Todo el mundo se enamoró aquel otoño.
El aire era frío y vigorizante, el cielo, azul. Los árboles de colores entre el marrón y el dorado. Un clima americano, como si el glorioso otoño de la Costa Este estuviera cruzando el Atlántico con todo el resto.
Della tenía un repertorio para el caso, por supuesto. Tenía toda una colección.
—Pobre Sarkozy —dijo—. Pobre Angela Merkel. En comparación, ahora todos parecen tener tan poco estilo. Es como si hubiéramos ido al cine a media tarde y nos hubiéramos pasado dos horas babeando por George Clooney y luego volviéramos a casa para encontrarnos a nuestros maridos sentados en el sofá con su barriga cervecera.
Era como si el mundo entero hubiera encontrado a un nuevo amante. De repente, la petulante vieja Europa parecía muy desaliñada. Y Estados Unidos, durante tanto tiempo blanco de las bromas del mundo, parecía nuevo y resplandeciente.
Pero, por una vez en su vida, Addie había apostado por el caballo ganador.
Bruno jamás había querido algo con tanta fuerza, nunca en su vida le había parecido que aquel algo haría que todo fuera bien. Esa sensación de noche de Navidad, el corazón latiendo de esperanza. Y al mismo tiempo, el terror de la desilusión.
Aquella Navidad, cuando él debía de tener nueve o diez años. Le había pedido a Papá Noel un arco y unas flechas. Era lo que más quería, poseer un arco y unas flechas. Y llegó la mañana de Navidad y Bruno encontró un paquete largo y delgado bajo el árbol. Su nombre cuidadosamente escrito en la etiqueta. Pero dentro del envoltorio no encontró un arco y unas flechas sino un palo de hockey. Había una carta escrita a mano que explicaba por qué no había sido posible llevarle el arco y las flechas, y por qué era mejor un palo de hockey. La carta iba firmada por Papá Noel.
Ya entonces Bruno se había dado cuenta de que había algo familiar en la caligrafía. El papel de la nota era exactamente del mismo tipo que el que guardaba su madre en un cajón de la cocina.
Bruno todavía recuerda aquella sensación. Un horrible sentimiento de adulto, comprender que la desilusión es una parte inevitable de la vida. Y la lección que aprendió de todo aquello fue que la magia no existía.
Cuarenta años más tarde y ahí estaba Bruno, de nuevo a la defensiva ante aquella sensación.
—¿Qué tal si salimos de excursión? —sugirió Addie—. Sería una buena manera de pasar el día.
Y Bruno no dejó de insistir, cualquier cosa para llenar el tiempo.
—¿Qué te parece Glendalough? —preguntó—. He estado leyendo sobre Glendalough en las guías.
—Pues a Glendalough.
Metieron a la perra en el coche. Mientras Addie conducía, Bruno leía en voz alta fragmentos de la guía de Lonely Planet.
—… la personificación de la Irlanda más escabrosa y romántica —leyó—. Un lugar especialmente tranquilo y espiritual.
—No creo haber estado nunca allí —dijo Addie.
No recordaba haber estado. Aunque cuando llegaron le pareció un poco familiar. La torre redonda y el cementerio elevado, tenía un vago recuerdo de estar corriendo entre las lápidas, ¿en una excursión escolar, tal vez?
La familiaridad aumentó cuando atravesaron el pueblo. El estrecho hotel incrustado en una esquina, el letrero metálico que indicaba los salones de té, el letrero que se columpiaba con la brisa. El enorme aparcamiento, hoy casi vacío. Unos pocos vendedores ambulantes vendiendo camisetas de duendes y llaveros con ovejas.
Addie sintió una creciente sensación de incomodidad mientras recorrían con el coche el estrecho callejón bordeado de árboles que llevaba a los lagos. Tuvo el repentino deseo de volver atrás, le preocupaba que aquella no hubiera sido una buena elección, temía que la cosa no fuera bien. Precisamente aquel día tenía que ir bien. Si no iba bien, sería un mal presagio.
Mientras doblaba de mala gana hacia el aparcamiento, toda su energía estaba concentrada en combatir aquella sensación de desastre inminente. Como una adolescente que presenta a su nuevo novio a sus lamentables padres, la embargaba una vergüenza horrible, de deslealtad.
