estaba metiendo en un berenjenal del que le podía resultar difícil salir. Y así era. Ahora todo el mundo le preguntaba cuándo volvería Addie.

—¡Huy!, todavía tardará un tiempo —decía volviéndose hacia la perra como quien pide ayuda.

Lola no quería cruzar la carretera con él. Cuando llegaban a la carretera de la playa, se quedaban esperando ante el semáforo y cuando se ponía verde y Hugh empezaba a cruzar, Lola se quedaba allí plantada. Y a Hugh le daba apuro arrastrarla, con toda la gente mirando.

Así que se agachaba y la cogía en brazos, maldiciéndola entre dientes mientras cruzaba la calle tambaleándose. Y el olor de la perra le hacía sentir urgencia por soltarla en cuanto llegaban al otro lado.

—Vamos —rugía—, a correr. —Y le señalaba la inmensidad de la playa que tenían delante—. ¿A qué esperas?

Pero la perra no dejaba de andar en círculos delante de él, brincando con expectación, mirándolo a los ojos. Hugh tenía que pararse para no tropezar con ella.

—No tengo ninguna pelota para tirarte, chucho estúpido.

Hugh hacía gestos con los brazos para ahuyentarla.

—Venga, a correr un poco, perra estúpida, ¿no es a eso a lo que hemos venido?

Había un tono de súplica en su voz que lo sorprendió. Pero Lola seguía sin captarlo. Retrocedía cuando Hugh avanzaba hacia ella, estudiando su cara. Como si esperara que se sacara una pelota del bolsillo.

—Venga, vamos, no seas pesada.

Finalmente, Lola cedía y salía a la carga tras unos pájaros, y giraba triunfalmente cuando se dispersaban volando. Hugh se sentía aliviado de que hubiera encontrado alguna otra cosa que hacer. Y aun así no podía evitar la sensación de haberla defraudado, de no ser un buen paseador de perros.

Hugh caminaba con la cabeza gacha y los puños en los bolsillos. Las marcas en la playa le parecían interesantes, profundas huellas de tacones grabados en la arena, como si miles de cascos de caballo hubieran dejado su huella. No podía imaginar qué había dejado esas señales, probablemente el agua.

De repente su ojo izquierdo tuvo un espasmo. Hugh cerró el ojo con fuerza y se secó una gota grande de agua con el dedo. Una gota de lluvia, tenía que haber sido. Le había caído justo detrás de las gafas, justo en el rabillo del ojo. La primera gota de lluvia, ahora ya caían más, goterones de lluvia. El cielo seguía azul, la lluvia parecía salir de la nada.

Hugh siguió su camino, con la cabeza gacha mientras caminaba. Había huellas de pájaro en la arena, no se había dado cuenta hasta entonces, miles y miles de huellas de pájaro. Diminutas huellas de tres puntas, tan claramente definidas como si las hubieran marcado con un cortaplumas. Se preguntó a qué pájaros pertenecían. Tenían que ser animalitos diminutos para dejar unas huellas tan delicadas. Miró a su alrededor y solo vio grandes pájaros blancos. No eran gaviotas, no parecían lo bastante grandes para ser gaviotas, por tanto, ¿qué eran? No tenía ni idea. Hacía casi cuarenta años que vivía en aquella playa y los pájaros seguían siendo desconocidos para él. Era una impresión extraña, que lo dejó perplejo.

Miró a su alrededor y vio la inmensidad de la playa, que se inclinaba interminable desde donde él estaba, el agua, que curvaba la arena como si fuera cristal fundido. Y la perra, correteando por los bajíos. Ella, al menos, allí se sentía como en casa.

Hugh se dio cuenta del insoportable silencio, del cielo tranquilo sobre su cabeza y de la playa vacía que lo rodeaba. De repente se acordó del iPod que Addie le había regalado en Navidad. Se le ocurrió de pronto que lo llevaba en el bolsillo, se lo había metido allí pensando exactamente en los paseos. Se había imaginado a sí mismo caminando a grandes zancadas por el arenal como un personaje de ópera, el cielo como resplandeciente telón de fondo detrás de él.

