—No va a ganar —sostuvo Della con absoluta seguridad—. Ganará Obama.
Estaban sentados a la mesa de la cocina de Della, donde acababan de comer. Aquella madrugada habían retrasado los relojes y fuera ya empezaba a oscurecer, aunque solo eran las cuatro de la tarde.
—Me gustaría compartir tu confianza —dijo Bruno—. Tal vez sea que me da miedo hacerme ilusiones.
—Bueno, tú hazme caso —recomendó Della mientras recogía los platos de la mesa.
Llevaba un delantal de algodón a cuadros sobre un vestido negro ajustado. Tacones altos, el pelo recogido, estaba en ama de casa cuarentona. Della había insistido en preparar una pierna de cordero, patatas asadas y la guarnición.
—Tenemos que dar buena impresión —le había dicho a Simon—. Ya me entiendes, porque es estadounidense y todo eso.
Llevaba todo el día nerviosa por conocerlo, sin poder pensar en otra cosa. Le habría gustado saber si leía a Philip Roth, Annie Proulx, Anne Tyler. ¿Qué le parecía Joyce Carol Oates? Se moría de ganas de hablar con él sobre las elecciones.
—Obama tiene la historia de su parte —decía—. Por la que lo siento es por Hillary. Nunca va a tener su oportunidad.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —preguntó Bruno—. Podría tener otra oportunidad, si ganara McCain podría volver a intentarlo en 2012.
—No —dijo Della, con un punto de exasperación en la voz, como la maestra que trata de explicarle algo a un niño que no hay manera de que lo entienda—. McCain no va a ganar. Ganará Obama. Y Chelsea será la primera mujer presidenta, me juego contigo el dinero que quieras. Y la pobre Hillary habrá sido la esposa de un presidente y la madre de una presidenta. Pero ella no lo será jamás.
Bruno se volvió hacia Addie sonriendo.
—¿Cómo sabe todo eso?
—No lo sabe.
—Y aunque a menudo se equivoca, pocas veces duda —dijo Simon arrastrando las palabras.
—No les hagas caso —dijo Della, sacando un cigarrillo del paquete—. Yo soy lectora. Todo consiste en comprender la historia.
Eran diferentes de como los había imaginado Bruno, eran más vivaces. Tanto Della, con su lápiz de labios oscuro y sus cabellos teñidos de color miel, como Simon, con su camisa perfectamente planchada y sus gafas de montura dorada, eran personas claramente definidas.
Incluso la casa tenía personalidad. No te dejaba indiferente, desde la puerta negra lustrosa con vitrales hasta las baldosas de tablero de ajedrez del salón. El blanco brillante de la carpintería y el amarillo oscuro de las paredes. Mientras lo llevaban a la cocina, Bruno advirtió grabados enmarcados a lo largo del pasillo. Le habría gustado estudiarlos, pero Della iba delante y no tenía otra opción que no fuera seguirla.
—Cuidado con la cabeza —le advirtió.
Bruno se agachó justo a tiempo.
La cocina estaba en la parte posterior de la casa, un gran espacio abierto con puertas correderas que daban al jardín. Había sido Addie quien había diseñado aquel anexo. Bruno se quedó quieto un momento y miró a su alrededor, admirando el resultado de su trabajo. Qué maravilloso tiene que ser, pensó, ver cómo tus ideas se convierten en realidad.
Pinturas enmarcadas de las niñas cubrían una de las paredes de la sala, un gran mapa plastificado del mundo cubría otra. Había algunas tachuelas pequeñas de plástico clavadas en alguno de los países. Bruno se fijó en que había una sobre Nueva York y se preguntó si sería por él.
Debajo del mapa, una mesa larga de madera estaba puesta para cenar. Había servilletas de color rosa brillante enroscadas dentro de los vasos, y un cuenco lleno de rosas rojas y rosas en el centro de la mesa. Mantequeras con la superficie de la mantequilla alisada con un cuchillo.
Las niñas habían puestos cartelitos con los nombres y habían decorado el de Bruno con la bandera de Estados Unidos. El de Addie estaba adornado con corazones de amor. A todas les entró la risa floja mientras se lo enseñaban y se llevaban las manos a la boca para disimular la risa contenida.
—Sabandijas —dijo Addie—. Esperad a ser adolescentes, entonces llegará la hora de mi venganza.
Incluso Lola tenía un cartelito en su sitio. Habían decorado el suelo con huellas de patas y colocado un bol lleno de agua.
Addie se sintió orgullosa de ellas mientras hacía las presentaciones. Niñas educadas, que, a pesar de su alegría exultante, sabían comportarse.
—Es un placer conocerte, Bruno —había dicho Elsa con mucha formalidad, encogiendo los hombros por timidez.
—Es un placer conocerte, Elsa —había respondido Bruno con la misma formalidad.
