—Lo han suspendido —anunció Della—. Pendiente de vista en el Consejo Médico.
—No. —Fue lo único que dijo Addie—. No, por favor.
—Pues sí —continuó Della—. Parece ser que en el hospital no se habla de otra cosa. Se ha organizado un buen alboroto, según cuenta Simon Sheridan.
—Ay, no, Della, no me digas eso.
A Addie se le llenaron los ojos de lágrimas y mantenía una mano sobre la boca.
Pero Della siguió hablando. Las cosas que decía eran terribles, Addie no daba crédito.
—Había una disputa en el quirófano. Hugh quería que uno de los médicos residentes se encargase del procedimiento. Pero el tipo no hablaba muy bien inglés, dice que no entendió lo que le estaba diciendo Hugh.
—¡Dios santo! —dijo Addie.
Sentía la voz de Hugh. Quien no nada se ahoga, decía. Así es como se hacía en nuestros tiempos. ¿Cómo van a aprender si no se ensucian las manos? Esperan que les pongan la cuchara en la boca, estos jovenzuelos. Pues yo no dirijo una guardería.
—Lo podrían echar, ¿sabes? Podrían incluso inhabilitarlo para el ejercicio de la profesión.
Addie se limitaba a asentir con la cabeza. Estaba sentada muy erguida, con la cabeza alta, pero lloraba a lágrima viva. Le dolía el estómago. Se sentía como si estuviera de pie sobre una alfombra y alguien la arrancara de pronto de un tirón. Se sentía como si estuviera cayendo de espaldas y pensaba, ¡yo era feliz! Por un instante, empezaba a pensar que podía ser feliz.
—¡Oh!, Della —se lamentó—. No me puedo creer que nos esté pasando esto.
Della se acercó y su hermana la abrazó, apoyó la cabeza en la curva de su cuello, mientras ella rozaba sus cabellos castaños rojizos con los labios.
—Ya lo sé, cielo —dijo—. Ya lo sé.
Pero mientras lo decía se sentía una farsante. Sus ojos estaban secos, su voz firme. Se sentía insensible a todo aquello.
Mientras acariciaba los cabellos de Addie, observó que ya se le veía el color de las raíces. Todo un centímetro de castaño oscuro antes de que se impusiera el color miel del tinte. Un único e hirsuto pelo blanco sobresalía de su cabellera, y Della sintió el deseo de arrancarlo.
Addie ahora sollozaba, balanceando los hombros.
—Ya lo sé —dijo Della, apoyando la mejilla en la cabeza de Addie—. Ya lo sé.
Sentía la profunda pena de su hermana como si desprendiera una oleada de calor. Della envidió aquella capacidad para sentir auténtica pena.
Della no sentía nada, solo un dolor sordo en el corazón.
Ya empezaba a pensar cómo separarse de su hermana cuando apareció Tess alborotando en la cocina. Era inevitable que ocurriera. Todas las conversaciones que habían tenido durante los últimos diez años habían sido interrumpidas por una u otra de las niñas.
—¿Mamá?
Tess estaba ahí plantada mirándolas absorta, había olvidado lo que fuera que hubiera bajado a hacer.
A veces Della piensa que existe un hilo invisible que la conecta con Tess, la más intuitiva de sus hijas. Cuando Della abre los ojos por la mañana, la niña siempre está allí, de pie junto a la cama esperando a que ella se levante. Da incluso un poco de miedo.
—¿Qué le pasa a Addie?
Se lo preguntaba a Della, aunque Addie estuviera allí. Ese era el trabajo de Della, interpretar el mundo para ellas. Actuar como intermediaria.
—¡Ah!, no pasa nada, cariño, solo que está más sensible por la regla.
Cara de no entender nada.
—Créeme, cielo, más vale que no lo sepas.
A Addie se le escapó la risa. Había cogido su taza de té y estaba tomando un trago, con lo que le quedó toda la cara salpicada.
Tess seguía ahí de pie estudiándola, examinando la cara de su tía Addie en busca de alguna pista.
Addie apenas le sonrió. Tess no le devolvió la sonrisa.
—Tengo hambre —dijo.
