32

En Nochevieja fueron caminando hasta casa de Della.

Lola iba olisqueando el camino delante de ellos. En las ventanas de las fachadas de todas las casas, árboles de Navidad de aspecto lúgubre holgazaneaban en la oscuridad. Ya nadie se tomaba la molestia en encender las lucecitas de Navidad. Las aceras estaban llenas de cristales rotos y Addie temía que a Lola se le pudiera clavar alguno en la pata, aunque resultaba difícil tratar de evitarlo. La brigada de limpieza todavía no había vuelto al trabajo. Nadie iba a volver a trabajar hasta pasado el fin de semana.

Fue Della quien abrió la puerta. Llevaba un vestido negro de lentejuelas que apenas le tapaba las bragas. Medias negras, zapatos de tacón de aguja negros.

Bruno se inclinó para besarla en ambas mejillas. Luego le dio la botella de champán que habían llevado y entró. Addie lo siguió. Se quitó el abrigo a desgana. Debajo llevaba su habitual jersey escotado encima de una camiseta y mallas negras. Se sintió como la canguro.

Las niñas bajaron a toda prisa las escaleras, una detrás de la otra.

—¡Addie! ¡Addie!

Tess sostenía algo en sus brazos y encorvaba los hombros hacia el pecho para protegerlo.

—¡Tenemos una gatita!

Lisa parecía que estuviera a punto de explotar. No se podía estar quieta y daba brincos sin moverse del lugar.

—Me encanta tu conjunto, Lisa.

Lisa llevaba sus leotardos de ballet encima de unas medias de lana, y sus piernas repiqueteaban dentro de las botas de agua. Una diadema colgaba de lado de su cabeza.

Addie avanzó sigilosamente para echarle un vistazo a la gata.

Tess la levantó para que la viera.

—¿Quieres cogerla?

—No te lo tomes a mal, cariño, pero no me entusiasman los gatos.

—Yo también odio a los gatos —dijo Elsa con su voz lenta y ronca, volviendo los ojos para encontrar los de Addie y torciendo la boca en una sonrisa forzada.

—¡Papá es alérgico a la gatita!

—Eso no es bueno.

—Dice que la tendremos que dar.

—No creo que a Lola le guste demasiado, tampoco.

Lola se había escabullido a la sala de estar, con el rabo entre las piernas. Ahora estaba echada bajo la mesita del café, asomando la cabeza.

—No me digas que Lola tiene miedo de la gata —dijo Simon, con una risa seca en la garganta.

—Simon —admitió Addie—, Lola le tiene miedo a su propia sombra.

—¿Y qué? ¿Has ido al médico?

Della le había estado dando la lata para que fuera.

—Estás dolorida —no dejaba de decirle—. Tienes que averiguar por qué. Tiene que haber un motivo.

Pero el dolor, en lo que a Addie respecta, era algo que había que ignorar. Si lo ignorabas, acabaría desapareciendo.

—Probablemente sea el desgaste de la edad —esa era la opinión de Addie—. Ya sabes, la naturaleza humana.

Pero Della no pensaba que fuera así.

—No estoy convencida. ¿Vas a ir de una maldita vez al médico?

Y Addie había prometido, había jurado que iría.

Della volvió a sacar el tema en cuanto se quedaron solas. Los hombres estaban en la sala de estar junto al fuego, las niñas aparcadas arriba delante de la tele. Della y Addie habían bajado a la cocina a buscar unas copas.

—¿Y qué? —repitió Della—. ¿Has ido al médico?

—Sí que fui, pero la verdad es que no me dijo gran cosa.

—Algo tuvo que decirte.

Della se había quitado los zapatos y se estaba encaramando a una silla para alcanzar unas copas de champán de la estantería superior de la despensa.

—Me dijo que tenía la presión un poco alta.

—¿Sí?

—Me tomó muestras de sangre.

—¿Te dijo por qué?

—Dijo que quizá la ayudaría a averiguar qué me pasa.