En cuanto todas le hubieron dicho su nombre, Bruno quiso ver si se acordaba de ellos. Las niñas se arremolinaron a su alrededor con expectación.
—Vamos a ver —dijo señalando a la que tenía más cerca—. Tú eres Tess.
La niña se sonrojó y sacudió la cabeza.
—¡No! —dijo una de sus hermanas—. ¡Tess soy yo!
—Perdona, Tess. —Bruno se volvió nuevamente hacia la primera—. Eso significa que tú debes de ser Stella.
Stella asintió enérgicamente con la cabeza.
—Todos nuestros nombres están sacados de libros —dijo—. Mi nombre realmente es Estella, de Grandes esperanzas.
—Qué libro tan maravilloso para buscar un nombre —dijo Bruno.
Y Stella pareció tan satisfecha que volvió a sonrojarse.
—Mi nombre viene de Nacida libre —dijo Elsa—. De la leona Elsa.
Bruno inclinó levemente la cabeza en señal de reconocimiento respetuoso.
—Lisa es la única que no tiene el nombre de un personaje literario —dijo Stella emocionada—. Le pusieron el nombre por Los Simpson.
—Señal evidente del declive de la cultura —murmuró Simon.
Pero Bruno asintió reverente, con expresión muy seria. Solo sus ojos sonreían.
Lisa estaba de pie delante de él, llevaba un bañador encima de unas medias de lana, con sus piernecillas regordetas separadas. Llevaba también un gorro de natación de tela en la cabeza y unas gafas de piscina apretadas sobre la frente. Las gafas apretaban tanto que le deformaban las cejas. Estaba allí de pie mirando fijamente a Bruno, que se dio cuenta de que la niña esperaba que él dijera algo.
Bruno respiró profundamente.
—Lisa Simpson —dijo— es uno de los grandes personajes de la ficción moderna. Una figura verdaderamente heroica, deberías considerarte muy afortunada de tener este nombre.
Lisa se quedó mirándolo un segundo, luego se volvió y salió corriendo de la cocina.
—Dejamos que las niñas eligieran su nombre —dijo Della, apoyando un vaso de vino sobre la mesa delante de Bruno—. No sé en qué estaríamos pensando.
—Cuatro hijas en cinco años —dijo Simon, ajustándose las gafas sobre el tabique—. Es evidente que no estábamos pensando.
Della alzó la mirada hacia el cielo.
—No le hagas caso. Exagera.
Della había salido al jardín a fumarse un cigarrillo. A través de las puertas abiertas podía verlos a todos sentados alrededor de la mesa. Simon estaba de espaldas a ella, inclinándose hacia atrás en su silla. Della suplicó a Dios que dejara de hacerlo. Addie y Bruno estaban sentados el uno al lado del otro. Él estaba inclinado hacia delante y hablaba con Simon. Con la mano acariciaba el muslo de su hermana.
Della no oía lo que decía, pero podía verle la expresión de sincero entusiasmo. Ya le caía bien, le caía muy bien. Se sentía tan aliviada.
Le dio una calada larga al cigarrillo, llevando el humo directamente a sus pulmones. Estaba un poco pasada de revoluciones, era consciente de ello. Había estado hablando demasiado. Estaba ansiosa porque todo saliera bien, ansiosa por caerle bien.
Se volvió y bajó la mirada hacia la parte posterior del jardín. Necesitaba aquel momento de soledad. Levantando la vista al cielo, exhaló el humo lentamente. Los árboles frente al muro de atrás eran sombras, estaba cayendo la noche. El jardín cobraba vida con la oscuridad.
—¿Te importa que te haga compañía?
Della miró hacia atrás y descubrió a Bruno de pie junto a la puerta abierta, enmarcado por la luz de la cocina.
—He pensado que podrías invitarme a un cigarrillo, si no es mucho pedir.
—Por supuesto —dijo ella, apresurándose a volver a la casa—. Tendría que haberte ofrecido uno. Qué descortés por mi parte, no se me había ocurrido que pudieras ser fumador. Disculpa, discriminación racial.
—Lo dejé hace años —explicó Bruno—. No he fumado desde hace más de diez años.
Della sacó dos cigarrillos del paquete. Estaba a punto de darle uno cuando se detuvo a medio camino.
—¿Estás seguro de que lo quieres?
De repente se sintió responsable de él.
—Absolutamente —contestó él—. Estoy de vacaciones. No cuenta.
A Della se le cruzó una idea. Espero que no sea esa tu actitud con Addie, pensó. Encendió el mechero. Bruno se inclinó hacia delante para que le diera fuego y Della estudió su cara bajo el resplandor de la llama.
—Me siento como una traficante de crack —dijo observando cómo daba caladas al cigarrillo.
Había cerrado los ojos para saborearlo.
—No te preocupes. Acepto toda la responsabilidad.
