37

Bruno estaba sentado en el pasillo ante el consultorio del médico.

Eran las ocho de la mañana y ya llevaba casi una hora allí esperando. La secretaria no dejaba de asomar la cabeza para decirle que no lo verían si no tenía hora.

—El médico no lo recibirá —dijo, con un deje de dureza en la voz—. Es lo que trato de explicarle. Me temo que está perdiendo el tiempo.

Bruno fue tan cortés como pudo.

—Se lo agradezco mucho, señora —repetía una y otra vez—, pero creo que me quedaré aquí sentado y esperaré de todos modos.

De vez en cuando salía un paciente y cerraba la puerta detrás de él. Pasaban algunos minutos y llegaba otro que llamaba a la puerta, y una voz profunda respondía desde dentro que podía pasar. Luego aparecía la secretaria con una nueva carpeta con el correspondiente historial médico. Llamaba a la puerta antes de girar el pomo y volver a desaparecer, echándole a Bruno una mirada recelosa al pasar.

El médico tiene que salir en algún momento, pensaba Bruno. A menos que se escape por la ventana, tendrá que salir por la puerta.

Solo era cuestión de esperar.

A Bruno la noticia le causó un impacto físico.

No se había sentido igual desde sus días de cocainómano. Sentía la cabeza a punto de estallar y el estómago revuelto como si acabara de bajar de una montaña rusa. Se sentía agotado y al mismo tiempo tenso.

No había pegado ojo. Había esperado a que Addie estuviera dormida y había salido sigilosamente de nuevo a la sala de estar. Había conectado su ordenador portátil y había empezado a navegar por internet. Y lo que había encontrado allí era terrorífico, daba miedo de leerlo. Era algo de lo que nunca había oído hablar, no sabía que cosas como aquellas todavía existieran.

Había un gráfico de índices de supervivencia. Un veinte por ciento después de un año. Pasados tres años, un cinco por ciento. La supervivencia media desde el diagnóstico era de tres a seis meses. Bruno sabía que Addie ya había pasado por aquello antes que él, estaba seguro de que había recorrido aquel mismo camino. Imaginó que veía sus pisadas en la nieve delante de él.

Prácticamente sin síntomas, decía en todas las páginas web. En especial difícil de diagnosticar. Para cuando se descubre suele ser demasiado tarde para tratamientos.

—Vaya, es terrible —dijo su hermana, esforzándose por comprenderlo.

Eran las cinco de la madrugada en Irlanda, medianoche en Estados Unidos, Bruno la había llamado a pesar de saber que era un error. Estaba sentado en el brazo del sofá en camiseta y calzoncillos, con los dedos de los pies desnudos doblados bajo de un cojín. El resplandor del portátil era la única luz que había en la sala. Bruno hablaba en susurros para no despertar a Addie.

—Eso es terrible —dijo Eileen—. ¡Me acuerdo perfectamente de ella! Era la pequeña, ¿verdad? ¡Oh!, era una chiquilla tan dulce. ¡No como la mayor! La mayor estaba hecha una buena pieza.

Había sido una equivocación llamarla. En cuanto oyó su voz se dio cuenta. La llamada la había alarmado. ¡No, no estaba durmiendo! Ya mientras lo decía se notaba que se esforzaba por hacer que la mentira sonara convincente. Y notó el alivio en su voz cuando le dijo que él estaba bien. Notó que su respiración se calmaba, casi pudo oír lo que estaba pensando. Se trataba de una tragedia ajena, no suya.

Para ser justos con ella, ¿cómo podía entenderlo? Por lo que ella sabía, Bruno atravesaba la crisis de los cuarenta y aquello no era más que una aventura de vacaciones. Una chica a la que solo hacía un par de meses que conocía, una chica que pronto pasaría a formar parte de su pasado. Eso era lo único que sería Addie para sus hermanas, ahora se daba cuenta. Y le pasó una idea por la cabeza, como la sombra de un pensamiento. Jamás podría volver a casa.

