—Su madre no estaba casada, ¿lo sabías?
—No, aunque no me sorprende, si te refieres a eso. Es totalmente comprensible.
Estaban sentadas a la mesa de la cocina de Della, con una tetera llena de manzanilla delante de ellas. Della levantó la tetera con ambas manos y empezó a servir el humeante líquido amarillo en las tazas.
—¿Tazas nuevas? —preguntó Addie.
—Regalo de Navidad de la madre de Simon. Supo que la empresa quebraba y bajó a toda prisa a la ciudad para comprar todo lo que tuvieran.
—Y nosotras que pensamos que nuestra familia es rara.
—Ya.
—¿Y pues?
—¿Pues qué?
—Me parece increíble que no estés sorprendida.
—Vamos, Addie. Siempre ha sido evidente que había algún tipo de secreto en su pasado. Se avergüenza de sus orígenes. ¿Por qué crees que nunca habla de su familia? ¿Por qué crees que nunca nos llevó al pueblo a visitarla?
A veces Della utiliza el tono de voz que usaría si tuviera que explicar cosas a un bobalicón.
—Pues jamás se me habría ocurrido —dijo Addie, extrañada.
—Pero si el resentimiento le sale hasta por las orejas.
Escuchando a su hermana, Addie sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Cómo podía saber Della aquello?
Addie recordó un verano que se había pasado en el Inter-Rail. Con algunos amigos de la facultad, un mes entero viajando en tren por Europa, que era lo que hacía todo el mundo en aquella época. Un itinerario demasiado ambicioso, querías ver demasiado y acababas no viendo nada. Addie terminó tan cansada de tanto viaje que se dormía en los trenes. Un día se despertó a última hora de la tarde para descubrir que había atravesado durmiendo toda Bélgica. Había atravesado todo un país sin siquiera darse cuenta.
Ahora volvía a tener exactamente aquella misma sensación.
—¿Y por qué nunca nos lo contó, Della? No entiendo por qué jamás nos lo contó.
Della levantó la mirada hacia el cielo.
—Sospecho que jamás llegaremos al fondo de la cuestión.
¿Por qué no se lo había contado?
Esa no era realmente la cuestión, se le ocurrió a Hugh. El porqué era evidente. El meollo del asunto era lo que nunca les había contado. Era algo demasiado complicado para contárselo a nadie.
A Hugh le daba miedo la oscuridad. Jamás se lo había contado a nadie. Solía entrar a hurtadillas en su dormitorio a media noche, todavía se acuerda de estar de pie sobre las tablas chirriantes, suplicándoles en un susurro que lo dejaran quedarse. Pero nunca lo dejaban, siempre lo mandaban de vuelta a su cuarto. Tampoco le permitían dejar la luz encendida, decían que era demasiado cara.
Todavía recuerda que se quedaba tumbado totalmente inmóvil en su pequeña cama individual, temeroso de respirar. Al otro lado de su ventana, escalofriantes ruidos de campo. Los árboles crujían y las vacas respiraban. Algo que caía al patio, el estrépito al romperse en el suelo. Un grito animal de dolor. Por la mañana, la vergüenza de haberse presentado en su dormitorio, el orgullo herido.
Ni siquiera le caían bien.
Siempre le habían hecho sentir un forastero en aquella casa. Jamás había entendido por qué. La manera en que ella siempre se aseguraba de que supiera cuánto se había gastado en su ropa, la manera en que refunfuñaba mientras le zurcía los calcetines. Cuando hacía un pastel, Hugh siempre tenía que pedir permiso antes de poder cortar un trozo.
La granja le repugnaba, no quería saber nada de ella. Sus tareas las hacía a disgusto y mal. Las notas que sacaba en el colegio eran una prueba más de su falta de voluntad para trabajar en la granja. Como si sacara aquellas notas por despecho.
—Bueno, espero que te sirva de algo.
Eso fue lo que ella dijo cuando le dieron las notas de bachillerato. Embutió el valioso papel en el sobre y se lo devolvió. Hugh no esperaba más de ella.
Entonces se lo dijo, aquel verano. Estaba preocupada porque él podría necesitar el certificado de nacimiento para matricularse en la universidad.