Acababa de recordar por qué había bajado.
Della se acercó a la encimera y empezó a untar mantequilla en galletas saladas. Hizo un bocadillo con ellas y luego otros.
—Toma, una para cada mano.
La niña las cogió y dio media vuelta rápidamente hacia la puerta.
—Espera, llévate el paquete. Si no, las tendremos a todas aquí abajo.
Tess cogió el paquete de galletas saladas con los dientes y salió disparada hacia la puerta. Un ruido sordo, tropezar y caer en las escaleras, las dos hermanas ladearon la cabeza esperando un llanto que no llegó, oyeron cómo se levantaba y seguía adelante.
—Se está haciendo mayor —dijo Addie.
—Y cada día más excéntrica. Ahora quiere un gato.
Tal como lo dijo Della, cualquiera diría que lo que había pedido era una rata.
—¡Ah, no! —exclamó Addie con auténtica consternación—. Un gato no.
Della suspiró.
—Ya lo sé. No deja de traer a casa libros de la biblioteca del colegio. Cosas de gatos. Todo lo que hay que saber para cuidar a un gato.
—¡Santo cielo, Dell! ¿Y si le compras un perro, en vez de un gato? ¿Un conejo?
Della negaba con la cabeza con ademán de desesperación.
Addie hizo una mueca de desagrado.
—Incluso un hámster sería preferible.
—No. Parece que tiene que ser un gato. No pasa nada. Me resigno a lo inevitable. Mi vida no me pertenece, ya lo sé. No hay nada que hacer.
—¿Qué será del pez? ¿El gato no se comerá al pez?
—Siempre queda la esperanza.
Addie le echó un vistazo a la pecera. El agua estaba un poco turbia, pero vio que el pez todavía aleteaba perezosamente allí dentro. Se estaba haciendo mayor, era un poco raro que no dejara de crecer.
—¿Crees que eso me convierte en mala persona? —preguntó Della en voz baja—. ¿Qué deteste tanto al pez?
Ahora ambas miraban hacia la pecera.
—Te juro que lo detesto.
Costaba sentir lástima por él. Ahora mismo, ni siquiera Addie encontraba un rincón en su corazón para sentir lástima por él.
Addie se encogió de hombros.
—¿Cuándo llega el gato?
—¿Por Navidad?
—Pensaba que os ibais a esquiar por Navidad.
—Y nos vamos. ¿Tal vez el gato pudiera estar aquí cuando volviéramos?
Addie tenía sus dudas.
—Tampoco falta tanto para Navidad.
—Bah, no digas eso, si todavía estamos en noviembre.
Della le tenía pavor a la Navidad. Tanto esfuerzo. Tantos regalos en que pensar, la falsa alegría. Se cansaba solo de pensarlo.
—¿Has pensado qué le comprarás a Bruno?
—¿Para Navidad?
—Va a estar aquí en Navidad, ¿no?
—¡Ah!, eso creo. No hemos hablado de la posibilidad de que se vaya a casa.
—Pues muy bien. Tendrás que comprarle un regalo.
No es que Addie no lo hubiera pensado, porque sí que lo había pensado. Ya había empezado a preocuparse por el asunto.
—Apenas lo conozco —dijo—. No me había dado cuenta de lo poco que lo conocía hasta que empecé a pensar qué podía comprarle para Navidad.
—Regálale un vale —dijo Della—. No puedes equivocarte con un vale. —Y le guiñó ostensiblemente el ojo a su hermana.
Le producía una satisfacción perversa sonrojar a Addie.
Della le regala a Simon un vale para una mamada cada Navidad. Claro que ¿qué otra cosa puedes regalarle a alguien que gana medio millón al año?
—¿Y qué piensa Simon?
Es curioso cómo puede cambiar el tempo de una conversación. Ahora eran pura formalidad. Abordaban el tema con calma. Las emociones habían quedado aparcadas por el momento. Para gran alivio de Della.
—Simon cree que tendría que cogerse la jubilación anticipada. Solo faltan unos pocos meses para que tenga que irse, de todos modos. Simon cree que es una locura aguantar, es evidente que van a por él.
