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Los médicos dijeron tres meses y tres meses fueron, casi exactamente.

El tiempo es curioso, cuando te lo planteas así. Uno pensaría que es algo rígido, algo que solo puede medirse en segmentos iguales, donde un minuto sigue inevitablemente al anterior a un ritmo inexorable. Pero no es así como funciona. El tiempo también puede ser elástico, puede ser lo que uno quiera que sea.

Los médicos dijeron tres meses y parecía un tiempo muy corto cuando lo dijeron. ¡Pero lo que ocurrió en aquellos tres meses desafió toda lógica! Addie y Bruno lograron vivir un matrimonio en esa estrecha franja de tiempo.

La ceremonia de la boda se celebró en el Registro Civil de la calle del Gran Canal. Se suponía que había que pedir hora con tres meses de antelación, Addie sonrió cuando se lo dijeron. Tenías que obtener un documento en los juzgados para conseguir una exoneración. Debías demostrar que tenías una razón válida por la cual el período de notificación habitual representaba una dificultad para ti.

—Podremos demostrarlo —dijo Addie alegremente.

Ella misma organizó la boda hasta el más insignificante detalle. Se compró el vestido de satén plateado en una tienda de segunda mano y pintó con espray un par de zapatos viejos para que hicieran juego. Ni coche de lujo, ni fotógrafo, ni flores, ni alboroto. Reservó, en el restaurante de Danny, una comida con bistec y patatas fritas para todo el mundo. Un montón de merengues como pastel. Le dijo a una de las camareras que le pagaría un extra si cantaba y tocaba la guitarra.

—¡Ah!, ya veo —dijo Della—, una boda muy original.

Pero Addie se limitó a reír. Eso era lo bueno de su situación, que podía hacer lo que quisiera. ¡Podía actuar con libertad! Sentía como si se hubieran cortado los hilos que la habían sujetado toda su vida. Se sentía flotando sobre el suelo, transportada como una hoja llevada por el viento.

Les encargó a las niñas la faena de entrar a Lola en el Registro Civil con disimulo. Estaba convencida de que Lola tenía que asistir.

—Es lo más parecido que tengo a una hija —les dijo, y todas asintieron solemnemente con la cabeza.

Decidieron que Lola necesitaba un disfraz. La taparon con un sombrero para el sol y le pusieron un chal de terciopelo sobre los hombros como si fuera una capa. Luego la embutieron en una bolsa de lona y se la colgaron a Elsa al hombro. Solo se veían los ojitos asustados de Lola mirando por debajo del ala del sombrero.

—Parece sacada de ET —dijo Hugh cuando la vio.

Y a las niñas les dio un ataque de risa.

Tess sentó a Lola a su lado en el banco, la rodeó con un brazo para que no se moviera, y le iba dando galletas de perro que sacaba de su bolsillo. La juez de paz se enrolló e hizo ver que no se daba cuenta.

Al acabar, fueron todos paseando hasta el restaurante de Danny. Bebieron champán en copas de vino y Bruno leyó en voz alta los mensajes que había recibido de sus hermanas. Había una prohibición estricta de discursos, pero Maura se levantó de todos modos y propuso un brindis. Nadie más intentó hablar, ni siquiera Hugh, que estaba sorprendentemente tranquilo. No dejaba de darle palmaditas en el brazo a Addie, sus ojos brillaban tras las gafas con alarmante aspecto de lágrimas.

Después de la comida, la camarera se acomodó en uno de los taburetes de la barra con su guitarra.

—El primer baile —dijeron las niñas, gritando a coro—. El primer baile, el primer baile.

Bruno se levantó y extendió su mano hacia Addie con un gesto teatral. Todas las niñas aplaudieron mientras la obligaban a levantarse. Addie siguió a Bruno hacia un diminuto espacio libre entre la mesa y la máquina de café. Sin soltar la mano de Bruno, se inclinó hacia la camarera y le susurró algo al oído.

Por petición especial de la novia, anunció la camarera. Y comenzó a cantar con una voz clara y dulce.

Te suplico que me perdones,

jamás te prometí un jardín de rosas.

Ven a compartir los buenos momentos mientras podamos…

Bruno echó la cabeza atrás y se rio, y cogiendo a Addie por la cintura la hizo girar. Ambos cantaron en voz alta mientras bailaban.

Además de hacer sol,

también tiene que llover alguna vez…

Ven a compartir los buenos momentos mientras podamos…

Las niñas se habían levantado para bailar y bailaban el vals torpemente en parejas a lo largo del estrecho pasillo, chocando con las mesas a su paso.

… así que sonríe un rato y alegrémonos:

El amor no debería de ser melancolía.

