27

Ahora que ya le habían quitado las escayolas, no había ninguna necesidad de que Addie siguiera en la casa con él. Era perfectamente capaz de apañárselas solo.

—¿Qué pasa con Hopewell? —preguntó Addie—. ¿Lo mantendremos durante un tiempo?

—No, por Dios —dijo Hugh—. Me congratula decir que Hopewell ya forma parte del pasado.

—¿Quieres decir que ya se ha ido?

—Despedido —dijo Hugh—. Llamé a la agencia el viernes.

Addie se paró en seco y lo miró fijamente. Hugh estaba ahí sentado junto a la ventana, mirando por encima de las gafas unos papeles que tenía en su escritorio. Llevaba un chaleco encima de una camisa a rayas recién planchada. Iba haciendo sus ejercicios de manos mientras leía el documento, abriendo y cerrando los puños con espasmos bruscos.

En el pasado Hugh había irritado en algunas ocasiones a Addie. Sentía resentimiento, tristeza. La había agotado con su forma de despotricar y su ira incontenible contra el mundo. Pero esa era la primera vez que Addie sentía realmente que le desagradaba.

¿Era así como sería a partir de entonces?, se preguntó. Ahora que le habían abierto los ojos respecto a su padre, ¿cada vez le desagradarían más cosas de él?

—Me apena saberlo —dijo.

Le habló en un tono de voz que nunca antes había utilizado con él. Él debió de darse cuenta, porque levantó la vista de lo que estaba haciendo y la miró fijamente, esperando oír lo que tuviera que decir.

—Me habría gustado despedirme de él. Hizo un buen trabajo para nosotros, me gustaría haber tenido la ocasión de agradecérselo.

—¿Por aguantarme? ¡Ah!, no hace falta que te preocupes más. Ha sacado un buen provecho de todo el asunto, el amigo Hopewell. Ha obtenido una buena recompensa por su trabajo.

La enfureció la manera en que lo dijo, le causó tal enfado que tuvo que volverse.

Aquel hombre lo había cuidado durante seis semanas. Había cobrado por su trabajo, por supuesto que había cobrado. Pero había mucho más que eso. Había sido amable con Hugh, había soportado muchos insultos. Sin duda merecía algo mejor.

—Bueno, a mí tampoco vas a necesitarme —anunció. Y se volvió hacia él—. Regresaré a mi piso.

—Naturalmente —convino él, sin levantar siquiera la mirada—. Ya no tienes por qué preocuparte por mí, Adeline, seré perfectamente capaz de manejarme solo.

Y fin del asunto.

Si Addie esperaba algún tipo de agradecimiento por su parte, no lo iba a recibir. Para Hugh habría resultado imposible darle las gracias.

Bruno dejó su habitación en la pensión. No tenía ningún sentido seguir pagando, si nunca estaba allí.

—Podrías instalarte en casa —dijo Addie, prudente con las palabras que utilizaba.

No habían hablado de vivir juntos, ni estaban viviendo como pareja ni nada. Simplemente Bruno estaba con ella, nada más que eso.

—¿De verdad es aquí donde vives?

Bruno estaba de pie en la sala de estar, mirando a su alrededor con los ojos como platos.

Addie se había puesto nerviosa de camino al piso, le daba un poco de vergüenza. Como si se estuviera desnudando delante de él nuevamente por primera vez. Mientras habían estado acampando en el sótano de Hugh, estaban en un espacio neutral. Pero aquello era su casa. Decía cosas sobre ella, mientras que el sótano de Hugh no. Aquel piso era un álbum de recortes de su vida y ahora lo estaba invitando a echar un vistazo.

Addie miró a Bruno con angustia.

—No sé qué decir —dijo él—. Es increíble.

No te lo esperabas, cuando entrabas de la calle.

Entrabas por la puerta principal a un vestíbulo oscuro sin ventanas, del que salía un largo pasillo con cuatro puertas. El pasillo de apartamento más corriente que puedas imaginarte, moqueta de pared a pared e interruptores de la luz y las luces empotradas en el techo. Una puerta medio abierta a la derecha dejaba ver una cocina larga y estrecha. Tirando por el pasillo a la izquierda era de suponer que estuvieran el baño y un dormitorio. Por tanto la sala de estar tenía que estar al fondo.

Y al atravesar la puerta de la sala de estar era como si te asomaras al saliente de un acantilado. Te encontrabas en medio de una enorme sala blanca, con ventanales a todo lo largo y alto del apartamento. Fuera de las ventanas, una cantidad mareante de agua y aire.

