Se había apoderado de Addie una extraña sensación de calma. Casi podríamos decir euforia.
De repente todo le parecía muy claro. Era como si estuviera sobrevolando el mar un día despejado. En un día nublado, el agua se vería opaca, daría lo mismo si estuvieras sobrevolando montañas o campos. Podría ser un mar gris o un mar azul, podría ser de un verde sucio, pero lo único que podrías ver sería la superficie del agua, sin ningún indicio de que hubiera algo debajo. Pero en un día soleado, en un día soleado, el agua se ilumina, puedes ver el fondo. Puedes ver manchas negras de roca y coral, puedes ver un banco de peces deslizándose a través del agua. Puedes ver recortada la silueta oscura del avión en el que viajas, avanzar regularmente sobre la superficie, ondulada por las olas.
Ese era el tipo de visión que tenía ahora Addie. Su vida estaba iluminada desde arriba y podía verlo todo claramente. Un estado mental que siempre había anhelado aunque nunca hasta ahora había logrado.
Cuando Bruno se despertó, Addie fingió que seguía dormida. Mientras él estaba entretenido en el dormitorio vistiéndose, ella permaneció tumbada bocabajo, la cara apretada contra la almohada y los ojos cerrados. Estaba completamente despierta, escuchándolo todo. Oyó cómo abría y cerraba la puerta del armario, oyó a Bruno coger las botas y sacarlas de la habitación, oyó el sonido amortiguado de sus calcetines sobre el suelo, el dobladillo de sus tejanos rozar el suelo de madera. Cuando fue a la cocina, Addie siguió el ruido del agua burbujeando en la tetera, el ruido que hacía Bruno al echar pienso en el cuenco de Lola.
A pesar de que Bruno estaba fuera del dormitorio, Addie no se atrevió a abrir los ojos. Se quedó allí tumbada, suspendida en el tiempo, escuchando cómo se ponía en marcha el día. Antes de irse, Bruno volvió a entrar en la habitación. Ahora Addie estaba echada de espaldas. Bruno se inclinó para besarla y ella se volvió hacia un lado, dejando escapar un gruñido soñoliento. Ni siquiera a ella misma le pareció demasiado convincente.
—Nos vemos luego —le dijo, mientras él volvía a salir de la habitación. La voz le salió ronca y atropellada, eran las primeras palabras que pronunciaba aquel día.
—Sin duda —respondió él mientras salía por la puerta—. ¡Y no olvides que tenemos una cita con la historia!
Se hacía difícil no decírselo, la noche anterior se le había hecho difícil. Cada minuto que pasaba, Addie tenía que esforzarse para no decírselo, tenía que concentrarse en comportarse con normalidad. No era su pena lo que más temía, sabía que eso no podía evitarse. Lo que más temía era una reacción desproporcionada. Lo que no podía soportar era que alguien perdiera el control. Ahora mismo, lo que más deseaba era calma.
Balanceó las piernas en el borde de la cama y se quedó allí sentada un momento, estirando los brazos por encima de la cabeza y arqueando la espalda. Con el estiramiento, el camisón subió por encima de los muslos, dejando ver el vello de su entrepierna. A Addie le desagradaba, aquella mata de pelo, lo encontraba vergonzosamente terrenal.
Se levantó y avanzó hacia la puerta, echó un vistazo fugaz a su propia imagen en el espejo de la parte interior de la puerta del armario. El camisón era un poco indecente, apenas le tapaba las nalgas. Los tirantes estaban demasiado sueltos, el corpiño colgaba bajo, dejando ver el bulto de sus senos bajo las axilas. Madura, esa fue la palabra que le vino a la cabeza, se veía joven y madura. Era incongruente, no encajaba con su situación.
Descolgó la bata de detrás de la puerta y se cubrió con ella, ató el cinturón con actitud desafiante alrededor de la cintura.
Tarareando alegremente se dirigió a la cocina, sin saber qué era lo que estaba canturreando.
Lola estaba allí esperándola, meneando el rabo con expectación. Addie le dio un arrumaco rápido, casi más bien una palmadita en el lomo. Luego se volvió a enderezar y se acercó al interruptor de la máquina de café. Todavía no tenía ánimo para pensar en Lola.
Con la taza de café en la mano, Addie se encontró vagando por el apartamento. Como el visitante de un museo, flotaba de habitación en habitación. Miró su escritorio, que parecía una tienda de golosinas. Los tarros de bolígrafos y lápices en fila, los botecitos ordenados de tintas de colores brillantes. Un dibujo a tinta a medio hacer de una piscina ocupaba toda la superficie de un papel de acuarela.