Se paró a coger el tique en la barrera, protestando en silencio por tener que pagar por aparcar allí, en su propio país. La sensación de indignación se exacerbaba por la presencia de una camioneta que vendía patatas fritas en medio del aparcamiento, con un toldo a rayas abierto y unos cuantos bancos de madera hechos polvo colocados sobre el asfalto delante de él. En cuanto Addie salió del coche, la asaltó el olor del aceite de cocina rancio.
—Parece que tenemos todo el lugar para nosotros solos —dijo Bruno con alegría mientras colocaba su mochila sobre el capó del coche y sacaba un jersey.
Addie se quedó inmóvil y lo observó horrorizada.
—Dime que no es un jersey de Aran.
No estaba claro si hablaba sola o con él.
De todos modos, Bruno no podía oírla. Ya tenía el jersey a medio poner, había pasado ambos brazos y al instante emergió su cabeza por arriba.
—Bonito jersey —dijo ella con sarcasmo.
Pero Bruno no se percató de la ironía.
—¿Te gusta? —preguntó, mirándose el pecho.
Y estaba tan guapo con el jersey, con la cara descubierta y la barba y los ojos brillantes, se lo veía tan contento y sin ningún pudor, que Addie no tuvo valor para contradecirlo.
—Sí —contestó, sonriendo—. Sí que me gusta.
Addie dio la vuelta hacia la parte posterior del coche para dejar salir a Lola.
En cuanto abrió la puerta trasera de par en par, Lola cayó al suelo. Luego dio una vuelta como una brújula tratando de orientarse. Y al momento salió disparada en línea recta hacia un hueco entre los árboles. Debía de haber olido el lago.
Addie cerró el coche y luego Bruno y ella salieron tras la perra, chocando el uno con el otro mientras subían por el estrecho sendero.
Siguieron el sendero que bordeaba el lago, caminando por la sombra bajo los árboles. Iban pisando piñas y agujas de pino. Una ligera brisa agitaba las olas de agua negra como el carbón.
Caminaban cogidos de la mano. Aquel día había tanto entre ellos, aunque no hablaran de ello. Addie no podía pensar en nada más que en el billete de vuelta, estaba todo el rato tratando de quitárselo de la cabeza. Habría preferido morir antes que mencionarlo. Y Bruno también estaba preocupado, una decisión merodeaba su cabeza, una decisión que todavía tenía que tomar.
Lola corría en zigzag por el sendero delante de ellos, con la nariz en el suelo como una aspiradora.
De repente Bruno dejó de andar. Se quedó quieto y la miró.
—¿Te has dado cuenta de que cojea?
—No.
Addie respondió como si se sintiera cuestionada, como a la defensiva. ¿Que si me he dado cuenta de que cojea? Quizá lleve tiempo cojeando y no me he dado cuenta.
Bruno llamó a Lola, se agachó y la rodeó con sus brazos. Luego la hizo echarse de lado, le cogió la patita delantera y se inclinó para examinarla.
Addie estaba de pie detrás de ellos, observándolos desde la altura, tratando de ver qué pasaba. Pero la espalda y los hombros de Bruno le impedían ver nada.
Bruno abrazaba el cuerpecito de la perra con un brazo. Con la mano libre le sujetaba la pata. Lola volvió la cabeza hacia un lado, los ojos abiertos de par en par de desesperación. Bruno estaba inclinado sobre ella, parecía que estuviera lamiéndola. Addie no se lo podía creer.
Luego Bruno soltó a la perra, quitando las manos de repente como si dejara caer algo que con toda seguridad se rompería cuando tocara el suelo.
Lola dio un salto. Se irguió y se quedó inmóvil un instante para hacerse cargo de la situación. Se tambaleó un poco sobre las cuatro patas y luego salió corriendo, subiendo a un terraplén y provocando una pequeña avalancha de arcilla polvorienta detrás de ella. Bruno se incorporó y mientras lo hacía se quitó algo de entre los dientes, y lo sujetó haciendo pinza con los dedos para que lo viera Addie.
—¡Joder! ¿En serio que tenía eso en la pata?
Addie alargó la mano para cogerlo y se lo puso en la palma de su mano para poder estudiarlo. Era una grapa gigantesca de color cobre, una de esas que se utilizan para asegurar los paquetes de cartón. Estaba teñida con la sangre de Lola.