Se imaginó a Eileen de pie en el vestíbulo, tiritando en camisón. Con el teléfono encajado entre el hombro y la oreja. Reuniendo la energía necesaria para atenderlo cuando la necesitaba. Bruno sabía que estaba deseando volver a la cama.

—¿Y no pueden hacer nada por ella? —había preguntado.

—No —había respondido Bruno—. No parece que puedan hacer nada, me temo.

Se hacía difícil de creer que, en los tiempos que corrían, todavía hubiera cosas que no se pudieran curar.

—¿Y en Estados Unidos? —le había preguntado Bruno a Addie cuando se lo había contado—. ¿Con células madre, quizá?

Pero ella había seguido negando con la cabeza.

—La verdad es que no me importa —había dicho Addie—. Eso es lo que quiero que entiendas. Me alegro de que sea a mí a quien le está pasando. No me importa tanto como le importaría a cualquier otra persona.

En aquel momento, Bruno habría hecho cualquier cosa por ella. Cualquier cosa que ella le hubiera pedido, Bruno lo habría intentado. Pero precisamente lo que le pedía era algo que Bruno no era capaz de hacer. No podía entenderlo, no quería entenderlo. No tenía ningún sentido para él.

—Sé que es muy egoísta por mi parte —le había dicho Addie—. Es mucho peor para todos vosotros, ya lo sé.

Hablaba con voz clara y firme. Bruno percibió la ligereza de su tono, la alegría de su forma de hablar. Se dio cuenta de que lo decía en serio. Pero aun así no podía aceptarlo.

Bruno tenía la sensación de haber perdido una discusión monumental, de haber tomado partido en un gran debate sobre el sentido de la vida y haber perdido sin saber muy bien por qué.

Ya llevaba dos horas esperando. Diez pacientes habían entrado y salido de la consulta. Diez viajes arriba y abajo de la recepcionista, diez historiales médicos entregados. Bruno estaba considerando la posibilidad de una escapada a la máquina de café cuando oyó un tumulto en la recepción. Al instante apareció Hugh en el pasillo hecho una furia.

Enloquecido, con los pelos de punta y unas ojeras enormes. Parecía un científico loco que se ha pasado toda la noche despierto en su laboratorio. Al ver a Bruno en el pasillo, se detuvo en seco, con cara de sorpresa, como si estuviera tratando de recordar dónde lo había visto antes.

Bruno se levantó para saludarlo. Se quedaron frente a frente en guardia durante un instante, como rivales.

—No quiere recibirme —dijo Bruno—. Llevo aquí ya casi dos horas y no dejan de decirme que no me va a recibir.

—¡Y un cuerno que no va a recibirte! —dijo Hugh encaminándose directamente hacia la puerta cerrada.

Sin siquiera llamar a la puerta la abrió bruscamente y entró como un vendaval en la consulta, Bruno tras él.

El médico levantó la vista cuando entraron, con gesto de aburrimiento. La paciente que tenía sentada frente a él se volvió para ver qué pasaba con cara de susto.

Hugh se plantó en medio de la consulta, con los pies separados, como un toro a punto de embestir. Bruno se quedó detrás de él, tratando de no parecer demasiado incompetente en comparación.

—Hugh —dijo Doherty con calma, dirigiendo su mirada a la paciente en una disculpa silenciosa.

—Dermot. ¡Hace dos días que trato de comunicarme contigo! ¿No has oído ninguno de mis mensajes?

—Ah, sí, disculpa —respondió agitando la mano con displicencia—. He estado fuera de la ciudad, en una conferencia, y no me llevé el móvil.

Doherty tenía aspecto cansino, como si cada movimiento le supusiera un esfuerzo.

—Mira —dijo arrastrando las palabras—, déjame un momento, ¿quieres? Ya estábamos acabando.

Bruno estaba a punto de volverse para salir de la consulta cuando se dio cuenta de que Hugh no iba a ninguna parte, sino que se mantenía firme en su lugar. De mala gana, Bruno tampoco se movió.

