29

Todas las navidades, Simon y Hugh se toman unas pintas juntos. Un ritual anual fomentado de alguna manera por Della. Especialmente este año.

—Le vendrá bien poder charlar.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que sea que acostumbréis hablar.

—Estupendo —dijo Simon—. Pero sé lo que te propones. Que sepas que no soy tonto. Sé lo que quieres.

—Él se fía de ti, Simon, puede que incluso confíe en ti.

—¿Tú crees?

—Tiene que estar preocupado. Es demasiado orgulloso para admitirlo ante mí, por supuesto. Pero no sería humano si no lo estuviera. Todo aquello por lo que ha trabajado está en juego. Toda su vida está en cuestión.

—No veo en qué puedo ayudar yo.

—Eres su único amigo —dijo Della.

—Bah, no digas eso.

—Es que lo eres. Si no, ¿con quién más podría salir a tomar una pinta?

—Te han enviado —dijo Hugh.

Se dejó caer pesadamente en el banco esquinero. Se paró un momento para recobrar el aliento antes de empezar a forcejear para quitarse la chaqueta. Se desenvolvió la bufanda de alrededor del cuello y la depositó en la silla que tenía al lado.

Simon también se estaba liberando de la bufanda y el sombrero, y metió los guantes en el bolsillo del abrigo.

—Hombre —replicó—, yo no lo diría así.

Hugh soltó un resoplido impaciente.

Estuvieron sentados en silencio hasta que llegó el camarero con las pintas. Hugh hurgó en el bolsillo de sus pantalones de pana y sacó un billete de cincuenta euros. Siempre insistía en pagar y Simon siempre se lo concedía tras una ligera discusión. Un gesto de amabilidad por parte de Simon, que sabe que Hugh se sentiría viejo si no lo dejara pagar.

Hugh cogió su jarra y le dio un trago largo. La espuma de la pinta le dejó un considerable bigote blanco en el labio superior.

—Esta Guinness ha estado en la nevera —dijo, limpiándose la boca con el revés de la mano.

—El camarero me ha jurado que no.

—Pues te ha engañado.

—Creo que actualmente la mayoría de la gente la prefiere fresca.

—Excepto los viejos chochos como yo. Esto es América, te lo digo yo, esto ya no es Irlanda. Debería aceptarlo tal como es.

No caerá esa breva, pensó Simon.

—Bueno —continuó Hugh, mirando a Simon directamente a los ojos—, tengo fecha de juicio para enero. Y, por si fuera poco, una investigación del Consejo Médico.

—Eso me han dicho.

—Mi recompensa a toda una vida de servicio.

Hugh incluso esbozó una pequeña risa, trataba de mostrarse jovial.

—Ninguna buena obra queda sin castigo —convino Simon intentando ser amable—. Eso lo sabemos los dos.

Ambos alargaron el brazo hacia su pinta respectiva.

Hugh intentó una aproximación más general.

—No sé qué hacer con todo esto.

Simon no intentó decir nada. Se limitó a levantar una ceja para mostrar que estaba interesado en lo que dijera a continuación.

—Últimamente he dispuesto de bastante tiempo libre, Simon, he estado pensando un poco en todo.

Hugh hizo una pausa para darle un trago a su pinta.

—Cuantos más avances se realizan en medicina, más parecemos alejarnos de todo tipo de comprensión de la vida. Es como si la parte científica lo dominara todo, ya no queda lugar para la filosofía. Y, por supuesto, la religión desapareció hace tiempo.

Hugh agitaba la cabeza, la frente surcada de arrugas, fingiendo perplejidad.

—Me preocupa, Simon. Es una evolución preocupante.

Simon sabía exactamente adónde quería ir a parar. Pero mintió un poco, por cortesía.

—No sé si te sigo.

—Lo que quiero decir, Simon, es que la muerte ya no es una parte natural de la vida. Ya no existe lo que se llamaba muerte por causas naturales. Si se muere alguien, tiene que haber alguien a quien echarle la culpa, alguien a quien llevar a juicio. Y en nuestro negocio, eso es una muy mala noticia.

Hugh negaba con la cabeza en señal de desesperación.

Simon hizo un gesto al camarero para que sirviera otra ronda antes de volver su atención hacia Hugh.

—Mi temor es que la muerte se está convirtiendo en una especie de aberración. Ahora cualquier muerte es una muerte que podría haberse evitado. No sé dónde acabará todo esto.

—Nos estamos convirtiendo en víctimas de nuestro propio éxito —intervino Simon—. Creen que podemos curarlo todo. Se enfadan con nosotros cuando no podemos. Te doy la razón, Hugh, esto complica mucho las cosas.

Y le daba la razón a Hugh de alguna manera. Nada de lo que decía Hugh era discutible. Tenía razón. Y sin embargo al mismo tiempo estaba equivocado. ¿Cómo podía siquiera tratar de explicárselo? En esencia, Hugh estaba total y profundamente equivocado.

Simon no lo interrumpió, no tenía sentido ni siquiera intentarlo.

—Retrasar lo inevitable, eso es lo único que hacemos. Eso es lo que la gente no puede aceptar, Simon, no quieren aceptarlo. Pero nosotros lo sabemos, lo sabemos porque nos lo encontramos todos los días. Sabemos que la muerte es simplemente una consecuencia natural de la vida.

Simon asintió con la cabeza.

—Este reino nuestro —siguió diciendo Hugh— no es eterno. Y aun así, la gente empieza a creer que sí que lo es.

—No —dijo Simon—. Ninguno de nosotros está aquí para siempre.

—¿Lo comprendes, Simon? ¡La ira! Dirigen su ira directamente contra nosotros.

—Sin duda a veces eso parece.

—¿De dónde viene toda esa ira?

—Negación —contestó Simon en voz baja.

Pero Hugh no lo escuchaba.

—Pena —dijo Simon, cuya voz se iba apagando hasta que apenas se le oía.

Simon miraba a Hugh a los ojos. Y Hugh le devolvía la mirada. Pero era evidente que no escuchaba. Su expresión era vidriosa.

—Amor —continuó Simon bajito, para sí mismo.

—No te preocupes —dijo cuando volvió a estar a solas con Della aquella noche—. Ni siquiera contempla la posibilidad de la derrota.