Ven a compartir los buenos momentos mientras podamos…

Hugh y Maura estaban sentados uno al lado del otro en silenciosa solidaridad. A los ojos de todo el mundo parecían un viejo matrimonio. Simon observaba nervioso a las niñas, temiendo que estuvieran a punto de romper algo. Della miraba horrorizada a Bruno y a Addie, los seguía con sus enormes ojos redondos mientras se movían por la sala.

—Están locos —se dijo a sí misma—, están locos de remate.

Addie y Bruno daban vueltas por la sala, perdidos en su propia broma privada. Della se levantó de un brinco y corrió hacia el baño con los ojos llenos de lágrimas.

Antes de marcharse, Addie le pidió a Danny que les sacara una foto.

En la fotografía, están todos fuera, a la sombra del toldo. Addie y Bruno están en el centro del grupo, con las niñas situadas delante de ellos. Hugh y Maura están de pie a un lado. Hugh tiene el brazo torpemente apoyado alrededor de los hombros de Maura, tirando de ella para que salga en la foto. Simon y Della están al otro lado, Simon con las manos firmemente plantadas en los hombros de Lisa. Tess y Stella estiran el cuello hacia atrás para mirar a Addie. Elsa está en cuclillas sujetando a Lola.

Más adelante, Della estudiará esa fotografía una y otra vez, buscando cualquier evidencia de lo que estaban pasando. Escudriñará las caras una a una, buscando algún indicio de que algo iba mal. Mirará fijamente su propia cara, buscando atrás en el tiempo alguna prueba visual de su agonía. Pero en la foto no hay nada, es bastante inquietante. Es como si la foto no hubiera sabido captar absolutamente nada.

En la foto se ve a Hugh seguro de sí mismo, con la cabeza alta con aquel aire suyo de desafío y las gafas que reflejan la luz. Maura está inclinada bajo el abrazo de Hugh, tan alegre como siempre. A Simon se lo ve tranquilo, con los hombros echados atrás y su hija sujetada delante como si fuera un escudo. Della había adoptado una sonrisa forzada, como si la hubieran situado en medio de un grupo de desconocidos, para ella todos podrían ser desconocidos.

Bruno está de pie orgulloso en el centro de la foto, rodeando con el brazo la cintura de Addie. Está mirando directamente a la cámara, sereno. Y Addie… ¡Addie parece como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo!

De luna de miel viajaron a la costa sur. Bruno había encontrado el hotel en internet. Un edificio de piedra sobre los acantilados, con una piscina enorme desde la que se dominaba el mar.

—¿Cómo lo encontraste? —preguntó Addie—. No podía ser más perfecto.

Por la ventana se veía claramente el otro lado de la bahía. Podías distinguir las caravanas en el cabo, a lo lejos, podías ver las boyas de color amarillo y rosa fluorescente oscilando en el agua, el liquen de color mostaza sobre las rocas bajo el hotel.

Estaban sentados en sendas butacas idénticas frente a la ventana, bebiendo champán en copa larga, vestidos ambos con un enorme albornoz blanco del hotel. Addie tenía los pies apoyados en la mesita baja delante de ella. Por primera vez, se había pintado las uñas de los pies.

—Me siento como un personaje de una novela de F. Scott Fitzgerald. Me siento como una belleza trágica en un manicomio suizo.

Bruno se volvió y la miró con una gran tristeza en los ojos.

—Venga, Bruno. No me mires así, por favor.

Addie volvió la cabeza para mirar por la ventana y le dio un sorbo al champán.

—Volverás a casarte —dijo con dulzura.

—No —respondió Bruno negando con la cabeza.

Addie tenía la vista clavada en el mar mientras hablaba. Su tono era flemático.

—Por supuesto que volverás a casarte. Y me gustaría que lo hicieras, sería el mejor cumplido que podrías hacerme. Della dice que las personas que han tenido un buen matrimonio siempre vuelven a casarse.

Addie se volvió para verle la cara.

—Tiene sentido —añadió—. Es porque saben cómo ser felices.

Cuando volvió a mirar hacia la ventana, la vista había desaparecido. Lo único que se veía era una espesa nube blanca que lo cubría todo, como una cortina. Se oía el mar, sabías que estaba allí. Pero no podías verlo.

—Te olvidas —replicó Bruno— de que también he tenido algunos matrimonios infelices.

—¡Bah!, no te preocupes por eso —dijo ella—. Hemos conseguido romper ese ciclo.

Aquella noche comieron marisco en el restaurante del hotel, dijeron que no al café y los postres, y a las nueve ya estaban en la cama. Dejaron la ventana del dormitorio abierta para poder oír, mientras dormían, el ruido de las olas al romper sobre la arena.

