30

Con Della, Simon y las niñas fuera, estaban los tres solos para Navidad.

Bruno había sugerido preparar la cena en el apartamento, pero Hugh quería que fueran a la casa. Desde el punto de vista de Hugh, un apartamento no era un lugar donde se pudiera celebrar una cena de Navidad. Un apartamento era un lugar donde tal vez pudieras servir cócteles, pero no una comida propiamente dicha.

—Sigámosle la corriente —dijo Addie por enésima vez en la vida—. Así podremos escaparnos cuando queramos. —Y añadió—: Será mejor que encarguemos el pavo. ¿No harán pavos más pequeños?

Todos estaban muy nerviosos. Habían retrasado demasiado aquel encuentro. Había sido una tontería retrasarlo tanto. La cosa ya empezaba a echar humo. Y ahora, además, se le añadía el peso emocional de la Navidad.

—¿Le compro un regalo? —había preguntado Bruno.

—No, por Dios —contestó Addie—. Se nota que todavía no lo conoces.

Addie imaginó a Bruno recorriendo la sección de ropa de caballero de Brown Thomas. Lo imaginó sosteniendo bufandas y al vendedor abriendo servicialmente cajones de guantes de piel. Fuera nevaba, era como la Navidad de las películas. Bruno caminaba calle abajo, con la cara cubierta por el montón de cajas de regalo que cargaba.

—Pero no puedo ir a su casa en Navidad sin llevarle un regalo —insistió Bruno, que parecía horrorizado por la idea.

Acordaron que sería una botella de vino. Addie incluso le permitió a Bruno que la envolviera como regalo.

—Ojalá no tuviéramos que ir. Si pudiéramos quedarnos en casa todo el día, podríamos comer cereales como cena de Navidad y no nos vestiríamos ni veríamos a nadie.

—Pero eso podemos hacerlo cualquier otro día —dijo Bruno—. Es Navidad.

Había algo infantil en el modo en que lo dijo. A Addie le dio pena no poder ofrecerle más. Por Bruno deseó ser el tipo de chica que ya tiene planeado lo que se pondrá en Navidad. Se imaginó a sí misma con una blusa de encaje de color crema y una falda de terciopelo negro con una faja y medias negras y tacones altos. Se imaginó una tradicional reunión familiar, una pandilla enorme de ancianos y jóvenes y niños, todos yendo juntos a misa. Después vendría el ritual reparto de regalos alrededor del árbol, champán en copas largas y el olor a pavo asándose en el horno.

—No podemos dejarlo solo por Navidad —insistió Bruno—. Y además —añadió—, hace meses que me apetece conocerlo. No me lo perdería por nada del mundo.

No hace falta decir que hicieron buenas migas.

A pesar de los peores temores de Addie, a pesar de todos los prejuicios de Hugh, congeniaron desde el principio.

Addie y Bruno habían llegado demasiado pronto. Ella llamó al timbre de la puerta, simplemente para advertirle de que ya habían llegado. Luego se inclinó para abrir la puerta con su llave.

Hugh debía de estar aguardándolos. Justo en el momento en que Addie encajaba la llave, la puerta se abrió de par en par y Hugh emergió entre las sombras. Addie estuvo a punto de perder el equilibrio. Lola entró como una flecha por la puerta abierta.

—¡Santo Dios! —exclamó Hugh—. ¡La maldita perra! Esperad un momento —dijo, su voz saliendo de la oscuridad—. Dejad que aporte un poco de luz a la situación.

Hugh hurgó tras la puerta y encontró el interruptor. Luego se volvió para verlos de frente, como un luchador de sumo preparándose para el combate.

Bruno dio un paso adelante, con la mano extendida delante de él.

—Encantado de conocerlo —dijo—, señor.

Y eso fue lo único que hizo falta. Una sencilla palabra de cinco letras y, como por arte de magia, Hugh se calmó.

Toda la vida había esperado que alguien le llamara señor.

No era en absoluto como Bruno esperaba.

Para empezar, era más alto. Por algún motivo, Bruno había dado por hecho que sería bajo y fornido. Quizá porque Addie y Della eran las dos tan poquita cosa, Bruno había pensado que su padre sería bajito.

Además era más joven, en su forma de comportarse era joven y vehemente. Durante todas aquellas semanas en que Addie había estado cuidándolo, Bruno se lo imaginó como un inválido. Como una persona mayor. Pero Hugh no tenía nada de persona mayor. Tenía aspecto juvenil.

De paso enérgico, algo que hablaba de su energía juvenil. Se lo veía dueño de sí mismo, un aire de seguridad emanaba de él, un aura de autoridad innata. Era un hombre al que le gustaba estar al mando de las cosas.

