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La mañana del cumpleaños de Addie, el correo cayó del buzón al suelo con un ruido inusualmente fuerte. Un sonido encantador, Addie lo percibió desde dentro de la cama. La puerta del dormitorio estaba abierta de par en par y casi podía ver el montón de cartas en el suelo. El corazón le dio un vuelco al sentir todo aquel amor.

Se había levantado temprano, pensando en su madre, como siempre hacía en su cumpleaños. Imaginaba aquella mañana, treinta y nueve años antes, cuando su madre habría abierto los ojos sobresaltada, su cerebro dormido consciente de repente de que había llegado el día. Fuera todavía no debía de haber amanecido, su madre se habría vuelto a un lado para despertar a Hugh, mientras las contracciones atormentaban su barriga y se hallaba a punto de estallar. O tal vez le hubieran llegado los dolores mientras preparaba el desayuno de Della, o mientras iba de tiendas con su hija en el cochecito. Tal vez habría vuelto corriendo a casa para telefonear a Hugh al hospital y se habría parado a pedirle a una vecina que cuidase de Della durante su ausencia.

A Addie nunca le han contado la historia, tiene que imaginársela.

—¿A qué hora nací? Necesito saber a qué hora nací para que me puedan hacer la carta astral.

—¡Dios santo!, hija mía, no tengo ni idea. ¿Cómo diablos podría acordarme?

Y Addie recuerda haber pensado, ¿cómo diablos puedes no acordarte?

Tumbada en la cama, oía a Bruno ajetreado en la cocina. Por el ruido, le estaba preparando el desayuno. Tuvo que resistir la tentación de levantarse de un salto para ir a recoger el correo. Si se levantaba estropearía la sorpresa. También tenía ganas de hacer pis, aunque eso tendría que esperar. Ya olía el café, oyó el ping del microondas, donde acababa de calentar la leche.

—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseo querida Addie, cumpleaños feliz…

La sincronización había sido perfecta, ya que dejó la bandeja sobre sus rodillas justo cuando sonaba la última nota. Addie levantó la cabeza al mismo tiempo que Bruno bajaba la suya, cerró los ojos y saboreó el beso. El cremoso aroma del café humeante, el sol débil que se filtraba a través de la ventana, el roce de la barba de Bruno en su barbilla mientras la besaba.

Bruno había entrado el correo, las cartas estaban amontonadas en el borde de la bandeja. Addie comenzó a abrirlas ávidamente.

Una postal de Hugh, «Para una hija maravillosa». Delante había una foto de una niña posando orgullosa junto a su poni. Hugh todavía elige estas postales para Addie, como si no se hubiera dado cuenta de que ya es adulta. «Para mi querida Addie —había escrito en el interior—. Que tengas un muy feliz cumpleaños. Un beso de tu viejo padre». La punta de su pluma estilográfica era tan gruesa que la tinta se acumulaba en las curvas de las letras. Se le estaba agotando el cartucho, la escritura se volvía más acuosa a medida que iba avanzando. «PD —había escrito en la parte inferior de la página, con letra tan tenue que apenas era legible—. Tengo que comprar tinta».

Addie sonrió mientras dejaba la postal en la bandeja. Echó mano del siguiente sobre del montón. Una postal de Della, con una foto de dos mujeres mayores en bañador sentadas en sendas tumbonas. Había un fajo de vales caseros metidos dentro. Un vale para un abrazo de Lisa. Un vale para pintarse las uñas de Elsa, otro para cepillar a la perra de Tess, un masaje de espalda de Stella.

Bruno estaba sentado en el borde de la cama. Addie le pasó los vales para que los viera.

Guardó el paquetito para el final. Un sobre acolchado marrón, no parecía que pudiera haber gran cosa dentro. Addie comprobó el peso sobre su palma abierta, parecía estar vacío. Reconoció la caligrafía del remitente, la letra recta de la mano de Maura.

—Ábrelo —dijo Bruno—. Me tiene intrigado.

Pero Addie volvió a dejarlo en la bandeja. Cogió su taza de café y se volvió a apoyar en las almohadas.

—Siempre espero un poco antes de abrir un paquete. Una vez que lo has abierto, la magia desaparece.