Della volvía a estar ante la encimera de la cocina, ponía a calentar la tetera.
—¿Y tú qué crees?
Addie se puso a la defensiva mientras esperaba la respuesta de su hermana, con el corazón en un puño.
Della se había vuelto hacia ella, apoyada en la encimera mientras esperaba que hirviera la tetera. Se estaba reajustando el pasador que le sujetaba el flequillo. Addie se fijó en que era una horquilla de Hello Kitty.
—¡Ah!, yo digo que les den —contestó Della con indiferencia—. Eso es lo que pienso. Que les den a esos cabrones.
El corazón de Addie palpitó de amor por Della.
—No veo por qué tendría que admitir la derrota. Es un viejo cascarrabias y es maleducado con la gente y tiene un temperamento horrible, pero eso no significa que se merezca que lo inhabiliten para ejercer su profesión. Si acepta la jubilación anticipada parecerá como si admitiera que se equivocó. Y no creo que deba hacerlo. Creo que debería pelear con esos cabrones hasta el final.
Había cogido un vaso de plástico y estaba regando las plantas del alféizar de la ventana. Parecía haber olvidado que estaba esperando a que hirviera la tetera. Empezó a limpiar las fiambreras de las niñas, las dejó para que se secaran bocabajo en el escurreplatos junto al fregadero. Addie tuvo la sensación de que últimamente Della siempre hacía cinco cosas a la vez.
—Toma —dijo dejando unas uvas sobre la mesa delante de Addie—. Cumple con un servicio público y cómetelas por mí. Nunca se comen la fruta que les doy.
Sin pensarlo siquiera, Addie empezó a coger las uvas una a una y a metérselas en la boca. Estaban un poco ácidas, pero se las siguió comiendo de todos modos.
—Creía que habías dicho que había actuado mal.
—Probablemente —reconoció Della—. Pero eso no implica que tenga que admitirlo. De todos modos, es demasiado viejo para aceptar que hizo mal. Si empezara, ¿dónde terminaría?
—Bruno dice que los irlandeses están siempre disculpándose, lo encuentra digno de atención.
—Pues Bruno tiene razón, nos pasamos la vida pidiendo perdón. Si chocamos con alguien en la calle pedimos perdón. Si interrumpimos a alguien pedimos perdón, si hasta cuando tropezamos solos pedimos perdón. Estoy harta. Hugh tiene razón. ¿Por qué iba a tener que disculparse? Él no se propuso hacer algo mal. No se trata de un maníaco con un hacha ni nada parecido. Como ya he dicho, solo es un viejo malhumorado.
Della suele hacer esto a veces. Cambia de parecer. Es lo que hace tan excitante estar con ella, que nunca sabes qué va a decir a continuación.
Tentativamente, Addie le dio un codazo suave.
—Has cambiado un poquito de idea.
Della se encogió de hombros.
—Es probable que esté aburrida de llevarle la contraria. Creo que a partir de ahora me voy a poner de su parte.
Había un gesto feroz en su expresión. Tenía las manos planas apretadas contra la mesa, se apoyaba en ellas cuando se inclinaba hacia Addie.
—Nos educaron para tener miedo a todo, Ad, nos educaron para hacer reverencias y humillarnos y pedir perdón al mundo por todo lo habido y por haber. Pues yo ya he tenido bastante.
Della estaba lanzada, ya no había quien la parara.
—No quiero que mis hijas vivan así, Addie. Quiero que salgan al mundo y crean en ellas mismas. Quiero que crean que pueden hacer lo que se propongan. Atrevimiento, eso es lo que trato de inculcarles. Si lo consigo, no habrá quien las pare.
—Della.
—Ya sé que me estoy pasando. Pero consiéntemelo.
—No es eso, Dell. Mira.
Della volvió la cabeza justo a tiempo para ver a una niña pequeña colgando al otro lado de la ventana de la cocina y se levantó de un salto de la silla.
—¡Virgen Santa!
Salió corriendo hacia la puerta de atrás, Addie le pisaba los talones.
Cuando llegaron, la niña ya había aterrizado. Estaba de pie con los pies firmemente plantados en el patio, ocupada en desenredarse de una sábana enrollada.
