38

Hugh se detuvo ante la puerta de Four Courts, el Tribunal Supremo, y examinó su reloj de pulsera.

Llegaba con una hora de antelación. Decidió bajar a la cantina y regalarse un segundo desayuno. En realidad estaba bastante hambriento, pero no se había dado cuenta hasta ese momento. Tenía tanta prisa por salir de casa que no había desayunado como es debido. Hizo cola con una bandeja frente a la barra, pidió dos huevos fritos, dos lonchas de tocino y dos salchichas. Algunas tostadas y una taza de té.

—Ya se las llevaré.

Un joven que estaba detrás de Hugh en la cola no dejaba de echarle miradas por algún motivo. Hugh era consciente de que lo observaban y trató de no hacer caso. Arrastró los pies a lo largo de la barra, colocó cubiertos y servilletas en su bandeja. Se sirvió algunas porciones de mantequilla y un minúsculo tarro de mermelada con una alegre tela de algodón a cuadros en la tapa. Deslizó la bandeja hasta la caja registradora, la mostró para el escrutinio de la joven cajera.

—La mermelada son dos euros.

—Perdone, ¿qué es lo que ha dicho?

—La mermelada, tiene que pagar dos euros por ella.

Por un segundo consideró la posibilidad de dejar la mermelada. Le pareció que era lo que se esperaba de él. Pero le apetecía mucho. Ya casi notaba su sabor, su deliciosa acidez empalagosa sobre la tostada con mantequilla.

—Sí —dijo mientras sacaba un billete de veinte euros—. Sí, de acuerdo.

El hombre que tenía a su lado observó el intercambio y por algún motivo Hugh tuvo la sensación de estar siendo juzgado. Cogió la bandeja y la llevó al rincón más alejado de la sala. Se sentó a una mesa para cuatro personas, de espaldas a la pared, para tenerlo todo a la vista. Demasiado tarde, se dio cuenta de que debería de haberse comprado un periódico. Había un montón junto a la caja registradora. Pero le dio pereza volver a levantarse para coger uno.

El hombre que lo había estado observando se unió a una pareja de mediana edad en una mesa en el centro de la sala. Tomaban café y pastas, y el hombre no ocultaba en ningún momento que estuviera observando a Hugh. Estaba sentado frente a los demás, pero con los ojos clavados en Hugh mientras hablaba.

Había algo familiar en aquella gente. Hugh estaba tratando de situarlos cuando llegó su desayuno. Una mujer con un gorro de ducha de plástico dejó la bandeja frente a él. Hugh observó con disgusto que llevaba un guante de goma.

—Cuidado con el plato —advirtió—. Quema.

Sin pensarlo alargó la mano para tocarlo, y se quemó la punta del dedo corazón. Se colocó una servilleta de papel en el regazo, cogió el cuchillo y atacó la comida.

Cuánto tiempo hacía que no me regalaba un desayuno como Dios manda, pensó. Y no dejaré que me lo estropee el tipo raro que me está mirando. Probablemente un paciente, iba pensando, es imposible acordarse de todos.

Cortó una salchicha y la mojó en la yema del huevo con un placer infantil antes de metérsela en la boca.

Ahora ya se marchaban, gracias a Dios, empezaban a levantarse. El hombre más joven ayudaba a la pareja mayor a recoger los abrigos.

Hugh siguió comiéndose su desayuno, controlando sus movimientos con el rabillo del ojo. Parecía que se dirigían hacia él. Sin duda alguno de ellos debía de haber sido un paciente y probablemente se acercaban para darle las gracias. Tendría que despacharlos deprisa para que no se le enfriara el desayuno.

—Mary —decía el hombre más joven agarrándola del brazo, tratando de pararla—. Déjalo estar, ¿quieres?

—Solo será un minuto —dijo ella, dando la vuelta para plantarse delante de la mesa de Hugh.

Entonces Hugh la reconoció.

—Hay una cosa que me gustaría saber —le dijo.

Sus ojos eran pequeños y brillantes, su rostro marchito y arrugado. Lo miraba de una manera que casi le paró el corazón. Jamás nadie lo había mirado de aquella manera, con un desprecio tan puro y tan directo.

—¿Se ha parado alguna vez a pensar —le preguntó— cómo se sentiría…?

Durante el resto de su vida, Hugh recordaría la forma en que lo dijo. El énfasis que puso en una única palabra.

—¿… cómo se sentiría si fuera «su» hija?

Inmediatamente advirtieron su transformación. Lo notaron en cuanto lo vieron llegar por la puerta de vidrio emplomado. Era como si le hubieran sacado el aire. Parecía desinflado. Parecía envejecido.