Desenredó los cables y logró sin saber cómo colocarse los auriculares en las orejas. Sostuvo el aparatejo con la mano izquierda, comenzó a mover el dial con el dedo corazón de la mano derecha. Addie le había enseñado cómo se hacía, pero había olvidado lo que le había dicho. Tras algún ensayo y error consiguió que apareciera el menú y al segundo intento apareció en pantalla la lista de artistas. Apretó un botón y, milagrosamente, empezó a sonar la música. Se sintió orgulloso de haberlo logrado. Se volvió a meter el trasto en el bolsillo y empezó a caminar hacia la orilla.

La pieza musical le resultó familiar. Ya la había oído antes, aunque no sabía identificarla. Un trino de instrumentos de viento, una sensación de expectación. Hugh echó los hombros atrás, sacó pecho y sintió palpitar el corazón mientras andaba.

Un punteo de cuerdas y esperó la voz que sabía que venía.

Belle nuit, ô nuit d’amour…

Hugh siguió la cadencia de aquella hermosa voz y se le hizo un nudo en la garganta de emoción. Se vio obligado a pararse. Se quedó quieto y dejó que la música lo inundara.

Le temps fuit et sans retour

emporte nos tendresses.

También había otras voces femeninas, que se separaban y volvían a unirse. Tuvo la curiosa impresión de que eran su mujer y sus hijas las que cantaban, tuvo la sensación de tener a su alrededor a todas las mujeres de su vida.

Y sin darse cuenta de lo que ocurría, estaba llorando. Estaba llorando sin importarle quién pudiera verlo. Lloraba por la mujer a la que había amado y perdido, por la hija a la que tanto amaba y que ahora perdería. Y por la hija a la que nunca había sido capaz de amar lo suficiente, la que se quedaría con él hasta el final.

Había un patrón común en todo aquello, ahora lo veía claro, había un patrón que no había sabido ver. De pronto le pareció que nunca había entendido nada hasta entonces. Había ido a trompicones por la vida sin ver nada a su alrededor. Y ahora que podía verlo, sentía que se le rompía el corazón.

Se había definido a sí mismo por lo que no era. Y ahora estaba claro para él. No era una buena persona. Casi deliberadamente, había logrado no ser una buena persona.

¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Seguro que desde la muerte de su mujer. ¿Y había llorado, entonces? No tenía constancia. Aunque ahora sí lloraba. Se quedó allí de pie a orillas del mar y aulló de dolor. Empezaba a llover fuerte y se estaba empapando, pero apenas era consciente. Tenía las gafas empañadas, no veía nada a través de ellas. Se las quitó de un tirón y las guardó en el bolsillo, se secó los ojos con la manga del abrigo. La música había terminado y oía sus propios sollozos. Un sonido patético que le hizo llorar todavía más. Levantó la cara hacia el cielo y dejó que la lluvia se la mojara. El agua corría por su rostro junto con las lágrimas.

Nunca sabría cuánto tiempo había estado allí, podría haber sido un minuto o una hora. Se podría haber quedado allí de pie para siempre, si no se hubiera dado cuenta de una cosa. El agua iba hacia él, vio que le rodeaba los pies. El mar formaba charcos en la arena, era como si avanzara. Olas diminutas que se rizaban en los bajíos. Iban hacia él.

Dio un paso atrás y contempló fascinado que el agua se movía con él. Siguió retrocediendo, y una y otra vez el agua lo seguía. Se dio cuenta de que se habían reunido aves en la orilla, donde empezaba la arena, pequeños pájaros que picoteaban en la marea. Se preguntó por qué se habían reunido allí. La perra estaba a su lado, con la cabeza totalmente inmóvil mirando lo que él miraba. Como si también estuviera tratando de averiguarlo.

Hugh miró a derecha e izquierda, pero todo estaba borroso, no podía ver nada entre la lluvia. Entonces cayó en la cuenta de que se había quitado las gafas, ¡por eso no veía nada! Las sacó del bolsillo y trató de secarlas con la manga. Cuando se volvió a ponerlas, el cristal estaba empañado y turbio. Pero al menos podía ver.

Estaban atrapados en una lengua de tierra, de unos cien metros de ancho por doscientos de largo. Él y la perrita en medio. En las orillas, una hilera de pájaros minúsculos. Y a su alrededor, el mar.

