28

Durante el día, Addie trabajaba en sus piscinas.

Utilizaba láminas grandes de papel milimetrado, dibujaba la piscina desde todos los ángulos. Realizaba esbozos en tres dimensiones y cortes transversales que mostraban la profundidad y el ancho. Vistas aéreas que mostraban el contorno. Fotografías de baldosas y dibujos con tinta del color del agua.

Más que nada, era el color del agua lo que la fascinaba. Podías jugar con él, podías hacer el agua de cualquier color que quisieras. ¿Por qué las piscinas siempre son azules?, se preguntaba. Y no se le ocurría ninguna respuesta. Por tanto diseñaba piscinas de fondo rojo, rosa y violeta oscuro, con las baldosas de colores de flores tropicales. Imaginaba cómo sería nadar en una de esas piscinas. Sería como nadar en una puesta de sol.

También hacía piscinas verdes. Piscinas fascinantes con cuevas, de contornos difusos e irregulares, con bordes invadidos por helechos y plantas colgantes. Piscinas pensadas para nadar desnudo.

Piscinas como cubiteras, con hojas atrapadas dentro. Piscinas de aguas termales como aquellas lagunas de Islandia. Piscinas para la noche y piscinas industriales profundas y oscuras, como la cuenca que veía por la ventana.

—Son bonitas —dijo Bruno cuando por fin dejó que las viera. Con un punto de asombro en la voz—. ¡Son muy bonitas!

Las había sacado del portafolio de Addie, extendido una al lado de la otra en el suelo. Luego se había encaramado al sofá para mirarlas desde lo alto. Había estado un buen rato mirándolas sin decir palabra. Entonces se había vuelto para mirar a Addie. Otra vez aquella mirada desconcertante, la estudiaba como si ella fuera una desconocida.

—Tendrías que hacer algo con ellas —dijo—. Tienes que hacer algo con ellas.

Addie se sonrojó.

Se volvió y comenzó a ordenar las láminas sueltas que había encima del escritorio. El corazón palpitando en su pecho. Detrás de ella oía como un aleteo mientras Bruno recogía sus dibujos. Ella los cogió sin mediar palabra. Los volvió a guardar con cuidado en el portafolio, tratando de esconder su cara de la mirada de Bruno. La avergonzaba su atención, no sabía qué hacer al respecto.

Pero más tarde volvió sobre el tema. Ya sentados a la mesa cenando, lo miró fijamente con sus ojazos redondos y preguntó con voz débil y quebrada:

—¿En serio crees que son buenas?

Del billete de vuelta no se había vuelto a hablar, al menos no directamente.

—Sigue siendo la América de Bush —dijo Bruno—. Hasta enero sigue en manos del enemigo. Todavía no me conviene volver.

La verdad era que no tenía ninguna prisa por volver. Estaba disfrutando de su condición de exiliado. La distancia que había puesto entre él y su país aportaba cierta claridad. Era como si el viento hubiera soplado a través de él, un viento seco que se hubiera llevado todo el polvo y sus dudas.

—Me gusta este lugar —le había dicho a su hermana cuando habló con ella por teléfono—. Me empiezo a sentir a gusto aquí.

Ya seguía una pequeña rutina. Todas las mañanas, tras el desayuno, salía para la biblioteca. Bajaba por el paseo del canal, doblaba a la derecha en el puente de la calle Mount y pasaba junto a la plaza de Merrion. Para atravesar el bullicio de la calle Nassau, Bruno bajaba de la acera para evitar a los grupos de estadounidenses que entraban en tropel en las tiendas de regalos. Subía por la calle Kildare y atravesaba las puertas de la Biblioteca Nacional. El tipo de la recepción ya lo conocía a estas alturas, y cuando llegaba siempre se entretenía a conversar con él. Hacía amigos fácilmente, nunca le había costado.

Subía las escaleras y en la sala de lectura se acomodaba en un escritorio vacío. Mientras desenredaba los cables del portátil y organizaba su espacio de trabajo, echaba un vistazo alrededor, saludaba con la cabeza a algunos de los habituales, las mismas caras un día tras otro. Bruno empezaba a estar familiarizado con sus hábitos. Se preguntó por la naturaleza de sus empleos.