Aunque fueron los ojos los que desarmaron a Bruno. Allí de pie ante la puerta extendiendo su mano abierta a Hugh para aquel primer apretón de manos, Bruno se quedó atónito. No se esperaba ver los ojos de su propio padre devolviéndole la mirada.

—Tengo que decir que me alegro mucho de conocerte, Bruno. Por fin.

Se había acomodado en su sillón orejero, con el vaso de whisky en precario equilibrio sobre su rodilla enfundada en pana.

—Por algún motivo, Adeline se empeñaba en mantenernos separados.

Hugh estaba insuperable y endiabladamente encantador. Era bastante desconcertante.

—Revisionismo —murmuró Addie, mirándolo con los ojos entrecerrados.

Pero él no la vio, tenía el rostro decididamente dirigido hacia su invitado.

—Addie me ha contado que eres banquero. O sea que has venido desde el ojo del huracán.

—Sí, señor, me temo que se puede decir así.

—No hace falta que le llames señor —dijo Addie irritada—. Puedes llamarle simplemente Hugh.

Y miró a Hugh buscando su confirmación. Pero su padre se limitó a sonreír con regodeo antes de volver a centrar su atención en Bruno.

—Así que ¿vienes de Nueva York, Bruno?

Hugh parecía decidido a no mencionar la relación de parentesco, resuelto a tratar a Bruno como a un desconocido.

—No, señor, me crie en Nueva Jersey. En Springlake, Nueva Jersey. La Riviera irlandesa, como solían llamarla. Todos los irlandeses solían pasar sus vacaciones en Springlake. Muchos tenían allí casas de veraneo. Antiguamente era a donde solían ir todos los irlandeses ricos.

Hugh no dijo nada, aunque Addie sabía exactamente lo que estaba pensando. Tal vez Bruno también lo adivinara, porque respondió a la pregunta antes de que se la hiciera.

—Mi padre trabajaba para ellos. Cuidaba sus casas. Ya sabe, pintura y mantenimiento general, vigilaba que todo estuviera bien cuando ellos no estaban. Era así como se ganaba la vida. Lo convirtió en un negocio bastante lucrativo.

Addie observó el orgullo no disimulado de su voz y sintió un poco de vergüenza ajena. Sonaba tan americano, incluso el modo en que contaba la historia era tan descaradamente americano. Addie estaba preocupada por él, temiendo la respuesta de Hugh.

Pero Bruno siguió con lo suyo, inconsciente del peligro.

—De hecho fue un compatriota quien le dio la oportunidad. Cuando mi padre llegó a Estados Unidos, dejó que se quedara en su casa de Springlake aquel primer invierno. Lo único que tenía que hacer era pintar la casa y arreglarla un poco. De ahí sacó la idea. Toda aquella gente necesitaba a alguien que arreglara las casas. Y mi padre era uno de los suyos, confiaban en él.

Hugh escuchaba con interés.

—Qué historia tan americana —dijo en un tono un poco mordaz.

Addie estaba en el borde de su silla, en alerta roja. Ya estaba a punto de intervenir cuando Bruno respondió. O no se había dado cuenta del tono de la voz de Hugh o había elegido ignorarlo.

—Sí —admitió Bruno alegremente—, es una historia muy americana.

Hugh parecía fascinado por Bruno. Addie jamás lo había visto mostrar tanto interés por nadie.

—Por lo que sé eras el único hijo varón —dijo cordialmente—. Supongo que debía de haber cierta presión para que te unieras al negocio familiar, ¿no?

—Pues sí, señor, sin duda que la había. Pero Springlake es un pueblo bastante pequeño. Si tengo que serle sincero, siempre tuve ganas de largarme de allí.

—¡Ja! —dijo Hugh con una risotada—. Conozco la sensación.

Addie dejó a Bruno sentado en el salón con una copa de vino y bajó a la cocina a ver cómo le iba a su padre.

Hugh estaba de pie frente al horno, con un trapo de cocina colgado al hombro. Miraba con los ojos entrecerrados a través del panel de cristal de la puerta del horno.

—Le he dado un hervor a las patatas antes de ponerlas a asar —dijo—. Es un truquillo que me enseñó tu hermana.

Tal como estaba, de pie, Addie podía ver la calvicie de la coronilla. Se le había salido la camisa de los pantalones, probablemente por el esfuerzo. A Addie le molestó que hubiera buscado el consejo de Della. Le dio un vuelco el corazón, como si la hubieran golpeado por detrás, recuerdo tras recuerdo amontonándose uno encima del otro.

Hugh no solía cocinar. Antes de que su mujer se muriera, jamás había tenido que hacerlo. E incluso tras su muerte, la asistenta solía preparar la cena antes de dar por terminada la jornada. Dejaba las patatas peladas y reposando en una sartén llena de agua fría. Tres chuletas de cordero en una bandeja, o tal vez tres trozos de salmón, cuidadosamente envueltos en plástico transparente. Platos sencillos, era con lo único que Hugh se apañaba.