Addie sintió náuseas con solo mirarla.
—¡Oh!, Bruno, pobrecilla, ¿cuánto tiempo hará que la lleva clavada?
Y Bruno la rodeó con su brazo y le dijo que no se preocupara. La perra estaba bien, bastaba mirarla, estaba absolutamente bien.
Pero Addie no podía dejar de preocuparse. Lo sentía por la perra, lo sentía mucho, se le hacía insoportable pensar en lo que había sufrido. También estaba preocupada, disgustada consigo misma por no haberse dado cuenta de nada. Soy tan rematadamente egocéntrica, pensaba. Gracias a Dios que Bruno lo ha visto. Y no podía dejar de pensar, es mejor persona que yo.
Si existen los momentos de revelación, tal vez fuera eso.
Había dado con un buen hombre. Un hombre capaz de extraerle una grapa de la pata a una perrita utilizando solo los dientes. Lo cogió de la mano y apoyó la cabeza en su hombro mientras caminaban. Trató de quitarse de la cabeza cualquier cosa que no fuera aquel momento.
Salieron de entre los árboles a una luz fuerte.
A ambos lados dominaban las montañas, Addie y Bruno eran solo dos criaturas diminutas en el fondo de un valle escarpado, y la perrita era todavía más diminuta. Se quedaron quietos un instante, volviendo la cabeza a uno y otro lado para hacerse idea de cuál era su lugar en la gran escala de las cosas.
Bruno examinó el sendero de piedra que ascendía serpenteando por el valle. Junto al camino, un arroyo de aguas plateadas bajaba por la ladera.
—¿Subimos?
Addie alzó la cabeza, siguiendo el camino montaña arriba. Desde donde estaban la ascensión parecía desalentadora. Divisó un banco un poco más arriba que le resultó mucho más tentador.
—Vamos a sentarnos antes un rato —sugirió—. La espalda me está dando algunos problemas, no sé si podré llegar muy lejos.
Bruno se volvió para mirarla a la cara.
—¿Otra vez? —preguntó con gran preocupación—. No sabía que te seguía pasando. Tendrías que ir a que te vieran.
—Ya lo sé —dijo ella.
El color estaba desapareciendo de su cara y notaba un sudor frío. Pero se sintió ofendida por su preocupación. Aquello no tenía nada que ver con él. Más tarde, pensaba. Ya me preocuparé de eso cuando tú te hayas ido.
Se sentaron en el banco. A su alrededor, las montañas formaban una inmensa hondonada profunda. Era una sensación extraña, estar sentados allí al fondo, te sentías rodeado. Era como estar sentado en el foso de la orquesta de un teatro enorme. Aquella sensación de que te observan. Aunque allí no había nadie más.
Addie se volvió y se tumbó a lo largo en el banco, con la cabeza apoyada en el regazo de Bruno.
Este podría ser nuestro último día juntos, pensaba. Tendría que estar haciendo algo para que me recordara. Si fuera Della lo llevaría al bosque y extendería mi abrigo sobre el musgo. Si fuera Della lo habría calculado de antemano y me habría puesto una falda y me habría quitado las bragas antes de salir de casa.
Solo de pensarlo, Addie ya se imaginaba las piedras puntiagudas debajo de su espalda. Pensaba en la torpeza poco elegante con los botones, en la indignidad del culo desnudo de Bruno con los pantalones bajados hasta los tobillos. Oía voces que se acercaban, imaginaba a extraños presentándose a media faena. Ella nunca sería capaz de hacerlo, era demasiado tímida. Estaba demasiado cansada.
Cerró los ojos y saboreó la dura madera del banco contra sus riñones, la suave presión de la mano de Bruno, que le acariciaba el pelo. Addie volvió a abrir los ojos y observó las nubes que pasaban incesantemente. La belleza del lugar era impactante.
—Ahora estarán abriendo las urnas en la Costa Este —soltó Bruno cortando el aire con su voz como un cuchillo.
Él ya había enviado su propia papeleta electoral. Pensándolo bien, lo veía como un pequeño voto en un vasto océano de votos, lo había enviado desde la oficina de correos de Ballsbridge. Había convencido a la mujer del mostrador para que certificara el sobre. No podía hacer más.
—Me siento como si estuviera en el corredor de la muerte —prosiguió—. Me siento como si esperase un perdón de última hora.