A continuación se dirigió al baño y se quedó allí de pie de espaldas al lavamanos. Junto a la bañera había un solitario bañador negro colgado de un gancho. La tela estaba algo deteriorada, Addie pudo verlo desde donde estaba. La parte posterior del bañador estaba gastada y se transparentaba la goma elástica blanca.
Con un poco de suerte me sobrevivirá, pensó Addie. Y se sintió aliviada por no tener que recorrer la ciudad en busca de un bañador nuevo. Últimamente cada vez se le hacía más difícil encontrar un bañador decente, en las tiendas ya solo había biquinis.
Addie examinó las botellas de productos cosméticos sobre el borde de la bañera. Los acondicionadores y champús y el frasco de cristal de espuma de baño. Advirtió que los medía, calculaba cuánto quedaba de ellos.
Era algo que hacía a veces en las vacaciones. Se embarcaba en un esfuerzo maníaco por exprimir hasta la última gota de loción solar del tubo antes de comprar otra nueva al día siguiente. Alguna vez había rajado un tubo de crema hidratante con las tijeras de las uñas o hundido el cepillo de dientes en la boca del tubo de dentífrico para extraer pasta suficiente para cepillarse por última vez con ella. La satisfacción de hacer que las cosas durasen era una sensación agradable. Ahora se permitió el capricho.
Luego observó las bolsitas de té del armario de la cocina e hizo inventario de ellas. El café, los cereales, la pasta deshidratada. Parecía estar claro que ya apenas tendría que ir más de compras. Si tenía cuidado, nunca más tendría que poner los pies en un supermercado.
Addie seguía tarareando. De pronto cayó en la cuenta de qué era lo que estaba tarareando y sonrió, y empezó a cantar en voz alta.
Todo se muere, nena, eso es un hecho.
Aunque tal vez todo lo que muera vuelva algún día.
Era algo que le pasaba cada vez con más frecuencia, no podía quitarse las canciones de Bruce Springsteen de la cabeza. A veces incluso cantaba algunas frases en voz alta. Adoctrinamiento, la habían sometido a un adoctrinamiento. Se sintió ligeramente avergonzada al descubrir que funcionaba, le pareció una señal de debilidad de carácter. Como descubrir que se te pega un acento extranjero.
Bajó la mirada hacia su sencilla bata gris. Era de una lana suave, la había elegido porque era cómoda. Sus piernas pálidas sobresalían por debajo, las uñas de los pies como siempre sin pintar.
Eso la hizo sentirse mal, deseó haberse cuidado un poco más. Pensó en su vestuario, todos aquellos pantalones de pana y jerseys de cuello de pico, todas aquellas mallas y camisetas. Se pasó una mano por los cabellos cortos, deseando que fueran largos para poderlos recoger en un moño.
De repente se apoderó de ella un enorme deseo. Quería emperifollarse, quería pasarse todo el día preparándose para él. Se imaginó a sí misma sentada en un tocador en alguna parte, aplicándose con esmero un pintalabios rojo. Imaginó cómo debía de ser aquello de embutirse en un vestido ajustado, se imaginó llevando medias con ligas y tacones altos. Lo estaría esperando en la puerta cuando él llegase a casa. Ya sentía una corriente que corría por su interior, ya se estaba apretando contra él, notaba cómo su mano viril bajaba deslizándose por su espalda. Lo cogía por el brazo, se volvía y se apartaba de él, y lo arrastraba detrás de ella como la chica de un anuncio de perfume.
Ponte el maquillaje y arréglate el pelo
y queda conmigo esta noche en Atlantic City.
Sintió que la abofeteaba una ola de arrepentimiento por todas las cosas que nunca había hecho. Se sintió llena de remordimientos por aquella vida suya que solo había vivido a medias.
Decidió pasar la mañana sola, solo ella y la perrita. Apagó el teléfono móvil y lo dejó conectado en el cargador en la mesa del vestíbulo. Sacó del bolso un billete de diez libras y se lo metió en el bolsillo del abrigo junto a algunas bolsas para recoger las caquitas de la perra y las llaves.
Sin ningún motivo aparente paseó junto al canal en vez de hacerlo por la playa. Un día como Dios manda por su belleza, las ramas de los árboles eran siluetas negras desnudas contra un cielo blanco brillante. Los juncos a lo largo de las orillas eran de un dorado pálido susurrante. El agua del canal estaba quieta y oscura, los reflejos de los árboles se extendían hacia sus profundidades.
Addie solo tuvo un momento, tal vez dos, para asimilar todo aquello antes de que Lola interrumpiera la paz. La perra atravesó a toda prisa el borde de hierba y se lanzó al agua, aterrizando con un gran planchazo. Un hombre que paseaba por la orilla opuesta se paró y soltó una carcajada. Su corazón lleno de orgullo.