Doherty no tuvo más remedio que dar por terminada la visita. Su paciente se incorporó de un brinco. Con el bolso firmemente agarrado y lanzando una mirada de pánico hacia Hugh, salió disparada de la consulta.

—Bueno, caballeros —dijo Doherty, indicando las dos sillas vacías ante su escritorio—. ¿Quieren sentarse, por favor?

Hugh no se movió.

—¿Qué crees que estás haciendo? —rugió Hugh—. ¡Atender a mi hija sin decirme nada!

—Estás furioso —dijo Doherty sin alterarse.

—Por supuesto que lo estoy, Dermot. Acabo de saber que mi hija tiene un adenocarcinoma. ¡Y nadie tuvo la cortesía de telefonearme para contármelo!

Doherty levantó las manos abiertas delante de él y las bajó lentamente en un gesto pacificador.

—¿Quieres calmarte, Hugh? Ni siquiera sabía que era tu hija hasta esta mañana. ¿Cómo demonios iba a saber que era tu hija?

Hugh se podía imaginar la prisa por mostrar el expediente. Habría apretado el botón del intercomunicador.

—Tráeme la historia clínica de Adeline Murphy, ¿quieres? Tengo que echarle un vistazo.

Hugh se había acercado un paso más hacia el escritorio y miraba a Doherty amenazadoramente.

—¿Es así como hacemos ahora las cosas? ¿Le damos a una chiquilla un diagnóstico de cáncer terminal sin asegurarnos de que alguien la acompañe?

Doherty levantó la mirada hacia él como un alumno irrespetuoso. Su voz era profunda y muy razonable.

—Le preguntamos si quería llamar a alguien. Por el amor de Dios, Hugh, ¿por quién nos tomas? No quiso llamar a nadie y tenemos que respetar su voluntad. Y ya no es una chiquilla, santo cielo, es una mujer de cuarenta años.

Treinta y nueve, pensó Bruno. A él le parecía un detalle importante, pero no dijo nada. Tampoco le habrían permitido intervenir en la discusión.

—¡Saliste de la consulta para discutir sobre la política del hospital! ¡Estabas hablando de cierres de quirófanos y de la escasez de enfermeras mientras le dabas el pronóstico!

Doherty levantó las cejas. Su voz, cuando salió, fue casi un bostezo.

—Hugh, creo que no estás en posición de dar sermones sobre el protocolo médico-paciente.

—¡Hijo de puta!

Antes de que Bruno se diera cuenta de lo que ocurría, Hugh se había abalanzado sobre el escritorio. Doherty soltó un pequeño aullido y tiró la silla hacia atrás para evitar el ataque. Bruno tuvo que saltar adelante para sujetar a Hugh, y necesitó toda su fuerza para retenerlo.

—¡Maldito hijo de puta! —gritaba, escupiendo las palabras entre dientes—. ¡Miserable hijo de puta!

Doherty reclinaba ahora su silla contra la pared, con cara de hacerle gracia el asunto.

Bruno arrastró a Hugh fuera de la consulta. La última imagen que vio antes de caerse en el pasillo fue la de Doherty arreglándose la corbata mientras dejaba caer de nuevo la silla sobre las cuatro patas.

Bruno vio a Hugh abrirse camino entre las hileras de coches hacia la parada de taxis. Tenía la cabeza gacha, lo que hacía claramente visible la calvicie de su coronilla. Daba lástima verlo.

Bruno se había ofrecido para acompañarlo a casa, pero él había murmurado algo acerca de que tenía una cita. Parecía tener prisa por escaparse.

Las ganas de pelea habían desaparecido, le habían obligado a batirse en retirada. Caminaba muy deprisa, se sentía sobre todo como un depredador gigante que vuelve a casa tras un día de caza sin haber conseguido ninguna pieza.

Aquel hombre hacía lo que le daba la gana. Era lo que había dicho Addie e incluso más. Era una pesadilla. Sin duda, era una pesadilla. Y aun así, a pesar de todos sus defectos, a Bruno le pareció que había algo de heroico en Hugh.

Bruno no recordaba haber admirado tanto a alguien.