Bruno se acercó al cristal y miró fuera.

—Puedes salir. Allí a la derecha. Mira, hay una puerta.

Addie fue hacia allí y la abrió para él y juntos salieron al estrecho balcón.

Enfrente de ellos, un antiguo molino se elevaba sobre el agua, el nombre pintado de la panadería todavía legible en la piedra gris. También había otros edificios, más pequeños. Almacenes de piedra, antiguos depósitos de grano.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Bruno.

Addie se rio.

—Es la Cuenca del Gran Canal —dijo señalando un puente bajo a mano derecha—. Eso de ahí abajo es el canal.

Y volviéndose a la izquierda señaló un puente más grande.

—Y ahí es donde desemboca en el mar.

Un barco amarillo chillón apareció de debajo del puente, abarrotado de gente. La mayoría parecían llevar cascos de vikingo. Casi se podían distinguir las explicaciones del guía turístico con hábito de monje marrón que les hablaba por el sistema de megafonía y cuya voz propagaba el viento.

El barco pasó por delante del balcón de Addie y todas las cabezas se volvieron. El guía turístico dijo algo y a continuación lanzaron un gran rugido vikingo, algunos de ellos amenazaron a Addie y a Bruno con los puños.

Addie y Bruno les devolvieron el rugido, blandiendo furiosamente los puños.

Bruno todavía se reía cuando el barco realizó un viraje lento en el agua y siguió surcando el canal hacia el extremo opuesto de la cuenca.

—¡Me encanta! ¿Cuándo vuelven a pasar?

—¡Ah!, a cada hora —contestó ella—. A veces dos veces por hora. Pronto dejará de parecerte divertido.

Bruno se inclinó sobre ella. Addie creyó que iba a besarla, pero en vez de eso se acercó a su oreja y susurró.

—No estoy tan seguro.

—¿Crees que hay suficiente espacio?

Cuando Addie entró en la habitación, él estaba de pie delante del armario, mirando dentro. Parecía perplejo.

Había mucho espacio libre. Bruno jamás había conocido a una mujer que tuviera espacio libre en su armario.

Addie entró y se quedó de pie a su lado, ambos observando detenidamente el interior del mueble.

Tenía media pared entera para apañarse, cinco estantes y medio metro de perchero. Bajó la vista a la mochila que tenía a los pies y luego volvió a alzarla a Addie.

—De acuerdo —dijo ella—. Hay suficiente espacio.

Addie estaba nerviosa como un gato, no podía estar quieta ni un minuto.

—Creo que me iré a nadar un rato, si no te importa, así dejo que te instales.

Mientras lo decía cogía la bolsa de natación y salía de la habitación antes de que él pudiera responder. Bruno tiró la mochila al fondo del armario y cerró la puerta. Cuando se sentó en la cama oyó el chasquido de la puerta al cerrarse.

Addie dejó atrás un silencio quedo.

La piscina es el refugio de Addie, es donde siempre se ha sentido más feliz.

Le encantan el azul artificial del agua y el temblor del mosaico del fondo. Le encanta cómo entra la luz del sol en franjas oblongas que se derraman a través de las ventanas, cómo ilumina las partículas de polvo. Le encanta el retumbante silencio bajo el agua.

Cuando llega se permite estar un momento sentada en el borde, apoyando los dedos de los pies en la barra, las rodillas tocando al pecho. Se coloca el gorro de natación por encima de las orejas. Lleva uno de esos gorros pasados de moda que llevan flores de plástico. Tiene toda una colección. Se los compra en la farmacia, en las tiendas de deportes ya no los tienen. Son más cómodos que los gorros de tela modernos, no se mueven de un lado a otro mientras nadas, se mantienen firmes en su lugar. El único problema es que la banda de goma deja una marca en la frente que dura horas. Addie acaba yendo por ahí con pinta de bicho raro, pero no le importa.

Entra lentamente en el agua, con un estremecimiento al sumergir los hombros bajo de la superficie. Este extremo de la piscina queda a la sombra y el agua está helada. Addie se coloca las gafas y mete la cabeza para comprobar que no entre agua. Luego se lanza impulsándose con los pies en la pared. Se desliza bajo la superficie con una brazada enérgica, mantiene los ojos abiertos todo el rato, haciendo las brazadas tan largas y enérgicas como puede, prolongando el momento hasta que se ve obligada a emerger para respirar.

