A Hugh le quitaron las escayolas hacia mediados de noviembre.
Sus manos emergieron rosadas y fofas, como lonchas de asado grandes y feas. La piel estaba seca y escamosa, el pelo espeso y apelmazado. Al mirarse horrorizado, Hugh se acordó de un pez fantasmagórico que habita el fondo del mar, una bestia horrible de ojos rosados y escamas pegajosas. Apartó las manos de su vista y las escondió bajo los muslos. No podía soportar tenerlas a la vista.
Hugh siempre había estado orgulloso de sus manos.
—Manos de médico —solía decir Helen con reverencia, y se inclinaba para besarlas, primero una y luego la otra.
En aquellos tiempos todas las chicas se volvían locas por un médico. Ser estudiante de Medicina te daba una gran ventaja, nunca andabas escaso de citas. Y no eran solo las enfermeras, todas las chicas se volvían locas por un estudiante de Medicina.
Por supuesto que los ingenieros hacían lo posible por tener su parte. En los bailes solían ponerse formol detrás de las orejas. Para cuando los descubrían y expulsaban, probablemente ya hubieran hecho algún progreso, tal vez ya hubieran echado el anzuelo.
Hugh soltó una risilla al recordarlo.
—Eres médico —había dicho el padre de Helen, señalando una butaca junto a la chimenea de su estudio.
Un delicioso olor a rosbif impregnaba la casa, el olor aterciopelado de los jugos de las cazuelas. Se podían oler los diferentes ingredientes, la superficie dorada de la carne y la sangre roja goteando sobre la aceitosa salsa caliente. A Hugh le rugía el estómago y tuvo que cambiar de postura haciendo ruido en la silla para disimularlo, temiendo que el padre de Helen pudiera oírlo.
Hasta el día de hoy, recuerda cada detalle de aquel primer encuentro.
En el coche, de camino hacia New Ross, habían pasado por lugares que Hugh jamás había visto. Pueblos bonitos con puentes con forma de arco, casas de ladrillo rojo con jardines muy cuidados. A Hugh no le parecieron irlandeses algunos de aquellos lugares, tenían cierto aire de Inglaterra. Tampoco es que hubiera estado nunca en Inglaterra, pero era así como imaginaba que debía de ser.
Ahora recuerda lo joven y pobre que se sentía al lado de Helen. Aunque también sentía que se lo merecía, sentía avidez.
Ella tenía coche propio, cosa muy poco habitual. Algunos de los muchachos tenían permiso para utilizar el coche de sus padres, pero que una chica tuviera su propio coche era insólito. Hija única de un abogado de pueblo, adorada por sus padres. Había estado en París y Viena. Hablaba un poco de italiano.
Sus padres rondaban los cuarenta cuando ella nació, ya hacía tiempo que habían abandonado la esperanza de tener un hijo. Su madre ni siquiera se enteró de que estaba embarazada hasta que ya estaba de seis meses. Cuando finalmente acudió a un médico, fue porque pensaba que se estaba muriendo. Un tumor, eso era lo que pensaba, que le había hinchado toda la barriga. Pero el médico empezó a sonreír mientras la examinaba y ella casi se cayó de culo cuando se lo dijo. Corrió calle arriba hasta la oficina de Eddie y él se cogió el resto del día libre. Era la primera vez en su vida que se iba del trabajo antes de hora, la invitó a una comilona en el hotel de Wexford.
Hugh había oído a Helen contar aquella historia tantísimas veces… Su cara resplandeciente por el conocimiento de un final feliz. La certeza cándida que tenía, la seguridad de una hija adorada. Había llevado tanta alegría a sus vidas, lo sabía y lo aceptaba sin discusión. Mientras vivieron con solo mirarla eran felices.
Gente amable. Gentiles y dulces, recibieron a Hugh en su casa con los brazos abiertos como si fuera uno más de la familia. El hijo que jamás habían tenido. La madre de Helen lo acogió como a un hijo y lo mimaba. Su padre le hablaba de hombre a hombre.
Era sorprendente lo claro del recuerdo. Con tantas cosas que había olvidado. Todavía recuerda su incomodidad ante tanta hospitalidad y cortesía. El lujo de la casa en comparación con su alojamiento de estudiante. El intenso olor a cera de mueble en el pasillo oscuro, el sabor peculiar del whisky caro. El refinado vaso de cristal tallado que sostenía en la mano. El silencio al dejar el vaso sobre la mesa lateral recubierta de cuero.
Fue allí y en aquel momento cuando lo decidió, sentado ante el fuego que crepitaba y con el padre de Helen sentado frente a él. Con el whisky ardiéndole en la garganta había tomado una decisión: es lo que quiero para mí.
Jamás regresaría a la fría y húmeda granja de Navan. Jamás volvería a respirar aquel aire viciado. Las interminables tazas de té y las preguntas insidiosas que le hacían, las respuestas mordaces que salían de sus bocas. Estaba harto de todo eso, no quería volver a saber nada más de aquello.
Esa era la vida que deseaba. La serena constatación de que era así como tenían que ser las cosas.
El recuerdo se desvaneció de repente y Hugh miró alrededor de la habitación.