Cómo habían anhelado Addie y Della la cocina de una madre. Dios las perdone, aquello era lo que más añoraban de ella. A veces volvían de casa de algún amigo, hablando de la sabrosa comida que hubieran probado. Un guiso, probablemente preparado por una mamá ama de casa a la que se le partía el corazón al ver cómo disfrutaban aquellas niñitas sin madre de sus platos. Quizá nunca coman algo decente, le diría a su marido aquella noche. Su padre no debe de tener mucho tiempo para cocinar cuando llega a casa.

Hugh lo intentaba, no se puede negar que lo intentaba. Les pedía a las niñas que le describieran aquellas comidas caseras hasta el menor detalle. Y luego trataba de averiguar cuáles eran los ingredientes, descifraba la receta como si se tratara de un código secreto. Addie lo recuerda junto a los fogones con su traje de raya diplomática y su cara de preocupación mientras se esforzaba por reproducir un pollo con brócoli que las niñas habían comido en casa de alguien. Por supuesto, nunca era lo mismo. Pero Addie y Della se lo comían igualmente, por miedo a herir sus sentimientos.

—¿Puedo ayudarte en algo, papá?

—Deja que piense. Sí, podrías sacar un poco de pan integral. Tengo una fuente preparada.

Y señaló una vistosa fuente de porcelana, sin duda uno de sus hallazgos de subasta. Junto a la fuente había un paquete de pan integral de supermercado, ya cortado en rebanadas. Addie cogió unas cuantas rebanadas y las colocó en la fuente.

Ahora Hugh estaba detrás de ella, espalda contra espalda. Inclinado sobre la mesa de la cocina, tratando de sacar las rodajas de salmón ahumado de un paquete de plástico. Las rodajas se rompían al sacarlas, se veía obligado a separarlas con un cuchillo.

Con la cabeza señaló la puerta de la cocina.

—He pensado que sería mejor preparar algo tradicional para nuestro amigo transatlántico.

—¿Bruno?

Había desaparecido. La silla donde Addie lo había dejado sentado estaba vacía. Addie miró alrededor presa del pánico. Se le hacía difícil acostumbrarse a la sala sin la cama de Hugh, la desorientaba. Había vuelto a poner el sofá y la puerta doble que daba al comedor volvía a estar abierta. Addie pasó la puerta y encontró a Bruno de pie junto a la ventana de atrás, mirando al jardín.

—¡Ah!, estás aquí.

La mesa del comedor estaba puesta, con un mantel de lino. Había cubiertos para tres. El salero y el pimentero estaban en la mesa, y un posavasos maltrecho de plata preparado para recibir la botella de vino.

—Igual que en Estados Unidos —dijo Addie, y Bruno se volvió.

—¿Qué?

—¡Ah!, es un viejo chiste familiar. Mi padre solía decirlo cada vez que mi madre ponía el mantel. Decía que era igual que en Estados Unidos. Y mamá solía bromear sobre eso. Se convirtió en una especie de latiguillo.

—¿Por qué Estados Unidos?

—¡Ah!, bueno, por lo sofisticado. ¿No me dirás que no utilizáis manteles allí?

—Sí, claro que los utilizamos.

—Menos mal —añadió Addie—, por un segundo me habías preocupado.

—Bueno —dijo Bruno—, así que usted también se crio en un pueblo pequeño, señor.

Addie levantó la cabeza para no perderse la reacción de Hugh.

Aguantó la respiración, esperando cuando menos un silencio fulminante. Pero no podía estar más equivocada. Hugh sonreía y empezaba a sincerarse bajo el resplandor cálido de la atención de Bruno.

—Sí —contestó—. Excepto que el uso de la palabra «pueblo» implicaría que había algún tipo de civilización.

Estaban sentados a la mesa, comiéndose el salmón ahumado. Hugh había sacado una botella de vino blanco de la nevera, un Sancerre seco. Era delicioso.

—Nos estás agasajando muy bien, papá —observó Addie.

Pero Hugh apenas la miró. Toda su atención estaba centrada en Bruno, como un niño con un nuevo amigo.

Addie creyó sentir celos. Ambos la ignoraban. Podría perfectamente no estar allí.

—He estado allí —le contó Bruno con entusiasmo—. Con Addie. Le hicimos una visita.

Hugh se volvió para mirar a Addie, con una expresión de sorpresa en el rostro. ¿Por qué no le había mencionado aquel viaje?

Addie no se lo podía creer. Qué cara tenía.

—¿Y qué sacaste de la visita?