Durante el día fueron a pasear por la playa.

—Dios mío, echo de menos a Lola —dijo Addie—. Me parece una infidelidad estar andando por una playa sin ella. Deberíamos haberla traído aquí con nosotros.

—¡Bah!, estoy seguro de que lo está pasando bien con Hugh.

—¿Cuánto darías por estar allí y verlo?

—Pobre Lola —dijo Bruno con una pequeña sacudida de la cabeza.

—Pobre Hugh —añadió Addie, riéndose.

—Apostaría a que están haciendo buenas migas.

Addie se colgó del brazo de Bruno y lo miró esperanzada.

—Bruno —preguntó—: ¿Crees que hay alguna posibilidad de que Hugh le coja cariño a la perra?

Y por la expresión de su rostro, él supo qué era lo que le estaba preguntando, supo qué era lo que esperaba ella.

—Cosas más raras se han visto —respondió, apretándole la mano.

Y Addie asintió felizmente con la cabeza.

—Me gusta pensar en ellos dos juntos.

Se detuvieron. Habían llegado al final de la playa. Las nubes se habían abierto y había salido el sol, de forma que la espuma de las olas danzaba brillante bajo la luz. Se volvieron hacia el mar.

—¡Vamos a nadar! —dijo Addie de repente.

—¿Estás loca? —sugirió Bruno—. ¡Estamos en abril!

Pero Addie ya se estaba quitando las bambas y luego el jersey. Antes de que Bruno pudiera darse cuenta, ya estaba en camiseta y bragas delante de él.

—¡Vamos! Deprisa, mientras haya sol.

Viéndola allí, se hacía difícil creer que estuviera enferma.

Bruno se quitó la ropa como pudo, la amontonó junto a la de ella sobre una roca. Y dando saltos de puntillas, la siguió por la arena mojada hasta el agua.

Bruno entró hasta que el agua le llegó a las rodillas, con los brazos extendidos a cada lado, y los agitó arriba y abajo, como si tuviera la esperanza de elevarse y flotar sobre el agua. Addie estaba más adelante, con el agua por las caderas.

—¡Solo para que lo sepas —gritó él—, creo que no deberíamos estar haciendo esto!

Addie se volvió con los cabellos en la cara por el viento.

—¿Qué es lo que te preocupa tanto? —gritó ella—. ¿Que pueda morirme?

Y dicho esto hundió los hombros bajo el agua. Bruno dio un gran salto y se sumergió detrás de ella.

Ambos salieron jadeando. Riendo y resoplando, nadando como locos para que la sangre fluyera. Bruno nadó en una dirección, Addie en la otra. Luego se volvieron y nadaron el uno hacia el otro.

—¡Esto es el paraíso! —gritó Addie, nadando de espaldas, mirando hacia el cielo—. ¡Me encanta!

Volvió a ponerse bocabajo, nadó hacia donde estaba Bruno de pie con el agua a la altura del pecho. Addie le puso los brazos sobre los hombros, envolvió sus piernas alrededor de su cadera y apretando su pelvis contra la de Bruno se sentó erguida fuera del agua. Se sentía casi ingrávida.

—¿Te das cuenta? —preguntó ella, echando la cabeza atrás y riendo con una risa obscena—. Parecemos salidos de un folleto de lunas de miel.

Y bajó la cabeza para besarlo, lo abofeteó con sus cabellos mojados y se cogió con fuerza de su cuello. El beso solo debió de durar unos pocos segundos. Pero para Bruno se quedó congelado en el tiempo. Llevaría grabado ese beso.

Interrumpieron su viaje un día antes de lo previsto.

—Bruno —dijo Addie mientras terminaban el desayuno una mañana—, creo que necesito volver a casa.

Y Bruno no le preguntó por qué. Se limitó a volver a la habitación y a empezar a hacer las maletas. Cogió las botas y los impermeables y los jerseys y los metió en la maleta. Cogió los bañadores mojados del colgador de detrás de la puerta del baño y los metió en una bolsa de plástico antes de meterlos también en la maleta. Guardó los frasquitos de champú en el neceser, miró debajo de la cama y en el armario para asegurarse de que no se dejaban nada. Luego bajó la maleta a recepción y pagó la cuenta. Dejó a Addie sentada en el sofá del vestíbulo y fue a buscar el coche.

—Eres un buen marido —dijo ella mientras se sentaba en el coche—. No podría haber encontrado un mejor marido.

Pero Bruno no contestó. Esperó a que hubiera cerrado la puerta del coche, describió un círculo y bajó la colina hacia el pueblo. La playa estaba a su derecha mientras lo atravesaban, y al cabo de un momento había desaparecido.