Hugh se volvió a mirar la costa. Pudo ver la torre Martello, pudo distinguir la larga línea gris del paseo, y encima de él las casas de Strand Road. Entre la costa y él, una extensión de agua gris.

Al principio no estaba asustado, sino simplemente furioso consigo mismo.

—Mira que hay que ser estúpido para… —Ni siquiera terminó la frase—. Hay que ser idiota…

Estaba enfadado con la perra.

—¿No me podrías haber avisado? ¿No podrías haber ladrado o algo? Estúpido chucho inútil, eso es lo que eres.

Y Lola se quedó allí quieta mirándolo, suplicando consuelo, pero Hugh no parecía dispuesto a darlo.

No llevaba un teléfono móvil encima, eso fue lo primero que pensó. Por un instante se preguntó si el iPod tendría algún tipo de mecanismo de comunicación incorporado, pero descartó la idea. Mediante un proceso de eliminación, llegó a la conclusión de que solo tenía una opción posible. Tendría que andar. No podía ser tan profundo. Y de todos modos ya estaba empapado, tampoco cambiaría tanto la cosa. Y la perra sabía nadar. La perra sabía nadar, ¿no?

Se armó de valor y salió de la franja de tierra, entró a grandes zancadas en los bajíos. El agua tardó un segundo en filtrarse dentro de sus zapatos, pero cuando lo hizo estaba sorprendentemente caliente, era casi reconfortante. La perra salpicaba a su lado, tal vez a fin de cuentas no sería nada del otro mundo. Una aventurilla y ya está. A esas alturas se imaginaba contando la historia más tarde, serviría para entretener un rato a los demás, se ofrecería a contarla. Sería un relato que no decepcionaría a nadie, se divertirían.

El agua ya le llegaba más arriba de los tobillos, la tela de sus pantalones se le pegaba a la piel. Tenía los pies entumecidos. A la perra el agua le llegaba por la barriga, un poco más profundo y tendría que empezar a nadar.

La lluvia había parado, gracias a Dios, pero empezaba a hacer frío y la luz iba menguando. ¿Cuánto tardaría en oscurecer? No lo sabía. No sería nada divertido si se hacía de noche.

Hugh avanzaba lentamente mientras el agua se iba haciendo más profunda. La parte inferior de su abrigo se había vuelto pesada con el agua y tiraba de él hacia atrás. Avanzar resultaba sorprendentemente difícil. Hugh se concentró en su técnica. Grandes pasos, utilizando las caderas para arremeter contra el agua. Se volvió y vio a la perrita resoplando detrás de él.

¡El iPod! Lo recordó justo a tiempo. El agua todavía no le había llegado a los bolsillos. Lo sacó y se felicitó por su previsión. Lo agarró firmemente en su mano, lo sostuvo por encima del agua mientras andaba.

Parecía que no avanzase nada, el paseo parecía tan lejos como al principio. Miró atrás para medir cuánto había recorrido, pero el banco de arena había desaparecido. Se sorprendió por cuánto había oscurecido, el agua detrás de él parecía casi negra, el cielo de un gris pizarra.

Ya vadeaba con el agua por la cintura, el cuerpo convulsionado de frío. Caminaba con los brazos sobre la cabeza, como si cargara con un rifle invisible. Trató de no pensar en qué pasaría si el agua se volvía más profunda. ¿Podría nadar? No estaba demasiado seguro. Sin duda, no con tanta ropa encima, no sabía cómo lo haría.

Es así como se muere la gente. Se le ocurrió entonces. Todas las semanas leías que alguien se había ahogado, eran las típicas cosas que leías en los periódicos y que te costaba imaginar. Pues así era así como ocurría.

Él no podía morirse. Qué inconveniencia para todos, con todo lo que estaba pasando.

La oscuridad ya era casi total. En todas las casas de la primera línea de mar se empezaban a encender las luces, pudo distinguir incluso su propia casa, un espacio oscuro entre sus vecinos alegremente iluminados. La torre era una silueta plana contra el cielo; los árboles y arbustos, negros como la tinta. Podía ver el paseo delante de él, como una línea oscura con siluetas de personas que caminaban arriba y abajo. Si gritaba incluso podrían oírlo. Pero sabía que no gritaría.