—Hay algo que debo decirte —le dijo.
Tenía la mirada perdida. Estaba entretenida con la cubertería, haciendo ver que le sacaba brillo. No lo miró a los ojos, solo levantó la mirada hacia él después de dicho. Su apellido, encontraría un apellido distinto escrito en su certificado de nacimiento. Su apellido no era Lynch, era Murphy. Siempre había sido Murphy. Y le explicó por qué.
Algo encajó dentro de su cabeza, como una piedra al posarse en el lecho de un río. Se alegró, esa fue su reacción inmediata. Se alegró de que ella no fuera su madre. Entonces ya no tendría que sentirse tan culpable por no quererla.
Pensó en los sellos ingleses de las cartas que ella recibía de su hermana todos los meses desde que él tenía uso de razón. Él nunca se había tomado la molestia de leer las cartas, despegaba los sellos con vapor para su colección. La mayoría de las veces eran los aburridos sellos de siempre con la cara de la Reina. Pero a veces, alrededor de Navidad, eran más decorativos. A veces sacaban una edición especial por algún que otro aniversario de la realeza.
Hugh había pegado todos aquellos sellos en su álbum, sin saber jamás lo que representaban. Había examinado los matasellos. Siempre enviadas desde Reading.
Una tía, de la que apenas se hablaba. Se llamaba Kitty y llevaba años en Inglaterra. Trabajaba en un hospital, eso era lo único que sabía Hugh. Jamás había tenido motivo alguno para mostrar interés por ella. Solo la había visto una vez, cuando volvió a casa por el funeral de su padre. Hugh tenía entonces doce años. Lo había abrazado fuera de la iglesia. Aquel abrazo le había hecho pasar vergüenza, lo había estrechado entre sus brazos un rato demasiado largo. Lo único que quería Hugh era separarse de ella.
—¿Es enfermera? —les había preguntado más tarde.
Y ellos dos se habían reído. No, no era enfermera, le dijeron, solo era una chica de la limpieza. ¿Había sido su intención ser crueles? Tanto si lo había sido como si no, el recuerdo era cruel.
Ella murió cuando Hugh estaba en el cuarto curso de secundaria. La habían trasladado a casa para enterrarla, aparentemente esa había sido su voluntad. Más tarde, Hugh le encontró sentido a las miradas de lástima que la gente le dedicaba durante el entierro.
En aquel momento no lo había entendido.
Nunca volvió a visitarlos.
Ahora le parece increíble. Busca en su cabeza una razón para su comportamiento y no encuentra ninguna. Trata de pensar en qué fue lo que le hicieron que fuera tan terrible. Pero por mucho que lo intenta no se le ocurre nada.
Lo acogieron, le dieron un hogar. Una pareja sin hijos, que debía de haber esperado tener los propios. Debían de imaginar que aquel sobrino expósito podría llenar el vacío, debían de sentirse mal porque no lo hiciera. Incluso la mentira que le habían contado, probablemente fuera con buena intención. Les debía de parecer una solución que le iba bien a todo el mundo. Se los podía imaginar sentados alrededor de la mesa de la cocina ideándolo todo. May y Seamus se quedarían con el niño tan anhelado. Kitty empezaría una nueva vida, libre de la deshonra que se había buscado. Y su hijo sería educado dentro del matrimonio. Sobre su oscuro origen se murmuraría a kilómetros a la redonda, pero jamás se hablaría en voz alta. El propio chaval tampoco sabría nada. El infierno está lleno de buenas intenciones.
Helen había tratado de convencerlo de que volviera. Una vez casados, se lo había sugerido varias veces. Primero amablemente. Pero una vez nacida Della, sacaba el tema más a menudo, era más insistente. Al final lo dejó por imposible y fue ella sola, llevando a las niñas consigo. Después de aquello ya no volvió a hablarse del tema entre ellos.
Helen lo había comprendido, estaba seguro de ello, lo había comprendido incluso antes que él mismo. Lo comprendía demasiado bien. No era la ira lo que lo detenía, ni el dolor. Era el esnobismo, esnobismo puro, lo que le impedía volver.