—Seguro que ya lo hacías cuando eras pequeña.

Addie asintió con la cabeza.

—A Della la desesperaba.

De un modo muy formal, volvió a dejar la taza de café en la bandeja y cogió de nuevo el paquete. Empezó a deslizar el dedo por debajo del precinto, lo rasgó y metió la mano dentro. Sacó una pequeña hoja doblada de papel de carta y a continuación una funda cuadrada de papel que contenía un DVD sin título.

—¡Qué extraño! —Addie abrió la carta.

Bruno se sentó y esperó mientras ella leía.

—Está en Roma, no volverá hasta el próximo fin de semana.

Addie empezó a leer la carta en voz alta, imitando la voz de Maura para Bruno, su tono brusco y serio.

—Por fin he encontrado a alguien que me copiara esto en un DVD. ¡Viva la tecnología!

Addie levantó la mirada hacia Bruno.

—No dice qué es. ¡Dios mío! Espero que no se esté volviendo chiflada, es la única persona cuerda que conozco.

Volvió a meter la carta y el DVD en el sobre. Y entonces se dio cuenta de que Bruno estaba esperando que dijera algo.

—¡Ay, Bruno! Aparte de ti, claro.

La buena de Maura siempre se acuerda del cumpleaños de Addie. Por Helen, más incluso que por Addie, es una fecha que siempre tendrá grabada en la memoria. En esta fecha, siempre lamenta profundamente la muerte de Helen, siente la tragedia tan reciente como si fuera ayer. La naturaleza arbitraria del asunto todavía le resulta incomprensible. En el colegio se habían sentado juntas todos los días durante seis años. Ahora Helen se ha ido y Maura sigue aquí. Y eso supone una responsabilidad, deberes que cumplir. Se considera la guardiana del legado de su amiga.

Tras la muerte de Helen, sus joyas se repartieron entre sus hijas. Fue Maura quien las repartió, Hugh le había pedido que lo hiciera.

—¿No habrá algo que quieras quedarte tú? —le había preguntado a Hugh—. Como recuerdo.

Y él había contestado:

—Por Dios, no, ¿qué quieres que haga yo con una de sus joyas?

No se le había ocurrido preguntarle a Maura si quería quedarse con algo de recuerdo. De modo que Maura dividió las joyas entre las niñas.

Una lluviosa tarde de lunes, después de recogerlas en el colegio, las desparramaron sobre la colcha y las extendieron con sus deditos ansiosos. El collar de perlas que le habían regalado a Helen por sus veintiún años. Los pendientes de color aguamarina, que le había regalado su madre cuando se casó. Los guardapelos de oro y las pulseras de dijes, que eran como baratijas de niñas. El colgante de lapislázuli y la gargantilla de turmalina, regalos de Hugh a lo largo de los años. El anillo de compromiso fue para Addie y Della se quedó el anillo de boda.

—¿Crees que por eso Della se ha casado y yo no?

—¡Vaya, Addie! ¡No seas tan fatalista! ¿Qué te hace pensar que no te vas a casar?

Siempre tan optimista, eso es lo que les encanta de Maura. Cree en ellas, quiere lo mejor para ellas.

—Hay un hombre encantador en tu futuro, Addie, estoy absolutamente segura. Solo que está tardando un poco en aparecer por el horizonte.

Esto se lo había dicho Maura justo después de romper con David. Últimamente, Addie pensaba cada vez más a menudo en aquellas palabras, como si quisiera poner a prueba su resistencia, como cuando estás a punto de poner el pie sobre un travesaño de madera que chirría.

Con aquellos danzarines ojos negros y aquella cara menuda y seria, siempre resulta difícil no darle la razón a Maura. La certeza con la que habla, es como si pudiera ver cosas que nadie más ve.

—Hay muchos más peces en el mar —había dicho—. ¡La próxima vez, olvídate de la caballa y ve a por el salmón!

Las niñas heredaron el dinero de Helen, por supuesto. Todo el dinero que le habían dejado a ella sus padres en sus testamentos pasó a Hugh cuando ella murió, pero él era demasiado orgulloso para tocarlo. Así que lo guardó para Addie y Della. A la larga, les sirvió a ambas para pagarse un techo.