¡Qué absurdo! Estuvo a punto de reírse de su situación. De la posibilidad de morir allí, delante de su casa. Al alcance del oído de decenas de personas. Qué forma tan ridícula de actuar. Se imaginó a la gente leyendo la noticia en el Irish Times, imaginó su horror. Con tintes de alborozo. Pensó en el personaje tragicómico en que lo convertiría la muerte y tuvo un escalofrío.

En eso pensaba cuando tropezó. Su pie chocó con algo bajo el agua, una roca tal vez, y se cayó hacia delante. Preso del pánico, pensó que se iba a hundir. Pero aterrizó de rodillas, con la barbilla por encima de la superficie, haciendo fuerza desesperadamente con las manos para mantenerse erguido. Advirtió que el iPod había desaparecido, lo había soltado en su caída.

No importaba. Ahora las cosas habían cobrado una nueva dimensión, el iPod no importaba. Sin saber cómo, logró volver a levantarse, jadeando por el susto y por el frío.

Sabía que tenía que continuar adelante. Tenía que concentrar todas sus energías en avanzar. Tenía tanto frío que existía un riesgo real de hipotermia, era esencial que no se detuviera. El abrigo pesaba tanto que lo arrastraba hacia el fondo. Con una dificultad considerable, logró quitárselo. Lo dejó caer al agua y siguió avanzando a duras penas sin él.

Levantó la cabeza y fijó la vista en el perfil oscuro del paseo. Mantuvo su vista puesta en el paseo como si fuera una diana. Alguien lo había visto desde allí arriba, había alguien en las rocas que gesticulaba ostensiblemente hacia él, aunque Hugh no oía lo que decía. Qué embarazoso, pensó, qué terriblemente embarazoso.

Ahora el agua ya no era tan profunda, de eso no había duda. De repente descubrió que le resultaba mucho más fácil avanzar.

Vio una luz giratoria justo delante de él. Un coche patrulla, dos chalecos reflectantes que avanzaban rápidamente hacia el extremo del paseo.

Hugh caminaba con dificultad entre las olas que rompían en la playa. El agua ya solo le llegaba a los tobillos. Unos instantes antes había creído que se debatía entre la vida y la muerte. Ahora se veía ridículo. Se sentía abatido por la humillación, temiendo la llegada. Casi estuvo tentado de dar media vuelta y volver atrás. Cuando llegó al principio de las escaleras, uno de los guardias se inclinaba sobre él alargando la mano para ayudarlo a subir.

Un buen gentío se había reunido en el paseo para mirar. Tanto los paseadores de perros como los que hacían footing y los niños que jugaban al fútbol se habían parado para contemplar el espectáculo. Hugh subió los escalones con gran lentitud. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo como si fueran algas, tenía los zapatos empapados. Mirando al suelo, rezaba para que le dejasen pasar en silencio.

Detrás de él, en la playa, un letrero desgarbado sobresalía del agua sobre postes oxidados.

¡PELIGRO!

LAS PERSONAS QUE VAYAN 200 METROS MÁS ALLÁ DE ESTE LETRERO CORREN EL PELIGRO DE VERSE ATRAPADAS POR LA MAREA ALTA

Los guardias trataron de convencerlo de ir al hospital, le costó persuadirlos de que no hacía falta. Con una mirada fulminadora, trató de reunir todo su aplomo profesional, a pesar del charco de agua que se extendía a sus pies.

—Soy médico —dijo con voz bronca—. Se lo aseguro, guardia, lo único que necesito es una ducha caliente.

A regañadientes, lo dejaron marcharse, aunque esperaron a ver cómo cruzaba chapoteando la carretera. Siguieron sin perderlo de vista mientras subía las escaleras de su casa, se paraba arriba del todo para palparse los bolsillos buscando en balde las llaves. Observaron cómo se agachaba para recuperar la llave extra de una grieta de los escalones de piedra. Cuando abrió la puerta, dieron media vuelta y se dirigieron a su coche.

En cuanto Hugh cerró la puerta detrás de él, se quitó la ropa mojada poco a poco. Subió las escaleras desnudo y lanzó el fardo empapado a la bañera. Abrió del todo el grifo de la ducha y se quedó de pie en la alfombrilla del baño, esperando a que el agua saliera caliente.

Y entonces se acordó de la perra.