Una niña desconocida, Addie nunca la había visto.
La sábana con la que había descendido colgaba a un lado de la casa. Addie y Della estiraron el cuello para seguirla pared arriba. Una, dos, tres sábanas atadas una a otra, a lo largo de las tres plantas de la casa. Y arriba de todo, en la ventana, donde desaparecía la sábana dentro de casa, una carita las observaba con inquietud.
—¡Elsa!
La voz de Della era un ladrido. Tenía los brazos en jarra y estaba tiesa de rabia.
—¡BAJA ENSEGUIDA!
La cara desapareció de la ventana.
Un minuto después aparecieron todas en la cocina. La respiración acelerada e irregular, las caras ruborizadas de miedo. Seis en total, incluidas las dos niñas de visita.
Trataron de defenderse.
—Estábamos practicando un simulacro de incendio —aventuró Tess—. Por si algún día se incendia la casa.
Della dio un grito y levantó la mano.
Las niñas se quedaron allí formando una hilera irregular y aguantaron la reprimenda. Seis pares de ojos serios clavados en Della.
Tras el escarmiento, salieron disparadas escaleras arriba para recoger las sábanas.
Della esperó a estar segura de que se hubieran ido. Luego se volvió hacia Addie.
—¡Cielo santo! —dijo—. ¿Qué he hecho?
Cuando Addie se marchó, Della la acompañó hasta el coche. Ni siquiera se tomó la molestia de ponerse los zapatos, salió a la calle en calcetines.
Addie ya estaba girando la llave en el contacto cuando vio a su hermana que se agachaba para mirar por la ventanilla del acompañante. Della golpeó el cristal. Addie se inclinó y bajó la ventanilla.
—Hablaba en serio, Addie.
Della había asomado la cabeza dentro del coche, las manos agarradas al marco de la ventana abierta.
—Tenemos que dejar de tener tanto miedo, Addie. Lo que pase con Hugh pasará, no es el fin del mundo. Nadie es perfecto.
Addie tenía lágrimas en los ojos mientras asentía con la cabeza.
—Tienes razón —dijo—. Sé que tienes razón.
Della sacó la cabeza de la ventana y volvió a incorporarse. Dio un par de palmadas en el capó del coche, se volvió y se dirigió a la casa.
Addie arrancó despacio, las lágrimas le nublaban la vista. Pestañeó unas cuantas veces, pero seguía teniendo problemas para ver. Paró el coche en la esquina un momento para serenarse, luego volvió a salir a la calzada. Notaba el volante ligero en sus manos, era como si flotara por encima del suelo. Sabía que debía parar a un lado de calle pero no lo hizo, siguió en dirección a su casa.
De repente todo le parecía diferente. Veía con otros ojos aquella escena fuera de la ventana. Lo mismo pero de algún modo diferente que no sabía explicar. Como si el mundo fuera un cuadro y alguien lo hubiera cogido y lo hubiera colgado al revés. Todavía era incapaz de decir si le gustaba más así o si prefería volver a ponerlo como antes.
Se encontró con un atasco en los semáforos del canal. Era hora punta y había un flujo constante de personas que se dirigían a sus casas por los caminos de sirga. Gente con abrigos oscuros que cargaba carteras y ordenadores portátiles, gente en bicicleta con chalecos reflectantes para ser vista en la oscuridad. Addie observó sus rostros mientras pasaban, sintió remordimientos por todos y cada uno de ellos. Sintió su hastío tras un día largo, sintió su deseo de estar en casa. Y se le ocurrió que ellos se limitaban a hacer todo lo mejor posible.
De repente Hugh le pareció una persona más entre toda la gente de aquella ciudad ajetreada. No era más que otra cara entre la multitud, un viejo testarudo en un mundo en movimiento constante.
Una experiencia de vértigo, se sintió mareada solo de pensarlo. Pero por primera vez en mucho tiempo también sintió cierta tranquilidad. Tardó un momento en identificar ese sentimiento. Y cuando lo hizo la cogió por sorpresa.
Sentía lástima por él.