Era como si estuviera en el cine. Se había acabado la película y habían vuelto a encender las luces. Se encontró allí sentado inspeccionado el entorno. Parpadeando para alejar los recuerdos y volver lentamente al presente.
Una buena habitación.
Eso fue lo que pensó cuando miró a su alrededor, tenía todo lo que se había propuesto adquirir. Los muebles de caoba y los espejos dorados de anticuario, las alfombras orientales raídas. La cama desentonaba, había llegado el momento de quitar la cama de allí. Ya iba siendo hora de que las cosas volvieran a la normalidad. Su mirada vagó hasta el rincón opuesto de la habitación. El aparador y la bandeja de plata sobre él, con un decantador de whisky y un puñado de vasos de cristal.
He conseguido lo que quería, pensó. He conseguido todo lo que quería. Y ahora soy yo el viejo chocho sentado en mi estudio bebiendo whisky en un vaso de cristal tallado.
Y sin embargo…
Empezaban a embargarlo unas sombras, una presencia nebulosa que merodeaba por los límites de su consciencia. Algo que le impedía sentir satisfacción alguna por sus logros. Una presencia inquietante, como un espíritu maligno. Tenía la sensación de que le quería decir algo.
Estaba preparado para lidiar con él. Estaba sentado con la cabeza hacia un lado, los ojos llorosos de preguntas, cuando lo distrajo un ruido del exterior.
Era Addie, que volvía de la playa; el ruido que había oído era el sonido metálico de la puerta al cerrarse. Subía los escalones de dos en dos. El viento abría su abrigo oscuro, sus piernas trepaban los escalones con largas zancadas. La perrita los escalaba torpemente detrás de ella, subir peldaños no era lo mismo con cuatro patas.
Al verlas, Hugh sintió que se le ensanchaba el corazón. Percibió un súbito cambio de humor. En un instante, todas las sombras se habían disipado. Addie siempre tenía ese efecto sobre él, cada vez que le ponía la vista encima sus problemas se desvanecían.
Oyó la llave en el cerrojo, luego hubo un chirrido mientras se abría la puerta. El sonido de las garras de la perra sobre el suelo embaldosado del vestíbulo.
Hugh se incorporó en la butaca y se volvió hacia la puerta. Con los hombros atrás, adoptó una expresión de cordialidad, una máscara de humor defensivo. Sin tan siquiera darse cuenta de lo que hacía, estaba corriendo un tupido velo sobre su amor.
—¡Te han quitado las escayolas!
Él estaba sentado a su escritorio junto a la ventana, cerrando y abriendo los puños. Con los dedos separados parecía estar contando algo de diez en diez.
—Pues sí, me las han quitado esta mañana. ¿No te lo había dicho?
Addie negó con la cabeza. Pero se preguntaba si tal vez sí se lo hubiera dicho. Quizá no lo hubiera escuchado, o lo hubiera oído pero se hubiera olvidado.
Ahora Hugh hacía girar las manos sobre las muñecas, dibujando círculos en el aire. Mientras lo hacía no dejaba de mirar de un lado a otro para observar lo que hacían las manos. Como si estuviera viendo un partido de tenis. Como si los giros de sus manos no tuvieran nada que ver con él.
—Estos ejercicios que me han ordenado me resultan sorprendentemente difíciles de hacer. Como ponerse a la pata coja y tocarse la nariz con un dedo.
Una y otra vez tenía que volver a empezar el ejercicio, sus manos sin acompasar una con la otra. Una iba más rápido que la otra, o tal vez se diera cuenta de que una había empezado en la dirección contraria. Estaba decidido a coordinarlas. Un buen ejercicio para el cerebro.
—Déjame ver —dijo Addie, dejándose caer en la silla junto al escritorio. Extendió las manos con las palmas hacia arriba para recibir las de su padre.
De mala gana, Hugh puso sus manos sobre las de su hija.
Addie las examinó un instante, se las acarició con los pulgares. Luego se agachó y las besó.
—Pobres manos —dijo, con la voz llena de ternura.
Hugh tuvo que resistir el impulso de quitarlas.
—¿Y qué? —preguntó Addie, sujetándolas todavía—. ¿Cuándo podrás volver al trabajo?
Addie tenía la vista levantada hacia él, con expresión franca y resplandeciente. Hugh se fijó, por enésima vez, en lo hermosos que eran sus ojos. Los blancos perfectamente blancos, los iris de un gris oscuro, como el mar un día de tormenta. Le encantaban aquellos ojos, aunque ni en sueños se lo diría.
Suavemente, retiró las manos y se las puso sobre los muslos. Las frotó un poco arriba y abajo por los pantalones, saboreando aquella sensación de recuperación.
—Pues creo que todavía va a pasar algún tiempo —contestó como si nada—. Ahora tengo que empezar con el fisio.
Hugh empezó a mover papeles de un lado a otro en su escritorio, fingiendo buscar algo.
—¿Cuánto tiempo calculas?
—¿Para el fisio? —preguntó sin mirarla.
—No. Para que vuelvas al trabajo.
Hugh adoptó un tono de voz distante.
—¡Ah!, supongo que será solo cuestión de semanas. La decisión depende exclusivamente de mí.
Y empezó a tararear una canción para sí mismo, cualquier cosa para llenar el silencio. Como un niño pequeño cuando mentía.