Era una conversación como un sueño, podías decir cualquier cosa que quisieras, sin importar si tenía sentido.
—¿Cuál sería tu comida antes de la ejecución?
Bruno ni siquiera se paró a pensarlo.
—Huevos rancheros y un café cargado. Y un cigarrillo.
—¿Dónde?
—Creía que estaba en el corredor de la muerte.
—No, se te permite elegir dónde.
—¡Ah! En las cabañas de Zamas, en Tulum, México, con vistas al mar. Después de un baño.
Por una vez, Addie dijo lo que pensaba, tal cual, sin más.
—Quiero estar allí contigo.
Había nostalgia en la forma de decirlo, como si supiera que aquello no ocurriría jamás.
Y le gustó que él no respondiera. Esa era una de las cosas que más le gustaban de él, que nunca decía nada a menos que lo pensara de verdad. Nunca decía nada a menos que supiera que era verdad.
—Tú no me has dicho cuál sería la tuya —dijo él.
—¡Ah!, es muy fácil. Una pinta de Guinness y una bolsa de patatas fritas. En el bar de Sweeney, en Claddaghduff. Después de un baño. Ya lo ves —añadió mientras él se inclinaba para besarla—, salir conmigo es barato.
Se quedaron despiertos hasta tarde para ver los resultados de las elecciones. Prepararon una cafetera grande y se acomodaron en los extremos opuestos del sofá, los pies peleándose entre ellos en el medio. Tenían un edredón para taparse, la perra acurrucada en el suelo debajo de ellos.
Addie se esforzaba por mantenerse despierta. A pesar de los dos cafés sus párpados parecían muy pesados, sentía que se le cerraban de golpe. No dejaba de levantar las cejas hacia el flequillo para forzarlos a volver a abrirse.
Estaba muy cómoda, y eso era parte del problema. Descalza, los dedos de sus pies cubiertos por unos calcetines finitos bajo los ásperos vaqueros de Bruno, y tenía un cojín doblado debajo de la cara para suavizar la pendiente del brazo del sofá. No había nada que hacer, Addie sentía que caía. No conseguía evitarlo.
Bruno iba zapeando por los canales, frenético por no perderse nada. Y desesperado porque Addie no se perdiera nada, cada vez que se quedaba dormida le daba una patadita para despertarla de nuevo.
—No estoy segura de que sea totalmente necesario que yo sepa qué ha votado Maine —dijo con la voz apagada de sueño.
Pero Bruno quería que no se perdiera ni un segundo. Ya empezaba a estar claro cuál sería el resultado.
La despertó para hablarle de Pensilvania, pero ella se volvió a quedar dormida al momento. Volvió a despertarla para darle las noticias de Ohio. Addie abrió un ojo, se fijó en el gráfico de la pantalla, que mostraba secciones rojas y azules a lo largo y ancho del mapa de Estados Unidos. Rojo para los republicanos, azul para los demócratas. Le pareció que había más rojo que azul. Luego volvió a dormirse.
Cuando llegó el turno de Iowa, abrió un ojo. Bruno estaba sentado al borde del sofá. Como un tipo que mirase un partido de fútbol, tenía el mando a distancia en las manos y se inclinaba hacia delante sobre las rodillas como si pudiera influir en lo que estaba pasando.
Addie se sentía destemplada, como si hubiera estado tomando drogas, se hubiera pasado el efecto y empezara a llegar la resaca. Se incorporó y se quedó sentada. Bruno la observó como si nunca antes la hubiera visto. Luego volvió a mirar al televisor.
Dakota del Sur, Nebraska, ambas habían votado por McCain. Aparecieron más recuadros rojos grandes en el mapa, formando una franja en el sur del país. Los estados azules parecían pequeños y sin orden ni concierto, todos amontonados. A Addie le pareció que los rojos iban a ganar, pero en la tele todo el mundo decía lo contrario. Hay una tendencia innegable en el campo de McCain, iban diciendo. Solo es cuestión de tiempo.
El teléfono de Bruno empezó a comportarse como una cazuela de palomitas, vibraba con la entrada de decenas de mensajes. Hasta aquel momento a Addie no se le había ocurrido que tuviera amigos. Sabía que tenía hermanas, y si hubiera pensado un poco en el asunto se habría dado cuenta de que tenía que haber más gente en su vida además de su familia. No se había parado a pensarlo, pero allí estaban todos de repente. Con cada pitido, con cada vibración de su móvil sobre la mesita del café, se sentía su presencia. Querían compartir aquel momento con Bruno, era una de las personas con quienes querían compartirlo. Addie se sintió como si ya lo hubiera perdido.