También había plata, un juego de cubiertos que habían recibido los padres de Helen como regalo de boda. Hugh animó a Della para que se lo llevara cuando se mudó. Addie se quedó con la taza del bautizo de Helen, que tenía en un estante de su cocina, dentro guardaba cajas de cerillas. No se le ocurría para qué otra cosa podría servir.

Pero a Addie no le servía de consuelo tener cosas de su madre. La mayoría cosas duras, trozos de metal y cristal. Podías sacarlas y mirarlas, podías sacarles brillo y pulirlas, pero no había en ellas nada de su madre. Eran tan impersonales como piedras.

Por eso la gente da tanto valor a las reliquias de los santos. Addie entiende por qué la gente se congrega para verlas. Ella ha visto las imágenes en televisión, miles de personas haciendo cola durante horas y más horas solo para poner una mano sobre una caja antigua que contiene un fragmento de hueso o un mechón de pelo.

Addie desearía tener una reliquia de su madre. Desearía tener un diente o un mechón de sus cabellos, algo que pudiera conservar todavía alguna esencia de ella. Alguna muestra de tela de alguna prenda de ropa, tal vez, algo que hubiera tocado su piel, algo en lo que pudiera haber sudado o sangrado. Si Addie tuviera algo así lo guardaría debajo de la almohada. Durante la noche alargaría la mano y se reconfortaría al tocarlo.

Ya empezaba a caer la noche cuando se decidió a mirar el DVD. Habían pasado el día fuera en el cabo de Howth, recorrieron los caminos serpenteantes de los acantilados, bajaron a una playa y luego a otra, la perra tropezando entre las piedras antes de entrar en el agua. El cabo, el faro, la sinuosa carretera que bajaba al pueblo. Habían parado en el muelle a comprar pescado y hecho una paradita en el pub para tomar una pinta de Guinness y una bolsa de patatas fritas antes de volver sin prisas al coche. Un baño caliente y ahora Addie estaba sentada en el suelo delante de la tele. Todavía tenía el pelo mojado y llevaba una toalla que le cubría los hombros. Bruno estaba en la cocina preparando su cena de cumpleaños. Olía a ajo y a anís. A mantequilla chamuscada. El sonido de un líquido caliente vertido en un colador.

Addie apuntó a la tele con el mando a distancia y conectó el modo DVD.

La pantalla se volvió azul.

Pulsó «play».

Una pantalla negra, con una fecha escrita en el centro con letras blancas. 8 de enero de 1974. El cuarto aniversario de Addie.

Con las piernas cruzadas sobre la alfombra, Addie miraba fijamente la pantalla. Su corazón dejó de palpitar.

La fecha desapareció. Un estallido de ruido en cuanto apareció la imagen. Una cámara en movimiento, que enfocaba unos armarios de cocina y bajaba hasta posarse en una hilera de caritas. Media docena de niñas pequeñas vestidas de fiesta estaban alineadas como bolos delante de la mesa de la cocina. La cámara daba una sacudida y las niñas se volvían a mirar a la derecha de la imagen, con ojos enormes y brillantes.

Addie permanecía sentada ante el resplandor del televisor, maravillada.

La cámara vagaba hacia la derecha y Addie se vio a sí misma. Estaba de pie sobre una silla de la cocina y se inclinaba impacientemente sobre la mesa. Llevaba el pelo recogido en dos coletas altas, dos pequeños mechones a cada lado de su cara. Con sus manitas rechonchas planas sobre la mesa, daba brincos con las patas traseras como una mula.

Cuidado, Addie, cuidado, gritaba alguien. Te vas a caer de la silla.

De repente se apagaban las luces, las caras se volvían sombras. Ojos y dientes resplandeciendo en la oscuridad, formas cambiantes. Una voz masculina comenzaba a cantar un retumbante cumpleaños feliz. Las niñas se unían a la canción y la cámara se bamboleaba por la fila para pescar sus caras cantando. La voz de una mujer se alzaba por encima de ellas en un tono exagerado de soprano. Maura, pensó Addie, solo podía ser Maura. Se la oía pero no se la veía.