Della le fue pasando las copas a Addie, una a una. Luego se dispuso a bajar de la silla. Llevaba el vestido tan ajustado que tuvo cierta dificultad para bajar. Tuvo que levantarse la falda por encima de las caderas y saltar de la silla.

—Bueno —dijo con un suspiro.

No quedaba claro si el suspiro era por las pruebas de sangre o por el esfuerzo de bajar las copas.

—Me dijo que tardaría una semana o dos en recibir los resultados.

Della se bajó la falda con un contoneo y volvió a ponerse los zapatos.

—¿Quieres que le pregunte a Simon por el tema?

—¡No, por Dios!

—De acuerdo. Bueno, seguro que no será nada preocupante. Pero de todos modos una revisión nunca hace ningún daño.

—Sin duda. Tienes toda la razón.

—¿Necesitamos un cubo con hielo?

—No, no. Acaba de salir de la nevera. Ya estará bastante fresco.

—Y nos lo beberemos tan rápido que tampoco vale la pena.

Addie salía por la puerta de la cocina detrás de Della cuando esta se volvió.

—No te preocupes —le dijo con ternura—. Siempre dicen que probablemente no sea nada, pero eso no quita que no lo hagas.

Y Addie asintió con la cabeza, sacudiéndose la preocupación de Della. Pero la dejó pensando. Ya de pie delante del fuego, Simon desenvolviendo el papel de aluminio del champán, un pensamiento daba vueltas en su cabeza.

Nadie había dicho que quizá no fuera nada. Sin duda, el médico no había dicho que probablemente no fuera nada.

La pequeña explosión del tapón de corcho la asustó. Se llevó las manos a la cara y se echó atrás instintivamente.

Todos los demás se rieron.

—Feliz año nuevo —dijeron al unísono, acercándose unos a otros para entrechocar las copas.

Addie se emborrachó un poco aquella noche.

Della había preparado una cena fuera de lo común: seis platos, todos ellos pequeños y deliciosos. Pero hubo muchos ratos para beber entre plato y plato, y no demasiado colchón para evitarlo. Addie sabía que se estaba emborrachando, pero no quería parar. En el fondo quería dejarse ir aquella noche, simplemente para ver qué pasaba.

Simon estaba en plena forma, contando historias divertidas del hospital.

—¡Uf!, por la puerta del hospital entra todo tipo de gente —iba diciendo—. No puedes ni imaginártelo, Bruno.

A Simon le caía bien Bruno, era evidente. Siempre se notaba cuando le caía bien alguien, era fácil de descubrir.

—La mayoría de la gente es hipocondríaca, Bruno, gente con tiempo para perder. Al noventa por ciento de las personas que veo no les pasa absolutamente nada. Y luego está el otro diez por ciento. Los que vienen con un bulto del tamaño de una pelota de fútbol en la cabeza y que te dicen, siento molestarle, doctor, mi mujer me ha hecho venir. Pero le aseguro que estoy perfectamente.

Todos se reían, Simon era el único que se mantenía serio.

—Es muy deprimente —insistió, en un intento de convencerlos.

Pero ellos no dejaban de reírse.

Durante mucho rato nadie advirtió que Tess estaba de pie junto a la puerta de la cocina, mirando a su alrededor con cara de susto y los cabellos enmarañados y sudados.

Fue Della quien la descubrió. Fue hacia ella y la cogió en brazos. La niña había crecido tanto, sus piernas flacuchas colgaban hasta más allá de las rodillas de su madre. Volviendo a la mesa, Della se dejó caer pesadamente en la silla y volvió a Tess para que estuviera sentada en su regazo mirando hacia fuera. Della acarició los cabellos de la pequeña, se los apartó de la cara.

—¿Has tenido una pesadilla, cielo?

Simon se había acercado a ella y le soplaba suavemente la cara para refrescarla.

Tess lo miró fijamente como si no lo hubiera oído.