Había una garza en la orilla opuesta, Addie no se había dado cuenta hasta entonces. Estaba entre los juncos, el cuerpo perfectamente equilibrado sobre una pata flacucha. Con un ojo negro que centelleaba, observaba a Lola acercarse.
El hombre de la otra orilla también lo observaba. Estaba de pie con las manos en los bolsillos y una ligera sonrisa en su rostro. Más adelante del camino también había algunos borrachines reunidos junto a un banco que dejaron lo que estaban haciendo para contemplar el espectáculo. Lola tenía bastante público mientras nadaba resoplando hacia la garza.
Addie observaba cómo se desarrollaba todo, aunque mientras lo hacía no dejaba de pensar en Della. La pobre Della probablemente estuviera en ese mismo momento en su casa, dejándole otro mensaje más en su buzón de voz. Tal vez estuviera incluso ante la puerta de su apartamento, preguntándose dónde estaba. Hugh debía de estar aporreando los teléfonos, llamando a todos y cada uno de sus colegas de profesión, pidiéndoles una segunda y una tercera opinión, organizando más exámenes y más análisis de sangre. Addie se sintió agotada solo de pensarlo. Y Bruno, Bruno debía de estar sentado alegremente a su escritorio de la biblioteca. El pobre Bruno vivía feliz sin saber la que estaba a punto de caerle.
Addie pensaba en todo eso y sin embargo no estaba triste. Si acaso era más consciente de la enormidad del cielo vacío que tenía encima. De la tierra húmeda bajo sus pies. Del silencio de aquel lugar, en medio de la ciudad. Estaba saboreando aquel tiempo robado. Se sentía como si estuviera haciendo novillos de clase, aquella agradable sensación de libertad aumentada por el hecho de saber que las clases siguen desarrollándose sin ti.
Lola ya casi tenía a la garza a tiro, un salto y sería suya. La garza todavía esperó durante un segundo insoportable, con su cuerpo magnífico completamente inmóvil. Y siguió esperando mientras la perra se esforzaba por ganar pie en la orilla fangosa. Luego lentamente, muy lentamente, la garza levantó las alas, las batió estruendosamente y echó a volar. Apenas Lola salió del agua, empezó a brincar tras ella, con su cuerpecillo desaliñado elevándose más y más a cada salto. La garza describió una curva y volvió a poca altura sobre el canal, su sombra desplazándose sobre el agua debajo de ella. Sobrevoló la cabeza de Lola en una exhibición aérea triunfal.
Los borrachines se rieron. El hombre del traje soltó una risita ahogada, luego dio media vuelta y siguió su camino. La pobre Lola se quedó mirando a la garza. Parecía desconcertada, no podía entender cómo le habían burlado su victoria. Se quedó mirándola durante un rato y luego pareció haber olvidado qué era lo que estaba mirando, se sacudió el agua y volvió a saltar alegremente al canal.
Addie la esperó en la orilla y certificó con sorpresa aquel momento de pura e inapropiada felicidad.
«En medio de nubes que se avecinan», había dicho Obama.
Era una mañana de frío gélido en Washington, las imágenes de la pantalla parecían descoloridas por el frío, como imágenes en blanco y negro que hubieran sido retocadas. La corbata roja, el abrigo amarillo mostaza que llevaba ella, manchas de colores vivos sobre un fondo sepia.
—Chartreuse —dijo Addie—. El color del abrigo de Michelle. No es mostaza, es chartreuse. Créeme, es uno de los temas que domino.
Se sentía aliviada de haber llegado tan lejos sin contárselo. Una sensación como de orgullo, había logrado lo que se había propuesto. Había alcanzado la meta. De repente parecía sencillo no decírselo. Como si hubiera llegado a duras penas al final de un maratón y hubiera descubierto con sorpresa que podía seguir corriendo.
Guardaba su secreto como un guijarro escondido a buen recaudo en su mano cerrada. Solo tenía que abrir los dedos para que viera la luz. Un pequeño paso que ahora le parecía imposible dar.
Se sentó con las piernas cruzadas en el sofá. Era consciente de cómo se aguantaba su cabeza encima de su cuerpo. Era consciente de cómo sostenía los brazos, de la postura de sus hombros. La perra estaba en el suelo a su lado, la miraba fijamente. Bruno en el sofá junto a ella, paralizado por lo que pasaba en la pantalla.
Addie estaba allí sentada dándole vueltas a su secreto, no podía pensar en otra cosa. Ahora que había pasado su fecha límite, cada momento parecía un pequeño engaño. La alegría que sentía Bruno, el placer con que vivía aquel día, era un regalo que le hacía ella. Podía arrebatárselo en cualquier momento. Era una sensación terrible, como si fuera una asesina esperando para abalanzarse sobre él.
De repente le pareció inconcebible dejar pasar ni un minuto más sin contárselo.