La cámara había llegado a la puerta y en la oscuridad aparecía un pastel con cuatro velas encendidas. Primero se veían las velas, más tarde se veía la cara incorpórea que flotaba encima de ellas, que la luz parpadeante de las velas salpicaba de sombras. Sus ojos bailaban mientras cantaba con las demás.

La cámara la seguía mientras avanzaba con cautela. Se acercaba a Addie por detrás, levantaba los codos hacia los lados y formaba un círculo con los brazos. Y con cuidado, pasaba sus brazos por encima de la cabeza de Addie y apoyaba el pastel en la mesa delante de ella. Acercaba su cabeza a la de Addie y le susurraba algo al oído. A continuación Addie soplaba las velas, había una pequeña ovación y las luces volvían a encenderse.

Addie se vio a los cuatro años inspeccionando orgullosa la mesa, las mejillas rosas, radiante, bajo la luz. Addie observó cómo la cámara se desplazaba alrededor de la cocina. Ahora su madre cortaba el pastel y servía trozos grandes en platos de cartón que se deformaban por el peso. Tenía el pelo largo y castaño rojizo, recogido hacia arriba en un moño. De vez en cuando soplaba sacando el labio inferior para apartar un rizo rebelde que caía constantemente delante de sus ojos. Llevaba una blusa de cuello alto de estilo victoriano, su boca amplia, un círculo rojo. Estaba apoyada en el armario de la cocina con un cigarrillo en las manos. Hugh estaba a su lado, Addie tardó un segundo en reconocerlo. Un mechón enorme le cubría la frente, también tenía un cigarrillo en la mano. Mientras Addie los miraba, su madre apoyó la cabeza en el hombro de Hugh durante un momento. Entonces, de pronto, se fue la imagen y la pantalla se quedó negra.

Cuando Bruno salió de la cocina se la encontró llorando. Seguía sentada en el suelo mirando el televisor. Tenía la espalda erguida y las piernas cruzadas como un yogui, pero sus hombros temblaban mientras lloraba.

Addie no había visto nunca un vídeo de su madre antes. Fotografías sí, pero una imagen en movimiento es diferente. Una imagen en movimiento es más real de lo que jamás podrá ser una fotografía. Después de tantos años, verla de vuelta viva había sido impactante. Addie no se lo esperaba.

Cuando Bruno la encontró se agitaba entre sollozos y respiraba entrecortadamente. Por Dios, dijo, ¿qué pasa? Se acercó a toda prisa y se puso en cuclillas a su lado, con el trapo de cocina aún en la mano. Empezó a frotarle la espalda arriba y abajo con la palma de la mano en un intento de calmarla.

Addie escondía la cara entre las manos y agitaba la cabeza de un lado al otro como si tratara de sacudirse la impresión. Lloraba tanto que costaba entender lo que decía. Bruno se arrimó a ella para tratar de descubrir qué le pasaba.

—No me acuerdo de ella —decía, sollozando amargamente entre sus manos.

Bruno le frotó la espalda mientras seguía tratando de comprender qué había pasado.

—Creía que tenía recuerdos de ella, pero ahora que la he visto me doy cuenta de que no, de que tengo que habérmelos inventado.

Addie alzó la vista hacia Bruno, con los ojos rojos y la mirada confusa.

—No sé por qué me he alterado tanto. Solo es que es diferente a como yo la recordaba.

Addie se rio de sí misma mientras se limpiaba la nariz con la manga del jersey.

—Lo siento —añadió—. No sé por qué estoy tan alterada. Supongo que es que no me lo esperaba. Me ha cogido por sorpresa, es solo eso.

—No hace falta que te justifiques —dijo Bruno—. No hace falta que te justifiques.

—Tienes suerte —se desahogó Addie más tarde, cuando ya se habían comido el pescado y habían recogido los platos. Ahora hablaban calmadamente, ya había superado la impresión—. Tienes suerte de tener toda una vida de recuerdos de tu madre.

—Sí —admitió él, aunque su cara reflejaba una gran tristeza—. A veces me parece que tengo demasiados recuerdos de ella. Especialmente del final, que tengo muy presente. A veces desearía poder olvidar el final.