Había una mujer de espalda recta con un moño pelirrojo oscuro que apoyaba la espalda en un remanso de calma en el respaldo de su silla. Un caballero muy mayor vestido de tweed que se pasaba el día aporreando su portátil con un solo dedo. Estaba el adolescente acribillado de acné con el pelo rubio engominado que siempre estaba encorvado sobre su escritorio, tomando notas esmeradamente en una agenda grande de tapa dura. Bruno observó con interés que escribía con la agenda en posición apaisada en vez de vertical. Otro tipo llevaba una perilla desaliñada y un anillo en la nariz. No hacía más que leer todo el día. Bruno nunca le había visto escribir nada.

Estos eran ahora los colegas de Bruno, todos formaban parte de la misma comunidad silenciosa.

Antes de centrar su atención en el trabajo, Bruno se quedaba sentado un momento y saboreaba el olor a cuero y a madera vieja. Dejaba que su vista se paseara por los querubines desnudos que adornaban la base del techo abovedado, fijaba la mirada en los números romanos dorados que marcaban las estanterías. El azul claro de la pintura, el tono de una época pasada.

Siempre tardaba un poco en acostumbrarse al zumbido del generador. Las sillas chirriantes, las toses ocasionales y los bostezos de sus compañeros al desperezarse. El ruido de las puntas de los lápices sobre el papel. La biblioteca era un refugio de silencio hecho de minas de lápiz, madera, cuero y papel. Estar allí era un milagro para Bruno, se alegraba de estar allí.

Bruno desplegó el árbol genealógico, lo extendió sobre el escritorio y dejó que sus ojos vagasen por toda la página.

Su trabajo implicaba cierta alquimia, había potencial para algo de magia. Si reunías suficientes hechos, existía la posibilidad de infundirles algo de vida. De repente podía surgir una historia, como una nube de vapor producida al mezclar dos productos químicos en un laboratorio. Y Bruno era el mago, quien devolvía a sus antepasados a la vida.

Había tropezado con la historia de su abuela por casualidad. Había descubierto su nombre en el certificado de nacimiento de su abuelo, había dado caza a la fecha de su boda. Nora Boylan, así se llamaba, nacida Maguire. La fecha de nacimiento que constaba era 1850. Pero por mucho que lo intentó no fue capaz de localizarla en los archivos eclesiásticos, no había ni rastro de ella.

Las fechas de nacimiento son poco fidedignas, le dijeron.

—Las mujeres solían mentir acerca de su edad. En el momento de casarse tal vez dijera una mentira piadosa. Si dijo que tenía treinta es posible que fuera un poco mayor.

A Bruno le hizo gracia pensar en aquella mentira. Esbozó una sonrisa. Se imaginó a Nora, más cerca de los cuarenta que de los treinta. Estaba de pie ante el altar, su futuro marido al lado. Aguantaba la respiración mientras el cura leía los votos, un instante más y su soltería quedaría atrás definitivamente. Aquella mentira piadosa era el único precio que tenía que pagar. No haría falta ni que lo mencionase en confesión.

Un siglo y medio más tarde, su caballeroso bisnieto tomó la decisión de proteger su secreto. Escribió con cuidado su nombre en tinta negra en el árbol, las fechas debajo religiosamente. Nacida en 1850. Fallecida en 1898. Dibujó un recuadro alrededor del nombre, que unió con una línea doble con el nombre de John Boylan. A partir de esta unión apuntó a los tres hijos: James, John y Patrick. Ella murió el año en que nació Patrick, probablemente en el parto. Tal vez ya fuera demasiado mayor para tener otro hijo.

Bruno observó sobre el papel lo que había conseguido hasta entonces, trató de imaginar las vidas que se escondían detrás de aquellos nombres y fechas. Allí se ocultaban más historias, sabía que tenía que haber muchas más historias.

Pero no sabía dónde encontrarlas.

—Hugh se moriría si supiera que lo tienes en tu árbol familiar.

Bruno ni siquiera se había dado cuenta de que ella se encontraba detrás de él, tan absorto como estaba en su trabajo. Sostenía una diminuta fotografía ovalada de Hugh entre los dedos, y la pegaba con cuidado a la página.

—¡Le daría un soponcio si lo viera!

Bruno ni siquiera levantó la cabeza.

—Quizá —dijo con calma—. Pero eso no cambia nada. Este es su lugar, le guste o no.

Con el dedo corazón apretó la fotografía contra el papel.