Bruno hizo una pausa antes de responder, buscó las palabras precisas que quería utilizar.

—Es difícil de decir —contestó—. Creo que lo miré a través de los ojos de mi padre. Fuéramos a donde fuéramos, imaginaba cómo debía de verlo él. Mi padre hablaba del lugar con tanto cariño. Supongo que buscaba algo que explicara por qué se marchó.

Hugh escuchaba con atención, casi con hostilidad.

—Tal vez pueda explicármelo usted. Tal vez usted sí sepa por qué se marchó.

La expresión de Hugh era una mezcla de lástima y desdén.

—¡Por Dios, hijo! —dijo, escupiendo las palabras—. No tendrías que preguntarme eso. Si hubieras visto el lugar hace cincuenta años, no me harías esta pregunta, si no por qué se quedó alguien. Eso sí que es un misterio.

Bruno asintió con la cabeza y vació su copa de un trago. Y Addie debería de haberse sentido contenta de que se llevaran tan bien, debería de sentirse aliviada.

Pero, en vez de eso, se sentía traicionada por los dos.

—¿Crees que ya está hecho?

Hugh estaba encorvado sobre la encimera de la cocina, mirando fijamente la fuente, con un tenedor de trinchar en una mano y el cuchillo en la otra. El pollo ya estaba cortado en rodajas en la fuente, las patas y las alas colocadas a un lado. A Addie le pareció un poco rosado, aunque evidentemente ya era tarde para hacer nada al respecto.

—A mí me parece perfecto —contestó simulando una falsa alegría.

Recemos para que no cojamos todos una intoxicación, pensaba. Siguió a su padre escaleras arriba, sosteniendo la salsera con cuidado sobre la palma de la mano. El jugo del pollo, por el olor que desprendía.

—Sírvete un poco de pollo, Bruno.

Hugh pasó la fuente hacia el otro lado de la mesa. Ahora se habían pasado al vino tinto. Hugh había descorchado una botella de Burdeos un rato antes y la había dejado en la mesa lateral para que se oxigenara. Hugh no había escatimado esfuerzos para crear un buen ambiente.

—La universidad fue mi vía de escape —dijo—. Fue mi billete de salida.

Ahora era Hugh quien hablaba todo el rato, y Bruno parecía encantado de escucharlo.

—Tardé diez años en acabar la carrera. Tuve que tomarme libre uno de cada dos años para costear la matrícula. Medicina era terreno exclusivo de las clases privilegiadas, en mis tiempos. Y todavía lo es, por lo que sé.

Hizo una pausa para comer una rodaja de pollo. Luego cogió su copa y bebió un trago largo de vino.

—Jamás habían visto a un tipo como yo. Todavía llevaba barro en las botas de goma cuando llegué. A los muchachos de Dublín les daba lástima y solían invitarme a sus casas a cenar. Debía de tener cara de necesitar una buena comida.

Addie lo observaba maravillada. No se habría sorprendido tanto si Hugh hubiera revelado de repente que sabía hablar serbocroata. Aquel era un aspecto de él que jamás había visto antes. Estaba hablando de sí mismo.

—Todos eran hijos de médicos —añadió—, y la mayoría también nietos de médicos.

Hizo una pausa para otro bocado de pollo.

—Yo jamás anteriormente había visto a un médico, la única vez que había estado enfermo de niño habían avisado al veterinario.

Y Bruno se rio. Aunque Addie no estaba del todo segura de que fuera un chiste.

Tiene algo de Las cenizas de Ángela, estuvo tentada de decir, pero no lo hizo, sino que le hizo una pregunta. Ya en el momento mismo de formularla, deseó retirarla.

—Creía que tu padre había sido médico de un barco.

Addie podía oír su propia voz vibrando en sus oídos.

—Cariño —le contestó con un bufido de desdén—, ¿a estas alturas todavía no lo has entendido? No hubo ningún médico de barco. ¿Cuántos barcos crees que navegan hasta Navan?

Al final de la velada, Hugh sacó el decantador de whisky y Bruno y él se pusieron a hablar de poesía. Bruno hablaba de Robert Frost y Wallace Stevens y le preguntó a Hugh sobre Yeats.

—Olvídate de Yeats —dijo Hugh con desdén—. Es a Kavanagh a quien tienes que leer si quieres entender Irlanda. O incluso mejor, a Padraic Colum.

Y empezó a recitar. Al observarlo, a Addie le impresionó lo teatral que era, podría haber sido actor.

¡Oh!, hombres fuertes, con lo mejor de vosotros

yo lucharía pecho con pecho,

podría calmar vuestros rebaños

con mis palabras, con mis palabras.

Pues vaya, pensó Addie. No tenía ni idea de que le interesara la poesía.