Eso espero, pensó ella, eso espero.
Se estuvieron allí de pie un momento, fumando sin mediar palabra. Della empezaba a temer que se estuviera convirtiendo en un silencio incómodo cuando Bruno habló.
—Obama fuma, ¿lo sabías? —preguntó.
—¡Me estás tomando el pelo!
—Han logrado mantenerlo en secreto. No hay fotografías. Pero fuma, te lo aseguro, fuma Marlboro. Según cuentan le ha prometido a Michelle que lo dejará si gana.
—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo han podido mantenerlo en secreto?
—Debe de fumar en el lavabo de hombres, sin cámaras. Temen que pueda hacerse público.
—Pues hacen bien en temerlo. Ya es bastante malo que sea negro. Si sale a la luz que es fumador, jamás saldrá elegido.
—Ya lo sé —dijo Bruno apesadumbrado. Sujetaba el cigarrillo a cierta distancia de sí mismo, estudiándolo mientras exhalaba—. Personalmente me parece una buena cualidad en un presidente, que sea fumador. Siempre hará una pausa para el cigarrillo antes de pulsar el botón.
—Además —añadió Della— espero que no te importe que lo diga, pero para mi gusto parecía un poco demasiado virtuoso. Lo prefiero mucho más ahora que sé que es fumador. Ahora sí que es perfecto.
Della sujetaba su cigarrillo a un lado, como si no tuviera nada que ver con ella.
Bruno le dio una última calada deliciosa al suyo. Luego se agachó y lo apagó entre dos tejas. Se levantó sujetando con cuidado la colilla aplastada entre sus dedos pulgar e índice.
Della lo observaba, sonriendo.
—Tírala entre los arbustos —dijo, mientras lanzaba su propia colilla hacia arriba con una floritura y a continuación daba media vuelta para volver a la casa.
—Estás adelgazando mucho —le dijo a Addie mientras preparaban el café—. Zorra —susurró—, debe de ser de tanto sexo.
Addie miró rápidamente por encima del hombro para comprobar si Bruno lo había oído, pero estaba enfrascado en una conversación con Simon.
—Bueno —admitió Addie, deslizando su mirada de nuevo hacia Della—. ¿Qué te parece?
Della miró un instante a Bruno como si lo viera por primera vez. Luego se volvió de nuevo hacia su hermana. La rodeó con el brazo, se arrimó a ella.
—Creo que es guapísimo, Addie, guapísimo de verdad.
Y lo decía en serio. Por primera vez en su vida, se sentía capaz de decir algo en serio.
Viéndolos juntos, no había ningún pero posible, eran perfectos el uno para el otro. Había algo de inocencia en ellos, su alegría de estar juntos, como novios de la infancia. La manera en que él la miraba, estaba enamorado de ella, a Della no le cabía ninguna duda. Y Addie estaba resplandeciente. Della nunca la había visto así. Parecía que se hubiera pasado todo el día al sol.
No había ningún motivo para preocuparse, eso era lo que tenía que repetirse Della constantemente. No hay ningún motivo por el que las cosas tengan que ir mal. Es el hecho de que Addie sea tan feliz lo que me pone nerviosa. No quiero volver a verla triste. Estoy siendo excesivamente protectora, me estoy preocupando demasiado. Pero por mucho que razonara el asunto, Della no podía evitar la sensación de náusea que sentía en la boca del estómago. Algo le decía que todo aquello iba a terminar mal.
La próxima vez que volvieran a salir a fumarse un pitillo, le diría algo.
Las niñas habían subido a ponerse los pijamas y Simon había descorchado otra botella de vino. Era domingo por la noche, no era habitual en él que se desmelenara de aquella manera. Pero estaba encantado con Bruno, habían hecho buenas migas gracias a Bruce Springsteen.
—Tú también… —había gruñido Addie.
—¿No sabías que era fan de Bruce? —preguntó Simon, sorprendido—. Slane Castle, 1985, estuve allí, me compré la camiseta.
Della había levantado la vista hacia el cielo.
—Es el único concierto al que ha asistido —dijo dibujando la forma de un cuadrado en el aire con los dos índices.
—Lo conocí en una boda —le explicó a Bruno mientras lo invitaba a un cigarrillo—. Le di media pastilla de éxtasis y terminamos follando en el cuartito de los productos de limpieza. Salí de allí con la impresión de que era un hombre algo alocado. —Se rio—. Es la única locura que ha hecho en su vida, además de casarse conmigo.
Della pudo distinguir en la penumbra que Bruno sonreía.
Estaban sentados a la mesa del patio, las puntas de sus cigarrillos relucían en la oscuridad del jardín. Las ventanas eran grandes recuadros amarillos de luz contra la casa negra.
—Bruno —dijo Della con repentina perentoriedad—, quiero que tengas cuidado con Addie.