Ya había reunido muchos nombres y tenía la mayoría de las fechas. Se había pasado horas investigando en el registro de nacimientos, retrocediendo laboriosamente a lo largo de los años de generación en generación. Persiguiendo certificados de nacimiento y registros de matrimonio. Pescando al vuelo información como fruta madura.

Había tomado prestadas algunas fotos de Addie y las había llevado a la imprenta para fotocopiarlas a color. Luego las recortó hasta dejar solo el retrato de la cara, como las fotos que ponen los italianos en las lápidas. Le daba vida al árbol, poder ver las caras. Ahí estaban, devolviéndote la mirada.

—¡Ah!, no puedo mirarlo —dijo Addie, volvió a su escritorio y se dejó caer pesadamente sobre la silla, se estremeció—. Me dan escalofríos todos esos muertos.

Un nubarrón pasó por encima de la cara de Bruno. Estaba mirando fijamente su obra, con preocupación.

Todavía quedaban espacios vacíos en el árbol y le tenían preocupado. Cuanta más información descubría, más flagrantes eran las omisiones. Bruno no dejaba de pensar en ellas, del mismo modo que no puedes evitar hurgar con la lengua un diente agrietado.

—No entiendo por qué es tan reacio a ayudar —dijo—. Lo único que pido es el nombre de su padre. Cuándo nació. Sin duda tiene que saberlo, ¿no?

—Bruno, ¿podrías dejarlo?

Bruno sacudió la cabeza en señal de frustración.

—No entiendo a tu gente.

Había algo de irritación en su voz que no había habido antes.

Addie cogió un pincel fino, lo mojó con cuidado en un tarro de tinta turquesa. Pasó el pincel a lo largo de la lámina, con la cabeza agachada, concentrada.

Bruno la estaba mirando, esperando su respuesta.

Addie sintió que montaba en cólera. Lentamente, levantó la cabeza.

—¿Por qué me miras así?

Silencio por su parte, estaba estudiando su cara.

Addie notó que se le tensaba la mandíbula.

—¡Quieres dejar de mirarme así! Me estás mirando como si fuera un animal del zoo.

—Bueno —dijo él con delicadeza—, a veces pienso que podrías serlo. Visto el interés que tienes por saber de dónde vienes.

Ahí estaba, por fin asomaba la cabeza. Lo que ella había temido desde el principio. Bruno iba a retarla. No estaba preparada para que lo hiciera, antes lo rechazaría si fuera el caso.

Addie se volvió en su silla giratoria, levantando la mano que sostenía el pincel. Estaba blanca de ira.

—Por casualidad, ¿estás tratando de ser ofensivo?

Bruno pareció auténticamente sorprendido de que ella pudiera pensar eso.

—¡Por supuesto que no!

—Pues hazme un favor y trata de tener presente una cosa. Tú no eres de aquí y no entiendes cómo funcionan las cosas. Eres un turista, Bruno. Lo siento, pero solo eres un puto turista.

Él la escuchaba muy atentamente. Ese escuchar sereno suyo, ese seguir mirándote mucho después de haber terminado de hablar, como si todavía estuviera digiriendo lo que le has dicho. Era bastante desconcertante. Aun con el tiempo que llevaban juntos, Addie todavía no sabía qué pensar. ¿Era muy estúpido o por el contrario muy, muy inteligente?

—Apuesto a que tuviste una infancia muy feliz —dijo Addie—. Por eso tienes tanta afición a hablar sobre el pasado. A la gente que ha tenido una infancia feliz siempre le encanta hablar del pasado.

No se podía quitar la amargura de la voz. A ella misma la sorprendía.

Bruno se paró a pensar. Estaba rebobinando mentalmente sus recuerdos. Y no podía negarlo, todos eran felices.

—Espera un momento —dijo él, confundido—. ¿Tú no tuviste una infancia feliz?

Sonaba tan inocente que era ridículo.

—¡No! —contestó Addie—. No tuve una infancia feliz. ¡Mi madre murió, fue una mierda! Tal vez por eso no me guste hablar del pasado, ¿no se te había ocurrido? No nos gusta hablar del pasado porque fue triste.

Bruno esperó un rato largo antes de responder.

—Addie —dijo—, ¡sois la gente que sobrevivió a la hambruna! De donde yo vengo, eso sería algo de lo que sentirse orgulloso.

Addie se había quedado sin palabras.