Se dejó caer en la silla delante de ellos. Llevaba una cartera de cuero, pero no la abrió, se limitó a dejarla sobre la mesa delante de él. No dijo palabra a ninguno de ellos, simplemente se sentó allí con su pequeña cartera impotente delante de él. Llevaba el abrigo colgado del brazo. Tenía el aspecto de un hombre que espera un tren al final de un día muy largo.

—Buenos días, Hugh —dijo el pasante en un tono deliberadamente optimista.

El abogado se hizo eco del saludo, con voz profunda y teatral. Llevaba peluca y toga. Con su traje de trabajo añadía una capa más de dramatismo. El pasante parecía un poco soso a su lado, como un viejo pájaro poco agraciado. Una joven abogada en prácticas estaba de pie con cara de ansiedad junto a la pared. No digas nada, le habían dicho. Nunca se sabe cómo puede reaccionar.

Todos esperaban una respuesta, aunque no había ningún indicio de que Hugh los hubiera oído. Ninguna respuesta por su parte. Se limitaba a columpiarse en la pequeña silla tapizada, con el ceño ligeramente fruncido, como si tratara de recordar algo.

Los dos abogados se miraron nerviosos. Por un instante, ninguno de los dos supo muy bien qué hacer.

—Bueno, Hugh —dijo el pasante finalmente—. Tenemos pocas cosas en la lista esta mañana, aunque parece que tendremos que dedicarles un rato. El demandante será el primero en declarar.

Hugh hizo como si no existiera. Tenía una expresión extraña, como si estuviera dormido y los dos hombres sentados al otro lado de la mesa no fueran más que personajes de su sueño.

El pasante bajó la mirada hacia el montón de papeles que tenía delante y empezó a hojearlos, buscando algo.

—Vamos a darle un rápido repaso —dijo, alzando la vista hacia Hugh—. Simplemente para asegurarnos de que estamos todos en el mismo barco.

El pasante buscó con la mirada el apoyo del abogado. Pero el abogado estaba reclinado en su silla. Tenía la toga desplegada debajo de él, con las piernas extendidas hacia el pasillo. Observaba a Hugh divertido y distante, las cejas levemente levantadas mientras esperaba ver qué pasaba a continuación.

La puerta de dos hojas se abrió y entró una ráfaga de viento. A continuación hizo su entrada un hombre enorme y rollizo con el rostro colorado que se detuvo junto a la mesa. Llevaba un traje que parecía un caparazón en el que no acababa de entrar, como si su cuerpo tratara de liberarse de él.

—¿McGovern contra Murphy?

El abogado se incorporó de un brinco.

—¿Juzgado cinco?

—Sí —dijo el pasante—. Sí, sí, somos nosotros.

—El juez los está esperando.

—¡Ah!, muy bien. Sí, de acuerdo. Enseguida estamos con él.

El pasante ya estaba de pie, guardaba a toda prisa los papeles en un pequeño maletín que tenía en el suelo junto a él.

—Hemos tenido suerte —dijo sin convicción, mirando a Hugh.

—¡Empieza la función! —dijo el abogado.

Y mientras se incorporaba se envolvió con la toga y sacó pecho en un gesto primitivo. Solo le faltó golpearse el pecho con los puños.

Hugh miró a uno y después al otro, con una sombra oscura cruzando su rostro.

Antes de que los abogados se dieran cuenta de lo que pasaba, se levantó y murmuró una disculpa confusa. Llevaba la cartera aferrada al pecho y el abrigo todavía colgado del brazo. Se quedó allí quieto un instante, como si esperase que se abriera la puerta de un tren. A continuación se puso a andar y sin decir nada más pasó por delante del alguacil, empujó la puerta de la calle y se perdió de vista.

Los abogados trataron de alcanzarlo.

Salieron corriendo tras él, los tres, la joven estudiante en prácticas se esforzaba por correr con los tacones altos. Salieron a la calle y miraron a un lado y a otro, pero no había ni rastro de él en ninguna parte.

Lo llamaron al móvil, pero fue en vano. Trataron de pactar un aplazamiento, pero el juez no quiso saber nada. Finalmente, se vieron obligados a proceder sin él. Hamlet sin el príncipe, susurró el pasante al abogado mientras ocupaban sus asientos en la sala del tribunal.

La compañía de seguros hizo un último intento de llegar a un acuerdo, pero la familia demandante se cerró en banda. Querían llegar hasta el final.

Mientras los testigos pasaban uno tras otro, mientras llegaban expertos de Inglaterra para testificar, seguía sin haber ningún rastro de Hugh. Le dejaron mensajes y más mensajes en el contestador automático, pero no hubo respuesta. Tres días duró el juicio, cada cual peor que el anterior.

El resultado estaba cantado.