Luego vuelve a sumergirse, fluye a través del agua, patalea con las piernas como una rana. Pies de Charlie Chaplin, eso era lo que les decía su profesora de natación. Addie nunca lo ha olvidado. Es curioso cómo estas cosas se quedan con uno para siempre.

A la tercera brazada ya ha alcanzado la luz, nada a través de los rayos líquidos del sol, el resplandor dorado del astro rey reflejándose en las partículas de polvo suspendidas en el agua. Addie impulsa las manos a través del agua bañada de luz, vuelve la cabeza de lado mientras nada para poder ver sus brazos moviéndose a través de la luz y de regreso a la sombra. Pasa otra ventana, nada a través de otra franja mágica de luz del sol antes de llegar a la pared opuesta. Entonces gira y nada de vuelta. Y lo hace una y otra y otra vez.

Antes solía nadar cuarenta piscinas sin problemas, algunos días había llegado incluso a hacer cincuenta sin darse cuenta. Últimamente le cuesta pasar de la veintena. Es porque no ha ido lo bastante a menudo, se dice, es por haber nadado tanto en el mar. La vejez, piensa, cumpliré treinta y nueve dentro de pocas semanas. Tal vez mi resistencia ya no es lo que era.

Después de haber hecho veinte piscinas, apoya los brazos en la barra y saca pecho, saboreando la elasticidad de su columna.

Lentamente, consigue a duras penas nadar diez piscinas más.

Todas las ancianas del vestuario estaban hablando de libros. Por lo que Addie pudo deducir, estaban todas en el mismo club de lectura.

—¿No te resultó un poco angustiosa toda la violencia sexual? —preguntaba una de las ancianas, con la cabeza inclinada para secarse el pelo con la toalla.

—Es curioso, a mí no me molestó —dijo otra. Estaba de pie delante del secador de manos, sosteniendo la toalla abierta y dejando que el aire caliente secara su cuerpo—. A mí me gustó la chica —continuó, alzando su voz débil por encima del ruido del secador—. Tenía agallas.

Addie está enamorada de estas ancianas, le encanta su manera de ser.

Le encantan sus bañadores abultados de mujer mayor y sus piernas de carne de gallina. Sus pechos curtidos y sus brazos llenos de pecas. Le encanta observar cómo se ponen crema por todo el cuerpo. La laboriosidad con la que peinan sus cabellos lacios. Son mujeres valientes, Addie las admira. Aspira a ser como ellas cuando sea mayor.

—No sé por qué me molesto —dijo una de las mujeres, sentada delante del espejo mientras se pinta con esmero los labios marchitos de color coral—. Me voy directa a casa, no sé quién creo que me va a ver.

—Bueno, una siempre se siente mejor con pintalabios —dijo otra mientras se subía las medias—. Nunca falla.

Addie seguía sonriendo cuando salió a buscar el coche.

Piscina o mar, preguntó Bruno cuando ella entró por la puerta, con el pelo mojado y desaliñado. Tenía dos surcos profundos en la frente por el gorro y una marca alrededor de los ojos por las gafas. Parecía un búho atrapado bajo la lluvia.

Addie le extendió el brazo para que lo oliera. En vez de eso, él la lamió e hizo una mueca de desagrado por el fuerte sabor a cloro.

Bruno estaba de pie junto a la cocina, removiendo algo en una cacerola pequeña con una cuchara metálica. Un olor dulce a tomates y también había algo salado.

—Pasta a la puttanesca —explicó—, una de mis especialidades.

Addie se puso cómoda en el taburete de la cocina. Le gustaba hacerle compañía mientras cocinaba.

Empezaba a hacerse de noche temprano, el agua de la cuenca se veía negra por la ventana, los edificios eran bloques oscurísimos contra el cielo negro. La cocina era como un televisor en una habitación sombría. La luz amarilla sobre la cocina, la radio encendida a poco volumen, un hombre con una voz hermosa que hablaba sobre arte chino. La toalla mojada de Addie humeaba sobre el radiador caliente. La perra estaba acurrucada en su estera junto a la ventana, con la barriga subiendo y bajando en su sueño.

Bruno se volvió para decirle algo. Sostenía la cuchara de madera en el aire, de la que caían gotas de salsa rojísima sobre las baldosas. Addie tenía los ojos abiertos como platos mientras lo escuchaba, luego echó la cabeza atrás y se rio.

Cualquiera que los viera desde el exterior pensaría, qué hogar tan feliz.