Se quedó mirándolo fijamente un instante, anonadada, en silencio. Luego volvió a su trabajo, se inclinó sobre la lámina con los ojos entrecerrados y los dientes apretados. Se quedó allí sentada y escuchó, sin moverse, cómo él se levantaba y se dirigía a la cocina.

En aquel momento, verdaderamente lo odió.

Aquella fue su primera pelea.

Una vez superada sin más encontronazos, parecían estar en un lugar diferente. Como cuando estás jugando a un videojuego y pasas al siguiente nivel. Había más riñas entre ellos que antes, pero la tensión había desaparecido. Addie ya se sentía más ella misma. Más ella misma que nunca.

Todos los fines de semana salían al campo con el coche. Nada de cementerios, dijo ella, ni de parientes perdidos en el tiempo. Y él aceptó, ahora la relación entre ellos era de una sinceridad total.

En cuanto salías de la ciudad todo era tranquilidad, se tomaban las cosas con más calma a medida que avanzaba el invierno. Los pálidos campos de trigo con sus cortes tipo vuelta al cole, de un color dorado frío. Los setos se habían vuelto monocromos, una vez perdido el color del verano. A Addie le pareció que los árboles mudaban la hoja tarde aquel año, como si holgazanearan para aprovechar al máximo el débil sol invernal.

Bruno insistió en utilizar el GPS de su iPhone para orientarse. Se veía a sí mismo como el copiloto. Sentado en el asiento encorvado sobre su teléfono. Cada dos minutos daba alguna instrucción que parecía desafiar toda lógica.

—¡A la izquierda! —gritaba justo después de pasar un cruce.

Él no había visto el desvío, estaba demasiado ocupado mirando el teléfono.

—Soy arquitecta —decía ella—. Te aseguro que tengo un buen sentido de la orientación.

—Sin duda era a la izquierda —decía él, contradiciendo las señales de la carretera.

Y Addie le seguía la corriente. Daba media vuelta y tomaba el desvío, surcando otro camino estrecho que sabía perfectamente que no llevaría más que a otro camino sinuoso y a otro después de aquel.

Recorrían kilómetros y kilómetros de campo, veían lugares que jamás habrían visto de otro modo. Se perdían una y otra vez, se pasaban días enteros circulando penosamente por carreteras secundarias. Una curva sin visibilidad en medio de los campos, una carretera llena de baches que ascendía una colina suave, debajo de ellos más carreteras rurales bordeadas de árboles. Hasta que finalmente daban por casualidad con la carretera principal.

Mientras conducían escuchaban sin cesar a Bruce Springsteen, Bruce era la banda sonora de sus viajes en coche.

Los lagos del condado de Cavan, las colinas solitarias de Laois. Los bosques del oeste de Wicklow. Toda una serie de lugares importantes del interior que Addie había descartado tan rápidamente ahora debía admitir que había valido la pena visitarlos. La región central y las zonas áridas, para Addie eran una sola. Ya pensaba como Bruce Springsteen, en ocasiones incluso se unía a Bruno para cantar a coro.

Si alguien le hubiera dicho a Addie solo tres meses antes que se pasaría los fines de semana viajando en coche por la región central con su nuevo amor, cantando a coro con Bruce Springsteen en el equipo estéreo del coche, le habría dicho que estaba completamente loco.

… la gitana juró que nos esperaba un buen futuro,

Me he esforzado mucho, nena,

pero es que no puedo ver

lo que una mujer como tú

está haciendo conmigo.

Ahora cantaban los tres juntos. Bruce, Bruno y ella en perfecta armonía. Addie miró por la ventana los campos mojados mientras cantaba.

… la gitana juró que nos esperaba un buen futuro,

pero al llegar las tantas de la madrugada

tal vez, nena, la gitana mintiera.

Faltaban pocas semanas para Navidad y ambos sentían que tenían posibilidades. La posibilidad de que Addie dejara atrás el miedo y las dudas, de que enseñara sus piscinas a alguien, de que las colgara en alguna galería en algún lugar, de que algún día alguien pudiera incluso comprar una. La posibilidad de que Bruno fuera escritor después de todo, de que empezara a poner una palabra después de otra en una página. De que juntas esas palabras tejieran una historia. Ahora todo parecía posible. Especialmente en aquellas semanas en pleno invierno, existía para ambos la posibilidad de la felicidad.