A las cuatro de la madrugada, todas las emisoras otorgaban la victoria a Obama.
Inmediatamente la pantalla pasó a Chicago, donde se veía a la multitud enloquecida. Todo el mundo lloraba y se abrazaba y hacían ondear unas banderitas estadounidenses contra el cielo nocturno, era un espectáculo hermoso.
Bruno seguía sentado en el sofá con los ojos clavados en la pantalla, totalmente ajeno a todo el resto. Se limitaba a estar allí sentado y a mirar mientras las lágrimas le resbalaban por la cara.
Addie rodeó su cintura con el brazo, se abrazó a él y apretó la cara contra su hombro. Uno no podía evitar contagiarse por la emoción de todo aquello, había que tener el corazón de piedra para no regocijarse. Ella también tenía los ojos empañados de lágrimas y un nudo en la garganta. Pero estaba confusa, no sabía si estar contenta o triste.
Se sentía como un verdugo al oír que se ha abolido la pena de muerte. Sabía que era algo bueno, pero no estaba tan segura de que lo fuera para ella.
Eran las seis de la mañana cuando finalmente se durmieron.
Después de las celebraciones. Después de haber visto a los Obama salir al escenario ante el clamor de la multitud, sus cuatro sombras largas y oscuras detrás de ellos. Después de oír los discursos y a continuación un montón de repeticiones de los momentos destacados. Después de que Bruno hubiera llamado a toda la gente a la que conocía, después de que toda la gente que conocía lo hubiera llamado a él. Entonces se fueron a la cama.
Agotados y alborozados, hicieron el amor lenta y apasionadamente. Ninguno de los dos dijo nada. Addie no dejaba de preguntarse si aquello era la despedida. Y seguía preguntándoselo cuando se durmió.
Se despertó antes que él. Trató de averiguar qué hora era por la luz que entraba al dormitorio, por los sonidos del exterior. Calculó que debía de ser media mañana.
Sabía que tenía que despertarlo. No dejaba de pensar en ello. Consideró las palabras con las que lo haría.
Despierta, gandul, le diría con su voz más alegre. Pero aunque sonara inocuo, había en su tono un matiz defensivo. ¿No sería hora de que te fueras levantando?, diría, tienes un avión que te espera. Todavía estaba allí tumbada ensayándolo cuando sonó una alarma en la habitación.
El ruido la sorprendió. Era un sonido que no reconocía, desconocido, nunca antes lo había oído. Pensó que debía de ser la alarma de su teléfono móvil. Pero no tenía ni idea de dónde venía, no lo veía por ninguna parte. No había nada en la mesita de noche, solo un vaso de agua que había dejado ella al acostarse.
El ruido parecía ir en aumento. Bruno estaba acostado de espaldas a ella, acurrucado hacia la pared. No hacía ademán de haber oído la alarma. Pero entonces movió los hombros y echó la cabeza atrás bruscamente.
—Mierda —dijo—, ¿ya es la hora? —Y se levantó de la cama, incorporándose de un salto y por encima de ella, como un soldado que sale disparado de una trinchera.
Addie se volvió de lado y siguió acostada, observándolo. Era consciente de que pasaban los segundos y de que no podía hacer nada por evitarlo.
Bruno estaba inclinado sobre la silla donde había dejado la ropa, titubeante, buscando en los bolsillos de sus tejanos. Finalmente encontró el móvil, lo sacó y empezó a aporrear las teclas. Finalmente, dejó de sonar.
Levantó la mirada hacia Addie y vio que estaba despierta. Ella le sonrió, la sonrisa más valiente que pudo esbozar. Trató de asegurarse de que sus ojos sonrieran al mismo tiempo que su boca. Él la miró un rato largo. Luego, sin decir una sola palabra, volvió a los pies de la cama. Se encaramó en la cama, se echó las mantas encima y se acostó en el espacio que acababa de abandonar. De lado, junto a la espalda de Addie y la estrechó con sus brazos.
A los pocos segundos volvían a estar dormidos los dos.