—¿Te acuerdas de lo que pasaba en el sueño? Si se lo cuentas a alguien enseguida, no se repite.

La niña tenía la vista fija en un punto justo delante de ella. Cuando habló, fue una sorpresa para todos. Se quedaron en silencio y la escucharon.

—Estábamos en el cole —dijo—. Y la profesora repartía unas hojas de papel dobladas.

Le temblaba la voz.

—Una para cada niño de la clase, llevaban el nombre escrito.

Tess titubeó, como si no estuviera segura de recordar lo que venía a continuación.

Todos guardaban silencio a la mesa.

—Tenías que abrir el papel.

Tenía los ojos abiertos como platos y la mirada perdida. Los miraba uno por otro, aunque no estaba claro si realmente los veía.

—En el papel —continuó, con voz temblorosa, parecía estar a punto de llorar—, estaba escrita la fecha de tu muerte.

La reacción de cada uno fue diferente.

Simon se rio, una risa como un gañido. Estaba impresionado por el sueño, y al mismo tiempo le hacía gracia.

Della soltó un grito ahogado.

—¡Oh —dijo—, oh, cariño! —Y abrazó a la niña contra su pecho—. ¡Oh, pobrecilla, qué miedo!

Bruno no apartaba su mirada de Tess, fascinado por aquel sueño. Le maravillaba que una persona tan pequeña pudiera imaginar algo así. Se recordó a sí mismo a esa edad, había olvidado lo abierta que estaba su mente, todo el universo que pasaba por ella.

Addie se quedó mirando a Bruno, quería ver su reacción. Quería ver si se sentía tan desasosegado como ella.

Tal vez fuera porque era Nochevieja, o porque todo el mundo estaba pendiente del futuro, de lo que depara el futuro. Tal vez fuera por la perturbadora lucidez de la niña, o por su voz ultramundana. Tal vez hubiera despertado sus peores miedos. Fuera lo que fuera, todos se habían puesto nerviosos. Habían llegado ya a aquel punto de la noche en que habían bebido demasiado. Ahora podían elegir entre emborracharse más o espabilar. De repente, todo parecía demasiado serio.

Simon comenzó a llenar las copas, Addie se levantó de un salto y empezó a pasar el queso. Della arrullaba a Tess para tranquilizarla. La niña estaba acurrucada junto al cuerpo de su madre, aunque sus ojos todavía paseaban por la mesa, siguiendo la conversación. Addie vio cómo le empezaban a temblar los párpados y a los pocos segundos ya estaba dormida.

Addie le hizo una señal a Della y dijo en voz baja:

—Creo que ha caído.

Della bajó la vista a la cara de su hija. Volvió a mirar a Addie y asintió con la cabeza sin hablar. Se impulsó con las piernas para levantarse y tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio, ya que el peso de su hija dormida la hacía tambalearse. Della salió de la cocina, con las piernas larguiruchas de Tess colgando a cada lado como estribos.

—¿Os gustaría saberla?

La cara de Della parecía enjuta y paliducha a la luz de la lámpara baja. Las sombras debajo de sus ojos se acentuaban, los hoyuelos de sus mejillas parecían más profundos.

Nadie tuvo qué preguntar a qué se refería, a todos les había quedado revoloteando por la cabeza.

—No —dijo Simon, el primero en responder.

—¿Estás seguro? Piénsalo. Tendrías la oportunidad de hacer todas las cosas que siempre has querido hacer.

—Ya he hecho todo lo que quería hacer —dijo Simon con convencimiento. Era la mentalidad que tenía, sin sombra de duda—. En esta etapa de mi vida, estoy exactamente donde quería estar.

—¿En serio?

Ese había sido Bruno. Miraba a Simon con expresión incrédula, registrando con los ojos la cara de Simon en busca de una respuesta.

—Por supuesto. Estoy casado con la mujer a la que amo, tengo cuatro hijas preciosas, estoy trabajando en lo que siempre había querido trabajar. Bonita casa, bonito coche. Bonitas vacaciones. Me gustaría tener un poco más de vacaciones, si acaso. Muchas más vacaciones, a ser posible.