Calló un momento para darle una calada al cigarrillo y volvió a largar el humo antes de continuar. Sabía que estaba fuera de lugar, pero insistió.
—Addie es frágil, ¿sabes? Ha sufrido mucho recientemente, supongo que ya te lo habrá contado, ¿no?
Bruno dudó antes de responder. Se sentía desleal hablando de esa forma a sus espaldas. Se volvió para mirar a través de las puertas de cristal hacia el interior de la casa. Vio a Addie sentada junto a la mesa de la cocina con una de las hijas de Della en el regazo. Le estaba rizando los cabellos con la mano. Las demás estaban sentadas de nuevo a la mesa, bañadas por la luz amarilla, sus caritas resplandecientes. Una risotada salió por la puerta abierta.
Bruno tuvo la sensación de que Della y él estaban en el mar, balanceándose en una barca en la oscuridad, mirando las luces de la costa.
Se volvió para mirarla a la cara.
—Lo del bebé —dijo—. Me contó que…
Della lo interrumpió mientras todavía hablaba, estaba ansiosa por contárselo.
—La dejó muy tocada, ¿sabes? Todavía se la ve tambaleante.
—Y es normal que lo esté. Perder un bebé…
Pero Bruno no pudo terminar la frase. Tenía cincuenta años y lo único que se le ocurría era pensar en lo poco que sabía de la vida. Se sentía joven e imberbe, como un explorador que se encontrara casualmente en medio de una tribu de cuyas costumbres no sabe nada.
—Perder un bebé… —dijo.
Y la frase sin terminar se quedó allí colgada. Por un instante, Bruno pensó que lo podían dejar así.
Pero Della no era del tipo de persona que deja cosas sin decir.
Sin quitarle el ojo de encima, tiró la colilla de su cigarrillo entre los arbustos.
—Addie ya tiene casi cuarenta, ¿sabes? Le faltan dieciocho meses para cumplirlos.
Della se levantó de la silla con cierto aire de formalidad y se alisó la parte delantera del vestido con las manos y se puso derecha como si bostezara.
—No tener un hijo —continuó, y se quedó de pie por un instante junto a la mesa, la cabeza ligeramente inclinada a un lado mientras hablaba—, para una mujer de la edad de Addie, es algo mucho más grave que tener uno.
Y dicho esto dio media vuelta y se dirigió a la casa, dejando a Bruno sentado solo en la oscuridad del jardín.
Della estaba indudablemente borracha.
Bruno lo notó cuando empezó a fumar en el comedor. Encendió otro cigarrillo antes de haber terminado el que estaba fumando. El anterior seguía consumiéndose en el cenicero, pero no pareció darse cuenta. Sin decir nada, Simon lo cogió y lo apagó. Della alcanzó la botella de vino y empezó a llenar las copas de todos, aunque ya estaban medio llenas. Addie extendió rápidamente la mano para tapar la suya, pero Della ya le estaba sirviendo. Unas cuantas gotas resbalaron por la mano de Addie y ella las lamió.
Luego bajó la mano sobre la pierna de Bruno, que inmediatamente la cubrió con la suya.
—Así ¿qué, Bruno? —preguntó Della con un tono de voz alarmante—. ¿Cuánto tiempo más vas a estar aquí?
Addie trató de mostrarse impasible mientras esperaba la respuesta de Bruno. Podría haber matado a Della por aquella pregunta, pero Bruno era la quintaesencia de las buenas maneras.
—Tengo billete de vuelta para el cinco de noviembre —contestó—. El día después de las elecciones.
Addie no pudo dejar de pensar en la manera en que había formulado la frase. A su pesar, se aferró a ese resquicio de esperanza.
—Si gana Obama —siguió él—, será un regreso triunfal.
—¿Y si no gana? —preguntó Simon.
Addie esperaba la respuesta cuando Della se entrometió.
—¡Quieres parar! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?, Obama va a ganar. Obama va a ganar.
Addie la habría estrangulado.
Aunque, por supuesto, Della tenía razón. Había algo de inevitable en todo aquello, una sensación de historia en movimiento. Addie se sintió impotente, como si estuviera sentada sobre una roca esperando a que llegara la marea. Y cuando esa marea volviera a marcharse, se llevaría a Bruno con ella. Dejándola donde había empezado. Ya se veía a sí misma, sola en la playa con su perrita. Y no soportaba la idea.
Levantó la cabeza de golpe para ver quién estaba hablando. Bruno le estaba explicando a Simon algo relativo a su trabajo.
—Lo que yo hago es bastante específico —estaba diciendo—. Soy algo así como un tipo que trata de vender sacos de arena después de la inundación. No estoy seguro de que siga habiendo mucho mercado para lo que yo hago.
—Eso es lo mejor que tiene ser médico —comentó Simon—. La gente nunca dejará de enfermarse.