Las gafas se le habían deslizado por el puente de la nariz y las empujó hacia arriba con el dedo corazón, un gesto que Bruno ya había observado.

Della siguió con su interrogatorio.

—¡Así que no cambiarías nada! Si mañana descubrieras que solo te quedan dos meses de vida, actuarías con total normalidad. ¿Irías a trabajar el lunes por la mañana, como siempre?

Simon lo consideró un instante. Respondió con mucho cuidado, pensando atentamente en cada palabra.

—Sí. Sinceramente creo que sí.

—¿Y tú, Bruno?

Bruno no lo dudó, esperaba que le preguntaran.

—Yo iría a ver la aurora boreal. Toda mi vida he deseado ver la aurora boreal.

Ahora todos se habían vuelto hacia Bruno.

—¿Y adónde se puede ir a verla?

Bruno había pensado en la cuestión, lo había investigado.

—Pues puedes verla en Canadá o en Alaska —contestó—. Otro lugar es Noruega. Pero yo iría a Islandia. Siempre he querido ir a Islandia.

—Pensaba que era imposible predecir cuándo se va a producir una.

Bruno negó con la cabeza.

—No es imposible. Pero tienes que estar preparado para esperar.

—Aunque supieras que te vas a morir no te importaría esperar, no tendrías otra preocupación.

—Exactamente.

Addie le sonrió. Ya se lo imaginaba envuelto en su abrigo acolchado y con su gorro de cazador. Sentado en un pequeño taburete en medio de una enorme extensión de hielo, mirando al cielo pacientemente.

Fue Simon quien la despertó del ensueño.

—Y sin embargo —dijo—, todos sabemos que estamos muriendo. Es la única certeza que tenemos. Y no hacemos todas esas cosas. No hasta que es demasiado tarde.

Della comenzó a apilar las tazas de café en la mesa delante de ella.

—Esto me empieza a dar un poco de mal rollo.

Se levantó.

—No puedo dejar de pensar en las niñas. Tal vez si fueran un poco mayores me sentiría cómoda hablando del tema. Pero ahora no quiero pensarlo, me da escalofríos. Creo que deberíamos cambiar de tema.

—Me permito recordarte que eres tú la que ha empezado.

—Pues entonces permíteme que también lo termine.

—¿Y qué pasa conmigo?

Todos se volvieron para mirar a Addie, que estaba erguida en su silla, con los ojos resplandecientes.

—Yo nadaría en más piscinas —dijo alegremente—. Vendería el piso y recorrería el mundo de piscina en piscina. Localizaría las piscinas más exóticas del planeta. Haría una lista y me zambulliría en todas.

Addie ya se ve a sí misma. Imagina la fotografía aérea de un gran hotel en Nápoles, tal vez, o en Capri. Una de esas fotos que toman y venden en la recepción. Tras la terraza del hotel, una hilera de barandas deja paso a un acantilado, mucho más abajo se ve el mar azul oscuro. La piscina es un largo rectángulo turquesa rodeado de sombrillas a rayas. Addie se ve allí, una criatura con una silueta como de rana con un bañador rojo oscuro, atravesando la piscina a brazadas lentas.

Mientras todavía está pensando en esa, otras piscinas hacen cola en su cabeza. Una piscina de dimensiones infinitas en Cabo San Lucas, el océano Pacífico fundiéndose en ella. Una piscina en un tejado abrasador en El Cairo, con el sonido de las plegarias del viernes reverberando en el aire. Una piscina profunda y oscura en un sótano de París, ¿qué película era esa? Tres colores: azul.

Fue Della quien la interrumpió.

—Sí, sí —dijo impaciente—. Pero ¿os gustaría saber la fecha? Esa era la pregunta.

—No —contestó Addie con un suspiro—. Supongo que no. Pero no deja de ser una idea bonita.